Nina

Nina


PORTADA

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El punto en el que se encuentra es el único acceso practicable al subsótano, todo lo demás son ventanucos enrejados. Hay una puerta con un pestillo y una cerradura pero él sabe que nunca tiene la llave echada. Nadie suele usar ya las estancias que hay abajo. Descorre el pestillo y abre la puerta. Esperando que la presencia de Teófilo no le haga estar cometiendo una burrada aún mayor de la que está perpetrando, agarra a Nina en volandas, sábana incluida, y comienza a descender escalones. Los tramos son estrechos, así que cuando no golpea la carga se golpea a sí mismo contra las paredes o contra la molesta barandilla. Treinta penosos escalones y está abajo. Deja el bulto en el suelo y sube corriendo a por la camilla. Por los pelos consigue hacerla pasar a través las estrechas escaleras, de hecho, en la revuelta por la que tiene que atravesar, no le queda más remedio que levantarla y girarla un poco para lograr salvar la angostura. Una vez abajo recoge de nuevo a Nina y la coloca sobre la camilla. Se alegra de que la mujer sea menuda y esté tan delgada. Por momentos la sábana deja al descubierto la anatomía desnuda de la carga y el enfermero se sorprende a sí mismo mirándola de nuevo con el deseo recorriendo sus neuronas. Se obliga a contenerse, tiene que tratar de no cometer más estupideces. De nuevo se centra en hacer que la camilla se mueva.

Los pasillos por los que avanzan están sucios, alguno incluso encharcado, abandonado y, en su mayoría, en penumbra porque nadie se ha preocupado en mucho tiempo de ir sustituyendo las bombillas que se han ido fundiendo. Hace años que el subsótano del sanatorio no se utiliza, hace años que todas estas estancias se abandonaron al paso del tiempo. Isaac y Nina avanzan ahora por la que, en su momento, fue la parte más siniestra de la institución, ese tiempo en el que las prácticas psiquiátricas no eran todo lo encomiables que deberían haber sido, esa época en la que a los internos se les colocaban electrodos en la cabeza y se les hacían agujeros en las sienes para dejar salir todos los pensamientos insanos que pudieran albergar. Estas estancias que ahora recorren no eran precisamente el orgullo del sanatorio. Las paredes que les ven ahora pasar han escuchado gritos de dolor, muchísimos, han oído llorar de miedo y han sido testigo silencioso de algunos de los episodios más oscuros de la práctica médica.

Después de atravesar cuatro corredores, cada uno más estrecho que el anterior, y de abrir otras tantas puertas, la pequeña comitiva llega a una sala de unos veinte metros cuadrados, con una mesa y dos sillas descolocadas en medio y con una segunda puerta metálica al fondo, detrás del parco mobiliario. Las paredes son de ladrillo rojizo visto y hay una pequeña claraboya por la que la luz, después de atravesar un tubo de un par de metros de longitud, se cuela difusa, tenue, mortecina. En una de las paredes hay un armario de madera con una de las puertas abierta y descolgada, sujeta solo por la bisagra inferior. El interior del armario está lleno de camisas de fuerza, grisáceas y amarillentas por la suciedad y la inmundicia que durante años han tenido que padecer. La puerta del fondo fue blanca en su tiempo, como casi todas las que hay en el sanatorio, pero ahora resulta difícil adivinar su color verdadero bajo la capa de herrumbre que la cubre. En medio, a la altura de la cabeza, tiene una pequeña ventanita que se abre para dejar que un par de ojos se asomen dentro y comprueben si sucede algo raro.

Activa el interruptor de la luz de la sala contigua y después empuja la puerta que, al girar sobre los oxidados goznes, chilla como si se estuviera asfixiando y mete dentro la camilla. Para cuando termina esta operación la luz del fluorescente, en su desesperado intento de regresar del más allá, aún sigue parpadeando sin conseguir terminar de encenderse. Esta sala es bastante más pequeña que la que acaban de dejar atrás y no tiene ventana ni claraboya. El suelo y las paredes están forrados por una delgada capa de tela rellena de gomaespuma anaranjada que asoma por todos lados a través de los múltiples agujeros en los que la tela desaparece para dar paso al esponjoso material.

El fluorescente deja finalmente de parpadear e ilumina sin interrupciones el grisáceo agujero acolchado.

Isaac toma una de las camisas de fuerza y, después de desnudarla, se la coloca a Nina, procurando que las ataduras mantengan inmovilizados sus brazos. Después la deja tumbada junto a una de las paredes y sale. La puerta vuelve a gritar al cerrarse tras él. Sabe que debe abandonar el lugar lo antes posible, ya hace demasiado tiempo que dejó su puesto y no quiere levantar ninguna sospecha, más allá de las estrictamente necesarias. Después de empujar trabajosamente el enorme cerrojo que atranca la puerta gira la llave que hay puesta en la cerradura, se la guarda y echa un último vistazo a través del ventanuco para cerciorarse de que todo está en orden.

Unos segundos y está de vuelta, empujando la camilla vacía. En uno de los pasillos se deshace de las ropas de Nina, dejándolas en uno de los cestos con ruedas que en su tiempo se solían utilizar en esta parte de la institución para las idas y venidas de la lavandería. Solo ahora, mientras desanda el camino, es capaz de apreciar, en su justa medida, el esfuerzo soberano que le ha supuesto despojar a Nina de sus ropas para vestirla con la camisa de fuerza sin dejarse llevar por esa voz en su cabeza que le gritaba que volviese a poseerla.

Teófilo ya no le espera en el banco del sótano.

De vuelta a la tercera planta entra otra vez en la habitación de la mujer y coge un poco de ropa y un par de zapatos y los lleva a su propia taquilla y los guarda allí. Parece que, durante el tiempo que ha invertido en el traslado, no se ha movido nada en su pequeño reino particular.

Vuelve a su mesa y se sienta. Sudoroso y alterado, sacudiendo otra vez la pierna derecha como si tuviera el baile de sambito. A pesar de que no es capaz de pensar con claridad, no puede dejar de hacerlo. Necesita seguir dándole vueltas al asunto para evitar que queden cabos sueltos.

No tiene claro que vaya a ser capaz de conseguirlo.

De una cosa está seguro, en cuanto amanezca tiene que llamar al doctor Ortiz para contarle lo que ha pasado, o lo que se le ocurra, y mantenerle informado de la situación.

Para algo han hecho un trato.

 

 

 

20

 

Nina despierta.

 

A veces el despertar se presenta con calma, con cita previa y con todos sus pasos anunciados en el programa de fiestas. Se le ve venir, se acomoda uno para recibirlo y le da tiempo a prepararse para el gran momento en el que la consciencia viaja de vuelta desde la remota profundidad del sueño hasta la inmediata cercanía del despertar.

Pero otras veces no hay parafernalia, ni anuncio, ni aviso, ni cita previa. Otras veces se abren los ojos y, seguidamente, los sentidos se ponen en marcha para acomodarse a la nueva situación.

Todo en uno, todo en el mismo instante.

Esta mañana, para Nina, nace así, de la nada, del más absoluto de los vacíos.

Abre los ojos y despierta.

Le duelen la entrepierna y la cabeza.

Un fluorescente alargado le da los buenos días bañando sus pupilas y todo el espacio que le rodea con una luz azulada, tenue y mortecina. Triste. A la vez que saluda a sus oídos con un zumbido, leve pero constante, producido, sin duda, por algún defecto en el cebador.

La estancia, perfectamente blanca e impoluta en su día, la acoge ahora gris, en su acolchada suciedad. Girando la cabeza a un lado y a otro no es capaz de apreciar ninguna diferencia real entre las dos paredes que la flanquean, más allá de las variaciones en la forma y el tamaño de las manchas y los jirones que las jalonan.

Lo único que su cerebro sabe es que tiene una hija, sabe que en algún momento de su pasado dio a luz a un bebe diminuto, sucio y llorón pero inexplicablemente encantador. Y que siente un dolor leve pero constante unos centímetros por debajo del ombligo.

En el momento justo en el que se da cuenta de que sus brazos están inmovilizados por una camisa de fuerza sus nervios se ponen de punta y la temperatura de su cuerpo comienza a subir, su respiración se acelera y de su garganta comienza a brotar una especie de gemido ahogado.

Un instante después encuentra al bicho, sentado con la espalda apoyada contra la pared, con una sonrisa en sus labios mientras la mira sin pestañear.

Las piernas de Nina están libres, tan libres como desnudas. Su torso, aparte de por la prenda que lo inmoviliza, también está desnudo. Su sexo está desnudo. Después de colocarse de rodillas es capaz de incorporarse y ponerse en pie. Un par de giros sobre sus talones terminan de rellenar la casilla correspondiente a la información que necesita recabar sobre el interior de la habitación que la alberga: paredes acolchadas por doquier con una puerta metálica en mitad de una de ellas y un fluorescente débil y ruidoso en el centro del techo con un agujero al lado por el que parece entrar un fino hilo de aire y otro hilo, más delgado aún, de luz. En uno de los rincones de la cuadrada estancia, en el suelo, hay otro agujero, junto a la pared contraria a la puerta, rodeado por la zona más manchada y mugrienta de toda la habitación. En este punto está segura de haber descubierto la letrina.

Nina se gira y se dirige al bicho:

—Sé que ahora me vas a decir que esto es inútil pero mejor te callas, cabrón.

Entonces comienza a gritar. Lo hace tan fuerte como puede mientras se abalanza contra la puerta con la pueril esperanza de que alguien haya tenido la feliz idea de dejarla abierta tras de sí.

No sabe cuánto tiempo pasa hasta que tiene que dejar de chillar, obligada por el agudo dolor que se termina apoderando de su garganta. Nota incluso que su timbre de voz ha cambiado. Entonces vuelve a hablar con el monstruo:

—¿No tienes nada que contarme? ¿No me vas a decir qué está sucediendo?

—Mi ala derecha no va bien. Me duele bastante. No sé qué le sucede, el caso es que no me obedece.

—¿Y a mí qué demonios me cuentas sobre tu ala derecha? ¿Acaso no ves que me han puesto una camisa de fuerza y que estoy metida en una puta jaula con un agujero en el suelo para cagar? Qué sabrás tú de lo que me duele a mí, desgraciado.

—Solo trataba de hacerte ver que no eres la única en el mundo que tiene problemas.

Nina permanece unos instantes en silencio tratando de oír algún ruido del exterior.

Nada.

Después vuelve a abalanzarse sobre la puerta, con una pierna en alto, y la patea, con la pueril intención de que ceda ante el embate de su terrenal e insignificante fuerza.

Sigue sabiendo que tiene un problema con su memoria y que debe estar en algún tipo de institución de salud mental y, gracias al monstruo que enlaza sus días, sabe que anoche estaba en otra habitación, en su habitación, amarrada a su cama. No es que añore especialmente estar en esa situación pero da por hecho que es bastante mejor que esta en la que ahora se encuentra.

Una camisa de fuerza, las paredes acolchadas y silencio. Y el maldito monstruo junto a ella. Su sino.

No tiene la más mínima idea la hora que pueda ser.

—A mediodía la mujer se despertó, otra vez, escuchando el llanto de su hija.

—Joder. Ya estamos.

Mientras el bicho habla, Nina va de un lado a otro de la estancia inspeccionando cada agujero en la tela, cada costura, cada punto, cada rincón, con la estéril intención de encontrar alguna falla, algún punto débil sobre el que cargar para poder evitar el cautiverio que le ha sido impuesto.

—Estaba contrariada, más aún de lo que lo había estado por la mañana y, probablemente, más cansada. Antes de ir a ver a la niña salió de nuevo a la terraza a tomar un trago de vino mientras admiraba cómo las faldas de las montañas iban a morir abruptamente al mar. Cuando iba a volver a entrar en la casa se quedó plantada un rato, de pie, sintiendo el frío en su cuerpo, mirando la cocaína que aún había sobre la mesa. Al parecer, en su interior se lidiaba otra pequeña batalla.

—Joder, esta puta habitación es una locura.

El bicho actúa como si no hubiera oído el comentario de su limitada audiencia.

—La niña seguía llorando con una cadencia casi rítmica, con versos de dolor que se ligaban entre sí componiendo pequeñas estrofas de llanto, mientras ella parecía mostrarse capaz de ignorarlas, como si el aire a su alrededor hubiese perdido la facultad de hacerlas llegar hasta sus oídos.

»Finalmente, en esta ocasión, solo fue necesario subir la persiana y tomar a la bebé en bazos para conseguir que las lágrimas dejasen de brotar. El calor de los brazos de su madre resultó suficiente para confortar a la pequeña.

»Primero se vistió ella. Leggins azules, cinturón negro y blusa blanca de manga larga con un pañuelo también azul al cuello. Luego le puso a la cría un vestido morado y una diadema de tela con una flor malva que colocó descuidadamente sobre su cabecita, medio caída sobre la oreja derecha. Antes de salir, una última visita a la terraza para dar cuenta de la raya que allí había quedado esperando para ser liquidada.

»Unos minutos después conducía una enorme berlina de color gris oscuro por la carretera que corría paralela a la costa, con las ventanillas subidas y la calefacción a tope. El bebé dormía plácidamente en la parte de atrás. Durante media hora se separó del océano para recorrer una autopista interior que serpenteaba suavemente, por la falda contraria a la que daba al mar, de las montañas que veía desde su terraza, para acercarse de nuevo a la línea de costa en la parte final del trayecto.

»Una hora después de haber arrancado su coche oscuro, lo detenía en el parking del puerto deportivo de Calamoche.

»La estaban esperando.

»Cuando bajó del automóvil se percató de que toda la atención que esperaba recibir de la gente que aguardaba, no era para ella. No, ella quedaba relegada a un gris segundo plano ante la estelar presencia de su querida bebé. Y esto aún a pesar de que la concurrencia estaba principalmente constituida por miembros de su propia familia. “Bueno, pues toda para vosotros”, debió pensar. Cogió una pequeña bolsa que había traído como copiloto y se encaminó hacia el Olimpia, el enorme yate de sus padres, sin prestar atención a nada más. Su cabeza parecía estar a punto de estallar de dolor. Un sobrecargo que esperaba al principio de la empinada escalinata de acceso hizo ademán de tomarle la bolsa que acarreaba para poder ayudarla a subir a la embarcación. Ella se apartó de su alcance con un gesto brusco y comenzó la ascensión en solitario.

»Se la veía hastiada, cansada y contrariada, caminando por la cubierta sin un destino concreto. Se detuvo un par de veces en la baranda de estribor, la que daba a los amarres, desde la que se conseguía una vista privilegiada del puerto y de buena parte de la zona oeste de la ciudad, mirando descuidadamente, sin fijar su atención en nada concreto. Finalmente soltó la bolsa en el suelo y paró en la proa, apoyando los antebrazos sobre el pasamano de madera y descansando después la barbilla sobre ellos. Cuando se percató de que el comité de bienvenida recogía a la bebé y se encaminaba de vuelta al yate recogió la bolsa y se introdujo por una puerta en el interior de la embarcación en dirección al que ella sabía de antemano que era su camarote, con la familiaridad que le proporcionaba sentir que estaba en el barco de mamá y papá. Una vez en la pequeña estancia tiró la bolsa que acarreaba en un rincón y se tumbó en la cama.

»Cuando abrió los ojos la tarde estaba bastante avanzada. Su cabeza había sido secuestrada por un dolor moderado, que orbitaba lentamente de una a otra sien y su estómago había sido poseído por un apetito canino, desmesurado. Durante unos instantes sopesó la posibilidad de darse una ducha pero la idea de tener que caminar hasta el final del pasillo, para hacerlo en el baño que allí había, resultó suficiente para disuadirla hacerlo. Se incorporó y se quitó la ropa con la que se había vestido por la mañana, con la que se había quedado dormida, para ponerse algo de lo que había en el armario del camarote: un pantalón rojo, unas chanclas de esparto abiertas por el talón y una camiseta escotada de algodón azul. Acto seguido salió. Nada más tocar la cubierta se percató de que las gafas de sol que se acababa de colocar eran del todo inútiles así que se dio la vuelta y las dejó otra vez en la habitación. Era como si se hubiese olvidado de que era invierno.

«Mirando de nuevo desde la barandilla pudo comprobar que lo único que quedaba del paisaje diurno que había contemplado antes de su exagerada siesta eran las cimas de las montañas que rodeaban Calamoche y la luz intermitente del faro del cabo que había a la derecha del pueblo. A pesar de que le faltaba poco para poder afirmarlo, aún no estaba en alta mar.

»En el salón de la embarcación había gente. La mujer pudo oír claramente el ajetreo bastante antes de abrir la puerta. El mar no estaba completamente en calma pero el oleaje era tranquilo y poco ruidoso, nada más allá de un ligero rumor, incapaz de acallar las voces que había dentro de la estancia. A pesar de la tranquilidad aparente, le resultó imposible ver más de tres o cuatro estrellas en el cielo del anochecer.

»Una vez dentro saludó, un “buenas noches” para todos, nada más. Ni siquiera se preocupó de esbozar una sonrisa o de levantar la mano.

»No estuvo en el salón más allá de cinco minutos. La niña estaba en uno de los rincones, dentro de una cuna de esas portátiles, agitando alegremente los brazos y las piernas mientras sonreía despreocupada a cualquier rostro que se acercara a hacerle una carantoña. El resto de la concurrencia iba de la mesa alargada del centro del salón a la del buffet para rellenar sus platos. Dos mujeres, una bastante mayor y otra algo más joven, se levantaron y se acercaron a ella para hablarle. Le daban la bienvenida y la invitaban a unirse al resto para cenar. El comité de bienvenida fue bastante tibio. Desde la mesa, dos o tres de los comensales observaron el encuentro sin decidirse a levantarse para acercarse a la recién llegada. A pesar de que acababa de vestirse su atuendo no era, ni de lejos, el apropiado para una cena formal en un yate de semejantes características. Creo que esto era algo que a ella parecía importarle bien poco. Estaba más que harta de este tipo de eventos y no parecía tener necesidad de agradar a ninguno de los presentes.

—¿Qué sabrás tú de lo que tenía ella en la cabeza? ¿Qué sabrás tú de nada, aparte de lo que necesitas para inventarte todas esas patrañas que utilizas para torturarme?

—Sé lo suficiente. Y, créeme, conozco perfectamente esta historia que te estoy contando, no necesito que te dediques a corregirme. ¿Ya te has cansado de dar tirones de las mangas, de patear la puerta y de mordisquear esa asquerosa tela que recubre toda la habitación? Pues procura prestar atención.

—Que te den.

Nina se sienta, apoyada contra la pared en uno de los rincones, con las rodillas encogidas y la cabeza descansando contra el agradable acolchado. Aún nota cómo los restos de los tranquilizantes que le administraron anoche trabajan para hacerle la realidad una pizca más digerible.

A pesar de todo, entiende que está en una situación muy complicada.

Y tiene hambre.

—La mujer, abruptamente, dio por terminada la conversación y salió del salón dejando a los presentes sumidos en un repentino y bastante incómodo silencio. Estaba nerviosa y preocupada por algo. No parecía que tuviera claro adónde se dirigía ni cuáles eran sus intenciones. Un minuto y estaba de nuevo junto a la barandilla, esta vez en la popa, fuertemente agarrada a ella con ambas manos. El mar, casi sin avisar, había comenzado a sacudirse con una cadencia más intensa que la que mostraba unos minutos atrás. Ahora las crestas de las olas dibujaban leves estelas blancas en la parte más elevada de su recorrido, justo antes de desaparecer. El murmullo que generaban era también bastante más acusado que el que había oído antes, al abandonar su camarote. La embarcación se balanceaba a un lado y a otro mientras ella permanecía con la mirada fija en la luz del faro, cada vez más lejana, y la cabeza llena de indecisiones.

»Unos minutos después, cuando la brisa marina empezaba a cortarle la respiración y a congelarle los dedos de las manos y de los pies, volvió a su camarote y se puso ropa de abrigo. Entonces sacó del mueble bar de la habitación una botella de ginebra y de su bolsillo un plástico con forma de bolita, cerrado con una goma elástica. Unos tragos de alcohol y una raya de cocaína contribuyeron inmediatamente a aclararle las ideas y a atemperar el resto de su anatomía. Aun así su cerebro seguía bullendo como una olla a presión.

»Cuando volvió al salón ya estaba medio borracha. A pesar de ello, su lengua se movía sin encasquillarse y el resto de su cuerpo respondía con relativa precisión. Allí seguían las personas que había visto hacía un rato: sus padres, su hermano con su cuñada y sus dos sobrinos, una pareja amiga suya con otras dos niñas y algunas parejas de amigos de sus padres, de los de toda la vida.

»Fue directamente a la pequeña barra que había en uno de los rincones y se sirvió una ginebra, toda la que quedaba en la botella, con medio botellín de cola y un solo hielo. Un cubalibre largo. Con la copa en la mano se acercó a ver la cuna en la que se suponía que debía encontrar a su hija. Estaba vacía. Al darse la vuelta su madre le había salido al paso. Ni siquiera intentó zafarse, no parecía tener fuerzas. Cuando le preguntó por su bebé la señora no pudo evitar sufrir un pequeño ataque de ira, una especie de sobredosis de rabia contenida. Las venas de su frente se marcaban como los surcos que se dibujan entre los ladrillos de un muro y todo el contorno de sus labios se volvió blanco por la fuerza con la que los contraía entre cada frase. Lo primero que hizo fue explicarle que la niña estaba durmiendo hacía bastante rato porque ya se habían preocupado ellos de que la criatura estuviese debidamente atendida y le reprochó que se presentase a esas horas con esa pinta y en semejante estado. Le aclaró que ella no era idiota y que sabía perfectamente que estaba drogada y borracha. Amparada en el ruido que generaba la música, en la relativa amplitud de la sala, en el diálogo sostenido de los comensales y en el volumen medianamente controlado de su voz, la madre se sintió libre para poner sobre la mesa todas y cada una de las cosas que tenía que decirle a su hija. Se maravilló por el hecho de que no fuera capaz de controlarse, ni siquiera durante unos días y le recordó que el motivo del viaje era lo suficientemente importante como para intentar mantenerse sobria y que, si eso no era suficiente, estaba su pequeña, su bebé, su hija, que la necesitaba más que nadie. Le dijo que era una desvergonzada y una irresponsable. “Tus padres solo van a jubilarse una vez”, le espetó acercándose a su oído. También le dijo que era una drogadicta y una descerebrada y le avisó de que su padre y ella estaban terminando de tomar algunas decisiones importantes y que todo esto que hacía solo serviría para obligarles a ser duros y severos con ella. Le dijo que eran sus padres y que la querían y que si tenían que hacer algo desagradable para intentar cuidar de ella y de su nieta lo iban a tener que hacer. Le dijo que todas las decisiones importantes estaban prácticamente tomadas y que, a lo mejor, se encontraba con alguna sorpresa desagradable.

»Contemplando la indolencia con la que encajaba el chaparrón que le estaba cayendo la madre sintió la necesidad de saber si su hija comprendía lo que le decía, así que le preguntó si la estaba escuchando, a lo que ella, después de mirarla a los ojos durante unos segundos, respondió: “¿No queda más ginebra?”.

»Entonces la madre perdió los nervios y las buenas maneras que había conseguido mantener mientras ella había guardado silencio y gritó y la insultó y la increpó sin ningún control. Todos los presentes abandonaron sus conversaciones y permanecieron en silencio presenciando los aspavientos que hacía la mujer mientras perdía los papeles por culpa de su hija.

»Ella aprovechó el chaparrón para apurar su copa y dejarla después sobre uno de los postes de madera de la cuna, a modo de coronación. A pesar de que creo que tenía ganas, muchas ganas de hablar, prefirió no darle la réplica a su madre y, después de despedirse con un sonoro “¡déjame en paz!”, salió de nuevo del salón. Abandonó el lugar en mitad del silencio más absoluto, acompañada solo por el leve chirriar de los goznes de la puerta al girar sobre sí.

»Una vez afuera, con los puños apretados, dijo a media voz: “Estoy hasta los cojones. Tenía que haber hecho algo hace tiempo”.

»El resto de la velada vagó entre la cubierta y su habitación. A ratos se asomaba por la borda y a ratos paseaba por el barco con una copa en la mano, procurando no cruzarse con nadie. Cuando conseguía vaciar su vaso volvía al camarote a por el relleno. Podía ser que en el salón se hubieran quedado sin ginebra pero en su mueble bar aún quedaba una botella. Cada copa venía acompañada con una profunda inspiración de su querido polvo blanco.

»Se podría decir que un par de horas después del rifirrafe con su madre, la mujer estaba borracha. Aunque quizá no del todo. Se podría decir también que la borrachera era extraña en sí misma: por un lado estaba el efecto idiotizante del alcohol y por el otro el efecto estimulante de la cocaína. Así que se podría decir que se había convertido en una borracha hiperactiva. Caminaba de un lado para otro hablando sola, gesticulando vehementemente, hasta que veía que se iba a cruzar con alguien o hasta que el encuentro se producía sin que ella hubiera podido evitarlo. Entonces callaba y dejaba de gesticular, cambiando de dirección o simplemente agachando la cabeza para evitar tener que saludar o soportar que alguno de sus compañeros de viaje se dirigiera a ella.

»En mitad de la noche, alrededor de las cuatro de la mañana, con el barco parado en medio del mar, meciéndose suavemente a merced de la marea, la mujer se acercó a la popa y fijó su mirada en la oscuridad. Unos minutos después vio lo que estaba buscando. Una zodiac naranja con un hombre remando sobre ella se acercaba lentamente. En la parte trasera de la pequeña embarcación había un motor pero estaba parado. Cuando la lancha se pegó al casco del yate le lanzó un cabo y desplegó después la escalinata que facilitaba el acceso a la cubierta. Antes de subir el hombre sacó una navaja de su bolsillo y rajó la goma de la zodiac que chilló durante unos segundos mientras que el acero que la rasgaba conseguía abrir una brecha lo suficientemente grande como para que el tono del soplido fuese bajando hasta desvanecerse por completo. Un minuto después la pequeña embarcación se dirigía al fondo del mar.

»Cuando terminó de subir, el hombre miró alrededor y después besó a la mujer en la boca. Una vez que el beso hubo terminado y sus labios estaban ya separados, la miró frunciendo el ceño y le dijo: “Joder, apestas a alcohol”.

 

 

 

21

 

Por la mañana, Rodrigo y la doctora Tubau suben a buscar a Nina, con intención de que él empiece su trabajo con ella y encuentran a Mileidy en la habitación, con las manos apoyadas en las caderas y el gesto descompuesto:

—Nina no está.

Los minutos siguientes transcurren entre el desconcierto y la estupefacción. Ninguno consigue adivinar dónde puede encontrarse la interna ni tampoco por qué demonios no está donde debería. Mileidy es enviada en misión de reconocimiento por los pasillos cercanos con el encargo expreso de interrogar a todo el que se cruce acerca del paradero de Nina. Mientras tanto los doctores escudriñan la habitación en busca de posibles pistas. Lo único en lo que los tres terminan por coincidir es en que parece que no falta mucha ropa y en el hecho de que no hay ningún otro indicio.

—Lo más gracioso del asunto es que, aunque diéramos con ella ahora mismo, casi con toda seguridad, sería incapaz de explicarnos lo que ha sucedido o en qué ha estado entretenida las últimas horas —dice el doctor, como si hablara para sí mismo.

Por su gesto, las dos mujeres parecen estar de acuerdo con esta conclusión.

Mientras Mileidy trata de continuar con sus quehaceres, los doctores vuelven abajo para alertar al resto del personal y poner en marcha el protocolo pertinente en estos casos. A pesar de que las posibles consecuencias negativas derivadas de este incidente descansarían, en gran medida, sobre los hombros de la doctora Tubau, la cara de doctor Ortiz ha quedado bastante más descompuesta que la de la pequeña mujer, después de haber encajado la inesperada noticia.

Ella intenta tranquilizarle:

—Por desgracia no es la primera vez que sucede algo así y, mucho me temo, que tampoco va a ser la última. Lo que más me desconcierta, en este caso, es que sea Nina la implicada, incluso aunque haya desaparecido por voluntad propia. No tengo claro qué tiene ahora mismo en la cabeza ni qué es lo que le pueda estar sucediendo. Para ella debe de estar siendo una situación bastante complicada. Espero que no tardemos en encontrarla porque es posible que estos momentos no le estén resultando nada agradables. A pesar de todo es una paciente. A pesar de todo necesita ayuda médica.

»Puedo asegurarle que ella es inteligente y fuerte. Incluso apostaría a que este tiempo sin recuerdos le ha servido para desarrollar su instinto de supervivencia de una manera espectacular. He constatado que, a pesar de su enorme tara, es capaz de sobreponerse a las trampas que le tiende el día a día con una entereza pasmosa.

—Sí, eso también me preocupa.

La doctora mira al doctor Ortiz con gesto de extrañeza e intención de pedirle algún dato cuando la sala comienza a llenarse de gente: dos enfermeros, un celador, otro médico, el guarda de seguridad del turno... La noticia ha corrido como la pólvora y todos parecen querer colaborar para esclarecer el hecho lo antes posible.

La mujer explica someramente lo que sabe y pide a todos los presentes que colaboren para encontrar a Nina lo antes posible y les informa de que, si en una hora no aparece, se pondrá en marcha el protocolo pertinente para los casos de desaparición de un interno. Que se debe intentar, por encima de todo, mantener la calma en el centro, evitando que los pacientes tengan conocimiento del hecho y que, asimismo, todo el mundo debe mantenerse al corriente de sus obligaciones procurando colaborar en todo momento para la solución del problema. En principio nadie parece tener información importante y la reunión concluye poco después de haber empezado.

 

 

 

22

 

Caminar furtivo e incómodo con unos papeles secretos ocultos bajo la ropa ya es lo suficientemente estresante como para comprobar, además, que esta embarazosa situación se aliña con la aparición del propietario de los documentos justo detrás de uno.

Boris corretea por los pasillos durante un par de minutos con la suerte de no cruzarse con ningún enfermero ni ningún bedel. Entonces decide abrir una puerta de emergencia para tratar de ocultarse en el repecho del primer tramo de escaleras. Conoce bien La Quinta de la Montaña y sabe dónde encontrar un hueco en el que intentar pasar desapercibido.

Sin conseguir calmarse del todo, y anhelando aún tener la certeza de que Nina se encuentra bien, se sienta sobre un escalón y saca de entre las ropas los papeles que ha sustraído de las carpetas del doctor Ortiz. Tiene mucho calor, a pesar de que en el sanatorio la calefacción nunca está alta. De hecho, con su atropellada huida, ha conseguido romper a sudar profusamente. Se acerca a la ventana del descansillo y la abre. El aire que entra de fuera sería capaz de cortarle la respiración a cualquiera. A él apenas consigue secarle la humedad de la frente.

Boris sabe que Nina ha hecho alguna trastada, una de las serias, y sabe también que es muy posible que tomen algún tipo de represalia contra ella, que le impongan algún castigo. Lo primero, aunque esto depende de la cantidad de tranquilizantes que le den, consistirá en atarla a la cama para que pase la noche lo más quieta posible. Después, y en esta parte tienen mucho que ver las dimensiones de la tropelía, vienen el resto de posibilidades: más pastillas, más visitas médicas, más restricciones en sus libertades y, la más drástica de todas, hacerle pasar una temporada en el ala de aislamiento.

Más aislamiento aún.

El sudor en su frente no parece terminar de secarse. Muy al contrario, cada segundo que transcurre hace que se multiplique. Súbitamente Boris tiene la sensación de que sus entrañas suben justo hasta la base de su cuello a la vez que una irresistible arcada se apodera de todo su ser. Inclinándose inmediatamente en un rincón vomita de una sola vez casi todo el contenido de su estómago.

En seguida aparece el picor.

Ese picor.

La nuca de Boris se estremece como si alguien la estuviera estrujando y toda la zona se convierte en un intenso latigazo de picor. Igual que si un mosquito gigante le hubiera clavado su formidable probóscide justo ahí.

Llegado a este punto tiene la absoluta certeza de que está empezando a sufrir una crisis de ansiedad.

Conoce perfectamente todo el proceso aunque, en ocasiones, en muy pocas, es reversible. Por circunstancias que él mismo desconoce, llegado a un determinado punto, el cuadro de síntomas se detiene y la crisis desaparece. Casi tan abruptamente como había aparecido. Pero hay una señal inexcusable, inequívoca e indiscutible de que el episodio es irreversible: el picor en la nuca. Cuando no puede evitar rascarse compulsivamente es que el monstruo de la ansiedad está aferrado a él.

Con garras y dientes.

Los pulmones parecen perder su capacidad para retener el oxígeno del aire que pasa a través de ellos y casi todos sus músculos dejan de obedecerle como es debido. Como si un gigante hubiera puesto el pie sobre su pecho, impidiéndole respirar con libertad. Sus piernas se sacuden, sus brazos tiemblan y todo su cuerpo está ahora cubierto por una fina película de sudor. Se da cuenta de que es incapaz de sostener los papeles entre sus manos y mucho menos de intentar descifrar lo que en ellos está escrito. No puede evitar dejarlos caer mientras trata de sentarse para armarse de las fuerzas y el valor necesarios para soportar la crisis sabiendo que, a estas alturas, ya es demasiado tarde para pensar en deshacerse de ella.

Uno de los papeles planea en zigzag hasta aterrizar sobre el charco de vómito.

A pesar de los escalofríos, del sudor, de la opresión en el pecho y de las insoportables convulsiones, Boris encuentra una media sonrisa en su interior y se sorprende a sí mismo incapaz de evitar que aflore a sus labios. Con la cantidad de sitio que había y el maldito papel ha tenido que ir a posarse sobre los tropezones a medio digerir que la ansiedad acaba de sacar de su cuerpo.

Diez minutos más de sufrimiento y su cerebro parece querer volver a echar a andar.

¿Informe policial? ¿Qué informe policial? ¿Por qué demonios tiene este doctor que ha venido de fuera un informe policial entre los papeles que trae? ¿Y una sentencia?

Boris decide finalmente que es necesario saber lo que pone en las hojas que ha sacado de entre la pila de papeles que acarreaba Rodrigo. En el momento en que se incorpora, peleando contra su desvencijado cuerpo para tratar de recoger los papeles, la puerta de la salida de emergencia por la que se ha colado se abre y aparece una enfermera.

Sin duda andaban tras él.

—¡Aquí está! —grita.

Lo primero que hace la mujer es agacharse a recoger los papeles, retorciendo el gesto cuando le toca el turno al que descansa sobre la vomitona. Aun así, para cuando aparece el doctor, ella ya ha conseguido adecentar un poco el desdichado folio. Él, al recibirlos todos juntos, los arruga en su mano derecha hasta convertirlos en una bola del tamaño de una pelota de tenis que inmediatamente guarda en el bolsillo de su pantalón.

—Bueno, Boris. Al parecer no eres ni la mitad de listo de lo que aparentabas. Hablaré con la doctora y seguro que estará de acuerdo conmigo en tomar alguna medida para enmendar este desagradable incidente.

Boris no es capaz aún de encontrar las fuerzas suficientes para contestar al médico y se centra en secarse el sudor de la frente mientras que la enfermera que ha dado con él le ayuda a levantarse. Bastante tiene con intentar eludir a la muerte que viene a buscarle en forma de crisis de ansiedad como para pensar ahora en las consecuencias de sus actos.

Como él mismo había pronosticado para el caso de su añorada amiga, pasa el resto del día convenientemente sedado y con una incómoda y desagradable vía clavada en su brazo, a través de la cual recibe el sustento que su cuerpo necesita, habida cuenta de que los alimentos sólidos están reservados para temperamentos más moderados.

La verdad, tampoco ha sido para tanto.

A pesar de estar completamente dopado, Boris no duerme. Los tranquilizantes consiguen aplacarle y obligarle a pasar el día abotagado e inservible. Su cerebro se ha ralentizado aún más que de costumbre y las ideas fluyen por él inconexas e inútiles, como destartalados ramalazos de lucidez que le resulta imposible tejer. Sigue pensando en Nina, en los papeles, en el doctor, pero es incapaz de llegar a ninguna conclusión coherente.

El atardecer le visita tranquilo, conciliador, como una mano que le acariciase el cabello, y le muestra el ineludible camino hacia el descanso y la felicidad sosa y bobalicona, exenta casi por completo de ingredientes, que le facilita la química.

Con la cabeza apoyada en la almohada y la mirada fija en los últimos rayos de sol que atraviesan el cristal para dibujarse en la pared que queda frente a su cama, Boris consigue colocar en su imaginación, en primer plano, el rostro de Nina. Aunque la operación no debería de haber resultado complicada para alguien como él, que tiene asumido que ella le atrae en cualquiera de las maneras en las que la atracción entre dos personas se puede manifestar, es algo que le ha costado horas conseguir. Ha pasado casi toda la tarde intentando recordar el rostro de su amiga sin conseguirlo. Por su cabeza han deambulado infinidad de caras, algunas incluso desconocidas para él, en su intento de materializar la de Nina. Aun así no ha llegado a sentirse frustrado o incapaz y no ha cejado ni un solo segundo en su empeño de recomponer todas y cada una de las facciones de esa cara que tanto le gusta mirar cada día.

Al menos así ha sido capaz de dejar atrás las insufribles manifestaciones de estrés y dolor físico que atenazaban su cuerpo a causa de la crisis que ha sufrido en mitad de las escaleras. Su cuadro clínico no es como el de cualquiera que sufra de depresión más allá de las paredes de La Quinta de la Montaña. Él ha pasado por cientos de ataques ya. Y luego está lo de sus intentos de suicidio.

Sus crisis son continuas y muy intensas, sus síntomas son acentuados y terriblemente afilados y sus expectativas de recuperación bastante peregrinas, según le ha asegurado más de un doctor ya. En realidad no alberga intención alguna de curarse, de hecho, la palabra curación, para él, tiene muy poco que ver con intentar librarse de esta especie de maldición que le atenaza. Asumió por completo, hace tiempo ya, que tener la curación como un objetivo es una quimera para él, un reto inalcanzable. Fantasea incluso, y esto también le angustia, con la posibilidad de vivir en una crisis de ansiedad continua, constante, ininterrumpida. Se ve a sí mismo sentándose a comer con el puño apretado contra el pecho, tratando inútilmente de atenuar así el dolor, con el sudor resbalándole implacable por la frente, el cuello y las axilas. Se ve charlando con un amigo mientras se sujeta una mano con otra intentando que no se note que ambas tiemblan desaforadas. Se imagina yendo al cine con una mujer, sin poder pasarle ni siquiera el brazo por encima del hombro porque se sabe incapaz de controlarlo y porque no va a poder hacer nada cuando ella le pida, por favor, que deje de sacudir las rodillas como si estuviera intentando abanicarla con ellas.

Cuando la oscuridad ha terminado de instalarse, casi por completo, en la habitación alguien enciende la luz y se acerca a visitarle:

—Ahora que conoces un poco mejor la historia de tu amiga Nina, es posible que me sirvas de ayuda. ¿Qué te parece?

Boris tiene que entrecerrar los ojos para protegerlos de la repentina claridad.

En realidad tiene la sensación de que su cuerpo y, sobre todo, su cabeza no están preparados para jugar a nada. No sabe si decirle al médico que no tiene ni la más ligera idea de sobre qué le está hablando, si permanecer en silencio invitándole a que continúe o si, tal vez, debiera girar la cabeza y cerrar los ojos para intentar dormirse de una santa vez. Sabe que el catéter que le han colocado en el brazo abre una vía de agua que tiende con mucha más facilidad a conducirle a las profundidades de la desidia que a la lucidez necesaria para prestar atención a cualquiera que sea el juego que el doctor ha venido a proponerle.

—Lo que usted diga, doctor.

—Tutéame, Boris, por favor —no es capaz ni de contestar—. ¿Cuál es ahora tu opinión sobre tu amiga?

Boris guarda silencio durante unos segundos, seguramente más de los que una conversación razonable puede soportar.

—Pues la misma, doctor, la misma.

Rodrigo Ortiz toma el brazo de Boris y observa la vía que tiene clavada durante unos instantes.

—Supongo que será mejor que hablemos mañana, querido amigo.

Entonces se levanta y, después de apagar la luz, sale de la habitación.

Esta parece ser, finalmente, la señal que el cuerpo de Boris estaba esperando para dejarse arrastrar al descanso. La puerta, que el doctor Ortiz ha cerrado, marca el principio del sueño que lleva buscando toda la tarde.

No hay más reflexiones ni más incógnitas, su cuerpo se rinde.

A la mañana siguiente, justo después de desayunar, Boris se entera de que Nina ha desaparecido.

En el tiempo que lleva en el sanatorio se ha terminado haciendo amigo de la mayor parte del personal. A pesar de ser relativamente tímido, e incluso introvertido, tiende a caer bien a la gente y casi todos los enfermeros y celadores hacen buenas migas con él. Además, Boris es una persona muy solícita y siempre está dispuesto a echar una mano. Este matiz en su personalidad le ha granjeado la simpatía de los empleados de la institución. No es que él tienda a aprovecharse de esto pero es un hecho que, en ocasiones, involuntariamente, le proporciona algunas prerrogativas.

Aunque solo sea un poco de información privilegiada.

Recién llegado al salón de la planta baja una de las enfermeras, Gema, camina hacia él y, sin darle siquiera tiempo para saludar, se acerca distraídamente a su oído y le transmite la noticia.

Boris nota cómo su corazón se acelera repentinamente y cómo su cara y el resto de su cabeza se llenan rápidamente de sangre. Inmediatamente un par de preguntas que circulan por su cerebro se verbalizan en sus labios. La enfermera le informa de que lo que le ha contado es lo único que sabe. Que no hace mucho que la echan en falta y que, si no aparece en breve, van a llamar a la policía y a poner todo patas arriba.

—Como cuando Martín se escapó por el agujero de la valla y bajó al río a bañarse. ¿Lo recuerdas? —Boris asiente con la cabeza—. El pobre se estaba refrescando a trescientos metros de aquí mientras la policía removía Roma con Santiago en cincuenta kilómetros a la redonda para dar con él.

—Nos contaron que le habían llevado a una revisión médica, al hospital, porque aquí no había aparatos para hacerle no sé qué prueba.

—Ya sabes, Boris, algo hay que decir. —Gema pone los ojos en blanco y sacude ligeramente la cabeza mientras habla.

—Claro, por eso cuando volvió se pasó una semana en el ala de seguridad. Para que no se le notaran las marcas de los pinchazos de los análisis.

—Esto de Nina sí que es alucinante, ¿verdad? Imagínatela, por ahí, si saber casi ni quién es. Cuando haya amanecido en vete tú a saber dónde, sin tener ni idea de lo que le está sucediendo. Madre mía. Claro que, ahora que lo pienso, puede ser que la pobrecilla lo esté pasando mal de verdad.

—De eso caben muchas posibilidades. Pero, si de una cosa estoy seguro, es de que sabe cuidar de sí misma. —Hace un esfuerzo por parecer tranquilo.

Cuando Gema se marcha Boris se encuentra a sí mismo sumido en un mar de dudas, de miedos y de inquietantes cuestiones. A todo esto tiene que sumar su pulso acelerado y una pequeña punzada de dolor cerca de su axila izquierda.

Se siente muy desgraciado e infeliz y se da cuenta, de repente, de que echa de menos a su amiga Nina. La impresión le asalta como si de una bofetada se tratase, haciéndole incluso inclinar la cabeza, abrumado por el dolor que le produce contemplar la posibilidad de no volver a verla. Imagina su estancia en La Quinta de la Montaña como una insoportable sobredosis de tedio y de monotonía y no se ve a sí mismo capaz de imaginar cómo pueden transcurrir sus días sin el reto cotidiano que le supone encontrarse con ella cada mañana para tratar de ganarse su confianza y su beneplácito.

Un día tras otro.

Va a recoger su medicación y después se aleja hasta uno de los rincones del salón a intentar asimilar la revelación que la buena de Gema acaba de hacerle.

Entonces se da cuenta de que Teófilo, uno de los esquizofrénicos de la planta baja, camina parsimoniosamente hacia él, arrastrando las zapatillas a cuadros que calza sobre todas y cada una de las baldosas que va atravesando. Cuando está completamente seguro de que Teo tiene intención de acercarse hasta donde se encuentra él plantado, inicia la marcha y se traslada suavemente hasta el otro extremo de la habitación, donde se sumerge de nuevo en sus sombríos pensamientos. No es que tenga nada especial en contra del pobre Teo pero, a veces, se pone un poco pesado. Y siempre apesta a tabaco negro. Medio minuto después, el parsimonioso arrastrar de pies del interno vuelve a llamar su atención, haciéndole notar que se acerca de nuevo al sitio que ahora ocupa.

Tiene la sensación de que le va a resultar más difícil que de costumbre alejarse de Teo, de sus zapatillas a cuadros, de su parsimonia y de su olor a Ducados. Cuando Boris reemprende la marcha, en busca de un escondrijo mejor, la voz del hombre le interpela, justo por encima del susurro:

—¿Te vas a estar quieto de una vez?

Boris, al oírle, se sobresalta y se detiene para mirarle, resignándose a tener que explicarle, por enésima vez, que hace años que dejó de fumar y que, además, nunca fumó Ducados, que no soportaba, ni soporta el tabaco negro.

—Hola, Teo, ¿qué se te ofrece?

—¿Tienes pastillas?

—Joder, Teo, creo que con lo que ya llevas encima vas más que servido.

Teo guarda silencio unos instantes mientras se lleva la mano a la cabeza para atusarse el cabello, marrón y más largo y sucio de lo que sería deseable. El movimiento es tan parsimonioso que Boris piensa que está fingiendo hacerlo a cámara lenta. No se siente con fuerzas para aguantar a este pobre hombre con sus pastillas, sus manías y su mal olor.

—Venga, Teo, no tengo pastillas ni ganas de hablar con nadie, de verdad.

Para cuando Boris termina de hablar su visitante ha conseguido concluir la «operación peinado».

—¿Has visto la cantidad de gente que hay en este salón? —Boris mira alrededor y cuenta, en un vistazo rápido, al menos a quince personas. Aun así prefiere callar y concederle unos instantes más a Teo—. ¿Te parece que, si quiero conseguir pastillas, eres mi mejor opción?

—Pues no. —No le queda más remedio que admitir que, evidentemente, no lo es. Primero porque rara vez suele tenerlas y segundo, y mucho más importante, porque nunca se dedica a trapichear con ellas.

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