Nina

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LIBRO PRIMERO » 16

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Los pueblos eran cada vez más pequeños. En un momento dado, en un lugar denominado Eschwege, el señor Brummer me hizo parar delante de una tienda.

—Compre bombones y chocolate. —Me dio dinero—. De lo más barato que encuentre, para que le den mucha cantidad. En la zona siempre hay niños al lado de las carreteras. Y, ¿qué culpa tienen los niños?

Así, pues, entré en la pequeña tienda de techo bajo, y compré chocolate y bombones por valor de treinta marcos. Me dieron una gran cantidad, poniéndomelos todos en una caja de cartón.

Al pasar por delante de la iglesia de Eschwege, empezaron a sonar las campanas. Eran las quince horas. Un coche de muertos se había parado en la plaza delante de la iglesia, y vi muchos campesinos con sus mujeres. Todos iban vestidos de negro, se tenían en pie sobre el polvo rojo y contemplaban cómo cuatro bomberos, de uniforme, levantaban el ataúd del coche y lo llevaban a la iglesia. Los bomberos sudaban. Iban con pantalones negros y botas negras, chaquetas rojas con trenzas doradas y cascos plateados sobre la cabeza. En este momento cesaron de tocar las campanas. En la plaza se produjo un gran silencio y, al pasar, oímos rezar a las mujeres.

—Un entierro trae suerte —dijo Julius Brummer, retorciendo un botón de su americana.

El polvo rojo se asentó en el interior del coche, lo sentí en la garganta y entre los dedos, sobre el volante. El viejo perro dormía. Respiraba pesadamente en el calor, y el chocolate destinado a los niños de la zona se estaba poniendo blando.

El último lugar antes de la frontera se llamaba Herleshausen. Detrás de él corría un majestuoso viaducto sobre la carretera, que llevaba un puente de la autopista. Entonces se acababa el camino, y otro polvoriento llevaba hasta el puesto de control de la zona de Alemania occidental. Aquí se encontraban unos cuantos camiones y coches de turismo. Había una pequeña posada con un aparato automático de música y venenosos trozos de pastel de todos los colores bajo campana de vidrio. Había un poste de gasolina, pintado de amarillo y rojo, y también muchas moscas. De la posada salía música. Frank Sinatra cantaba: «Hey, jealous lover...»

Los empleados de la frontera eran muy amables.

Llevaban pantalones de color de guisante y camisas verdes y sudaban. Enseñamos nuestros pasaportes. Los empleados saludaron y nos desearon un buen viaje. La barrera bajo la bandera negra, roja y oro se levantó y salimos de una Alemania, por una malísima carretera, para entrar en la otra Alemania.

En la otra Alemania también eran muy amables los empleados y había también una bandera negra, roja y oro sobre la barrera. Los policías del pueblo llevaban uniformes de color de tierra y eran más jóvenes que los empleados fronterizos del Oeste. Había también muchachas de uniforme. Las muchachas con pantalones azules y blusas sudaban como los hombres del uniforme color de tierra y como los hombres de más edad allá en el Oeste.

—¿A dónde, señores? —preguntó el joven sajón que se encontraba junto a la barrera.

—A Berlín-Oeste —dijo Brummer. (No se podía ir sencillamente hasta el cruce de Hermsdorfer y luego volver. Debía llegarse hasta Berlín.)

—Primera barraca —dijo el policía del pueblo.

A la derecha de la carretera existía una estación con muchas vías. A la sombra del edificio de la estación estaban muchas personas sentadas. Esperaban un tren. La estación se llamaba Wartha. Grandes montones de carbón relucían al sol entre los rieles. También habla mucha paz en Wartha esa tarde.

Me puse la americana y nos fuimos hasta la barraca donde registraban los documentos, pagamos el derecho de peaje de la autopista hasta Berlín y nos dieron un recibo.

Me preguntaron cuánto dinero del Oeste llevaba encima y anotaron la cantidad, trescientos veinticinco, sobre el permiso de paso. Luego le preguntaron a Brummer, y él no sabía de memoria cuánto dinero llevaba encima.

—Entonces, saque la cartera, señor director —le dijo el policía.

Yo me puse a contemplar los grandes cuadros que colgaban de las paredes de la barraca. Eran retratos de Pieck y Grotewohl, Arndt y Lessing, Joliot-Curie y otros personajes que no conozco. Bajo los cuadros había sentencias y poesías. Leí unas cuantas y volví al aire libre. De unos altavoces salía música: la orquesta de cámara de Radio Leipzig traía a colación una selección de melodías de Peter Kreuder.

Los árboles detrás del puesto de control erguían su oscura silueta ante el cielo claro. Cuatro policías del pueblo jugaban a Skat. Un tenor cantó a través del altavoz: «...no necesito millones, ni me falta un céntimo para ser feliz...».

Me dirigí al automóvil junto al cual se encontraba un joven policía. El Vopo era delgado, muy rubio y tendría apenas veinte años. Le mostré mi permiso de paso y abrí la portezuela. El viejo perro alzó la cabeza.

Volví a quitarme la chaqueta, con el fin de colgarla del gancho del coche. En este momento cayó del bolsillo el periódico, precisamente a los pies del Vopo. Me había olvidado completamente de este periódico.

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