Nietzsche

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El último año antes del derrumbamiento Nietzsche trabajaba todavía en La voluntad de poder. No deja de reunir y clasificar pensamientos suyos sobre este tema y de esbozar esquemas de articulación. Pero la impaciencia crece. Se apresura hacia el fin, hacia su fin. Ha de llevarse a cabo la «transvaloración de los valores», hay que sacar las consecuencias morales esenciales. Nietzsche nota que no le queda mucho tiempo, y por eso ha llegado para él el instante de pasar cuentas definitivamente consigo mismo. De joven se había sumergido en los grandes filósofos de la Antigüedad y descubierto su voluntad de dominio. Un gran filósofo es para él más que un mero miembro de una comunidad de discurso. Sus palabras son portadoras de una fuerza poderosa. Con la aparición de un gran filósofo da un giro el escenario histórico. El gran filósofo corta el nudo gordiano del problema, como en tiempos lo hizo Alejandro en el campo político. En este último año Nietzsche se fusiona con sus ideales de grandeza histórica. Al final desaparece en ellos, podría decirse que se precipita en ellos. Ahora se siente como uno de estos grandes filósofos. Ha salido de la profundidad del tiempo y ha llegado a una altura desde la que lo abarca todo con la mirada y se dispone a hacer época. Los montes estaban de parto y dieron a luz un mensaje que ahora ha de ser anunciado a los pueblos. Con nuevas tablas de la ley desciende Nietzsche de su Sinaí: es momento de hablar con claridad, quizás incluso con excesiva claridad. Los presupuestos espirituales de la época venidera han de revelarse decididamente, sin atenuarlos a través de reflexiones. Filosofar con el «martillo», tal como lo anuncia El ocaso de los ídolos en el verano de 1888, significa no sólo auscultar los pensamientos y principios válidos hasta ahora, a la manera de un médico que ausculta golpeando con el dedo a fin de notar la presencia de algún vacío, sino también romper a golpes los ídolos. Hay en ello un doble sentido: un martillito y un percutor, examinar y romper a golpes, diagnóstico y terapia enérgica.

Las últimas obras, surgidas en rápida sucesión: El caso Wagner, El ocaso de los ídolos, El anticristo y Ecce homo, no desarrollan ningún pensamiento nuevo; más bien, se aumenta y agudiza lo ya conocido. Se omiten las diferenciaciones, las objeciones, las contradicciones. Crece, en cambio, la ostentación escénica y teatral del discurso. Aumenta la autorreferencia. Ecce homo gira casi exclusivamente en torno a la pregunta: ¿quién soy yo para que se me conceda y permita pensar como yo pienso?

Tal como podía esperarse, los pensamientos que están en el centro de las últimas obras son: la voluntad de poder en la doble versión, como gran política y como arte individual de la vida; la crítica de una moral cargada de resentimiento y la alabanza de la vida dionisiaca como superación del aplanamiento y la depresión nihilistas. Hay pocas sorpresas; pero resulta tanto más fascinante observar cómo Nietzsche, el creador de su «segunda naturaleza», poco a poco se hace uno con su naturaleza. Tal como había resaltado repetidamente, había cavado por debajo de él y se había hecho transparente, había mirado al mundo desde muchos «ojos» y se había visto a sí mismo. Por tanto, desde más ojos todavía había mirado a sus muchos ojos, se había conocido a sí mismo hasta el agotamiento y hasta el júbilo. Este «se» habíasele convertido en un entero continente inexplorado que quería descubrir, y todas las exploraciones lo habían conducido una y otra vez a la fuerza creadora que está como base en la vida práctica, en el arte, en la moral y también en la ciencia; sí, también en la ciencia, que para él es igualmente expresión de la imaginación productiva, es una iconolatría ante el trasfondo de lo monstruoso. Y al final el principio creador devora toda realidad resistente. Aquella figura que Nietzsche ha hecho de sí se apodera de la escena, todo lo demás retrocede ante el furor de la autoproducción imaginativa.

En la lucha con la «primera naturaleza» Nietzsche encuentra un pasado del que quisiera proceder. Es un «noble polaco de pura sangre», afirma en Ecce homo; y a finales de diciembre de 1888 escribe aquellas frases cuyo acceso al público impidieron primeramente el editor y Peter Gast, y luego la hermana: «Cuando yo busco lo más profundamente opuesto a mí, la maldad incalculable de los instintos, lo encuentro siempre en mi madre y mi hermana; creerme emparentado con semejante canalla sería una ofensa a mi divinidad» (6, 268; EH). La madre y la hermana juntas son una perfecta «máquina infernal», y le llena de orgullo haber podido escapar de ellas sano y salvo. Sólo lo ha logrado con ayuda de su fuerza creadora para la producción de la mencionada «segunda naturaleza». Sin embargo, no ha de sentirse demasiado seguro, pues el retorno de lo mismo podría depararle de nuevo la antigua desdicha. Y, de hecho, continúa: «Pero confieso que la más profunda objeción contra el “eterno retorno”, el pensamiento propiamente abismal entre los que yo he dado a luz, son siempre mi madre y mi hermana» (6, 628). Nada le amenazará ya en este sentido terrible cuando pierda el control sobre sí después del derrumbamiento. Mientras está despierto todavía se zafa de la «máquina infernal» en casa, convirtiéndose en «dinamita»: «Conozco mi suerte. Un día se apoyará en mi nombre el recuerdo de algo tremendo, el recuerdo de una crisis como no la hubo en la tierra, de la más profunda colisión de conciencia, de una decisión conjurada contra todo lo que hasta entonces se había creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, yo soy dinamita» (6, 365; EH).

En el año 1888, durante los días eufóricos del último otoño en Turín, lo monstruoso para él era que había sacado todas las consecuencias, incluso las más remotas, del descubrimiento de la muerte de Dios.

«Dioniso contra el crucificado», así firma las últimas cartas. No sólo esta «cédula de locura», tal como fue denominada después, también aquella grandiosa autointerpretación de última hora en el Ecce homo, sin duda destinada al público, termina con las palabras: «¿Se me ha entendido? ¡Dioniso contra el crucificado!» 6, 374; EH).

Ahora bien, según sabemos, a finales del siglo XIX la noticia de que Dios ha muerto ya no es ninguna novedad. Especialmente entre las personas con formación, a las que se dirige Nietzsche, la religión ha sido abandonada. Las ciencias naturales están haciendo su marcha triunfal. El mundo es explicado por «leyes» mecánicas y energéticas. Ya no se busca significación y sentido, sino que se presta atención a cómo funciona todo y cómo, llegado el caso, se puede intervenir en este funcionamiento y ponerlo a su propio servicio. La marcha victoriosa de Darwin hizo que el público se acostumbrara al pensamiento de la evolución biológica; los hombres se familiarizaron con la idea de que no hay un desarrollo de la vida dirigido a un fin, sino que son las casualidades de la mutación y la ley de la jungla imperante en la selección las que determinan el proceso de la naturaleza. No hay duda de que se sigue pensando más allá del hombre, pero el más allá ya no apunta al arriba de Dios, sino al abajo de lo animal. En lugar de Dios el tema es ahora el mono. Dios ha perdido su competencia para la naturaleza, y no sólo para ella, sino también para la sociedad, la historia y los individuos. En la segunda mitad del siglo XIX también la sociedad y la historia se consideran como algo que se entiende y puede explicarse desde sí mismo. La hipótesis de Dios se ha hecho superflua.

Nietzsche no era ningún extravagante con su tesis de que Dios es una hipótesis excesivamente fuerte. La confianza en Dios ya era sólo una pasajera suposición de segundo plano. El movimiento obrero hizo su aportación a la popularización de las ciencias naturales y sociales, con lo cual el ateísmo moderno no se quedó en mero estilo de pensamiento y vida de las personas con formación, sino que se extendió también entre los «condenados de esta tierra», que de hecho habrían de mostrar una receptividad especial para los consuelos de la religión, pero que, bajo el influjo del marxismo, podían prometerse de la evolución histórica un futuro mejor. Nietzsche había notado con toda claridad la erosión social de la fe. ¿Cómo, por tanto, podía anunciar como algo «monstruoso» el descubrimiento de que Dios ha muerto? ¿No llegó Nietzsche demasiado tarde con su mensaje, no quería romper unas puertas que ya estaban abiertas de par en par?

Hay muchas respuestas posibles. Se ofrece en primer lugar la solución biográfica. Nietzsche, este «pequeño pastor», tal como llamaban al joven de dieciocho años o, también, aquella «planta nacida cerca del camposanto», tal como él se caracterizaba a sí mismo, no se desprendió fácilmente de su Dios, por más que en Ecce homo dejara un falso rastro al respecto: «Cuando yo declaro la guerra al cristianismo, es un asunto en el que me siento competente, pues por este lado no he experimentado fatalidades ni represiones» (6, 275). Eso no es cierto. Y, de hecho, lo admite pocas páginas después, al interpretar su ataque a la moral cristiana como necesario para la superación de una debilidad, a saber, la tendencia a la compasión. En este sentido el Dios cristiano de la compasión sigue siendo un punzón en la carne. Por más que Dios esté muerto en la conciencia pública desde hace tiempo, no obstante, Nietzsche nota todavía su repercusión en la moral de la compasión. Además, le ha quedado cierto entumecimiento de la humildad; sufre todavía por la desvirtuación de la vida, de la que hace responsable igualmente a su acuñación por parte de la fe cristiana. Nietzsche echa en cara al cristianismo que ha debilitado la voluntad de vida, y que él mismo fue un síntoma de este debilitamiento, una rebelión histórica de los santurrones contra el linaje de los fuertes.

Este entumecimiento de la humildad todavía cala en Nietzsche hasta los huesos, y por eso tiene que exhortarse a sí mismo hasta la afirmación de la vida, a veces con una resolución histérica. Hay demasiada intención en juego y demasiado poco juego en la intención. Tenemos una formulación grandiosa, por más que no acierte con el estado de cosas, cuando Nietzsche escribe en Ecce homo: «No conozco otra manera que el juego para abordar las grandes tareas» (6, 297; EH). Aquí se menciona un deseo más que una realidad, aunque con su visión de la voluntad de poder como gran juego del mundo Nietzsche se adentra en la comprensión del juego como fundamento del ser. Y el Zaratustra de Nietzsche danza cuando ha alcanzado este fundamento, danza como el dios indio Shiva. Así lo contempló antes del derrumbamiento la mujer del dueño del quiosco de Turín, en cuya casa vivía. Ésta contó cómo había oído que el profesor cantaba en su habitación y, preocupada además por otros ruidos, echó una mirada a través de la cerradura; entonces vio que estaba «danzando desnudo» (Verecchia, 265).

No hay duda de que en sus mejores momentos Nietzsche logra una agilidad lúdica en el lenguaje y en los pensamientos, un arrebato que sabe danzar incluso en medio del sufrimiento y del gran cargamento de pensamientos, un contento «a pesar de todo», una mezcla de éxtasis y serenidad. Alcanza puntos de vista a partir de los cuales la vida se presenta efectivamente como un gran juego. Pero en las últimas semanas de Turín desaparecen incluso las resistencias que se necesitan también para el juego, y Nietzsche comienza a dejarse arrastrar sin trabas por la resaca de su lenguaje y de sus pensamientos desatados. Semejante desencadenamiento ya no puede designarse como «juego», pues ya no otorga la soberanía del jugador.

Junto con la moral de la compasión y el entumecimiento de la humildad, que tiene necesidad de estimularse para vivir, también la llamada decadencia es en Nietzsche una hipoteca cristiana. Cuando en la primavera de 1888 pasa cuentas con El caso Wagner, está en el centro el tema de la «decadencia». Confiesa la decadencia, pero dice que la ha superado, a diferencia de Wagner, cuyo arte está determinado enteramente por ella. «Soy, al igual que Wagner, hijo de este tiempo, es decir, un decadente; pero yo lo comprendí y me puse en guardia contra esto. El filósofo en mí se puso a la defensiva» (6, 11; WA).

¿Qué es decadencia? Esta es para Nietzsche, lo mismo que lo apolíneo y lo dionisiaco, un gran poder cultural, la unidad de un estilo que acuña todos los ámbitos de la vida, no sólo el artístico. La decadencia, formulada con toda brevedad, es el intento de sacar disfrutes sutiles del dolor quimérico del Dios desaparecido. «Todo lo que alguna vez ha crecido en el suelo de la vida empobrecida, toda la falsa moneda de la trascendencia y del más allá, tiene su abogado más sublime en el arte de Wagner» (6, 43). En la época de la decadencia los «problemas de los histéricos» se hacen creadores (6, 22). Ya no se cree, pero hay una voluntad de creer. Cuando los instintos están debilitados, hay una voluntad de instinto sano. Porque las cosas y la vida ya no se despliegan debidamente, porque se detiene el río de lo obvio, porque lo fácil se ha hecho tan difícil, en consecuencia se introduce la ominosa «voluntad de…» antes de todo hacer y de todo acontecer. Ya no se da la admirable reconditez de las épocas anteriores en sí mismas, cuando el pensamiento, la fe y la manera de sentir se polarizaban de otra manera. El pensamiento desaparecía en lo pensado, la sensación en lo sentido, la voluntad en lo querido y la fe en lo creído. Una furia de la desaparición había fascinado a los actores sumergiéndolos en su acción y reteniéndolos en ella. Ahora cambia el escenario, el actor se sustrae a su acción, se sitúa ante ella y dice: ¡mira!, yo hice esto, aquí he sentido, aquí he creído, aquí ha trabajado mi «voluntad de…». Decadencia es más el agrado por sentir agrado que el agrado mismo, más sufrimiento por el sufrimiento que el sufrimiento mismo. Decadencia es religión y metafísica, que parpadean. Si así están las cosas con la decadencia y su fórmula característica es la «voluntad de…», ¿qué diremos sobre la fórmula nietzscheana de la «voluntad de poder»? ¿Acaso es también sólo un «problema de histéricos»?

Lo «monstruoso» que Nietzsche «vincula» a su filosofía es, por tanto, la revolución moral que la «muerte de Dios» ha desatado, la «transvaloración de los valores», para la cual Nietzsche encuentra formulaciones muy incisivas en sus últimos escritos. Al final de Ecce homo une todas sus objeciones contra la moral cristiana en el reproche «de que se busca el principio malo en la más profunda necesidad de prosperar, en la radical búsqueda de sí mismo […]; y de que, a la inversa, en los signos típicos de decadencia y en lo contradictorio del instinto, en el “desprendimiento de sí”, en la pérdida de la fuerza de combate, en la “despersonalización” y en el “amor al prójimo” […] se ve el valor superior, ¡qué digo!, se ve el valor en sí […]. La moral del desprendimiento de sí mismo es la moral de la decadencia por excelencia» (6, 372). Por tanto, la «transvaloración» otorgará premios morales a los «orgullosos y a los que les va bien en la vida», y sobre todo a los hombres que dicen sí. La selección debería producirse de tal manera que este tipo de hombre pueda imponerse, imponerse contra el «partido de todo lo débil, enfermo, fracasado, de los que sufren en sí mismos» (6, 374).

En El ocaso de los ídolos, como también en El Anticristo, Nietzsche hace juicios valorativos sobre un libro que cayó en sus manos durante su estancia en Turín. Nos referimos al Código de Maná, editado y traducido por Louis Jacolliot. Se trata de un código de castas que supuestamente se apoya en los antiguos Vedas de la India. Nietzsche se muestra fascinado por el cruel rigor con que en este libro de leyes la sociedad se organiza de acuerdo con un ominoso mandato de pureza en ambientes sociales completamente cerrados. Nietzsche interpreta el hecho de que los miembros de las diversas castas no puedan mezclarse entre sí como una prudente biopolítica de cultivo y de lucha contra la degeneración. En El ocaso de los ídolos concluye las reflexiones sobre el Código de Maná con esta observación: «Podemos establecer como supremo principio que, para hacer moral, hay que tener la voluntad incondicional de lo contrario. Éste es el mayor problema, el más tremendo, el que yo he perseguido durante más tiempo» (6, 102).

Los juegos de Nietzsche en torno a las funciones y las máscaras al final se amplían aquí con otra variante. Busca la sonrisa de los augures, que hacen moral en lugar de tenerla, que hacen creer en lugar de creer ellos mismos. Los augures, estos sacerdotes del refinamiento, son suficientemente prudentes como para poder renunciar a persuasiones. Sonríen en secreta anuencia con los que engañan sin ser engañados ellos mismos. Seguramente Nietzsche pensó que los superhombres se conocerán entre sí bajo el signo de la sonrisa de los augures.

Las cartas desde el cuartel de invierno en Niza, poco antes de desplazarse a Turín, muestran una curva febril de depresión y euforia. Así, el 6 de enero de 1888 Nietzsche escribe a Peter Gast: «Finalmente no quiero silenciar que todo este último tiempo ha sido rico para mí en intuiciones e iluminaciones sintéticas, que ha crecido mi ánimo para hacer “lo increíble” y para formular hasta sus últimas consecuencias la sensibilidad filosófica que me caracteriza» (B, 8, 226). Una semana más tarde, el 15 de enero de 1888, escribe también a Peter Gast: «Hay noches en las que, en una forma completamente humillante, no me soporto» (B, 8, 231).

Algunos años antes había escrito la frase: «Nada es verdadero, todo está permitido». Y había añadido un complemento alentador: ahora podemos dejar que entre en juego nuestra fuerza creadora, a fin de hallar verdades que sean útiles para la vida y la hagan crecer; ahora podemos establecer principios que lleven adelante el género humano en sus mejores ejemplares; ahora nos movemos en un terreno libre, irrumpimos en el océano desconocido del espíritu creador, los horizontes se desplazan y lo inmenso e informe entra en nosotros. Todo esto ya lo había formulado y practicado espiritualmente. Pero ahora, según parece, el horizonte sin límites ya no es algo meramente pensable, sino que, más bien, la experiencia que le corresponde impregna todo el sentimiento de su vida, se convierte en el temple de ánimo fundamental. Hay en él algo singularmente carente de resistencia, como si su pensamiento se hubiese desprendido de sus ataduras y entrado en una corriente donde no es posible pararse.

La transición desde el «arrancarse activo» al «soltarse» se puede observar con bastante exactitud. En una carta a Franz Overbeck, del 3 de febrero de 1888, Nietzsche describe su «negra desesperación», que lo tiene agarrado y no le permite «escapar». Se queja de «la falta de un amor humano realmente refrescante y reconstituyente, de la absurda soledad, la cual trae consigo que casi todos los restos de conexión con los hombres sean mera causa de heridas» (B, 8, 242). Y puesto que se siente como un monstruo en el cautiverio de los hombres, de hombres para los que nada significa, puesto que, formulado paradójicamente, está cercado por ausentes, en consecuencia tiene que iniciar el ataque, dirigir el golpe, dar puñetazos a diestro y siniestro. En semejante estado «a uno le prueba bien cualquier afecto, siempre que sea poderoso. No hay que esperar de mí ahora “cosas bellas”» (B, 8, 240). Lo dicho era un comentario sobre el «arrancarse».

Tres meses más tarde llega en Turín el instante del «soltarse». El 17 de mayo de 1888 escribe a Petert Gast: «Querido amigo, perdóneme el tono quizás excesivamente jocoso de esta carta. Pero una vez que día a día he “transvalorado valores” y tenía razón para estar muy serio, se impone la hilaridad con cierta fatalidad y de manera casi ineludible» (B, 8, 317). Cuando la hilaridad se convierte en fatalidad, hay en aquélla algo que para el sujeto de la misma tiene el carácter de un acontecer venido de fuera o, más exactamente, algo que lo hace caminar hacia lo monstruoso, que lo empuja más allá de sí. La marea ebria arrastra a Nietzsche y, en definitiva, sustrae su mundo interior a nuestra mirada. Nosotros permanecemos en la orilla y al final se produce allí un naufragio con espectadores. Pero lo sorprendente es que Nietzsche, a pesar de dejarse llevar, está a la vez en la orilla como espectador. Se contempla a sí mismo. Su espíritu trabaja todavía con la antigua agudeza y vitalidad, es empujado y contempla a la vez su actividad.

Nietzsche está lleno de planes, de fantasmas, de pensamientos, y goza a la vez las pequeñas alegrías de la existencia, disfruta de la buena comida en Turin, visita los restaurantes (Trattorías) del entorno, vuelve a cuidarse más de su indumentaria, toma su café en las plazas públicas, quiere que la gente lo vea. En general observa con insistencia y agrado la manera como otros lo observan. Quiere ver cómo lo ven los demás. Las mujeres del mercado le seleccionan la mejor fruta; los pasajeros en la calle se dan la vuelta y miran hacia él; algunos desconocidos lo saludan; a veces los niños interrumpen el juego y permanecen respetuosamente de pie. La dueña del hotel entra de puntillas en su habitación. «Lo sorprendente aquí en Turin es la completa fascinación que yo ejerzo en todos los estamentos. Con cada mirada soy tratado como un príncipe; hay una distinción extrema en la manera como me abren la puerta, o me sirven la comida. Cada rostro se transforma cuando yo entro en un comercio grande» (B, 8, 561; 29 de diciembre de 1888). Esta carta a Meta von Salis está escrita poco antes de su enajenación mental, pero tenemos cartas de este tipo que proceden ya de principios del verano en Turin. Nietzsche se mira sus manos con complacencia. No puede menos de reírse cuando piensa que tiene en sus manos la posibilidad de romper el destino de la humanidad en «dos mitades». ¿Ofrece ese aspecto un transvalorador de los valores? Pero luego recuerda su frase en Asi habló Zaratustra: «Las palabras más silenciosas son las que traen la tormenta. Pensamientos que llegan con pie de paloma dirigen el mundo» (4, 189; ZA). Mira al espejo y piensa: «Nunca he tenido este aspecto» (B, 8, 460; 30 de octubre de 1888). Lee sus libros: «Desde hace cuatro semanas entiendo mis propios escritos, es más, los aprecio» (B, 8, 545; 22 de diciembre de 1888). ¡Le va tan bien!, tiene una sensación otoñal, es «el tiempo de la gran cosecha. Todo se me hace fácil, todo me sale bien», sigue escribiendo alegremente a Franz Overbeck. Pero en medio de esta atmósfera de locuacidad con buen humor golpean de nuevo frases como la siguiente: «Me temo que yo desgarro la historia de la humanidad en dos mitades» (B, 8, 453; 18 de octubre de 1888). ¿Cómo hemos de leer estas frases? A Peter Gast le envía un manual de uso. Hay que tomarlo como «inspiración para la opereta». No hay que hacer de él ninguna tragedia. «Tengo tantas poses tontas ante mí mismo y tales ocurrencias de bufón privado, que a veces sonrío irónicamente durante media hora en plena calle […]. Me pregunto: en semejante estado, ¿está uno maduro para ser “redentor del mundo”?» (B, 8, 489; 25 de noviembre de 1888).

Todo eso está pensado con una seriedad desbordante. En una carta del 10 de diciembre de 1888 a Ferdinand Avenarius ofrece a este respecto la siguiente información: «El hecho de que el espíritu más profundo tiene que ser también el más frívolo es casi la fórmula para mi filosofía» (B, 8, 516 y sig.). Puesto que le va tan abismalmente bien, de pronto no ve ningún sentido en apresurarse a publicar las últimas obras, especialmente el Ecce homo: «No veo yo ahora por qué deba acelerar demasiado la catástrofe trágica de mi vida, que comienza con el Ecce» (B, 8, 528; 16 de diciembre de 1888). ¿Por qué no habría de seguir sentándose durante un tiempo en los bellos parajes y tomando café, visitando las fondas, saludando a las mujeres del mercado, disfrutando la luz vespertina y los colores de Turín, «un Claude Lorrain como yo nunca habría soñado»? (B, 8, 461; 30 de octubre de 1888).

¿Y por qué no tomar la opción de seguir siendo un sátiro? (B, 8, 516; 10 de diciembre de 1888). El conocido y enigmático aforismo 150 en Más allá del bien y del mal contiene la frase: «En torno al héroe todo se convierte en tragedia, en torno al semidiós todo se convierte en juego de sátiro, y en torno a Dios ¿en qué se convierte todo? ¿Quizás en “mundo”»? (5, 99). Si ha penetrado hasta el nivel del sátiro y de su juego, está ya a medio camino de su divinización y de su llegada al mundo.

Pero todavía en las últimas semanas hay momentos de tribulación. Son ahora los amigos los que lo defraudan. Si las mujeres del mercado le muestran respeto, ¿por qué no han de mostrárselo también los amigos? En el bufón habrían de reconocer al semidiós. Sólo sabe hacerlo Peter Gast. Los otros, en cambio, por más que adopten un comportamiento amistoso y cordial, no le transmiten el sentimiento de tratarlo de acuerdo con su rango. Con Rohde había roto ya a principios de año, cuando éste hizo declaraciones despectivas acerca de Taine. Le escribió: «No permito a nadie que hable de Taine con tan poco respeto» (B, 8, 76; 19 de mayo de 1888), y luego enmudeció. Y cuando Malwida von Meysenbug reacciona a El caso Wagner con la anotación de que no se puede dar tan mal trato «al antiguo amor», aunque esté apagado, responde: «Poco a poco he terminado con casi todas mis relaciones humanas, pues siento asco de que me tengan por algo distinto de lo que yo soy. Ahora le toca el turno a usted» (B, 8, 457; 20 de octubre de 1888). Sigue escribiéndole que ella es una «idealista» y que un tipo de persona así no puede comprender nada. Una idealista no sabe qué es la crueldad e ignora que ésta a veces es necesaria. Le reprocha que se haya hecho una imagen demasiado inocente de él. No es ni quiere ser bonachón, bien educado, idealista. Y añade que Malwida no ha entendido ni entenderá que «un tipo de hombre que no me inspire asco ha de ser precisamente el antípoda de los diosecillos ideales de antes, cien veces más semejante a César Borgia que a un Cristo» (B, 8, 458; 20 de octubre de 1888).

También frente a la hermana encuentra ahora las palabras ultimadoras por las ofensas a través de los vínculos familiares. Pero tales palabras con frecuencia están escritas tan sólo en borradores de cartas, acerca de los cuales no sabemos si corresponden realmente a cartas enviadas, pues es notorio que la hermana suprimió algunas cosas. En un borrador de carta de mediados de noviembre de 1888 escribe: «Tú no tienes la más remota idea de estar emparentada de cerca con el hombre y el destino en el que se ha decidido la pregunta de milenios» (B, 8, 473).

Nietzsche flota y está alegre cuando puede mirar desde arriba a las cosas y a los hombres, como en un amplio paisaje. Nada ni nadie puede permitirse rebajarlo, en este caso puede ponerse furioso. Pero cuando lo dejan en paz, o cuando se ha retirado a su altura, puede escribir frases de inaudita quietud y serenidad, así, por ejemplo, en Ecce homo:

«Todavía en este momento veo yo mi futuro, ¡un amplio futuro!, lo veo como si fuera un mar terso: ninguna aspiración ondula sobre él. No siento el más mínimo deseo de que algo sea distinto de lo que es, yo mismo no quiero ser diferente de lo que soy» (6, 295).

En estas frases resuenan motivos anteriores. Diez años antes había escrito en Aurora sobre el gran silencio del mar:

«El tremendo mutismo que nos sobrecoge de pronto es bonito y espantoso, el corazón se infla […], se asusta ante una nueva verdad, ni siquiera puede hablar […]. El lenguaje, es más, el pensamiento, se me hace odioso: ¿No oigo reír al error detrás de cada palabra, a las fantasías, al espíritu delirante? ¿No he de burlarme de mi compasión? ¿E incluso no he de burlarme de mi burla? ¡Oh, mar! ¡Oh, tarde! ¡Sois maestros malvados! ¡Enseñáis al hombre a dejar de ser hombre! ¿Tiene que entregarse a vosotros? ¿Tiene que hacerse él como vosotros sois ahora, pálido, brillante, taciturno, inmenso, descansando por encima de sí mismo? ¿Elevado por encima de sí mismo?» (3, 259; M).

El 3 de enero de 1889 deja Nietzsche su vivienda. En la plaza Carlo Alberto observa cómo un cochero pega a su caballo. Llorando se arroja Nietzsche al cuello del animal, con ánimo de protegerlo. Sobrecogido por la compasión, se derrumba. Pocos días después Franz Overbeck busca al amigo mentalmente trastornado. Nietzsche vegetó todavía durante diez años.

La historia de su pensamiento termina en enero de 1889. A partir de ahí comienza la otra historia, la de sus repercusiones e influjos.

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