Nietzsche

Nietzsche


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Nietzsche quería lo monstruoso, por eso la música le resultaba tan cercana. Deseaba el retorno del sentimiento trágico de la vida. Quería sabiduría dionisiaca en lugar de ciencia. Pero tiene que habérselas con una época en la que la ciencia celebra triunfos enormes. El positivismo, el empirismo, el economicismo, en unión con un excesivo pensamiento utilitario, determinan el espíritu del tiempo. Y sobre todo reina una tónica optimista. Nietzsche nota con indignación que la fundación del Imperio alemán es «un golpe aniquilador contra todo filosofar “pesimista”» (1, 364; SE). Diagnostica que su tiempo es «honrado y sincero», pero en forma plebeya; que es «sumiso y verdadero ante la realidad de todo tipo». Busca por doquier, añade, teorías apropiadas para justificar una «sumisión bajo lo fáctico».

Nietzsche dirigía su mirada hacia el romanticismo burgués, también hacia los aspectos pusilánimes de este realismo, que se sometía a lo fáctico solamente para poder dominarlo mejor y transformarlo de acuerdo con sus propósitos. Triunfa ya la voluntad de poder, que Nietzsche anunciará más tarde, pero no en la cúspide del superhombre, sino en la tenaz actividad de hormiga de una civilización que, en relación con todas las cosas prácticas, cree en la ciencia a pie juntillas. Eso tenía validez para el mundo burgués, pero también para el movimiento obrero, cuya solución contundente se expresaba, como sabemos, bajo el lema de «saber es poder». La formación había de traer el ascenso social y hacer resistente contra los engaños de todo tipo, pues al que sabe ya no es fácil hacerle creer algo; lo impresionante en el saber es que quien está bajo su signo ya no puede dejarse impresionar. Se prefiere un tipo de saber con el que sea posible preservarse de las tentaciones del «entusiasmo» (1, 169). Hay que evitar las exageraciones, quien resuelve sus cosas seca y objetivamente llega más lejos y puede conquistarse un grado de soberanía. Se procura rebajar las cosas y, en la medida de lo posible, reducirlas a un formato mezquino.

Es sorprendente ver cómo, desde mediados del siglo XIX, después de los altos vuelos del espíritu absoluto en el idealismo alemán, de pronto se presenta en todas partes el gusto por empequeñecer al hombre. Comienza la carrera de esta figura de pensamiento: «el hombre no es otra cosa que…». Es sabido que en el romanticismo el mundo comenzaba a regocijarse tan pronto como se encontraba la palabra mágica. La poesía y la filosofía de la primera mitad de siglo se cifraban en el proyecto arrebatador de encontrar e inventar palabras mágicas siempre nuevas. El tiempo necesita significaciones exageradas. Nietzsche, en la crítica de la actitud prosaica de su tiempo, penetra en aguas románticas más lejos de lo que después estará dispuesto a aprobar. Ya como alumno se había encarado a su maestro por defender a Hölderlin, su poeta preferido. El espíritu de la segunda mitad de siglo ya no era propicio a los primeros espadas del escenario mágico del espíritu; éstos parecían convertirse en niños tan pronto como los realistas irrumpieron con su sentido de los hechos y armados con la fórmula: «no otra cosa que». El grupo de aficionados idealistas y románticos actuó desenfrenadamente y lo revolvió todo; pero ahora se trata de limpiar, ahora comienza la seriedad de la vida, de eso se ocuparán los realistas. Este realismo de la segunda mitad del siglo XIX llevará a cabo la obra de arte consistente en tener al hombre en poco y, sin embargo, emprender con él cosas grandes, si es que estamos dispuestos a dar el calificativo de «grande» a la moderna civilización técnica, de la que todos nos aprovechamos. En cualquier caso, en el último tercio del siglo XIX comenzó la modernidad más reciente, con una actitud adversa a todo lo exagerado y fantástico. Pocos presentían entonces con la claridad de Nietzsche qué monstruosidades había de producir el espíritu de la sobriedad positivista.

A mediados de siglo, el alejamiento del idealismo alemán había traído un materialismo especialmente rudo. Aparecieron de pronto catecismos del desencanto. Karl Vogt redactó sus Cartas fisiológicas (1845) y su polémico escrito Fe de carbonero y ciencia (1854); apareció también El círculo de la vida (1852), de Jakob Moleschott, así como Fuerza y materia (1855), de Ludwig Büchner, y Nueva exposición del sensualismo (1855), de Heinrich Czolbe. Czolbe caracterizó la actitud fundamental de este materialismo, con su fuerza y empuje, y su función glandular, mediante las siguientes palabras:

«Es una prueba de […] arrogancia y vanidad el intento de mejorar el mundo cognoscible mediante la invención de otro suprasensible, y el de convertir al hombre en un ser elevado sobre la naturaleza por la adición de una parte suprasensible. Sin género de dudas, el descontento con el mundo de los fenómenos, que es el fundamento más profundo de la concepción suprasensible […], constituye una debilidad moral […]. Confórmate con el mundo dado» (Lange, 2, 557).

Pero ¡qué de cosas estaban «dadas» a ese tipo de sentidos! El mundo del devenir y del ser, lo mismo que el torbellino de las partículas de la materia y las transformaciones de energías. Nietzsche se sintió incitado a proteger el mundo del atomista Demócrito frente al materialismo de la época. Ya no se necesitan el Nous de Anaxágoras ni las ideas de Platón, ni, evidentemente, el Dios de los cristianos, o la sustancia de Espinosa, o el cogito de Descartes, o el «yo» de Fichte, o el «espíritu» de Hegel. El espíritu que vive en el hombre no es sino una función del cerebro, dicen los representantes de la moda intelectual. Los pensamientos se comportan con el cerebro como la bilis con el hígado, o la orina con los riñones. Hermann Lotze, uno de los pocos supervivientes del antes fuerte linaje de los metafísicos, hacía la observación de que esos pensamientos estaban «poco filtrados».

La marcha victoriosa del materialismo no podía detenerse mediante observaciones prudentes, sobre todo porque se había mezclado con él una singular pieza metafísica: la fe en el progreso. Ésta enseña que, si analizamos las cosas y la vida hasta sus elementos componentes, descubriremos el secreto profesional de la naturaleza. Si averiguamos cómo está hecho todo, estamos en condiciones de imitarlo. Actúa aquí una conciencia que quiere descubrir los secretos de todo, también de la naturaleza, que en el experimento hemos de sorprender en su acción fresca. Si sabemos cómo transcurre, podemos mostrar cómo ha de proseguir.

Esta actitud del espíritu da impulsos también al marxismo en la segunda mitad del siglo XIX. A través de un laborioso trabajo pormenorizado, Marx había seccionado el cuerpo de la sociedad y había extraído un preparado de su alma: el capital. Al final no quedaba completamente claro si iba a tener una oportunidad la misión mesiánica del proletariado —la aportación de Marx al idealismo alemán antes de 1850— frente a la férrea legalidad del capital, que fue la aportación de Marx al espíritu determinista después del año 1850. También Marx quiere analizar en niveles inferiores lo que antes se consideraba alto y sublime, el espíritu. Lo reduce, como superestructura, a la base del trabajo social.

El trabajo está por encima de todo. Mucho más allá de su significación práctica, el trabajo se convierte en punto de referencia desde el cual se interpretan y valoran aspectos de la vida cada vez más amplios. El hombre es lo que él trabaja, y la sociedad es una sociedad de trabajo; e incluso la naturaleza se elabora en cierto modo a sí misma a través de la evolución. El trabajo se convierte en un nuevo santuario, en una especie de mito que mantiene unida la sociedad. La imagen de la gran máquina social, que convierte a los individuos en ruedas y tornillos, ocupa las interpretaciones del hombre acerca de sí mismo y da el horizonte de orientación. Es precisamente este punto de vista el que Nietzsche coloca en el centro de su punto de mira cuando critica a Friedrich Strauss, el popular ilustrado de la segunda mitad de siglo. David Friedrich Strauss, que con su primer escrito, La vida de Jesús (1835), había llevado al gran público la crítica racionalista al cristianismo, y en la ancianidad publicó un libro muy leído de confesiones con el título de La antigua y la nueva fe (1872), era un enemigo empedernido de los nuevos mitos artísticos de Wagner y, en general, de todos los intentos de convertir el arte en religión sustitutiva. Por eso Wagner lo odiaba profundamente, y por su causa Nietzsche siguió las huellas de este autor, y en la primera de sus Consideraciones intempestivas despacha a Strauss como síntoma de esta cultura amante del trabajo y guiada por la pasión de la ciencia y la utilidad.

Strauss transmite el siguiente mensaje: todo tipo de motivos invitan a estar satisfecho con el presente y sus conquistas, el ferrocarril, las vacunas, los altos hornos, la crítica bíblica, la fundación del imperio, los abonos, la prensa, el correo. Ya no hay ninguna razón para eludir la realidad y remontarse a la metafísica. Cuando la física aprende a volar, tienen que caer los altos vuelos de la metafísica, y han de conformarse con habitar decorosamente en una tierra banal. Se exige el sentido realista, que producirá las prodigiosas obras del futuro. Y ni siquiera el arte ha de fascinarnos en exceso. Ahora bien, en dosis prudentes es útil y bueno, e incluso ineludible. Pues precisamente porque nuestro mundo se ha convertido en una gran máquina, también tiene validez la frase: «En él no sólo se mueven ruedas despiadadas, también se derrama un aliviador aceite» (1, 188). A esa especie de aceite aliviador pertenece el arte. Strauss califica la música de Haydn de una «sopa sencilla», Beethoven es «un confite», y cuando escucha la Heroica se siente incitado a propasarse y buscar una aventura (1, 185), pero pronto vuelve a las delicias de lo cotidiano en la fiebre fundadora de la Alemania unida, y Nietzsche derrama mofa y escarnio sobre este entusiasmo «que se desliza con calcetines de fieltro» (1, 182).

Se nota en Nietzsche toda la indignación de quien, especialmente con la música, se figura encontrarse en el corazón del mundo, de quien halla su verdadero ser en el «hechizo del arte» (1, 452), y por eso lucha contra la actitud que considera el arte una bella cosa accesoria, quizás incluso la más bella, pero sólo accesoria.

Esta indignación contra los burgueses profanadores del templo del arte, que Nietzsche califica de «filisteos de la formación», era ya un tema habitual en los autores románticos.

Hoffmann presenta a Kreisler, un maestro de capilla, en una velada musical donde los asistentes buscan «entretenimiento y distracción agradable», pero éste los dispersa tocando con rabia las Variaciones Goldberg. Y en La señorita Von Scuderi hace que su artista, el orfebre, del insulto al público pase al asesinato del público con gran estilo. Se trata de historias románticas sobre la guerra del arte aurático contra los filisteos y su pensamiento utilitarista. Y en esta tradición se halla también Nietzsche, con su crítica a David Friedrich Strauss. También Nietzsche se regala en las fantasías de venganza de un indignado amigo del arte: «¡Ay de todos los maestros vanidosos y de todo el estético reino de los cielos cuando el joven tigre […] sale de caza!» (1, 184; DS). ¿El joven tigre? Aparecía ya en El nacimiento de la tragedia, donde simbolizaba el espíritu del salvaje arte dionisiaco. Nietzsche expresa con ardor que la actitud de la formación burguesa trueca lo tremendo en algo confortable.

Esto tiene validez para el arte, pero también para la naturaleza, pues también el darvinismo, que entonces se abría paso con fuerza, está trivializado en Strauss y, tal como Nietzsche nota críticamente, no se extraen de él las consecuencias serias. De la nueva moda se asume sin dificultad el ateísmo, de modo que ahora, en lugar de Dios, el tema es el mono. Ciertamente Strauss se viste «con el peludo traje de las genealogías de los monos» (1, 194; DS), pero se avergüenza de sacar las consecuencias éticas a partir de esta genealogía natural. Si hubiese sido valiente, «de la guerra de todos contra todos y de los privilegios de los fuertes», habría podido «deducir prescripciones morales para la vida» (1, 194), con lo cual habría provocado inmediatamente el enojo de los filisteos contra él. A fin de satisfacer las necesidades de seguridad y comodidad, Strauss evita las consecuencias nihilistas del materialismo y da un giro placentero y sentimental a sus reflexiones, por cuanto descubre en la naturaleza una nueva «revelación de la bondad eterna» (1, 197).

En la tercera Consideración intempestiva, para distanciarse de los naturalistas y los materialistas, Nietzsche esboza su interpretación dionisiaca de la naturaleza, que contrapone al insípido optimismo natural de los filisteos de la formación. Nunca nos admiraremos suficientemente, opina Niet2sche, de que en la serie de formas de la naturaleza, desde lo muerto, a través de lo vegetativo, hasta lo animal, al final se haya abierto la conciencia en el hombre. ¿Por qué el ser natural se ha creado en el hombre el escenario de una conciencia? La piedra no sabe que existe. El animal percibe ciertamente su entorno, pero permanece atado a él sin distancias. Hasta el hombre no surge la percepción de la percepción y, con ello, una conciencia distanciadora. Éste no vive solamente en su entorno, experimenta el mundo como un horizonte abierto. El hombre emerge del sopor de la existencia animal, y en este instante el mundo recibe una transparencia peculiar; a la vida consciente se le descubre la agitación de todo lo vivo y también la propia «codicia nauseabunda», e igualmente se le manifiesta en qué manera «ciega y frenética» (1, 378) lo vivo aspira a usar y aniquilar la vida de otros seres. Por tanto, la conciencia no experimenta en primer lugar la alegría por el mundo que aparece, sino que ante todo descubre el tormento del ser. Pero ¿no significa esto que el hombre está golpeado por la conciencia como por una enfermedad? ¿Puede soportarse todavía el ser natural en el espejo de la conciencia? ¿No es quizá la conciencia una fatalidad? «En aquella claridad súbita miramos con estremecimiento a nuestro alrededor y hacia atrás: allí corren los refinados animales de rapiña y nosotros en medio de ellos. La enorme movilidad del hombre en el gran desierto de la tierra, su fundación de ciudades y estados, su guerrear, su incesante recoger y dispersar, su galopar lleno de confusión, su aprender los unos de los otros, su recíproco engañar y aplastar, su griterío en el apuro, su alarido de alegría en la victoria, todo eso es continuación de lo animal» (1, 378; SE). La conciencia se estremece ante esta mirada al despertar de ese sopor y añora volver a la «inconsciencia de las tendencias naturales». ¿No es mejor para los negocios cotidianos «abstenerse de llegar a la reflexión»? (1, 379). Así es. La circunspección puede ser nociva para un realismo sagaz en la vida y los negocios. Por tanto, pregunta Nietzsche, ¿qué fin se ha propuesto la naturaleza en el hecho de que ella haya abierto los ojos en el hombre y haga que su ser se refleje en la conciencia humana?

Cuando Nietzsche plantea esta pregunta, presupone una especie de finalidad en la naturaleza, que él profesa en los siguientes términos: «Cuando toda la naturaleza empuja hacia el hombre, con ello da a entender que él es necesario para redimirla de la execración de la vida animal, y que finalmente en él lo existente se coloca delante de un espejo en virtud del cual la vida ya no carece de sentido, sino que aparece en su significación metafísica» (1, 378). ¿En qué consiste la significación metafísica?

No es una armonía de los mundos en el fondo de las cosas, no es un envolvente orden y justicia de tipo metafísico. La significación metafísica de la vida radica solamente en que, en la conciencia que ha despertado a la vida, la naturaleza da «su único salto y, por cierto, un salto de alegría». Y luego Nietzsche continúa con una frase enigmática: «La naturaleza» se encuentra «por primera vez en el fin, a saber, allí donde ella comprende que ha de olvidarse de tener fines, y que ha llevado demasiado lejos el juego de la vida y del devenir» (1, 380). La argumentación es confusa. Nietzsche sabe que la naturaleza no es ningún «sujeto» que pueda aprender u olvidar algo, o llevar el juego demasiado lejos. No quiere ver ningún Dios dentro de la naturaleza. Cuando se habla de un aprender y olvidar por parte de la naturaleza, tales expresiones se refieren a los reflejos en la conciencia del ser natural que es el hombre, o sea, a aquella naturaleza que en el hombre adquiere conciencia de sí misma. En la conciencia del hombre acerca de sí mismo se muestra la naturaleza como una tendencia dirigida a un fin, la cual tiene que quedar siempre insatisfecha, pues en cada fin la tendencia nota que ella no quería el fin, sino que se quería a sí misma, y por ello debe proseguir en su actividad. En tanto la conciencia pone un «espejo» delante de la tendencia, puede suceder que ésta se disuelva. Lo cual no tiene por qué deberse a cansancio o desesperación, puede deberse a la simple visión de que no hay ningún fin y estamos siempre en la meta. El instante lleno no está en ningún futuro, sino que siempre se encuentra ahí, basta con aprehenderlo, para lo cual hay que aprender a estar enteramente presente, a tener presencia de espíritu. El «juego» de la vida se lleva demasiado lejos cuando se ponen en marcha empeños que han de obtener su recompensa en un futuro ominoso. Nosotros podemos «jugar» con la vida de esta manera, pero ella misma no juega así. Pues no sigue el principio de la acumulación lineal y de la elevación progresiva. Cada punto de lo que alcanza el círculo equidista del centro. Y por eso la vida siempre está en la meta o, si queremos, equidista de ella, lo cual viene a decir lo mismo. La «naturaleza» da en el hombre un «salto de alegría» cuando se supera la ilusión de la finalidad, y el hombre despertado a la conciencia nota que él mismo es el fin y el tiempo del instante. La naturaleza en el hombre, escribe Nietzsche, «se transfigura con este conocimiento» (1, 380; SE). El «enigmático impulso y excitación» (1, 381) recibe en Nietzsche la denominación de «gran ilustración», bajo cuya luz la realidad asume el aspecto de la «belleza» (1, 380).

Este proceso de pensamiento de Nietzsche, desarrollado todavía bajo la influencia de Schopenhauer, tiende a una transfiguración de la realidad, y el presupuesto para ello, a diferencia del impugnado David Friedrich Strauss, ya no es una nueva «revelación de la bondad eterna» en la naturaleza, sino una transformación en el que conoce. En lugar de mirar al interior de la realidad guiada por el interés y los deseos, la conciencia relaja las ataduras que la unen a la voluntad y se abre para dejar relajadamente que le llegue el mundo. La «significación metafísica» está sola y exclusivamente en ese cambio de la forma de ver: del espiar, que se dirige a los objetos del deseo, se pasa al contemplar. Aquí Nietzsche todavía se siente enteramente ligado al concepto schopenhaueriano de metafísica, según el cual la conciencia metafísica es aquella que despierta de su cautiverio en las redes de la voluntad y, en consecuencia, ve el mundo de otra manera. No se trata, pues, del descubrimiento de un mundo metafísico por detrás o por encima de nosotros, sino de un estado diferente, que nos saca fuera de lo cotidiano, se trata del enigmático «impulso y excitación».

En estas reflexiones Nietzsche sigue estando tan cerca de su maestro Schopenhauer, que también él habla de la superación del deseo como presupuesto de una experiencia transformada del mundo. Pero cambian los acentos, pues insiste en el elemento activo del proceso. No se apaga la voluntad, sino algo en el hombre, algo que da este «salto», triunfa sobre la voluntad ordinaria. Es algo en el hombre que domina aquel otro algo inquieto e irreflexivo. En definitiva el algo aquietador no es otra cosa que una voluntad extraordinariamente fuerte, que muestra sus límites al frenesí de la vida sin conocimiento. Es la «sabiduría dionisiaca», que ahora nos resulta ya muy familiar, la cual es tan fuerte que puede soportar la mirada al abismo; y no por ello se rompe, sino que, más bien, conserva una enigmática y casi alegre quietud.

En La filosofía en la edad trágica de los griegos, escrita en 1873, pero aparecida postumamente, Nietzsche describe este tipo de «sabiduría dionisiaca» mediante el ejemplo de Heráclito:

«El eterno y único devenir, la inestabilidad entera de todo lo real, que constantemente no hace sino actuar y devenir, sin que propiamente sea, tal como enseña Heráclito, es una terrible y atolondradora representación, y en sus efectos a lo que más se parece es a la sensación por la que alguien, con ocasión de un terremoto, pierde la confianza en que la tierra esté firmemente asentada. Se requiere una fuerza sorprendente para convertir este efecto en su contrario, en la admiración sublime y beatificante» (1, 824 y sig.).

El resistir al tumultuoso ser en una determinada forma de mirada no es simplemente, contra lo que opina Schopenhauer, una contemplación y una extinción de la voluntad, sino la activación de otro querer, de la voluntad de configuración. La cuestión es avasallar o dejarse avasallar. Se trata, pues, de una relación ontológica agonal. La voluntad de configuración, sumamente viva, osa la apuesta contra el poder vital del avasallamiento ajeno al conocimiento. Esta voluntad de configuración es de tipo artístico, se halla al servicio de una voluntad de vida elevada por encima del impulso irreflexivo. Por eso Nietzsche puede calificar a Heráclito de «hombre estético», «que en el artista y en el origen de la obra de arte ha experimentado cómo […] en la generación del producto artístico han de aparearse la necesidad y el juego, la discordia y la armonía» (1, 831; PHG). También en la voluntad de configuración artística es cuestión de comprimir el todo en una imagen. ¿Y qué es la imagen, esta imagen heraclitiana del mundo, sino comprimir en un instante el fluir del tiempo? En la experiencia que permite semejante fijación en la imagen del mundo queda borrada la historia, y se comprende que no es necesario tener fines, pues estamos siempre en la meta.

Después de la disputa con el materialismo, la lucha contra el avasallamiento por la historia es el segundo aspecto bajo el cual Nietzsche se las tiene con el espíritu de su época. También el historicismo es para él una consecuencia de la cultura del saber socrático-alejandrina, que ha asumido un colorido especial en la Alemania del tiempo de la fundación del Imperio. El historicismo miraba a la historia retrospectivamente para congratularse en lo glorioso y largo de su transcurso. Pero a la vez era necesario algún tipo de compensación por la inseguridad en el sentimiento de vida y en el estilo. Nadie sabía a ciencia cierta quién era y hacia dónde quería ir. Y a este historicismo se unía también el ansia de la imitación, de lo inauténtico. Triunfa el espíritu del «como-si».

Impresionaba lo que se parecía a algo. Cada materia usada quería representar más de lo que era. Corría la época del truco de los materiales: el mármol era madera pintada, el reluciente alabastro era yeso, lo nuevo tenía que parecer antiguo, se exhibían columnas griegas en el portal de la bolsa, la instalación de una fabrica tenía aspecto de castillo medieval, las ruinas habían de ser una edificación nueva. Se cuidaba la asociación histórica, los edificios de los juzgados recordaban palacios ducales, el cuarto de estar burgués albergaba sillas de Lutero, copas de estaño y biblias de Gutenberg, que en realidad eran un neceser de coser. También el poder político resplandecía con brillo falso después de la proclamación del «emperador alemán» en la galería de los espejos de Versalles. Esta voluntad de poder no era completamente auténtica, era más voluntad que poder. Se deseaba escenificar. Nadie lo sabía tan bien como Richard Wagner, que empleó todos los registros de la magia teatral para llevar al escenario el pasado germánico.

Todo eso era compatible con un sentido realista. Y precisamente porque este sentido era tan intenso, tenía que embellecerse un poco, adornarse, festonearse, cincelarse, etcétera, para que el todo se pareciera a algo y tuviera algún valor.

Para Nietzsche es ineludible la sospecha de que el historicismo tiene que proporcionar una compensación por la falta de fuerza vital.

Y esta fuerza vital está debilitada porque la cultura socrática del saber ha perdido un punto de unión social más profundo. En El nacimiento de la tragedia había escrito:

«Imaginémonos una cultura que no tenga ninguna sede originaria firme y sagrada, sino que esté condenada a agotar todas las posibilidades y alimentarse pobremente de todas las culturas; eso es el presente, como resultado de aquel socratismo orientado a la destrucción del mito […]. ¿Hacia dónde apunta la enorme necesidad histórica de la insatisfecha cultura moderna, el congregar en torno a sí numerosas otras culturas, el devorador querer conocer, si no es a la pérdida del mito, a la pérdida de la patria mítica, del mítico seno materno?» (1, 146).

Este historicismo es para Nietzsche un ejemplo especialmente sensacional de la paralización de la fuerza vital a través del saber y del conocimiento. En la segunda Consideración intempestiva, titulada «Sobre la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida», describe cómo ésta puede enfermar por un exceso de conciencia histórica. En este ensayo Nietzsche desarrolló con gran audacia un pensamiento que hoy ya no nos parece inusual, precisamente porque él contribuyó a que se impusiera de manera general, a saber, el pensamiento de que la vida necesita una «atmósfera envolvente» (1, 323) de ilusiones, pasiones y amor, para permanecer viva. Este pensamiento va unido con la crítica a un realismo que se somete a unos supuestos hechos puros y duros, que se resigna por falta de fuerza o por cinismo, para terminar finalmente en la actitud de un egoísmo nihilista al que es indiferente lo que no es útil en el sentido económico.

Nietzsche comienza con un problema que a primera vista parece afectar solamente al mundo de eruditos y científicos, a saber, con la fijación en la historia, en lo pasado y devenido, con la inundación de formación histórica, con la dispersión general de fuerzas en problemas de detalle, que sólo sirven a la propia conservación del gremio de la ciencia. Nietzsche toma esta coyuntura del historicismo en el mundo científico como punto de partida de una crítica del espíritu del tiempo, al que sale al paso con una defensa enfática de la vida. Con este escrito nace el vitalismo de los decenios siguientes, razón por la que pertenece a los textos de mayor repercusión salidos del taller de Nietzsche.

Los siglos de investigación en el campo de la historia y de las ciencias naturales han producido una cantidad enorme de conocimientos, y puesto que el saber y el conocimiento fueron proclamados como ideal supremo, el coetáneo formado intenta apropiarse de todo ello al máximo, con esta consecuencia:

«El hombre moderno arrastra una cantidad enorme de saber no digerido, que a veces traquetea de lo lindo en el cuerpo, tal como se narra en el cuento. A través de dicho traqueteo se delata la más peculiar propiedad de ese hombre moderno: la sorprendente oposición de un interior al que no corresponde ningún exterior, y un exterior al que no corresponde ningún interior, una oposición que los antiguos pueblos no conocen» (1, 272).

Este contraste entre interior y exterior, dice, es característico de la cultura alemana. En ella, en primer lugar, el saber no digerido se tiene por profunda interioridad, renunciando en lo exterior al gusto y al espíritu. Se cultiva la «formación interior para los que exteriormente son bárbaros», y es que esta formación interior no procede de lejos; le falta configuración viva, no ha sido «incorporada», usando la expresión favorita de Nietzsche. Falta de estilo, manía efectista, imitación en el arte y la arquitectura, maneras toscas en la vida social, son algunas de las características de esta actitud. Se presume de naturalidad, con un sentimiento de superioridad frente a la civilización y al refinamiento de los franceses, y, sin embargo, «en tanto se creía emprender el regreso a lo natural, se elegía simplemente un dejarse ir, la comodidad y la mínima medida posible de superación de sí mismo» (1, 275). Frente a la pretensión de tal interioridad no configurada, que se entiende falsamente como cultura, Nietzsche toma partido por la civilización, que, de todos modos, desde la perspectiva de la creación juvenil es criticada de nuevo como mera formalidad. En la disputa posterior en torno a la diferencia entre «cultura» alemana y «civilización» francesa, según veremos, ambas posiciones contrarias pueden remitirse por igual a Nietzsche.

Las indigestas «piedras del saber», que impiden al individuo formarse como personalidad, proceden del fondo de la ciencia histórica y de las ciencias naturales. Por lo que se refiere al «exceso de historia» en la vida pública, Nietzsche lo considera un efecto tardío de un hegelianismo aplanado, que tenía lo históricamente poderoso por lo racional, razón por la que exigía respeto ante el poder de lo existente y diligencia en la apropiación de la historia.

Originariamente, en Hegel todo eso estaba pensado en una forma por completo distinta, cosa que no ignora Nietzsche. Es conocido que Hegel era un filósofo enamorado de la historia. Ciertamente veía en ésta una realidad racional, pero a la vez, según la apreciación del enamorado, consideraba que la historia es obra de una razón encantadora y arrebatadora; le parecía una «delirante bacanal en la que no hay miembro que no esté ebrio» (Hegel, 39). Esto había empezado en el internado de Tubinga, cuando, al enterarse del asalto a la Bastilla, Hegel, junto con Schelling y Hölderlin, compañeros de habitación, plantaron un árbol de la libertad en la pradera del Néckar. Actuaba en ellos un entusiasmo juvenil que quería tomar la historia en sus manos, y comprenderla y transformarla por medio de una razón sumamente viva. Sin duda había allí un paralelismo exacto con aquella protesta juvenil que Nietzsche exige de igual manera para su tiempo, enfermo por un exceso de sentido histórico y de ciencia. La generación de Hegel podía descubrir en la historia un espíritu revolucionario, y por eso la apropiación de la historia se convertía en una incitación. La historia tenía ímpetu, no era una carga, sino que llevaba al hombre consigo en la ruta de un viaje de aventuras. Pero como en el cuarto de siglo después de la revolución francesa la historia deparó algunos desengaños a sus entusiastas, cambió también la imagen de la razón histórica. El Hegel de edad avanzada pondrá todo su empeño en fijar la fe en la razón histórica de tal manera que ya no sean posibles los desengaños. El amante engañado se consuela por el hecho de compartir el saber de «las astucias de la razón». Aplica su sagacidad a desarrollar un sistema de la razón histórica, blindado contra el engaño. La razón llega a la historia, y la historia, a través de contradicciones dolorosas, finalmente llega a la razón. El sistema de Hegel expone este proceso, que por ello ha entrado en la conciencia del hombre acerca de sí mismo. Por tanto, el secreto profesional de la historia se ha revelado en la conciencia de la filosofía hegeliana. Según Nietzsche, Hegel ha llevado a cabo la obra de arte de dar la vuelta a la tristeza inherente al final de la historia heroica y de la lucha por la libertad, de invertir la conciencia de un «tardío» que se limita a recordar, pero ya no puede actuar, para convertir todo eso en un distintivo honorífico. Sin duda el fin del acontecer hubo de ser el de desembocar en el saber de tales hombres tardíos. La miseria que sabe se equipara a la consumación de la historia universal. Desde entonces se habla en Alemania del «proceso del mundo», y el presente se entiende como su resultado necesario. «Esa forma de consideración», escribe Nietzsche, «ha puesto la historia en lugar de los otros poderes espirituales, en lugar del arte y la religión, como el único soberano, en tanto la entiende como el “concepto que se realiza a sí mismo”, hasta el punto de que ella es “la dialéctica de los espíritus de los pueblos” y el “juicio del mundo”» (1, 308).

Ahora bien, Hegel no sólo había ennoblecido la historia filosóficamente, sino que también había orlado con dignidad filosófica el diagnóstico de la época, y había inducido a filosofar también de cara a las refriegas políticas, o sea, de cara al futuro. Y su tristemente célebre frase «lo que es racional es real, y lo que es real es racional» había tenido repercusiones políticas en direcciones contrarias. Unos entendían la afirmación como justificación de lo existente; otros, los Ruge, Bauer, Engels y Marx, la entendían como una incitación a convertir lo meramente existente en realidad efectiva por el hecho de llevarlo a la concordancia con la razón, que a veces es solamente pensada. Para unos la frase describía un ser; para otros, un deber. Pero era común el convencimiento de que la sociedad y la historia representan una dimensión del acontecer de la verdad.

En la tradición previa a Hegel eso no era tan obvio como hoy parece. Antes de Hegel se pensaba en las contraposiciones: Dios y el mundo, el hombre y la naturaleza, el hombre y el ser. Desde Hegel se interpuso un mundo intermedio entre estas parejas: la sociedad y la historia. Tal mundo intermedio lo absorbe todo en sí: la antigua metafísica del todo —Dios, el ser, el hombre— se transforma en una metafísica de la sociedad y de la historia, y carece de sentido hablar de individuo, pues los individuos siempre están condicionados por la sociedad y la historia. El mundo intermedio de lo social e histórico sólo admite un más allá de él: la naturaleza, la humana y la extrahumana. Pero, evidentemente, el hombre, como especie de la naturaleza, menos todavía puede ser un individuo singular, y queda reducido a ser un ejemplar. La metafísica era una empresa que tendía a crear un espacio espiritual para el hombre. Pero ahora los espacios se hacen estrechos. El hombre se agita en los andadores de la necesidad socio-histórica y la necesidad de la naturaleza. En la segunda mitad del siglo XIX, la disputa se centra a la postre en la cuestión de qué necesidades son las dominantes. Hegel y Marx creen en la victoria de la necesidad social e histórica. Hegel habla de «espíritu que llega a sí mismo», y Marx habla acerca de la «supresión de la necesidad natural». Ambos ven en su fórmula un camino hacia la libertad, que ellos entienden como producto social de la historia. Los materialistas, en cambio, creen en la primacía del poder de la naturaleza. Sin embargo, por lo regular también ellos secularizan la antigua promesa metafísica de redención, pues interpretan la historia de la evolución de la naturaleza como un desarrollo hacia lo superior.

Por tanto, para el pensamiento filosófico al principio de la época de las máquinas, las dimensiones del ser que todavía quedan, a saber, la naturaleza y la historia, comienzan a transformarse en una máquina. Los optimistas entre los coetáneos de Nietzsche piensan que se puede confiar a estas máquinas la producción de una vida lograda, si bien bajo el presupuesto de un comportamiento adecuado a la función. La transformación del hegeliano «proceso del mundo» en procesos maquinales y mecanismos fabriles es algo que Nietzsche descubrió con fina sensibilidad en su ámbito más próximo, en las ciencias filológicas. Se forma a los jóvenes para introducirlos en el «mercado laboral» científico. Allí cada uno se sujeta a un tema diminuto y a un pequeño problema, que ha de trabajar con esmero; el todo es una «fabrica científica»; acerca de los productos de este celo, no se sabe para qué han de ser buenos, aunque en todo caso alimentan a su dueño. En la descripción de esta situación Nietzsche se detiene en un lugar donde reflexiona sobre los términos en uso: «Cuando se quiere describir la más reciente generación de eruditos, vienen a los labios con toda naturalidad las palabras “fabrica, mercado de trabajo, oferta, hacer utilizable”, lo mismo que todas las palabras auxiliares del egoísmo en la época presente» (1, 300 y sig.).

Nietzsche toma al filósofo Eduard von Hartmann, entonces muy leído, como un ejemplo de esta laboriosidad de abeja, para quien la historia se ha convertido en un taller que lo ata al trabajo especializado. Puesto que Hartmann también tiene por maestro a Schopenhauer, Nietzsche, adicto al mismo maestro, se siente especialmente provocado cuando Hartmann exige la «plena entrega de la personalidad al proceso del mundo». Curiosamente el proceso del mundo es un procedimiento de negación organizado a lo grande. Eduard von Hartmann, un oficial retirado, cree que puede llevar a cabo de forma sistemática la negación de la voluntad, una negación que para Schopenhauer es el misterio de los grandes ascetas y santos. De cara a este sistema busca ayuda en Hegel. De su síntesis sale una obra monstruosa, a saber, La filosofía del inconsciente (1869), en la que se encuentra una teoría cuidadosamente dibujada en tres estadios sobre la desilusión de la voluntad de vivir. Sus rasgos fundamentales son los siguientes: la voluntad de vivir no puede negarse genuinamente por propia iniciativa; en términos hegelianos, hay que confiarlo más bien al proceso del mundo. Hartmann alaba la fuerza de la conciencia pesimista de la humanidad. Este espíritu pesimista del mundo, que todavía opera en forma inconsciente, llegará a sí mismo cuando haya consumido a fondo todas las ilusiones de felicidad —las ilusiones de felicidad en el más allá, en el futuro y en el ahora—, y asuma de nuevo el mundo en sí y lo haga desaparecer. Produce un efecto cómico este solícito celo en el trabajo del espíritu pesimista del mundo, así como la rapidez satisfecha del futuro con que Hartmann se apresura a la negación, y la corrección funcionarial con que son eliminadas las ilusiones, para llegar del sí al no. Y cuando al final este autor ha llegado a la gran negación y hace que termine en ella el proceso del mundo, se difunde un curioso placer romántico. Las palabras sobre el «proceso del mundo» están visiblemente desfiguradas. Hartmann hace que el proceso del mundo trabaje con el fin de la nada, y muestra así en forma involuntariamente cómica que el «proceso del mundo» es una frase nula.

Nietzsche vuelve una y otra vez a su pensamiento nuclear de la merma o incluso destrucción de la fuerza vital por el saber y por la fe en el poder del pasado. Su contraveneno es la inversión: hay que volver el proceso de la historia contra la historia. Hay que romper el poder de la historia a través del saber histórico. Nietzsche encuentra para ello una fórmula fácil de retener: «La historia misma tiene que resolver el problema de la historia» (1, 306).

Nietzsche vuelve la historia contra la historia regresando a la Antigüedad griega —que todavía no piensa históricamente— y extrayendo de ésta sus normas para un arte de vida que sabe protegerse contra el avasallamiento por parte de la historia. Nietzsche recuerda que también Grecia estaba expuesta a un caos de historia e historias; penetraban en ella tradiciones y elementos culturales semíticos, babilonios, lidios, egipcios, y la religión griega era una «verdadera lucha de dioses de todo el oriente» (1, 333). Por eso resulta tanto más admirable la fuerza con que la cultura griega impuso su capacidad plástica y aprendió a «organizar el caos» (1, 333). Se logró formar un horizonte espacioso y, sin embargo, limitado, crear mitos, trazar un círculo que la vida pudiera llenar y en el que ésta pudiera cumplirse.

Cuando Nietzsche escribió la frase «la historia misma tiene que resolver el problema de la historia», notó inmediatamente que había encontrado una fórmula que podía aplicarse no sólo a la historia, sino también al problema del saber en general. ¿Cómo impedir que seamos violados por la dinámica propia del saber y de las supuestas verdades? ¿Cómo se guarda la vida de ser ahogada por el saber? Nietzsche da la respuesta en la formulación de la frase ya citada: «El saber tiene que volver su aguijón contra sí mismo» (1, 306; HL).

En la década de los cuarenta, años en los que a Nietzsche le habría gustado vivir, según confesó a un amigo, hubo un autor que se alzó contra los maquinistas de la lógica histórica y naturalista, y que había escrito sobre el espíritu libre y vivo: «Sabe que el hombre se comporta en forma religiosa o creyente no sólo en relación con Dios, sino también en relación con otras ideas, como el derecho, el Estado, la ley, etcétera, es decir, reconoce las ideas fijas por doquier. Y así quiere disolver el pensamiento a través del pensamiento» (Stirner, 164). Estamos recordando aquí a un provocador filosófico que ya antes de Nietzsche experimentaba con el pensamiento de la inversión, y había formulado su protesta anarquista contra la supuesta lógica férrea de la naturaleza, la historia y la sociedad en una obra que había aparecido el año anterior al nacimiento de Nietzsche. Johann Caspar Schmidt, profesor en el Centro de Educación de Señoritas de Berlín, publicó en 1844, bajo el pseudónimo de Max Stirner, su obra El único y su propiedad, un libro que entonces llamó mucho la atención. Por su radicalidad individual y anarquista, los ambientes normales de la filosofía e incluso los disidentes rechazaron oficialmente la obra como escandalosa y desatinada.

Pero en privado muchos estaban fascinados por su autor. Marx se sintió incitado a escribir una crítica de esta obra, una crítica que alcanzó unas dimensiones superiores al libro criticado, y que al final no fue publicada. Feuerbach escribió a su hermano que Stirner era «el escritor más genial y libre que había conocido» (Laska, 49); pero en público no se manifestó sobre este autor. Por lo demás, la callada repercusión de Stirner continuó también más tarde. Husserl habló una vez de su «fuerza seductora», aunque no lo menciona en la propia obra. Carl Schmitt, de joven, estaba profundamente impresionado por Stirner, y en 1947, encontrándose en prisión, se sintió «tentado» de nuevo por él. Georg Simmel se prohíbe a sí mismo el contacto con este «tipo sorprendente de individualismo».

Por lo que se refiere a Nietzsche, parece que se da en él un llamativo silencio. En su obra nunca menciona el nombre de Stirner, pero pocos años después de su derrumbamiento se encendió en Alemania una viva disputa sobre la pregunta de si Nietzsche conoció a Stirner y se dejó impulsar por él. En el debate se vieron implicados, entre otros, Peter Gast, la hermana, Franz Overbeck, amigo de muchos años, y Eduard von Hartmann. Defendieron una posición extrema los que le acusaban de plagio. Hartmann, por ejemplo, argumentaba que Nietzsche había conocido la obra de Stirner, pues en su segunda Intempestiva había criticado exactamente aquellos pasajes de la obra de Hartmann en los que se rechazaba explícitamente la filosofía de Stirner. O sea que, aun cuando sólo fuera por este camino, Nietzsche tenía que conocer a Stirner. Hartmann resalta además el paralelismo de ciertos pensamientos, y plantea entonces la pregunta de por qué Nietzsche, si bien se dejó influir con seguridad por Stirner, sin embargo lo silenció sistemáticamente. La respuesta que entonces parecía obvia la formuló así un contemporáneo:

«Nietzsche habría quedado desacreditado para siempre entre las personas formadas de todo el mundo si hubiera dejado notar algún tipo de simpatía por un burdo y desconsiderado Stirner, que hace alarde de un desnudo egoísmo y anarquismo. De hecho, la escrupulosa censura de Berlín sólo permitió la impresión del libro de Stirner por la razón de que los pensamientos expuestos eran tan exagerados, que nadie iba a estar de acuerdo con ellos» (Rahden, 485).

Dada la mala fama de Stirner, es fácil imaginarse que Nietzsche no quería verse asociado a él ni por un instante. Las investigaciones de Franz Overbeck mostraron que en 1874 Nietzsche prestó a su alumno Baumgartner la obra de Stirner, sacada de la biblioteca de Basilea. ¿Fue esto quizás una medida de precaución, la de dársela anticipadamente a sus alumnos para que estuvieran ya preparados? En todo caso, así recibió el público esta noticia, una interpretación en cuyo apoyo vienen los recuerdos de Ida Overbeck, amiga íntima de Nietzsche en los años setenta. Ésta relata:

«En una ocasión, cuando mi marido había salido [Nietzsche] conversó un ratito conmigo y mencionó a dos elementos que ocupaban su atención y con los que se sentía emparentado. Como en todas las ocasiones en las que adquiría conciencia de una relación interna, se mostraba muy animado y feliz. Un poco después topó con Klinger entre los libros de casa […]. “¡Mira!”, dijo, “con Klinger me he equivocado mucho. Era un filisteo, ¡no!, con él no me siento emparentado. Pero Stirner, ¡ése sí!”. Y al decir esto, un gesto festivo recorrió su cara. Mientras yo me fijaba en sus rasgos con tensión, éstos cambiaron de nuevo, hizo con la mano algo así como un movimiento de ahuyentar y dijo susurrando: “Ahora se lo he dicho a usted, cuando en realidad no quería hablar de esto. Olvídelo de nuevo. Se hablará de un plagio, pero usted no lo hará, ya lo sé”» (Bernoulli, 238).

Ida Overbeck sigue relatando cómo, en presencia de su alumno Baumgartner, Nietzsche designó la obra de Stirner como «la más audaz y consecuente desde Hobbes». Como sabemos, no era un lector paciente, pero a su manera era un lector a fondo. Pocas veces leía enteramente los libros, aunque sí leía en ellos con un instinto certero para aquellos aspectos que eran instructivos y estimulantes. Ida Overbeck relata al respecto:

«Me decía que, cuando leía a un escritor, siempre se sentía afectado solamente por frases breves, con las cuales enlazaba él sus propios pensamientos; y que, sobre las columnas que así se le ofrecían, ponía un nuevo edificio» (Bernoulli, 240).

Pero ¿qué era lo que, por una parte, hacía de Stirner un leproso en la filosofía y, por otra, ejercía el efecto de estimular a Nietzsche o de confirmar su propio pensamiento? Más tarde, Nietzsche coqueteará en su propia obra con el aura de la locura; y en relación con Stirner podía contemplar ya ahora la propia empresa en el espejo de lo proscrito.

En la filosofía del siglo XIX, sin duda fue Stirner el nominalista más radical antes de Nietzsche. La radicalidad con que practicó la destrucción nominalista ha podido engendrar hasta hoy, especialmente entre los funcionarios de la filosofía, la impresión de un desatino, pero en su empresa había rasgos que en nada desmerecían de lo genial. Stirner es comparable a los nominalistas medievales, que designaban los conceptos generales, especialmente los referidos a Dios, como un «soplo», como un nombre sin realidad. En el núcleo del hombre Stirner descubre una fuerza creadora que engendra quimeras para luego dejarse oprimir por los propios engendros: ya Feuerbach había desarrollado este pensamiento en su crítica de la religión. Y Marx trasladó al trabajo y a la sociedad esta estructura de una productividad que se convierte en prisión para los productores. En el sentido mencionado Stirner permanece en la tradición del hegelianismo de izquierdas, por cuanto la emancipación del hombre se entiende como liberación de la esclavitud bajo los fantasmas y las relaciones sociales producidos por uno mismo. Stirner agudiza la crítica. Es verdad, dice, que se ha destruido el «más allá fuera de nosotros», o sea, Dios y la moral supuestamente fundada en él. Aquí se ha «realizado la empresa de la Ilustración». Pero si desaparece este «más allá fuera de nosotros», queda intacto, sin embargo, el «más allá en nosotros» (Stirner, 192). Dios está muerto, lo hemos reconocido como quimera, pero hay todavía fantasmas más persistentes, que nos atormentan. Stirner acusa a los hegelianos de izquierda de que, después de matar a Dios, no han tenido nada más urgente que, en lugar del más allá antiguo, poner un más allá interior. ¿A qué se refiere Stirner con el «más allá en nosotros»? Por una parte, con ello se designa lo que luego Freud llamará el «superyó», a saber, la hipoteca heterónoma de un pasado que la familia y la sociedad han implantado en nosotros, una hipoteca de la que procedemos. Y la expresión se refiere también al dominio de los conceptos generales instaurado en nosotros, de conceptos como «humanidad», «humanismo», «libertad». El yo, cuando despierta a la conciencia, se encuentra cautivo en una red de tales conceptos, que tienen fuerza normativa, y con los que el sí mismo interpreta su existencia, carente en sí misma de nombres y conceptos. Ya para Stirner tenía validez el principio existencialista de que la existencia precede a la esencia. El intento de hacer que el individuo vuelva a su existencia sin nombre y de liberarlo de sus prisiones esencialistas es un impulso procedente de dicho autor.

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