Nietzsche

Nietzsche


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En sus apuntes del otoño de 1888 Nietzsche junta pensamientos para una psicología del antisemitismo. Se trata sobre todo de gente que son demasiado débiles para dar un sentido a su vida, y que en el pánico de su miedo se adhieren al partido que sea, a un partido que dé satisfacción a su «tiránica necesidad» de sentido. Por ejemplo, se convierten en antisemitas «simplemente porque éstos tienen un fin, que es palpable hasta la desvergüenza, a saber, el dinero judío». En esta observación apoya Nietzsche su programa psicológico del antisemitismo ordinario:

«Envidia, resentimiento, rabia impotente como motivo director en el instinto: la pretensión de los “elegidos”; la perfecta mendacidad moral frente a sí mismo; esto es lo que tienen en la boca constantemente la virtud y todas las grandes palabras.

E indiquemos como señal típica que ellos ni siquiera notan el hecho de que son semejantes hasta confundirse con lo detestado. Un antisemita es un envidioso, es decir, el judío más estúpido» (13, 581).

Aun cuando Nietzsche estaba contra los antisemitas, hasta el punto de que en una de sus últimas cartas, ya con el signo de la locura, pudo escribir: «Quiero que asesinen a todos los antisemitas» (B, 8, 575; en torno al 5 de enero de 1889), no obstante, en La genealogía de la moral, en El ocaso de los ídolos y en El Anticristo, desarrolló por otra parte una teoría según la cual el judaismo religioso inauguró e introdujo decisivamente la «rebelión de los esclavos de la moral» (5, 268; GM). En La genealogía Nietzsche habla de esto incluso con admiración. El resentimiento, dice, aquí se hizo creativo en una forma inaudita, pues, primero con la ley judía y luego por la superación de esta ley a través del apóstata judío Pablo, se impuso al orbe terrestre la dominación de «una transvaloración de todos los valores». Eso pertenece al «secreto arte negro de una política verdaderamente grande de la venganza» (5, 269). Es cierto que ahora, frente a la transvaloración judía, tiene que imponerse un renacimiento de los valores «nobles»; pero, a pesar de todo, la historia del éxito judío merece respeto. También aquí actuaba una incondicional voluntad de poder, ducha en atraer hacia sí el partido de los débiles. El mandamiento cristiano del amor es para él una estrategia de la voluntad de poder extraordinariamente refinada y sublime. En los últimos escritos, por ejemplo, en El ocaso de los ídolos, el antisemitismo fundado en la filosofía moral es expresado en forma más rabiosa, hasta el punto de que adquiere tonos de biología racial: «El cristianismo, que es de raíz judía y sólo puede entenderse como planta de este suelo, representa el movimiento contrario a toda moral del cultivo, de la raza, del privilegio; es la religión antiaria por excelencia» (6, 101).

Así pues, los antisemitas despreciados por Nietzsche podían utilizar algunos de sus pensamientos como estímulo, por más que la imagen de la raza aria de los señores que ellos diseñaban no correspondiera a la imagen de distinción que Nietzsche tomaba como pauta directora. Y los nacionalsocialistas lo notaron. Es cierto que siguieron utilizando a Nietzsche, pero aumentaban las voces admonitorias frente al liberalismo de Nietzsche. Ernst Krieck, un influyente filósofo nacionalsocialista, emitía el juicio irónico: «En resumen: Nietzsche fue adversario del socialismo, del nacionalismo y del pensamiento racial. Si prescindimos de estas tres líneas intelectuales, quizás habría podido salir de él un nazi destacado» (Riedel, 131).

En la época del nacionalsocialismo fueron sobre todo Karl Jaspers y Martin Heidegger los que utilizaron el reconocimiento oficial de Nietzsche por parte del régimen para traer al escenario a «otro» Nietzsche no ideológico y, siguiendo sus huellas, para desarrollar pensamientos capaces de hacer estallar el marco ideológico; y fueron ellos los que como mínimo no se dejaron limitar por este marco. De hecho lo que ellos intentaron fue una especie de lectura subversiva.

Comenzando por Jaspers, en su libro sobre Nietzsche de 1936, lo presenta como un filósofo al que la pasión del conocimiento expulsa de toda cápsula ideológica. Para Jaspers, Nietzsche era en alta medida un filósofo experimentador, atraído por la «magia del extremo» (Jaspers, 422). Dicho con toda brevedad, Jaspers apreciaba en Nietzsche el hecho de que él, si bien renunciaba a la trascendencia, no se desligaba del trascender mismo, el hecho de que pensaba hacia lo abierto y por ello prefería el movimiento del pensamiento a la proyección imaginativa de los resultados. Desde el punto de vista de este autor, Nietzsche cruzó el desierto del nihilismo y por eso precisamente creó una nueva sensibilidad para el prodigio del ser. De todos modos Sartre, como tantas otras veces, deja oscilante su juicio, que formula bajo una modalidad conjuntiva: «La grandeza de Nietzsche podría verse en que nota la nada y con ello puede hablar del otro, del ser, y conocerlo con mayor pasión y claridad que aquéllos cuya seguridad acerca de él implica un quizás, pero nunca una certeza, y por eso permanecen apáticos» (Jaspers, 424). Con empatia describe Jaspers el drama de este pensamiento sin medida y lo persigue hasta aquel límite «donde cesa el cumplimiento del ser» y se muestra el «bufón» (Jaspers, 424). Sin duda Jaspers también incluyó entre lo «burlesco» la desenfrenada filosofía nietzscheana del poder. Lo insinúa, pero no lo dice con claridad, evitando encararse inequívocamente con la forma de lectura oficial. Pese a sus cautelas, Jaspers no era bien visto entre los dominadores. Es sabido que a finales de los años treinta se le prohibió la enseñanza.

Al mismo tiempo que Jaspers, también Heidegger comenzó sus lecciones sobre Nietzsche. El libro que de ahí surgió después de la guerra fue una de las obras decisivas para la recepción académica de Nietzsche. Entre los filósofos con especiales reparos académicos Nietzsche comenzó a hacerse aceptable a través de Heidegger.

Después de renunciar al rectorado, Heidegger tuvo que escuchar acusaciones de «nihilismo» procedentes de ideólogos nazis. Krieck escribió en 1934: «El sentido de esta filosofía es un ateísmo manifiesto y un nihilismo metafísico, posiciones que por lo demás defienden entre nosotros sobre todo literatos judíos, o sea, es un fermento de descomposición y disolución para el pueblo alemán» (Schneeberger, 225). En sus lecciones sobre Nietzsche, impartidas entre 1936 y 1940, Heidegger da la vuelta a la tortilla e intenta demostrar que la voluntad de poder, tal como la invocan los ideólogos nazis, no es la superación, sino la consumación del nihilismo, sin que, por otra parte, los adictos a Nietzsche lo noten. Así las lecciones sobre Nietzsche desembocan en un ataque frontal a la metafísica del racismo y del biologismo, que desde su punto de vista es nihilista. Heidegger admite que Nietzsche en parte es utilizable para la ideología dominante, de la que él mismo se desmarca. Por otra parte, intenta apoyarse en Nietzsche, pero de tal manera que presenta su propio pensamiento como una superación de su filosofía, aunque siguiendo sus huellas.

Heidegger trata el concepto nietzscheano de voluntad y acentúa la importancia del crecimiento, del querer hacerse más fuerte, del ascenso y del avasallamiento. Sigue a Nietzsche en la crítica del idealismo y subraya su exigencia de «permanecer fiel a la tierra». Pero precisamente en este punto formula también críticas contra Nietzsche, y le reprocha, en concreto, que con su filosofía de la voluntad de poder no permaneciera fiel a la tierra. Para Heidegger «permanecer fiel a la tierra» significa no olvidar el ser a causa de los lazos con el ente. Nietzsche, dice Heidegger, partiendo del principio de la voluntad de poder, lo arrastra todo al círculo del hombre que valora. El ser, con el que el hombre tiene que habérselas y que él mismo es, se convierte enteramente en objeto de apreciación como «valor». Nietzsche quería que el hombre se animara a ser él mismo, que se erigiera en su mismidad. Heidegger dice: de ahí surgió no sólo un erigirse, sino también una rebelión, una rebelión de la técnica y de las masas, que ahora, a través de la dominación técnica, se convierten enteramente en lo que Nietzsche llama los «últimos hombres», que, «parpadeando», se establecen en sus moradas y en su pequeña felicidad, y se defienden con brutalidad contra todo menoscabo de su seguridad y estado de posesión. «El hombre se alza en rebeldía», dice también Heidegger mirando a la actualidad alemana. «El mundo se convierte en objeto […]. La tierra misma sólo puede mostrarse como objeto de ataque […]. La naturaleza aparece por doquier […] como el objeto de la técnica» (Heidegger, 2, 166). De acuerdo con la interpretación heideggeriana, todo esto tiene sus raíces en Nietzsche, pues en él el ser es visto exclusivamente desde la perspectiva de la valoración estética, teórica, ética y práctica, por lo cual su filosofía no da en el blanco del ser. Para la voluntad de poder el mundo es solamente el trasunto de «conservación y de condiciones de crecimiento».

Pero Heidegger pregunta: «¿Puede el ser estimarse más altamente que en la perspectiva donde él es elevado a la condición de un valor?». Y responde: «Por el mero hecho de que el ser sea apreciado como un valor, queda denigrado ya a la posición de una condición puesta por la voluntad de poder misma, con lo cual se disuelve el camino hacia la experiencia del ser en cuanto tal» (Heidegger, 2, 234).

Con la «experiencia del ser» Heidegger no se refiere a ningún mundo superior, sino a la experiencia de lo inagotable de la realidad y a la admiración por el claro, donde adquirimos conciencia de que la naturaleza abre sus ojos en el hombre y nota que ella está ahí. En la experiencia del ser el hombre se descubre a sí mismo como espacio de juego. No está cautivo y fijamente canalizado en el ente. Tiene «juego» en medio de las cosas, lo mismo que la rueda ha de tener «juego» en el cubo para moverse. El problema del ser, dice Heidegger, en definitiva es un «problema de la libertad» (Heidegger, 2, 322).

En todo caso, pensar el ser es para Heidegger este movimiento «lúdico» de mantener la apertura para el movimiento inmenso del ser, donde puede aparecer por primera vez el ente en general. Una de las fórmulas de Heidegger para rechazar la pretensión de haber dado respuesta finalmente a la pregunta por el ser recibe la siguiente redacción en las lecciones sobre Nietzsche: «El asunto del ser es nada». Es decir, el ser no es nada a lo que podamos agarrarnos. Frente a las concepciones del mundo, que fijan y conceden seguridad, es lo absolutamente disolvente. La pregunta por el ser ha de impedir que el mundo se convierta en imagen del mundo. Para Heidegger, también Nietzsche era todavía un filósofo de la imagen del mundo.

De hecho el pensamiento de Nietzsche da la impresión de estar cerrado a manera de una imagen en su doctrina del eterno retorno de lo mismo, con la que Heidegger disputa intensamente. El pensamiento del retorno borra la dimensión del tiempo, que queda redondeado como un círculo. Y esto sucede a pesar de que Nietzsche, apoyándose en el «devenir» de Heráclito, quisiera de hecho sumergirse con su pensamiento dentro del tiempo. Y sin duda está ahí el punto de oposición entre Nietzsche y Heidegger. El primero, dentro de la dinámica de la voluntad de poder, piensa el tiempo y lo redondea de nuevo como ser en la doctrina del eterno retorno. Heidegger, en cambio, intenta atenerse al pensamiento de que el sentido del ser es el tiempo. Nietzsche hace del tiempo un ser, y Heidegger convierte el ser en tiempo.

Sin embargo, tal como resaltó Karl Löwith en una crítica de las lecciones heideggerianas sobre Nietzsche, puede discutirse quién de los dos, Heidegger o Nietzsche, piensa más radicalmente hacia lo abierto, y quién de ellos al final busca de nuevo soporte en algo envolvente. En cualquier caso, para Nietzsche la vida «dionisiaca», que lo envuelve todo, no es ningún fundamento que sustente, sino un abismo, un abismo que constituye una amenaza para nuestros intentos «apolíneos» de adquirir firmeza en nosotros mismos. Quizás habría sido Nietzsche el que pudiera haber reprochado a Heidegger un defecto de radicalismo en la superación de la necesidad de seguridad. Posiblemente habría considerado el «ser» de Heidegger tan sólo como un trasmundo platónico, que ha de conceder protección y reconditez.

Heidegger había interpretado la filosofía de Nietzsche como forma final de una metafísica a la que se le escapa el ser en su intromisión objetivadora, valorativa. La noche del olvido del ser, que según Heidegger comienza en Platón, todavía no termina con Nietzsche. Heidegger tenía que sentirse atraído por Nietzsche porque indudablemente había paralelismos manifiestos entre ambos. También para Nietzsche la fatalidad occidental de la alienación de las fuentes dionisiacas de la cultura empezó en Platón y Sócrates. Lo que para uno es el olvido del ser, es para el otro la traición a Dioniso. Ambos afirman que el destino del presente comenzó hace tiempo en la profundidad de la historia.

Pocos años después de las lecciones de Heidegger sobre Nietzsche, Theodor W. Adorno y Max Horkheimer publicaron en 1944 La dialéctica de la Ilustración. También en esta obra, que ya se ha convertido en un clásico texto fundamental de la crítica filosófica de la actualidad, desempeña una función decisiva el diálogo con Nietzsche. Con este libro Horkheimer y Adorno se despiden de la crítica de la ideología en sus años tempranos, cuando esgrimían todavía los valores de la Ilustración burguesa contra la realidad capitalista, cuando buscaban y encontraban todavía potencial subversivo en las contradicciones del mundo en el capitalismo tardío. Eso era todavía Ilustración; pero ahora, bajo la impresión de la guerra y del dominio nacionalsocialista y estalinista, de la industria cultural en el capitalismo, y de la marcha victoriosa de la ciencia instrumental, despojada del potencial reflexivo, ven llegado el momento en el que la Ilustración ha de aclararse acerca de sí misma, es decir, acerca de sus lazos con el gran entramado de ofuscación. «La tierra completamente ilustrada brilla bajo el signo de un infortunio triunfal» (Adorno-Horkheimer, 9).

Nietzsche y Heidegger se habían remontado a Platón y Sócrates para establecer el momento del pecado original de su historia de perdición, y Adorno y Horkheimer van más lejos todavía para encontrar el principio del mal final. Para ellos el «infortunio» comienza cuando Odiseo se hace atar al mástil a fin de poder resistir a la seducción del canto de las sirenas. La mismidad que aquí quiere afirmarse tiene que endurecerse, encadenarse, ejercer violencia contra sí misma. Y, sobre todo, no ha de sucumbir a la música. «Sin música la vida sería un error», había dicho Nietzsche; y Adorno y Horkheimer muestran ahora cómo la vida cayó en el error cuando se decidió por la propia afirmación y contra la música del mundo.

Nietzsche es importante bajo dos aspectos para los autores de La dialéctica de la Ilustración. Por una parte, éstos siguen la huella de Dioniso que marcó Nietzsche. Allí donde las cosas proceden dionisiacamente, la vida está enteramente en sí, en el corazón de su inquietud creadora, devoradora. Así de dionisiaca y ávida de sirenas hemos de representarnos sin duda aquella vida que, según la visión de Horkheimer y Adorno, perece bajo la coacción de la socialización, y que ellos llaman «la naturaleza en el sujeto». Lo que quiere llegar a ser un sujeto tiene que dejarse atar al mástil de su autoafirmación racional; quien quiere determinarse a sí mismo no puede seguir las voces de las sirenas, que son bellas hasta el ocaso. Llegar a ser sujeto significa violencia contra la naturaleza exterior y la interior. Y en este contexto, lo mismo que en Nietzsche, «naturaleza» significa lo que «trasciende el círculo de la experiencia, lo que en las cosas es más que su existencia conocida de antemano» (Adorno-Horkheimer, 21). El «Dioniso» de Nietzsche, el «ser» de Heidegger y la «naturaleza» de Adorno/Horkheimer son diversos nombres para lo mismo, para lo monstruoso.

En segundo lugar, Adorno y Horkheimer se apoyan en el análisis nietzscheano del poder. Cuando Nietzsche interpreta la voluntad de verdad como una forma de la voluntad de poder, los juegos del poder se presentan como última conclusión de la sabiduría. Por más que profundicemos en la verdad sin ninguna noción de finalidad y con olvido de nosotros mismos, a la postre siempre se descubre allí la voluntad de poder. Algo parecido les sucede a los autores de La dialéctica de la Ilustración, desengañados de la razón occidental. La magia de las ideas humanistas de la Ilustración se ha disipado y en todas partes se muestra el corazón frío del poder o, más exactamente, la estructura dinámica de un acontecer anónimo del poder.

Por tanto, la articulación fundamental de La dialéctica de la Ilustración es nietzscheana, pues se trata de la tensión desgarradora que hemos encontrado también en Nietzsche. En dicha obra nos encontramos con el poder, en Nietzsche con la música, allí con el Odiseo atado, aquí con Dioniso, el Dios venidero. Adorno, a su manera, seguirá siendo discípulo de este Dioniso cuando escuche lo que una vez fue vida verdadera ya sólo como un eco lejano que sale de las obras de arte.

Lo dionisiaco y el poder, estos dos términos fueron los que atrajeron también la atención de Foucault hacia Nietzsche. Cuando en 1961 Foucault, en su primera obra, Historia de la locura, analizó el universo moderno de la razón desde sus márgenes, desde la perspectiva de los ámbitos delimitados y proscritos de la locura, por tanto, cuando describió lo otro de la razón como aquello que niega la civilización de la época clásica y así le confiere su identidad, no era difícil reconocer que detrás de este otro se esconde el rostro de Dioniso. Sin duda fue Bataille el que ayudó a Foucault a entender el Dioniso de Nietzsche como la voz de otra razón. Y fue también Bataille el que ya en los años treinta introdujo al extático y místico Nietzsche en el pensamiento francés. De ahí podía sacar Foucault un punto de apoyo en sus investigaciones sobre el nacimiento de la razón moderna. Hay que perseguir, dice Foucault, la historia de las separaciones y escisiones, el instante en el que la razón occidental se afirma contra la «experiencia de lo trágico» (Foucault, Wahnsinn [Historia de la locura], 19), en el que domestica «el mundo feliz del disfrute» y ya no está dispuesta a escuchar la voz de la locura. Foucault incluye sus exploraciones entre «las grandes investigaciones nietzscheanas», y declara que en ellas se propone «confrontar la dialéctica de la historia con las estructuras inmóviles de lo trágico» (ibíd., 11).

Cuando Foucault, en la continuación de su proyecto, centra su mirada en el tema de los poderes mismos que delimitan, o sea, cuando lleva a cabo el análisis del poder, sigue manteniéndose en las huellas de Nietzsche. En tanto describe las prácticas modernas de la producción de la verdad en los hospitales, en los psiquiátricos, en las cárceles, muestra en qué medida Nietzsche tiene razón al interpretar la voluntad de verdad como una forma epistémica de la voluntad de poder. Y en definitiva Foucault también toma de Nietzsche el principio de la genealogía. En el texto «Nietzsche, la genealogía, la historia», que apareció en 1971 y se remonta a la lección de toma de posesión en el Collège de France, esclarece el principio genealógico de este filósofo y expone lo que él toma para sus propias investigaciones.

El seguidor del método genealógico investiga el origen real de los sucesos históricos y de las formas de pensamiento, renunciando a hipótesis finales o teleológicas. No se deja engañar por la representación metafísica de que el origen soporta la verdad, de que a partir de allí se derrama el sentido en las prácticas, instituciones e ideas. Foucault, siguiendo a Nietzsche, quiere destruir tales mitos del origen. «El adicto al método genealogista necesita la historia para expulsar la quimera del origen» (Foucault, «Nietzsche», 88). Así como en La genealogía de la moral Nietzsche muestra que primero se dio una determinada práctica, la cual luego se enriqueció, por ejemplo, con las múltiples posibilidades de sentido del castigo, que primero hubo una represión del instinto y luego, a través de una larga historia, salió de ahí el mundo de la interioridad humana, junto con la conciencia, de igual manera Foucault quiere reírse de «las solemnidades del origen» (ibíd., 86) y mostrar que al principio no había ningún plan, ninguna intención, ningún sentido grande, sino que se daba solamente la constelación contingente de «una pululación bárbara e inefable» (ibíd., 99).

Foucault aplica a la concreta investigación histórica el principio genealógico de Nietzsche, según el cual los fundamentos de la razón no son racionales, y los fundamentos de la moral no son morales. El resultado de esto será que la historia recupere de nuevo su facticidad opaca y no pueda aparecer ya como una zona saturada de sentido. Bajo el influjo de Nietzsche, Foucault desarrolla su ontología de la contingencia: «Las fuerzas en el juego de la historia no obedecen ni a una determinación, ni a una mecánica, sino a la casualidad de la lucha. No se manifiestan como las formas sucesivas de una intención previa, o de un resultado definitivo. Comparecen en el singular juego de dados de los sucesos» (ibíd., 98). Para Foucault este pensamiento trae consigo una liberación. Ya no hemos de dejarnos inducir a error por el fantasma de un gran orden, acerca del cual hayamos de creer que hemos de corresponderle, pues a través de él habla el orden de las cosas. ¿Quién habla?, ¿quién ordena? Con esta pregunta Foucault saca al actor de su acción, al autor de su obra y, en conjunto, aleja de la llamada historia la pululación contingente del acontecer del poder.

En Aurora Nietzsche había escrito acerca de la pasión del conocimiento que quizás el hombre puede perecer en ella, pues ya no soporta la propia transparencia. En lugar de abrirse en el «fuego y en la luz», quizá preferiría perecer en «la arena» (3, 265). Foucault recurre a esta imagen en las famosas frases con que termina su obra principal, Las palabras y las cosas. Una vez, escribe, había despertado un determinado tipo de voluntad de verdad, que se dirigía al hombre; esto funcionó bien durante cierto tiempo, pero puede cambiar. Quizá nos espera un nuevo giro y entonces puede suceder «que el hombre desaparezca como en la orilla del mar un rostro en la arena» (Foucault, Ordnung [Las palabras y las cosas], 462).

En su último periodo creativo Foucault abordó lo que podría denominarse «estrategias de poder en el propio cuerpo». También esto es un proyecto nietzscheano. Se trata de recuperar el arte de la vida. En lugar de analizar las condiciones de la disolución del sujeto, en los últimos tomos de Historia de la sexualidad Foucault pregunta por los espacios de juego de la soberanía. Se ocupa de las antiguas doctrinas sapienciales, pero también del Nietzsche que había escrito: «Has de llegar a ser señor de ti mismo, también señor de tus propias virtudes. Antes ellas eran tus señoras, pero sólo han de ser tus instrumentos junto a otros instrumentos. Has de adquirir poder sobre tu pro y contra» (2, 20; MA).

Hay ciertos giros, rupturas e interrupciones en la vida de Foucault, pero nunca quiso desligarse de Nietzsche, sin duda porque no experimentaba este vínculo como una cadena.

El arte de vivir, el último tema por el que Foucault se sintió en las cercanías de Nietzsche, es también el punto en el que podemos interrumpir la historia del pensamiento de nuestro filósofo. Esta historia no es ningún final. Habrá que seguir escribiéndola.

Podríamos describir cómo el pragmatismo americano descubrió a aquel Nietzsche que afirma: la verdad es la ilusión por la que nos abrimos paso en la vida. Nietzsche fue despojado de su viejo pathos europeo. No es tan trágico que no tengamos ninguna verdad absoluta. Se dejó de lado la patética fórmula de Nietzsche: «Dios ha muerto». Para William James, por ejemplo, estaba claro que si hay una voluntad de poder, puede haber también una voluntad de creer, siempre y cuando con ello la vida individual se haga más rica y la sociedad alcance una estabilidad mayor. El pragmatismo distingue con mucha precisión en Nietzsche entre lo funesto y lo utilizable. Fue rechazado el Nietzsche del teatro del mundo, con la gran política del cultivo y la selección, y fue asumido el Nietzsche que enseñaba el gran arte filosófico de la propia configuración y del propio incremento, o sea, el Nietzsche del teatro de cámara. Filósofos como Richard Rorty proceden de esta forma con él, y no es ésta la peor manera de hallar las huellas de la benevolencia en un pensamiento que a veces también ostenta rasgos de crueldad.

Nietzsche era un laboratorio del pensamiento y no se concedió pausa en la tarea de interpretarse a sí mismo. Era una central eléctrica para la producción de interpretaciones. Llevó al escenario el drama de lo que es posible pensar y vivir. Con ello exploró lo posible para el hombre.

Quien tenga el pensamiento por un asunto vital, nunca podrá despedirse de Nietzsche. Hará así la experiencia de que es lo monstruoso, esta gran música del mundo, la que no lo suelta.

Mientras escribía este libro he tenido ante los ojos una pintura de Caspar David Friedrich: El monje a la orilla del mar. Alguien está solitario en la orilla ante un horizonte monstruoso de cielo y mar. ¿Puede pensarse esto monstruoso? ¿No vuelve a disolverse todo pensamiento ante la experiencia de lo monstruoso? Nietzsche era como ese monje en el mar, con lo monstruoso siempre en la mirada y siempre dispuesto a dejar que el pensamiento se hunda en lo indeterminable y hacer que comience una y otra vez con nuevos intentos de configuración. Kant había preguntado: ¿hemos de abandonar el suelo firme de la razón y adentrarnos en el mar abierto de lo desconocido?; y optó por quedarse aquí, en el terreno seguro. Nietzsche, en cambio, se hizo a la mar.

Con el pensamiento de este filósofo no se llega a ninguna parte, no hay en él ninguna conclusión, ningún resultado. En Nietzsche encontramos solamente el propósito de aventura, de la interminable aventura del pensamiento.

Pero a veces asoma en nosotros el sentimiento: el alma de este hombre, ¿no estaba hecha para cantar?

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