Nina

Nina


LIBRO TERCERO » 19

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Mila Blehova recorrió toda la casa y volvió a visitar habitación por habitación. La tarde precedente se había despedido, la vieja cocinera, de los Romberg, ahora se despedía de la casa en la que había trabajado tantos años. Llevaba un vestido negro y un abrigo igualmente negro sobre el blanco cabello. De cuando en cuando acariciaba con sus rojas y agrietadas manos algún mueble, y a menudo se quedaba parada y en sus ojos se reflejaba aquella mirada dirigida al lejano pasado, que los viejos acostumbran a tener.

Nina, Brummer y yo acompañábamos a Mila. Me era imposible hablar una sola palabra con Nina. Brummer sentía un placer de colocarse siempre entre nosotros. Nos contemplaba, curioso, como si de extraños animales se tratara.

Nina parecía envejecida. Sombras oscuras aparecían debajo de sus ojos, iba mal peinada y desastrosamente maquillada. No había podido hablar más con ella, después de nuestras horas al borde del río y, ya era seguro, que no podría dirigirle la palabra antes de su partida hacia Mallorca. Debía decirme continuamente a mí mismo que todo hubiera sido en vano, lo ejecutado hasta ahora, si perdía el control de los nervios.

De habitación en habitación fuimos con Mila Blehova, subiendo al primer piso y volviendo a bajar a la cocina. Todo lo que ella poseía en este mundo estaba encerrado en tres grandes maletas. Mila Blehova acarició el fogón y la nevera. Después dijo:

—Hay todavía gran cantidad de cerveza en la casa, señora. Alcanzará seguramente hasta que llegue la nueva. Debe explicarle en seguida a la nueva cocinera que la nevera congela demasiado cuando se la gradúa más arriba del cinco. Y tienen que mandar arreglar la plancha, la semana pasada me dio una tremenda sacudida.

—Sí, Mila, sí —le contestó Nina.

Apenas podía hablar. En sus ojos había lágrimas.

—¿Pero por qué llora, Jesús, María y José, si pronto volveré de visita?

—Puedes volver cuando quieras, viejita mía —tronó Brummer y observó con ojos casi clínicos a su mujer—, cuando quieras.

—La señora se va también de viaje —la consoló Mila—, tampoco podría verme si me quedara aquí.

—Así es, Mila. —Brummer se frotó las manos—. Tú eres una persona juiciosa. Yo ahora mando fuera a todas mis mujeres.

Ahora mandaba fuera a todas sus mujeres...

Con toda intención se ponía Brummer al trabajo, se trataba también de algo muy importante para él en esta última fase de su combate. A todas las mandaba fuera, a aquéllas cuya crítica temía, o cuya reverencia temía perder. Se hacía sitio, mucho sitio para este último

round.

Levanté dos de las pesadas maletas de Mila, pero ella me contuvo:

—¡Un momentito, todavía, un minuto!

—¿Cómo?

—Debemos sentarnos un minuto antes de irme. Con el fin de que podamos volvernos a ver. Siempre lo hemos hecho así en nuestra casa.

En nuestra casa...

Mientras nos sentábamos todos en taburetes de la cocina y Mila Blehova juntaba las manos, yo pensé que todo lo que tenía en casa era Nina, y que Nina volaría mañana hacia Mallorca. Lo que había sucedido junto al Rhin, hacía más difícil nuestra separación. Pero luego pensé, que esta misma separación de ella, era probablemente lo mejor para mí y para mis planes. Pues también para mí tenía gran importancia el último

round de este combate, también yo necesitaba sitio, mucho sitio, paz y tiempo para acabar con Julius María Brummer de una vez para siempre.

Mientras reflexionaba sobre ello, oí la suave voz de Mila Blehova que pronunciaba estas palabras:

—Padre Todopoderoso, que estás en el cielo, guarda y protege los que van a viajar y también a todos los que se quedan. Preserva de la desgracia a mi Ninita, al señor, al señor Holden, a «Pupele», a Butzel, a su mujer y a la pequeña Mickey. Que tu bendición esté sobre ellos en todos sus caminos, y haz que puedan volverse a ver los que se aman, amén. —Levantó la mirada y dijo con una dulce sonrisa—: Ahora podemos irnos.

A través del parque vestido de otoño, llevé las maletas al «Cadillac». Muchas hojas multicolores yacían sobre la hierba, las flores de los parterres estaban mustias y podridas. Lloviznaba. El cielo estaba negro y hacía frío. El viejo perro trotaba detrás de la cocinera checa y gemía tristemente. Mila se inclinó hacia él y lo acarició. Brummer se puso fuera de sí de alegría ante el comportamiento de su perro:

—Sabe perfectamente que te vas, Mila, lo siente como si fuera una persona, como una persona lo siente.

También él se inclinó a acariciarlo. Fue el primero y único momento en que no nos estuvo observando. Nina susurró:

—Hotel Ritz.

Yo murmuré:

—Mañana por la noche te telefonearé.

Luego se hubo escapado la ocasión. Brummer se enderezó y abrazó a Mila, cuyo pelo blanco llegaba a la cadena de oro de su reloj. La besó en ambas mejillas y ella trazó la señal de la cruz sobre su frente. Luego, ella abrazó a Nina y se puso a llorar.

—Qué tonta soy, ahora lloro yo también. Dios la protegerá, Ninita, yo volveré pronto, pronto nos volveremos a ver.

Con sus manos gastadas por el trabajo, acariciaba sin cesar el rostro de Nina. Brummer la interrumpió alegremente:

—¡Se acabó! Vamos, al coche, o volverás a resfriarte.

La vieja cocinera de Praga subió llorando al lujoso «Cadillac» y yo me incliné ante Nina:

—Deseo que se reponga perfectamente en Mallorca, señora.

—Así lo espero yo también, señor Holden. Páselo bien por aquí.

—Gracias, señora —contesté y pensé en nuestra tarde al lado del río, y supe que ella también pensaba en ello, y esto me dio nuevas fuerzas.

Brummer me dijo:

—Puede tomarse el tiempo que quiera, Holden. Me basta con que esté de vuelta pasado mañana por la noche. Ayude un poco a Mila a instalarse en Schliersee.

—Sí, señor Brummer —contesté con una devota inclinación.

Pensé lleno de alegría en lo qué le pasaría a Brummer pasado mañana por la noche, cuando yo volviera.

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