Nietzsche

Nietzsche


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Nietzsche desarrolla una tipología bajo el prisma de la forma en que las diversas culturas logran organizar la vida a la vista de lo terrible. La pregunta puede formularse como sigue: ¿en qué sistema de blindaje contra el poder amenazador de lo dionisiaco y de canalización de las energías dionisiacas, necesarias para la vida, descansa la respectiva cultura? Nietzsche plantea esta pregunta con la conciencia de que a través de ella roza el secreto profesional de la cultura respectiva. Nota el camino clandestino de la voluntad de la vida, y descubre en qué medida esta voluntad de la vida goza de capacidad inventiva en el terreno de la cultura.

Para «retener en la vida» (1, 115) a sus criaturas, se encubre en un delirio, en ilusiones. Hace que unos elijan «el velo de la belleza del arte», y que otros busquen el consuelo metafisico en las religiones y la filosofía, «a fin de que bajo el torbellino de las apariciones la vida eterna siga fluyendo indestructiblemente»; y por último a otros los encadena «el placer socrático del conocimiento», y éstos se dejan engañar por la ilusión de que el conocimiento «puede curar la herida eterna de la existencia» (1, 115).Todo lo que llamamos cultura es una mezcla de estos ingredientes. Y según las proporciones de la mezcla hay una cultura más bien artística, como la de la Grecia antigua, o bien una cultura religioso-metafísica, como en la época cumbre del Occidente cristiano y del mundo oriental del budismo, o bien una cultura socrática del conocimiento y de las ciencias.

Este último tipo de cultura se ha hecho dominante en la época moderna. El principio socrático ha traído ciencia e ilustración, y las consecuencias lejanas de esto fueron las ideas de democracia, justicia e igualdad. Mediante el conocimiento había de comprenderse y dirigirse el destino. En todos los ámbitos uno mismo tiene que configurar y determinar la historia en la que estamos implicados. La naturaleza, que procede tan injustamente, por cuanto produce desiguales talentos y destinos de vida, ha de ser corregida o por lo menos compensada. Se imponía acabar con el hecho de que existan hombres explotados y esclavizados. Para Nietzsche la cultura socrática del saber y del conocimiento contiene en germen estas consecuencias, de manera que, a su juicio, su propio (y nuestro) presente comienza con la victoria socrática del conocimiento optimista sobre el sentimiento trágico de la vida. Hablaremos nuevamente del tema.

Hemos de retener en firme que en todos los mencionados tipos de cultura actúan fuerzas tanto apolíneas como dionisiacas. Arte, religión y saber son fuerzas apolíneas en las que la realidad dionisiaca es a la vez rechazada y canalizada. En este contexto, Nietzsche formula en la última sección de El nacimiento de la tragedia una especie de ley ontológica fundamental para la relación de lo apolíneo y lo dionisiaco: «De ese fundamento de toda existencia, del fondo dionisiaco del mundo», sólo puede «penetrar en la conciencia del individuo humano aquella medida exacta que puede ser superada por la transfiguradora fuerza apolínea» (1, 155).

De esta ley ontológica fundamental extrae Nietzsche su concepto de fuerza y de rango. Son fuertes y tienen un rango alto aquel hombre y aquella cultura que son capaces de asumir una gran dosis de poder elemental dionisiaco sin romperse. Dicha fuerza significa a la vez que la transfiguradora fuerza apolínea tiene que ser a su vez muy grande. Culturas e individuos fuertes arrancan la belleza a lo horroroso. En este sentido la cultura griega es fuerte. El sentimiento vital de fondo era trágico y pesimista. La vida griega, una vez que ha despertado para hacerse consciente, mira ante todo al abismo. El horror está allí al principio de la carrera del espíritu. Nietzsche cita la sabiduría popular de los griegos, tal como se refleja en la respuesta del sabio Sileno, el acompañante de Dioniso, a la pregunta del rey Midas acerca de qué es lo mejor y más deseable para el hombre:

«¡Miserable raza efímera, hijos de la casualidad y de la fatiga! ¿Por qué me fuerzas a revelar lo que sería más ventajoso para ti si quedara sin decir? Lo mejor para ti es imposible de conseguir: no haber nacido, no ser, ser nada. Y en segundo lugar lo mejor para ti es morir pronto» (1, 35).

Ese es el fundamental sentimiento trágico del mundo cultural de Grecia. La afirmación apolínea descansa en un valeroso y vital «a pesar de todo». El mundo olímpico de los dioses agradece su nacimiento al mismo «impulso que dio la vida al arte, como el complemento y la consumación de la existencia que seduce para seguir viviendo» (1, 36); este mundo del arte es comparable a las visiones extáticas de un mártir torturado. El mundo apolíneo de la cultura erige una especie de pantalla protectora o, hablando en términos marciales, «un continuo campo de batalla» (1, 41) contra los elementales poderes de la vida, y permite jugar en el primer plano o en el interior de la fortaleza del teatro de la vida, con sus dioses de la ciudad, sus leyes, virtudes, obras plásticas, narraciones y su prudencia política. En cambio, lo dionisiaco, tal como se expresa en los cultos y las fiestas orgiásticos, en los rituales del sacrificio, en la música y la embriaguez, está mucho más cerca del abismo espantoso de lo vivo, si bien, según hemos visto, representa ya una sublimación y un cultivo. Dicho con toda brevedad: en el arte antiguo pueden notarse todavía los poderes dionisiacos de la vida, con el antagonismo de dolor y placer, ¡muere y llega a ser! El nacimiento de la tragedia termina con la pregunta retórica: «¡Cuánto tuvo que sufrir este pueblo para llegar a ser tan bello!» (1, 156).

Nietzsche gira en torno a lo dionisiaco y lo deja en su ambigüedad fundamental. Es la realidad absoluta, en la que el individuo se disuelve con placer, o sucumbe con horror. No habría que acercarse al tremendo proceso de la vida sin dispositivos protectores, que son los tres medios: la religión, el conocimiento, el arte. Nietzsche habla nuevamente de Edipo. Él había dado respuesta a las preguntas de la Esfinge y había resuelto el enigma de la naturaleza. Pero este hombre que soluciona los enigmas es a la vez el asesino de su padre y el esposo de su madre, o sea, aquel que en estos y otros puntos rompe el orden sagrado de la naturaleza. «El mito», escribe Nietzsche, «parece querernos susurrar que […] la sabiduría dionisiaca es un horror contrario a la naturaleza, que quien por medio de su saber arroja la naturaleza al abismo de la aniquilación, tiene que experimentar también en sí mismo la aniquilación de la naturaleza». (1, 67) Con apoyo en lo dicho, Nietzsche ofrece otra formulación que lleva a su cúspide el problema de la verdad, a saber: «La cima de la sabiduría se vuelve contra el sabio». ¿Cuánta verdad soporta el hombre sin perecer por ello? ¿No necesitamos también un conocimiento que nos permita conocer la medida de lo que puede vivirse y del conocimiento? El resumen del libro sobre la tragedia, supuesto que sea posible, sería: el arte, y sobre todo la música, es el mejor medio de acercarse a lo horroroso.

Con el libro dedicado a la tragedia Nietzsche buscaba algo paradójico: lo dionisiaco tenía que ser llevado a la luz del conocimiento, y a la vez había que revocar los efectos clarificadores del conocimiento. Más tarde afirmará que en realidad escribió la obra para una voz cantante. Aunque, o precisamente porque, el libro aparece solamente como un tratado filológico, el gremio de esta especialidad en su primera reacción no perdonó a su niño mimado. El profesor Ritschl, antiguo maestro y protector de Nietzsche, emite este juicio: «Ingenioso devaneo». Y el joven Wilamowitz-Moellendorf, convertido luego en el pope de la filología clásica, publica en 1873 un veredicto aniquilador que termina de esta forma: «Que el señor Nietzsche mantenga la palabra, que agarre el tirso y lo traiga de la India a Grecia, pero que se baje de la cátedra, en la que ha de enseñar ciencia; que congregue tigres y panteras bajo sus rodillas, pero no a la juventud filológica de Alemania» (Janz, 1, 469).

De la noche a la mañana pierde Nietzsche su buen nombre filológico. Su intento de atraer a los filólogos hacia secretos «sitios de danza» (1, 14) no queda impune. Los estudiantes de Basilea se alejan de él. En cambio, es alabado en la casa de Wagner en Tribschen. Richard Wagner se reconoce a la perfección en el retrato de Dioniso. Pero Nietzsche había querido retratarse también a sí mismo y sus pasiones por este «Dios desconocido» (1, 14), cosa que escapa al gran ególatra.

Nietzsche se había introducido en el poder dionisiaco de la vida desde la óptica de lo estético, que carecía todavía de riesgo. Pero el juego se convertirá pronto en cosa seria, pues Nietzsche tiene que soportar ahora los inconvenientes sociales que siguen a su intervención; se aleja de él el mundo de los eruditos, para el que «está muerto». Se siente molesto en su cátedra de Basilea, cae enfermo. Pero no permite que nadie lo aparte del camino intelectual que ha tomado. Desde el punto de vista de la vida entendida dionisiacamente, agudizará su crítica a la voluntad de saber. Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, comienza así:

«En un remoto rincón del universo, que se derrama centelleante en innumerables sistema solares, hubo una vez un astro en el que unos sagaces animales inventaron el conocimiento. Fue el momento más altanero y falaz de la historia del mundo; pero fue sólo un instante. Tras unos pocos alientos de la naturaleza se congeló el astro, y estos sagaces animales tuvieron que morir. Alguien podría inventar una fábula así y aún no habría ilustrado suficientemente en qué forma tan deplorable, sombría y fugaz, en qué forma tan carente de fin y arbitraria se comporta la excepción del entendimiento humano dentro de la naturaleza» (1, 875).

La vida necesita una atmósfera protectora de no saber, de ilusión, de sueños, en la que se entreteja para poder vivir. La vida necesita ante todo música, y necesita la mejor música de todas, la de Richard Wagner.

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