Nina

Nina


LIBRO SEGUNDO » 3

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Estaba muy guapo en smoking, y tocaba espléndidamente, tenía un verdadero don.

A muchas mujeres se les ponía la mirada hambrienta, cuando lo contemplaban atentamente. Un hermoso joven, ese Toni Worm.

El bar Edén estaba lleno, ocupada hasta la última silla. Mucha gente sale el sábado por la noche. Me senté delante del mostrador en forma de herradura. Había muchas velas, mucho terciopelo y unas cuantas rameras. Las rameras eran muy modestas.

Había una vieja bailarina y tres mujeres en el mostrador. Bebí whisky para celebrar este sábado y me sentí un poco cansado del viaje, pero no mucho. Hacía demasiado tiempo que no me había sentado en un bar ni había bebido whisky.

Miré a Toni Worm y él me hizo un signo desde detrás del piano. Esto quería decir que vendría hacia mí tan pronto como tuviese tiempo. Yo correspondí a su señal, y esto significaba también que no tenía prisa ninguna.

El whisky me calentó y me apaciguó, y pensé en un Jardín de mi niñez, en el que había jugado y donde había cogido cerezas de un árbol. Éramos pobres, pero siempre existió un jardín en el que había podido jugar.

—¿Otro whisky? —preguntó la camarera de detrás del mostrador.

Ya no era muy guapa, pero su figura era aceptable. Posiblemente era un poco demasiado abundante. Desde que había vuelto de presidio tenía yo una debilidad por las mujeres abundantes. Llevaba un vestido de noche negro, sin mangas y muy escotado, muchas joyas falsas y demasiados afeites. El cabello, teñido de rojo, estaba peinado hacia atrás. La camarera sonreía sin abrir la boca. Probablemente no tenía los dientes sanos.

—Sí —le contesté—. ¿Quiere acompañarme?

—Con mucho gusto.

Llenó mi vaso. El suyo lo llenó debajo del mostrador. Me miró y sonrió con los labios cerrados.

—¿Té? —le dije.

—¿Cómo?

—Naturalmente, usted se llena el vaso con té. Sería imposible que bebiera whisky con cada cliente. Después de todo, debe de ser capaz de rendir cuentas al final de la jornada.

—Es usted muy simpático —manifestó la camarera de los rojos cabellos y brindó a mi salud—. De verdad, es té. Con hielo no tiene mal gusto. Tengo también una hija.

En el local se apagaron las luces. Un reflector se concentró sobre la figura de una muchacha de cabellos negros, que se acercó ahora al piano y empezó a desnudarse lentamente. La orquesta enmudeció, sólo Toni Worm continuaba tocando.

— No, no they can’t take that away from me... —cantó la muchacha y se quitó la chaqueta del traje sastre. La falda siguió.

—Mi hija se llama Mimí —me contaba la camarera—. Yo me llamo Carla.

— ...the way you wear your hat, the way you sip your tea... —cantaba la chica que realizaba el strip-tease.

—Rubia, alta como yo. Pero más joven. Muy dulce. Quiero que estudie historia del teatro.

—....the memory of all that — no, no, they can’t take that away from me...

La combinación. El sostén. La media de seda derecha. La Izquierda. El portaligas se lo dejó desabrochar la muchacha de los cabellos negros por un cliente ejemplarmente borracho.

—¡Salud, Carla! —le dije—. Me llamo Robert.

—Salud, Robert. De verdad, una muchacha encantadora. El padre nos abandonó. Pero Mimí y yo nos conservamos unidas. Ayer fue a ver a Gründgens. Probablemente la contratarán como escenarista.

—Hum...

—Acaba de cumplir los diecinueve. Te gustaría. Tan tierna. Vive conmigo.

—Hum...

—Quédate un poco más. Yo me voy a las tres. Ven conmigo. Mimí se alegrará.

La muchacha de los cabellos negros dejó caer la última pieza de su vestimenta. El proyector se apagó y Toni Worm acabó de tocar. Cuando las luces volvieron a encenderse la chica había desaparecido. Toni Worm se dirigía hacia mí. Ahora tenía tiempo. Un hombre muy raro con muchas pelotas de goma apareció sobre la pista y demostró lo cómico que se puede ser con muchas bolas. Los huéspedes se rieron mucho. Toni Worm se sentó junto a mí.

La camarera Carla se apartó.

—Me alegra que haya usted venido, señor Holden.

—¿Qué le sucede?

—Eso. —Metió la mano en el bolsillo y sacó un cuadernito estrecho, de color azul—. ¿Por qué manda esto?

Contemplé el cuadernito. Era un billete de avión de Air-France hacia París, despachado a nombre de Toni Worm, y sellado para un vuelo el 27 de agosto a las 20’00 horas desde Düsseldorf-Lohausen.

—¿No le ha dicho que no quiero tener nada que ver con ella?

Me sentí enrojecer.

—Naturalmente que sí.

—Huir a París. ¡Vaya locura! Precisamente ahora que han encerrado al viejo.

—¿Cómo pudo procurarse el billete? Todavía se encuentra en el hospital...

—Tampoco lo entiendo. Debe de haberlo hecho por teléfono. La gente rica tiene crédito.

«Es verdad», pensé yo.

—Me mandaron el billete a mi domicilio. Con una nota. Tengo que estar en el restaurante del campo de aviación a las diecinueve...

Se inclinó hacia mí.

—Voy a decirle una cosa: Yo me voy. Mañana por la mañana, sin esperar más...

—¿A dónde?

—Existe un segundo bar Edén. En Hamburgo. Pertenece al mismo hombre. He hablado con él. Abandono todo lo de aquí.

—¿Tanto miedo tiene?

—Sí —confesó. Las largas pestañas temblaron—. No sé lo que pinta usted en la familia. Me es igual. Yo solamente tengo que decirle esto: La mujer es peligrosa.

—Bah, tonterías.

—Peligra la vida de ella. —Hizo un signo—. ¡Carla! —Ella se acercó.

—Mira, ¿ves lo que tengo aquí?

—Un billete de avión. Hacia París. ¿Por qué?

—¿Qué hago con él?

—Lo pones en el bolsillo de Robert.

—Recuérdalo. —Bajó del taburete—. A lo mejor alguien te pregunta sobre ello.

El hombre raro, que hacía ejercicios con muchas pelotas se inclinó. La gente aplaudió. Toni Worm me dijo:

—¡Se acordará de mí! —Nos dejó.

—Buen muchacho —dijo la camarera—. Completamente cambiado desde hace algunos días. Nadie sabe por qué. Se va mañana.

Toni Worm se sentó detrás de su piano y empezó de nuevo a tocar. Una muchacha rubia con un simpático chimpancé avanzó sobre la pista. El mono desnudó a la muchacha rubia. La chica rubia me recordó a Nina Brummer, pensé en el aviso de Toni Worm, y recordé el aspecto que tenía Nina Brummer desnuda.

—¿Tu hija es también rubia? —le pregunté a la camarera.

—Sí, tesoro. ¡Pero rubia de verdad, no teñida como esa!

—¿Puedes ver si te dejan salir antes que de costumbre? —le pregunté, poniendo un billete debajo de mi vaso.

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