Nina

Nina


LIBRO PRIMERO » 3

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Se llamaba Mila Blehova y había nacido en Praga.

Tenía una ancha nariz en forma de pico de pato y una magnífica, pero falsa, dentadura y la cara más bondadosa que haya visto en mi vida. Cuando se la veía, se llegaba inmediatamente a la conclusión: esa mujer no había dicho una mentira en su vida, esa mujer era incapaz de cometer indignidad alguna. Pequeña y encorvada, el blanco cabello peinado apretadamente hacia atrás, estaba ante la abierta ventana de la enorme cocina, trabajando mientras hablaba. Estaba preparando la cena: Rindsrouladeri. (Carne de buey enrollada). Rojos y jugosos, cuatro pedazos de carne descansaban sobre la mesa de la cocina. Los embadurnó de sal y pimienta.

—¡Qué desgracia, qué gran desgracia, señor…! —⁠Dos lágrimas rodaron por las arrugadas mejillas y las enjugó con la manga del brazo derecho⁠—. Perdóneme por abandonarme así, pero es como si fuera mi hija, más que mi propia hija ha sido para mí Nina.

Estaba sentado al lado de ella bebiendo café y fumando y, a pesar de que las ventanas estaban abiertas de par en par, olía aún fuertemente a gas, en la cocina. En el oscuro jardín, detrás de la casa, murmuraba la lluvia.

—¿Hace mucho tiempo que conocía a la señora Brummer?

—Más de treinta años, señor. —Ahora puso mostaza sobre los pedazos de carne, las viejas manos, gastadas por el trabajo, se movían ágilmente. Sobre él delantal, en el tirante del hombro izquierdo destacábanse dos iniciales de oro: una J y una B⁠—. He sido niñera de Nina. La he enseñado a andar, a comer con cuchillo y tenedor, a peinarse, a decir el Padrenuestro. Nunca me he separado de ella, ni un solo día, en todos los viajes, me han hecho acompañarla sus santos padres, siempre he estado junto a mi Nina. ¡Dios mío, cuando tuvo el sarampión y la tos ferina…! Y luego cuando han muerto los padres, uno poco tiempo después del otro, todo lo hemos pasado juntas, mi pobre pequeña Ninita y yo…

Cortaba ahora finas lonjas de un gran trozo de tocino y las iba depositando cuidadosamente sobre la mostaza y la carne y, en algún lugar de la casa se oían indistintamente las voces de los reporteros y de los policías.

Mila Blehova seguía diciendo:

—… Es tan hermosa, señor, como un ángel en forma humana. Y tan buena… Si muere, tampoco yo quisiera vivir. —⁠Empezó a cortar cebollas en rodajas pequeñas, finas⁠—. Es como un pedazo de mí misma, después de todo lo que hemos pasado juntas. La miseria en Viena, y la guerra y las bombas, y, finalmente, la gran dicha.

—¿Qué dicha?

—Su conocimiento del señor. Cómo se enamoró de ella… El casorio. ¡Cuánto dinero! El abrigo de nutria y las joyas de diamantes, la casa… —⁠Las lágrimas se deslizaban por las viejas mejillas de Mila Blehova y producía un sonido como si hubiera bebido demasiado sifón demasiado de prisa⁠—. Vuelvo a tener arcadas —⁠me dijo humildemente. Su cara asumió repentinamente la expresión del sufrimiento⁠—. Siempre que me excito. Es mi tiroides que funciona excesivamente. —⁠Colocó las rodajas de cebolla sobre las lonjas de tocino.

Se produjo un aullido lastimero. Lo había proferido el viejo dogo. Enrollado sobre sí mismo, descansaba cerca del hogar y nos contemplaba con sus ojos semiciegos, inyectados en sangre.

—Sí, sí, «Pupele», pobre perrito mío, es espantoso, ¿no te parece?

Se dirigía al perro y éste gimoteó, se acercó a ella y se frotó en sus piernas. Mientras Mila Blehova enrollaba cuidadosamente el primer trozo de carne, me informó:

—Si no hubiera sido por nuestro «Pupele», nuestro buen perro, seguramente estaría ya muerta, mi Nina…

—¿Cómo?

—Hoy es miércoles y tenemos fiesta por la tarde, todos, el criado, las muchachas y yo. A las dos, me dijo mi Nina: Vete al cine. Pero yo le dije: «No, prefiero dar un bonito paseo con “Pupele”»… —⁠El viejo perro volvió a gemir…⁠—. Nos hemos ido en dirección al club de regatas, pero, repentinamente, empieza «Pupele» a aullar y tira de la traílla hacia la casa…, debe de haberlo sentido, el pobre animal… —⁠La primera roulade estaba terminada. Cuidadosamente la fue punzando, la pequeña mujer, con una punta de aluminio⁠—. Así, pues, también yo me he asustado y me he apresurado a ir a casa con el perrito y, cuando he llegado a la cocina, estaba delante del fogón, con todas las espitas del gas abiertas, y ella casi encima de ellas. —⁠De nuevo le atormentó el hipo.

—¿Cuánto tiempo estuvo usted fuera?

—Probablemente tres horas.

—Y tres horas han sido suficientes para…

—También se había tragado veronal, señor. Un tubo entero. Doce pastillas.

—¿Qué edad tiene la señora Brummer?

—Treinta y cuatro años. —Enrolló la segunda roulade, lanzando un trozo de tocino al pobre perro, que saltó hacia un lado y hacia otro para cogerlo.

—¿Por qué lo hizo? —le pregunté.

—No lo sé. Nadie lo sabe.

—¿Era feliz el matrimonio?

—El matrimonio más feliz del mundo. Sobre las manos la traía el querido señor. Hay dinero, no tiene preocupación alguna, no lo comprendo, no puedo llegar a comprenderlo…

La puerta se abrió, y el policía que me había pedido el carnet de identidad entró.

—¿Tiene aún café, madrecita?

—Tanto como quiera, señor. Ahí está la cafetera. Tome azúcar, tome mucha leche…

—Acabamos de telefonear al hospital —dijo amistosamente, mientras llenaba una taza⁠—. El señor Brummer se dispone a volver a casa.

—¿Y la señora? —Los fláccidos labios temblaron⁠—. ¿Cómo está la señora?

—Están probando ahora un tratamiento de oxígeno y cardiazol. Para el corazón.

—Ay, Jesús mío del cielo, ¿vivirá?

—Si resiste la noche, sí —contestó el policía y volvió al vestíbulo.

Como si lo hubiera comprendido todo, empezó de nuevo a quejarse el viejo perro. Con sus rígidas piernas, se arrodilló Mila Blehova a su lado y empezó a acariciar el cuerpo hinchado. Le hablaba cariñosamente, con su dura lengua materna, rica en consonantes, pero el perro continuó gimiendo, y seguía oliéndose a gas en la cocina.

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