Nietzsche

Nietzsche


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Tales prisiones son para él en primer lugar las religiosas, que, sin embargo, ya han quedado suficientemente disueltas. En cambio, no está disuelto todavía el dominio de los otros fantasmas esencialistas: la supuesta «lógica» de la historia, las llamadas leyes de la sociedad, las ideas de humanismo y progreso, de liberalismo, etcétera.

Para el nominalista Stirner todas esas nociones son universales que no tienen ninguna realidad. Ahora bien, si nos sentimos poseídos por tales universales, éstos engendran en nosotros realidades perniciosas.

Stirner se excita en especial por la expresión «humanidad», que normalmente se usa en buen sentido. La humanidad no existe. Sólo existen individuos innumerables. Y cada particular es inaprehensible a través de conceptos similares al de humanidad. ¿Qué significa, por ejemplo, la «igualdad» del género humano? ¿Que todos debemos morir? Pero nunca experimentamos el universal tener que morir, sino solamente el propio. Yo nunca experimentaré cómo el otro experimenta su tener que morir, por más que él sea mi prójimo. Yo no salgo de mí. Experimento solamente algo sobre la experiencia del otro, pero no la experiencia misma del otro. «Fraternidad» es también un concepto universal relacionado con la «humanidad». ¿Hasta dónde puedo extender realmente este sentimiento, tan lejos que abarque la tierra entera y el género humano? El yo se ha volatilizado en esta forma de hablar. «Libertad» es otro prominente concepto universal, que ha ocupado el fantasmagórico lugar de Dios. Stirner describe con mordaz ironía a aquellos pensadores que construyen una máquina de la sociedad y de la historia que, al final de su traqueteante trabajo, ha de llevar a cabo la «libertad» como un producto; pero hasta que tal cosa llegue seguimos siendo esclavos como trabajadores del partido de esta máquina de la liberación. Así la voluntad de libertad se transforma en la disposición a servir a una lógica. Qué consecuencias tan destructivas puede tener la fe en la lógica histórica es algo que el marxismo ha demostrado suficientemente. Sin duda, en su crítica de las construcciones universalistas de la liberación, Stirner ha tenido razón frente a Marx.

Por tanto, el nominalismo de Stirner quiere «disolver los pensamientos a través del pensamiento» (Stirner, 164). Pero esto no ha de tergiversarse. Este autor no pretende la falta de pensamientos, sino la libertad para el pensamiento creador, lo cual implica que no hemos de inclinarnos bajo el poder de lo pensado. Hay que seguir siendo el engendrador de su pensamiento. El pensar es una creación, el pensamiento es una criatura, y libertad de pensamiento significa que el creador está por encima de su criatura; el pensamiento es potencia y, por eso, más que lo pensado; el pensamiento vivo no puede entregarse a la prisión del pensamiento. «Tal como tú eres cada instante, eres tu criatura, y en esta “criatura” no puedes perderte a ti, el creador. Tú mismo eres un ser superior a lo que tú eres, y te superas a ti mismo» (Stirner, 39).

El nominalismo medieval había defendido a un incomprensible Dios creador, frente a una razón que quería encerrarlo en sus redes conceptuales. El nominalista Stirner defiende el incomprensible yo creador frente a los conceptos generales de tipo religioso, humanista, liberal, sociológico, etcétera. Y así como para el nominalista medieval Dios es aquel abismo que se ha creado a sí mismo y ha creado el mundo de la nada, y que en su libertad está sobre toda lógica, incluso sobre la verdad, de igual manera para Stirner el individuo inefable es una libertad «fundada en sí misma y en nada más». Del mismo modo que antaño lo fuera Dios, también este yo es lo abismal, pues, en palabras de Stirner, «yo no soy nada en el sentido de un vacío, sino la nada creadora, la nada de la que yo mismo como creador lo creo todo» (Stirner, 5). Con burla demasiado barata pudo Marx echar en cara al pequeño burgués Schmidt/Stirner su situación social, que puso límites demasiado estrechos a la creación. Pero en ello Marx no pensó el antiguo descubrimiento del estoicismo, a saber, el hecho de que nosotros estamos influidos no tanto por las cosas cuanto por nuestras opiniones sobre las cosas. Y en definitiva Marx mismo en su acción no se dejó guiar por el proletariado, sino por su fantasma. Por eso Stirner tiene razón al acentuar en tal medida lo creado por el yo, pues es este fantasma el que produce el espacio de juego en el que después el yo se apoya teóricamente.

La filosofía de Stirner era un grandioso golpe liberador, a veces caprichoso y burlesco. Y era también consecuente en un sentido muy alemán. Sin duda Nietzsche lo experimentó como un golpe liberador cuando tenía que crearse espacio para el propio pensamiento, cuando, por mor de la vitalidad de la vida, reflexionaba sobre el problema del saber y de la verdad, y sobre cómo «el aguijón del saber» había de «invertirse contra la verdad».

De todos modos, había en Stirner un aspecto que debía resultar totalmente extraño e incluso escandaloso para Nietzsche. Por más que acentúe lo creador, la tenacidad con que reclama la propiedad de su ser individual y único muestra en definitiva a Stirner como un pequeño burgués, para el que la propiedad lo significa todo, aunque sea solamente la propiedad de su ser individual y único. También Nietzsche quiere liberarse de fantasmas y quiere hacerlo todo con su pensamiento, a fin de llegar «a la auténtica posesión» de sí mismo, como en cierta ocasión escribió en una carta (B, 6, 290). Pero los gestos de Nietzsche no son tan de rechazo como los de Stirner; Nietzsche quiere soltarse para llegar a sí mismo. Los esfuerzos de Stirner se dirigen al desenmascaramiento, los de Nietzsche se centran en el movimiento; Stirner forcejea por la ruptura, Nietzsche busca la partida.

Volver el aguijón del saber contra el saber significa en Nietzsche: el saber ya no se engaña sobre el hecho de que incluso él es un mecanismo protector contra lo monstruoso. El saber que va más allá de sí mismo, no sólo nota sus límites, sino también el delirio y los sentimientos de vértigo.

Tal como hemos dicho ya, a este tipo de saber más, Nietzsche le da el nombre de sabiduría, y a veces también el de sabiduría dionisiaca. ¿De qué manera esta sabiduría se representa el todo?

Por una parte, como un devenir tumultuoso, que siempre está ya en la meta, pues no hay ninguna meta final; por otra parte, a tenor de lo que leemos en el texto de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, como un astro en el universo, donde algunos «animales sagaces inventaron el conocimiento» por breve tiempo (1, 875; WL).

El gran silencio del espacio cósmico deparará un final al «proceso del mundo», pensado en forma tan consciente de sí. Esa actitud fundamentalmente trágica constituye el trasfondo de aquella exhortación al «fuego, al consuelo, al olvido de sí y al amor» (1, 323) con que termina el ensayo «Sobre la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida». Se insinúa ya ahora la típica figura de pensamiento de los años posteriores: las conmociones de los pensamientos son tanto más reflexivas cuanto más fuerte es la voluntad de inmediatez. En definitiva apenas hay ninguna conmoción que no esté unida con la fórmula de «la voluntad de…», de manera que por ello se rompe la vivencia inmediata. La voluntad de contento, de esperanza, de vida, de decir sí, etcétera, son juegos previos de la voluntad de poder. Nietzsche trabaja ya en una «doctrina de la vida saneada» (1, 331), que pone en el punto central la inmediatez mediada, la transformación de la primera naturaleza en una segunda. «Plantamos una nueva costumbre, un nuevo instinto, una nueva naturaleza, de manera que la primera se seca» (1, 270). Esta segunda naturaleza tiene que aprender de nuevo lo «ahistórico y lo suprahistórico» (1, 330). Lo ahistórico es la inmediatez viva, y Nietzsche define lo suprahistórico como «lo que confiere a la existencia el carácter de lo eterno y de lo que significa siempre lo mismo» (1, 330). O sea, es la metafísica. Pero de acuerdo con todo lo que hemos oído de Nietzsche hasta ahora, sólo puede ser una «metafísica al estilo del como si». No una metafísica con validez en sentido absoluto, sino una metafísica a la que se le concede validez como otra manera de ver, en el breve instante y en la pequeña estrella dentro de la noche del espacio cósmico.

En torno a las sensaciones suscitadas por la música de Wagner, Nietzsche escribe sobre la muerte de Sigfrido: la humanidad entera tiene que morir, ¡quién lo puede dudar! Por eso resulta tanto más sorprendente que en la música la experiencia esté abierta para el hombre particular: «En el más breve átomo del curso de la vida puede acontecerle algo sagrado, que compensa sobreabundantemente por toda lucha y necesidad» (1, 453; WB).

¿Lo sagrado? Hemos de hablar todavía de esto. De momento digamos que para Nietzsche lo sagrado es en todo caso la música. El animal que puede hacer música es ya por ello mismo el animal metafísico. Pero quien sabe oír adecuadamente, oye el cesar. Toda música verdadera, dice Nietzsche, es un «canto de cisne».

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