Nietzsche

Nietzsche


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Hay que calentar «con ilusiones, acentos unilaterales y pasiones», escribía Nietzsche en Humano, demasiado humano. Pero añadía que con esto no podemos darnos por satisfechos. En aras de la propia conservación y de la cultura hay que añadir una ciencia refrigeradora, pues de otro modo corremos el peligro de que las idiosincrasias artísticamente fértiles lleguen a convertirse en las consecuencias «malignas y peligrosas de un recalentamiento» (2, 209).

En este modelo la ciencia es considerada como un poder equilibrante. La vida individual es perspectivista, está envuelta en una atmósfera de ilusión y no saber. De todos modos, esa limitación es indispensable para procesos de vida creadores. Lo saben muy bien los artistas, en los que las manías y las obsesiones son fuerzas impulsoras. Pero saben también que sólo el cálculo frío, la voluntad reflexiva de forma y el entendimiento constructivo endurecen la materia caliente del entusiasmo para conseguir una figura lograda. Esto vale para el arte, y también para la cultura en general. El proceso concreto de la vida, con su apasionado espíritu de contradicción, tiene que refrigerarse en el medio de la ciencia. «Los métodos científicos», escribe Nietzsche en un fragmento postumo de 1877, «exoneran al mundo de la gran pasión, muestran que nos hemos subido a esa cima de la sensación sin el debido fundamento» (8, 428). Aunque las ciencias también están ligadas a perspectivas, pueden elevarse sobre ellas, y así amplían la mirada y posibilitan una relativización del propio punto de vista en conjunto. Ello no se debe a que la ciencia esté más cerca de la verdad absoluta. Por el contrario, es más bien la pasión, con su unilateralidad vital, la que se pone absolutamente y no permite ningún exterior. La ciencia, en cambio, es distancia metódica, y por eso mantiene despierta la conciencia de la relatividad del saber. Las pasiones van a por el todo, mientras que la ciencia, tal como la entiende Nietzsche, enseña moderación, pues sólo podemos conocer cosas particulares, nunca la totalidad. Y sin embargo, se mantiene en pie la sed apasionada de conocimiento total, de manera que resulta difícil renunciar a la pasión de las grandes verdades. «El interés por lo verdadero cesa en la medida en que deja de proporcionar placer» (2, 209; MA).

Si es mérito de la ciencia refrigerar las pasiones, tampoco habría que ir demasiado lejos en esto, pues la sociedad no sólo está amenazada por pasiones inmoderadas, también puede anquilosarse en el sistema de refrigeración de las ciencias. Nietzsche diseña un sistema bicameral como medio auxiliar contra el doble peligro del vitalismo desencadenado, por una parte, y del letargo nihilista, por otra. Nos amenaza un nihilismo de ese tipo cuando las verdades más recientes se hacen aburridas y por el peso de la costumbre desaparece el encanto de desencantar. Por eso no basta con que las pasiones sean mitigadas por la ciencia; a la inversa, hay que tener también un instinto que nos dicte cuándo es necesario defender el sentido propio de la vida contra el saber. Cuando Nietzsche espera de una cultura superior que dé a los hombres dos cámaras cerebrales, «una para percibir la ciencia, y otra para percibir la no ciencia» (2, 209; MA), aboga por un arte de la vida consciente de que no puede haber vida de una sola pieza, de que el mundo de la vida consta de varios mundos. En efecto, los dos mundos, el de la ciencia y el de la no ciencia, se subdividen en distintas disciplinas científicas y esferas culturales como la religión, la política, el arte, la moral. No queda claro a qué ámbito pertenece la filosofía: ¿es ciencia o, más bien, constituye una forma de expresión creadora y artística de la vida?

En la época de Humano, demasiado humano y de Aurora, Nietzsche tiende a entender la filosofía tradicional como una edificante obra de la imaginación, y no precisamente como una forma de saber estricto. Ahora el punto de vista va a cambiar. Los propios esfuerzos de pensamiento han de convertirse en una escuela de exactitud, naturalmente, no en el sentido positivista, sino en el sentido de una reflexión sobre la relación entre lo que puede pensarse y lo que puede vivirse. En ello rebasa el campo del saber y entra en el sentido propio de lo vivo, que defiende contra las exigencias de la propia transparencia. Se trata de reflexiones filosóficas que han de impedir a la voluntad de saber el intento de tomar el poder en forma falsa. El pensamiento filosófico de Nietzsche se convierte en una autorreflexión de la ciencia, no sólo como una reflexión sobre los métodos, sino también como un esclarecimiento reflexivo de la relación entre ciencia y mundo de la vida. Un pensamiento así es a la vez moderado y desmedido. Es moderado porque recuerda la limitación y relatividad del saber por principio, y es desmedido porque pone en juego la prudencia de la vida contra la desenfrenada lógica propia de la razón científica. El conocimiento tiene su propia dinámica. Ciertamente tiene que refrigerar la pasión, pero puede convertirse a su vez en una «nueva pasión, que no se asusta de ningún sacrificio y en el fondo nada teme fuera de su propia disolución» (3, 264; M). Esta pasión del conocimiento puede acarrear sufrimientos; por ejemplo, puede destruir amistades y el círculo de vida con el que estábamos familiarizados. La ética del conocimiento exige sacrificio. ¿Estamos dispuestos a asumirlo? ¿Vale la pena? ¿Qué recibimos a cambio?

Nietzsche piensa acerca de esto cuando trabaja sobre Aurora, en aquella época en que, durante una estancia en el balneario de Marienbad en el verano de 1880, recuerda la rota amistad con Wagner. Lo ha venerado y amado tanto, y a su vez podía sentirse tan amado y apreciado…, reinaba tal familiaridad, había de por medio una amistad que lo hizo creador. ¿Por qué hubo de romperse todo eso? El 20 de agosto de 1880, dirigiéndose a Peter Gast después de haber soñado noche tras noche con Wagner, escribe: «Todo esto ha pasado. ¿De qué sirve tener razón en algunas cosas contra él?» (Wagner). «¡Como si por ello la perdida simpatía pudiera esfumarse de la memoria!» (B, 6, 36). Sabemos ya que tener razón frente a Wagner significa para Nietzsche encontrar justificada su crítica a la metafísica wagneriana del arte, a su pretensión de lo sublime y a su pasión por la redención. Pero el hecho de tener razón, ¿compensa por el amor perdido?

Durante aquel verano en Marienbad, conversando con un agradable venerador de Wagner, recordará una y otra vez el tiempo desaparecido de la amistad, y le asalta la duda acerca del valor vital de su filosofía. ¿Significa ésta una compensación suficiente por el amor perdido? ¿Hay que renunciar al amor en aras de la verdad? ¿Es prudente ofender por causa de algunos pensamientos a hombres que en lo demás son importantes para uno mismo? ¿Hay que atenerse incondicionalmente al propio punto de vista? ¿Implica siempre una traición el hecho de que alguna vez se ceda, o se dejen en paz las diferencias? ¿Exige la fe en sí mismo una delimitación enérgica? ¿Hay un precepto de pureza en lo tocante a la afirmación de sí mismo? Nietzsche se debate en torno a estas preguntas y escribe en la carta antes citada: «Todavía ahora, después de una simpática conversación con hombres completamente extraños, mi filosofía entera se tambalea. ¡Me parece tan necio querer tener razón al precio del amor!» (B, 6, 37).

De hecho, en las semanas posteriores al verano en Marienbad, Nietzsche interrumpe su trabajo en Aurora. El 20 de octubre le confiesa a Peter Gast: «Desde aquella carta de agosto […] no he mojado la pluma en el tintero. Tan penoso era mi estado y tan necesitado de paciencia es todavía» (B, 6, 40). Cuando, durante el invierno en Génova, Nietzsche encuentra de nuevo fuerza e impulso para retomar su hilo, escribe en Aurora sobre los «defectos de la máquina» en «naturalezas altamente espirituales»: «Mientras habita en nosotros el genio, nos sentimos valientes, nos encontramos fantásticos, y no nos cuidamos de la vida, de la salud y del honor. Atravesamos el día más libremente, como un águila […]. Pero de pronto nos abandona, y con la misma prontitud se apodera de nosotros un miedo intenso. Ya no nos entendemos a nosotros mismos, sufrimos por lo vivido y por lo no vivido […]. Nos sentimos como lastimeras almas infantiles, que temen ante un crujido y una sombra» (3, 307). Las almas infantiles requieren protección, son vulnerables y están necesitadas de amor. No conocen todavía el heroísmo de la verdad. Este aforismo de Aurora elabora las preocupaciones del águila tullida en su ala, en el periodo de abatimiento durante el verano de 1880. Nietzsche se da a sí mismo un tirón. Lo que le ha hecho dudar del valor de la verdad es solamente su «lastimera alma infantil». Hay que resistir a tales tentaciones, que se apoyan en el punto débil de la necesidad de amor. Cuando la verdad se debilita ante el poder del amor, hay que transformar la voluntad de verdad en una pasión. En este sentido Nietzsche escribe en Aurora: «La verdad necesita el poder. En sí la verdad no es ningún poder […]. Más bien tiene que poner el poder de su lado» (3, 306). No se habla de ningún poder estatal, ni de otros poderes políticos o sociales, sino del poder vital. Está de por medio la pregunta de si la tendencia al conocimiento es suficientemente «poderosa» para afirmarse en el juego de fuerzas y en la medición con otros motivos, y si es posible, por lo menos accesoriamente, enlazar los conocimientos y las «verdades» con un impulso vital para conseguir que así éstos tengan poderío en la vida. El pensamiento de Nietzsche da vueltas a esta conexión desde el verano de 1880, y encuentra para ello el concepto de «incorporación». Esta noción aparece en sus libros de anotaciones por primera vez en 1881, después de la inspiración en la roca de Surlej, en Sils-Maria, cuando le sobreviene el pensamiento del eterno retorno. Nietzsche escribe: «Los impulsos soportan como fundamento todo conocimiento, pero saben dónde se convierten en enemigos del conocimiento. Es decir, están a la expectativa en torno a la medida en que pueden incorporarse el saber y la verdad» (9, 495).

Una vez que Nietzsche, en torno a 1875, comprendió que no es posible aferrarse intencionadamente a ilusiones útiles para la vida cuando ya las hemos desenmascarado como tales, una vez que ha asumido la función del espíritu libre, «el cual no desea otra cosa que perder cada día alguna fe tranquilizante» (B, 5, 185; 22 de septiembre de 1876), ya no hay para él ninguna verdad prohibida que no pueda expresarse por amor a la vida. No es sólo este heroísmo más reciente del conocimiento el que le induce a rechazar esa dieta de la verdad, sino, además, la conciencia cada vez más clara de que somos desconocidos para nosotros mismos, de que no estamos familiarizados con la propia profundidad. En medio de semejante desconocimiento, ¿cómo vamos a saber y ponderar desde qué fuentes vivimos y qué podemos esperar de la vida? El argumento de lo útil para la vida hace como si estuviera enterado acerca de lo que a ella le falta y le beneficia. Pero eso no es cierto. «¡Hemos tenido que esforzarnos tanto por aprender que las cosas exteriores no son tal como nos parecen! ¡Pues bien, en lo relativo al mundo interior las cosas están de la misma manera!» (3, 109; M).

Génova, donde en el invierno de 1880-1881 Nietzsche terminó el trabajo de Aurora, era la ciudad natal de Cristóbal Colón. Nietzsche compara sus propias exploraciones de la tierra desconocida del mundo interior humano con los viajes en que Colón descubrió nuevos mundos. Cristóbal Colón tenía sus naves y su arte de navegar, Nietzsche tiene su móvil lenguaje. Pero éste no es suficientemente móvil para un enorme continente interior. Los límites del lenguaje son los límites de la realidad. Sólo tenemos palabras para los «grados superlativos» y los «estados extremos» de los procesos corporales y psíquicos. Pero como ya no advertimos exactamente cuándo nos faltan las palabras, para la conciencia termina el «reino de la existencia» allí donde acaba el «de las palabras». El odio, el amor, la compasión, el deseo, el conocimiento, la alegría, el dolor, son los «grados superlativos» de estados interiores que pueden expresarse en palabras y que, por eso, tienen una dimensión visible y social en el tejido cultural; en cambio, se nos escapan «los grados más suaves, los grados medios, e incluso los más bajos, que están siempre en juego y, a pesar de su bajo nivel, confeccionan el tejido de nuestro carácter y destino» (3, 107; M). A este respecto no hay que dar entrada a la arquitectura freudiana del inconsciente como una especie de subterráneo. Nietzsche no piensa con tales imágenes. Lo que no puede denominarse y lo no comprendido (quizá también lo incomprensible) a lo que se refiere Nietzsche, éste lo piensa en términos más bien musicales: como tonos que resuenan, sin ser oídos en particular, pero dando su coloración inconfundible al tono que sí puede oírse. Nietzsche sabe que su referencia al número infinito de las estimulaciones inconscientes, de las cuales sólo un huidizo número pequeño entra en la conciencia, de momento no es otra cosa que un colosal programa de trabajo. De hecho se trata de un programa fenomenológico, aunque Nietzsche no lo llame así. Por medio de una mayor atención y con ayuda de un lenguaje flexible, se propone hacer visible, como en una especie de lente de aumento, el barullo de aquellos estímulos y representaciones que actúan como un fondo de acompañamiento. No se trata, pues, de explicaciones y construcciones, sino de un hacer presente de nuevo y de un intuir. En todo caso, el presupuesto de sus reflexiones es la suposición de que el inconsciente al que alude es de todo punto capaz de hacerse consciente.

Para Nietzsche la fisiología, la percepción y la conciencia constituyen un continuo, y la atención es una especie de móvil cono luminoso, que ilumina partes alternantes de la vida y las empuja hacia la zona de lo visible y pensable. El cono luminoso se desplaza y hace que aquí se aclare algo y allá se hunda de nuevo en la noche del inconsciente. Pero esta noche no es ninguna ausencia; es más bien una presencia de lo operante que se ha retirado de nuevo a lo imperceptible e inadvertido.

Este programa es fenomenológico porque su principio fundamental puede formularse así: sólo lo que aparece puede conocerse; se trata, por tanto, de agudizar la atención (y el lenguaje), de tal manera que permita la aparición de muchas cosas. Todo lo que está dado a la conciencia es un fenómeno, y la investigación de la conciencia observa en una introspección estricta el orden interno de sus fenómenos. No sólo interpreta y explica, sino que intenta también describir qué son de suyo y qué muestran los fenómenos. La atención a los procesos de la conciencia misma hace desaparecer de un golpe el dualismo de esencia y aparición, o, más exactamente, gracias a dicha atención descubrimos que las operaciones de la conciencia implican sencillamente la realización de tal distinción. La conciencia se da cuenta en forma singular de aquello que se le escapa en la percepción. Y puesto que es fenómeno todo lo que aparece en la conciencia, también esa dimensión invisible es un fenómeno de la conciencia. La esencia no es algo que se esconda detrás de la aparición, sino que ella misma es aparición, en tanto la pienso o pienso que se me escapa. También la kantiana «cosa en sí», este concepto para lo que por antonomasia no aparece, que Nietzsche ridiculiza con tanto gusto, como algo pensado sigue siendo una aparición.

Nietzsche estaba lejos de dar nueva vida a la duda solipsista —y ficticia— de la realidad del mundo exterior. Por el contrario, entiende el mundo interior como una especie interna de mundo exterior, que a su vez se nos da solamente como aparición, con la consecuencia de que lo monstruoso no sólo se da fuera, sino también dentro. La conciencia misma no está dentro ni fuera, sino entre ambas dimensiones. En cada caso está en el ser del que es conciencia. Si es conciencia de un árbol allí fuera, «está allí fuera». Y si es conciencia de un dolor, de un deseo, está allí dentro, donde se mueve el dolor y el deseo. Nietzsche quisiera incrementar la vigilia y la atención, llevado por la visión de que «todo cuanto llamamos conciencia es un comentario más o menos fantasioso sobre un texto que no sabemos, que quizá no podemos saber, pero que sentimos» (3, 113; M).

¿Qué es, por tanto, la conciencia? No es un espejo vacío. No es un recipiente que todavía deba llenarse. La conciencia está llena de aquel ser del que es conciencia. Conciencia es el ser consciente de sí mismo. Por tanto, no es el ser entero, pero tampoco es menos que el ser. No está separada de él y, sin embargo, cada vez que nos dormimos, experimentamos el misterio de la transición del ser consciente al ser despojado de conciencia. La conciencia conoce estos márgenes que conducen a lo monstruoso. No llena su vacío con «objetos», sino que siempre está dirigida a algo. Es esta referencia misma, es la mismidad de esta referencia. La conciencia no tiene ningún «dentro», sino que es el «fuera» de sí misma. Si nos enterramos con suficiente profundidad en la conciencia, de repente nos encontramos de nuevo fuera entre las cosas, salimos despedidos hacia ellas expresamente. Nietzsche describe los actos de la conciencia como nacidos de un «hambre» (3, 112; M). Los fenomenólogos, cuyos análisis relativos a la conciencia preludia Nietzsche, hablan en este contexto de «intención», o de «estructura intencional de la conciencia».

A los diversos tipos de procesos de la conciencia corresponden distintas modalidades de intenciones. Querer captar algo con intención distanciadora es solamente una de las posibles formas de conciencia intencional. Junto a esta intención, con la que con frecuencia se identifica falsamente toda la vida intencional, hay muchas otras intenciones, o sea, formas de estar dirigidos a algo. Y no puede decirse que primero captemos un objeto «neutralmente», para luego, en un acto añadido, «quererlo», «temerlo», «amarlo», «valorarlo». Los actos de querer, valorar, amar tienen en cada caso su referencia al objeto enteramente propia, en estos actos el «objeto» está dado distintamente en cada caso. El mismo «objeto» es otro distinto para la conciencia según yo lo aprehenda en la curiosidad, en la esperanza, en el miedo, en la intención teórica o en la práctica. Nietzsche era un maestro a la hora de matizar los tonos, los coloridos y los temples de ánimo especiales en la aprehensión del mundo. Y puesto que, según sabemos, asumió el propio sufrimiento como incitación a filosofar, también encontramos en él descripciones especialmente impresionantes de la experiencia del mundo bajo condiciones dolorosas. Hablando en términos fenomenológicos, todas esas modalidades son muestras de análisis de una constitución intencional del mundo. Pues Nietzsche no busca simplemente una expresión de sí mismo, sino que toma la propia experiencia como ejemplo para perseguir esta pregunta: ¿de qué tipo es el mundo que se crea una conciencia que sufre?:

«El que padece fuertemente mira desde su estado hacia las cosas de fuera con tremenda calma. Han desaparecido para él todos aquellos pequeños encantos mentirosos en los que normalmente nadan las cosas cuando las miran los ojos del sano. Él mismo está ante sí despojado de toda envoltura. Supuesto que antes viviera en alguna fantasmagoría peligrosa, este desengaño supremo a través del dolor es el medio y quizás el único medio […] de arrancarlo de allí. La tremenda tensión del entendimiento, que quiere oponerse al dolor, hace que todo aquello a lo que ahora mira se ilumine con una nueva luz. Y el estímulo indecible que emiten todas las iluminaciones nuevas, con frecuencia es suficientemente poderoso para ofrecer consuelo ante todas las seducciones para el suicidio […]. El entendimiento recuerda entonces con desprecio el nebuloso mundo, placentero y cálido, en el que el sano camina sin reparos» (3, 105; M).

Sin duda es un gran mérito de Nietzsche haber mostrado cuán sutil y uniformemente trabaja de hecho nuestra conciencia, y cuán rudas son las concepciones con las que ésta hace «consciente» su propio trabajo. Normalmente se atiene a aquel esquema según el cual un espacio interior subjetivo y un espacio exterior objetivo se contraponen entre sí, de modo que luego se impone preguntar cómo lo separado artificialmente puede unificarse de nuevo, cómo el mundo llega al sujeto y éste llega al mundo. Nietzsche muestra que nuestra percepción y nuestro pensamiento no transcurren tal como acostumbramos a imaginarnos, que se trata de iluminaciones discontinuas en un torrente de puros actos olvidados de sí. Una reflexión secundaria, o sea, la conciencia de la conciencia rasga el mundo en dos mitades, la del yo sujeto aquí y la del mundo objeto allí. Pero el proceso continuo de la conciencia, del cual ésta nota tan poco, derriba este límite constantemente. La filosofía de Nietzsche es un intento de abrir la conciencia a las experiencias más sublimes y deslimitadoras en las que estamos siempre implicados con el cuerpo y la vida. Las descripciones de Nietzstche abrieron de golpe una puerta y de hecho, tal como él presentía, apareció ante la mirada un campo inmenso, a saber, el mundo de la conciencia, del ser consciente. Este mundo ofrece tal multiplicidad y espontaneidad, que su concepción ingeniosa tiene que estar en contradicción con una concepción científica, orientada al sistema y al conocimiento de la ley. Así, la obra de Nietzsche, si le añadimos el enorme legado postumo, en definitiva se ha convertido ella misma en expresión de aquel torrente de la conciencia que él se propuso describir. A partir de un determinado momento Nietzsche buscó el sistema. A pesar de todo, era apasionadamente un singularista. Desde su punto de vista el mundo consta de meras singularidades y él mismo se percibía como una singularidad compuesta de otras singularidades. De igual manera, no existía para él una historia auténtica, sino que se daban solamente instantes y sucesos. Por eso una conciencia despierta nunca puede llegar a un final y a una conclusión. Toda síntesis se disuelve de nuevo en singularidades. Lo monstruoso es que solamente hay singularidades, que ellas son todo, pero no constituyen ningún todo. Cada todo sería demasiado poco para la plenitud de las individualidades. Pero Nietzsche, cuanto más profundamente mira al fondo pulsional del conocimiento, nota cada vez con mayor claridad que la voluntad de un todo, de una síntesis, no es un mero capricho del propósito constructor de la filosofía.

Retorna una y otra vez a las intuiciones geniales de su temprano tratado Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. Allí había descubierto en el conocimiento la exigencia ya de un aumento, ya de una abreviación y una simplificación con miras a la práctica de la vida. El conocimiento que saca a la luz su propio secreto descubre que él es sobre todo configurador, configurador de un mundo, y que de ninguna manera puede entenderse y tergiversarse como una copia. El conocimiento es más poiesis que mimesis. Nietzsche persigue ahora este pensamiento en forma más enérgica y sutil que en la época del escrito sobre la verdad, y sobre todo lo refiere no sólo al carácter fenoménico del mundo exterior, sino también al del mundo interior. Nietzsche ya no renunciará a este enfoque hasta el final. Todavía en el invierno de 1888, un año antes del derrumbamiento, anota: «Sostengo con firmeza el carácter también fenoménico del mundo interior. Todo aquello de lo que adquirimos conciencia está de todo punto compuesto, simplificado, esquematizado, interpretado» (13, 53). Fenomenismo significa: tampoco «poseemos» el mundo interior en el sentido de la unidad de conciencia y ser. La aparición que entra en la conciencia es siempre aparición de algo. Pero este algo no se identifica con la aparición, aun cuando se trate de apariciones de la experiencia «interior». El sí mismo, que aparece en el escenario interior de la propia percepción, es una figura en el gran juego de la mismidad, que nunca puede aparecer a cara descubierta y, sin embargo, posibilita toda aparición.

Las reflexiones de Nietzsche empujan hacia un punto que en la tradición filosófica se formula como sigue: el individuo es inefable. La razón por la que el individuo es inefable no radica en que esté lleno de misterios, en que sea plenitud viva y desbordante, o sea, una riqueza interior que no debe dilapidarse de cualquier modo. No hay duda de que tales misterios y riquezas existen. Pero aquí no nos referimos a eso. Se trata de un problema estructural consistente en que incluso una conciencia del propio ser se mantiene en todo caso solamente conciencia, sin llegar a fundirse con el ser. No se da en absoluto el punto de identidad entre ser y conciencia; pero, de todos modos, una atenta conciencia de sí se acerca tanto a ese punto que puede representarse y desear tal identidad o, más exactamente, puede desearla más que representarla.

De esta experiencia se nutren las especulaciones sobre Dios, que tienen su mirada puesta en aquel punto donde el todo se aquieta en una plenitud inefable, donde el ser y la conciencia se identifican en una claridad impenetrable.

Sin duda ello es fruto de «excesos» de la cabeza y del corazón, si bien se trata de unos excesos que pueden excusarse, pues ¿por qué la cabeza y el corazón no habrían de intentar por propia iniciativa la penetración en dicho punto de identidad, en este «en sí y para sí», por más que en medio de tales intentos la conciencia gire siempre en torno a su propio eje? No es misión del «espíritu libre» prohibir los «excesos». Nietzsche no quiere que caiga sobre él semejante sospecha. Nada tiene que objetar contra excesos, fiestas, locuras orgiásticas, incluso cuando celebra el pensamiento más allá de sus posibilidades. Si se aferra enérgicamente a la diferencia entre ser y conciencia, no lo hace en aras de una ilustración desencantada, sino para preservar el carácter misterioso del ser. El principio de que «el individuo es inefable» significa para él descubrir lo monstruoso también en la singularidad del individuo. Pero ¿quién ama lo monstruoso? Más bien lo eludimos para cobijarnos en lo conocido y familiar. De ahí que «la mayoría» se apresuren más que nada a buscar «un fantasma de yo», que proteja de la monstruosidad del propio sí mismo. ¿Dónde encontramos este fantasma? En los otros. Lo que los otros han constatado —o yo creo que han constatado— acerca de mí, y lo que yo mismo he hecho para engendrar una determinada imagen propia ahí fuera y ante mí mismo, todo ese conjunto de impresiones y acciones producen aquellas relaciones en las que «uno se esconde siempre en la cabeza del otro, y esta cabeza a su vez se esconde en otras cabezas» (3, 93; M).

¿Qué grado de realidad tiene la realidad? En el «mundo prodigioso de los fantasmas» todo es real, pero es la realidad del poder desencadenado del colectivo evitarse a sí mismo. Nietzsche no apunta aquí a una crítica de la cultura. El teatro del evitarse a sí mismo pertenece primeramente a la antropología y sólo en un plano posterior a la historia de la cultura. Más tarde, Martin Heidegger formularía así el pensamiento del estructural evitarse a sí mismo como consecuencia de la inefabilidad de la persona: «Cada uno es el otro y ninguno es él mismo» (Heidegger, 128). La propia individualidad puede compararse a una plancha caliente, donde cada gota se transforma en vapor ya antes de chocar con la superficie. Lo que fluctúa como vapor sobre la singularidad caliente del individuo son los conceptos cotidianos o sublimes de «hombre» y «humanidad», puras ficciones, pero suficientemente poderosas para organizar el juego en el escenario de la vida social. Cada uno está entretejido en la realidad general y, sin embargo, no tiene ningún lenguaje para su realidad; actúa y no conoce lo que actúa en él. Cada uno habla, pero lo que actúa en él calla. Son accesibles racionalmente las relaciones del tejido humano, podemos entender las uniones entre los puntos, pero no lo que propiamente es en sí mismo un determinado punto singular. Puede reproducirse cómo lo uno se relaciona con lo otro, pero lo que algo es permanece inescrutable. Tomamos el conjunto de relaciones como información sobre la esencia de una cosa o persona. Frente a tal suposición, la tesis de que el individuo es inefable se propone llamar la atención sobre el hecho de que lo singular es inescrutable. El verdadero misterio está aquí, en el singular, que no se disuelve en sus relaciones. Desde los días de Platón es característico para todo tipo de misticismo la tendencia a trasladar el sentimiento de irracionalidad del individuo singular a otras relaciones, a otros campos. Estos otros campos son: los conceptos generales abstractos, el alma del pueblo, la nación, la clase, el espíritu objetivo, la ley de la historia, Dios, todas esas grandes verdades y fantasías en las que quisiéramos desaparecer, para deshacernos del sí mismo, en medio de la huida de la propia condición inefable. El «uno» de Heidegger se refiere a este problema.

Aurora prospecciona la tierra desconocida del hombre, problema en el que Nietzsche arranca de diversos puntos de partida: los entrelazados y laberínticos caminos del yo al sí mismo, del yo al tú, al nosotros, al vosotros; se le abre un campo enorme de investigación fenomenológica. Por lo que se refiere al punto de vista de que lo individual es inefable y de que nos evitamos a nosotros mismos, Nietzsche encontró las formulaciones más henchidas en La gaya ciencia, obra planificada como una continuación de Aurora. El aforismo 354, con un ritmo que deja sin aliento y con una densidad sin parangón, desarrolla un pensamiento con contenido suficiente para llenar varios libros. El problema de la conciencia, dice Nietzsche, se nos presenta cuando empezamos a comprender en qué medida la mayoría de los procesos de la vida se las componen sin la conciencia. Eso es obvio por lo que se refiere a los procesos vegetativos, animales y fisiológicos. Pero también los actos «espirituales» de voluntad, de recuerdo, e incluso de pensamiento pueden componérselas sin el reflejo y la autorreferencia concomitante; no tendrían por qué comparecer en la conciencia para llevar a cabo el sentido de su realización. Ni siquiera la conciencia tendría por qué hacerse consciente. Su propia duplicación no es estructuralmente necesaria. Formulado brevemente: «La vida entera sería posible sin verse en el espejo, a la manera como, de hecho, también ahora en nosotros la mayor parte de la vida se desarrolla sin tal reflejo» (3, 590; FW). ¿Y para qué entonces la conciencia si en lo fundamental es «superflua»? Nietzsche responde: la conciencia es la esfera del entre. La retícula humana es un sistema de comunicación, y la conciencia es una especie de avasallamiento del individuo por su inclusión en la estructura de comunicación. «En realidad, la conciencia es tan sólo una red de enlace entre hombre y hombre» (3, 591). En esta red de enlace el lenguaje funciona como «signo de comunicación». Naturalmente, hay además otros signos comunicativos, tales como la mirada, los gestos, las cosas configuradas, todo un universo simbólico en el que acontecen las comunicaciones. De ahí deduce Nietzsche «que la conciencia no pertenece propiamente a la existencia individual del hombre, sino, más bien, a lo que en él es comunidad y naturaleza de rebaño». El individuo apenas podrá «entender» su peculiaridad con ayuda de una conciencia comunitaria. La conciencia no está dada para esto. Es un fenómeno de circulación y no un medio de entenderse a sí mismo; cuando se usa para tal finalidad, no es de extrañar que descarrilemos y dejemos de encontrarnos. Lo inefable, que somos nosotros mismos, cae a través de esta red del lenguaje y de la conciencia, inherentes ambos a la socialización. Todos, escribe Nietzsche, conocemos la experiencia consistente en que, cuando intentamos comprendernos a nosotros mismos, lo que hacemos consciente «siempre es meramente lo que de suyo no es individual» (3, 592).

Aquí Nietzsche vuelve a mostrar su fibra nominalista (véase el capítulo sexto), por cuanto aplica al individuo singular la inefable singularidad absoluta de Dios. El individuo es tan inagotable e inefable como lo era Dios en tiempos pretéritos. Hablando en términos nominalistas, es una haecceitas, un «este aquí y ahora». Lo numinoso, antaño reservado a Dios, es ahora la realidad concreta del singular, del individuo. Y lo mismo que nuestra conciencia no puede entrar en la verdadera realidad de Dios, tampoco puede apresar lo individual. Lo totalmente cercano y lo totalmente lejano son lo sublime, lo abismal, el misterio. Hay un trascender en ambas direcciones. Sólo hay suelo firme en la zona media de la conciencia socializada. Y por eso es necesario aclararse sobre el hecho de que el mundo de esta conciencia es «sólo un mundo de superficies y signos, un mundo generalizado, vulgarizado, de que todo lo que es consciente, por ello mismo, es plano, delgado, relativamente tonto, general, un signo, un signo del rebaño» (3, 593). Eso es lo que Nietzsche llama su «auténtico fenomenismo y perspectivismo».

Pero no hemos de pensar que Nietzsche, con su «fenomenismo» y su referencia al carácter de comunicación de la conciencia, quiera retirarse a una unión mística sin lenguaje. Eso no será para él más que un escapismo romántico. No podemos abandonar el mundo de nuestro lenguaje y nuestra conciencia; todavía lo inefable es una silueta del mundo hablado y comentado; y a lo que se sustrae a las palabras le damos la caracterización de dolor quimérico del lenguaje. El lenguaje, que advierte su limitación, se hace expansivo. Se extiende, quiere nivelar su falta de ser y con ello se hace más rico. Ahora, escribe Nietzsche, se ha acumulado ya tal «capacidad de fuerza y arte de comunicación», que los «nacidos más tarde» pueden gastar suntuosamente (3, 591). Es cierto que no dan en el clavo de lo verdaderamente real, pero lo verdaderamente real no puede alcanzarse por completo a través del lenguaje y de la conciencia; no obstante, este «segundo» mundo comunicado también es rico a su manera. Los juegos del lenguaje y de la conciencia son inagotables, y si no son «verdaderos», por lo menos tienen la fuerza de hacerse «verdaderos» en un acto secundario. El mundo del lenguaje y de la conciencia del entre en definitiva es también un mundo en el que vivimos, nos movemos y existimos.

En todo esto Nietzsche tenía que luchar con la dificultad conocida desde tiempos antiguos, a saber, si queremos describir la rica vida de la conciencia, ya por razones metódicas estamos ante la tentación de hacer que esa vida brote en una zona auténtica, o de radicaría en un punto fijo. Quien quiere evitar la reducción naturalista y psicologista, pero rechaza también la perspectiva de la semejanza con Dios, como es el caso de Nietzsche, no puede menos de buscar una posibilidad que le permita dar transparencia a la vida de la conciencia sin destruirla, y ha de desarrollar un lenguaje que le haga posible captar más de lo que capta la moneda usual del sentido común, tiene que abandonar la zona media de la comunicación socializada. El que tiene los instrumentos para ello se convierte en poeta. La poesía es desde los tiempos de Platón un familiar o angustioso presentimiento y tentación de la filosofía.

Dadas las cualidades de Nietzsche, este sentimiento de parentesco con la poesía está especialmente pronunciado en él. El fenomenólogo en Nietzsche pregunta: ¿cómo me encuentro y a qué aspiro propiamente cuando pienso? Y el poeta en Nietzsche se pone en camino para llevar al lenguaje estos tonos, matices y finezas intermedios, todas estas cosas imponderables. Y en medio de tales esfuerzos surgen textos admirables, como el siguiente, tomado de Aurora:

«¿Hacia dónde camina esta filosofía entera con todos sus rodeos? ¿Hace algo más que traducir a la razón un impulso constante y fuerte, un impulso al sol suave, al aire claro y movido, a plantas del sur, aliento del mar, alimentación fugaz de carne, huevos y frutos, agua caliente como bebida, paseos silenciosos todo el día, hablar poco, rara y cauta lectura, vivienda solitaria, costumbres puras, sencillas y casi soldadescas, brevemente, a todas las cosas que más me gustan, que más ventajosas me resultan precisamente a mí? ¿Una filosofía que en el fondo es el instinto de una dieta personal? ¿Un instinto que a través del rodeo de mi cabeza busca mi aire puro, mi altura, mi clima, mi tipo de salud? Hay sin duda muchas otras sublimidades más elevadas de la filosofía, y no sólo las que son más sombrías y exigentes que las mías. ¿Y es posible que todas ellas en conjunto no sean otra cosa que rodeos intelectuales de tales impulsos personales?» (3, 323; M).

La expresión impulso es aquí tergiversable en alta medida, pues el término se asocia inmediatamente a burdos impulsos fundamentales de la esfera biológica. Pero esto es lo último a lo que apunta Nietzsche. Él describe una red altamente diferenciada de estímulos sutiles; a este respecto lo sensible y lo espiritual desembocan lo uno en lo otro; hay allí un hormigueo de los más finos sucesos, ante cuyo trasfondo incluso el pensamiento «profundo» es mera superficie. Aquí no se reduce, sino que en el movimiento filosófico del pensamiento se muestra cómo allí participan todos los sentidos. El pensamiento es una obra común de cuerpo y vida. ¡Qué fácil es decir esto! Pero Nietzsche quiere perseguir realmente las huellas de estos procesos, y llevar tantos detalles como sea posible al lenguaje y a la conciencia. Tal intento sólo se logra si, por así decirlo, el lenguaje extiende sus miembros, se hace libre, móvil y elástico, si extiende incluso sus alas para poder volar sobre el amplio paisaje de lo humano, mirando con agudeza, pero sin espiar ninguna pieza. En Humano, demasiado humano Nietzsche había caracterizado esta forma de conocimiento como un «fluctuar libre y sin miedo» (2, 55; MA).

Está en juego también la exactitud del amor, que no quiere destruir lo que conoce en las garras del concepto, sino que lo deja ser como es. Pero no hemos de llevarnos a engaño, pues en Nietzsche aparece también la reflexión contraria, la de que el amor es un mal consejero en asuntos del conocimiento. En La gaya ciencia escribe: «“El hombre bajo la piel” es un horror y un pensamiento terrible para todos los amantes, un sacrilegio contra Dios y contra el amor» (3, 423).

El amor a veces cierra los ojos, no quiere cortar, quiere dejar vivos las cosas y los hombres, y aprehenderlos en su condición viva; para la voluntad de conocimiento enamorada de la vida las leyes naturales y la mecánica, la anatomía y la fisiología quizá son un «espantoso» ataque a lo vivo. Sin embargo, también hay que pasar, dice Nietzsche, a través de ese conocimiento carente de amor. Un pensamiento radical ha de pactar también con la muerte. ¿Por qué? Porque el conocimiento que brota de los sentimientos no puede ser el único. Hay que enfriarse también y perder ilusiones. Pero no para aferrarse a las zonas del hielo y de lo carente de vida, sino para cruzarlas y madurar en orden a nuevos nacimientos. Hay que soportar el invierno para merecerse la primavera. No hemos de temer la noche, pues si la soportamos, ella nos regalará una nueva mañana, una primavera inconfundible. Nietzsche había concluido la primera parte de Humano, demasiado humano con una rapsodia en torno al caminante filosófico y su relación con la noche y la mañana venidera. En el aforismo 638 escribe: «Es evidente que a semejante hombre le llegarán malas noches, noches en las que esté fatigado y encuentre cerrada la puerta de la ciudad, que había de ofrecerle un punto de descanso». Esto es temible, pues «crece el desierto hasta las puertas», y la noche cae como «un segundo desierto sobre el desierto». Pero lo ha superado ante la posibilidad de llegar a gozar de una mañana deliciosa, «en la que ya al alborear ve danzar en sus cercanías el enjambre de musas en la niebla de la montaña, en la que más tarde, cuando disfruta silencioso bajo los árboles en la armonía del alma matutina, le son arrojadas cosas buenas y claras desde las cimas y los escondites del ramaje, los regalos de todos aquellos espíritus libres que se sienten como en casa en medio de la montaña, del bosque y de la soledad, y que, lo mismo que él, son caminantes y filósofos, ora henchidos de alegría, ora pensativos» (2, 363). Este filósofo caminante, «nacido de los misterios del alba», es el Nietzsche que se ha convertido en fenomenólogo. Su fenomenología es la filosofía del alba y de la mañana.

Esta atención fenomenológica al mundo de la conciencia requiere una actitud que se oponga a las exigencias y los enredos de la vida cotidiana, pues en ella estamos excesivamente anudados, envueltos en deberes y costumbres, en consideraciones miedosas y oportunismo; no estamos suficientemente relajados para dejar que el mundo llegue a nosotros; no le preparamos ningún escenario donde pueda aparecer, donde haga su epifanía lleno de riquezas y enigmas, donde nos salga al encuentro en forma tal que nosotros podamos responderle con rostro amistoso. A fin de que eso sea posible es necesario que no nos hayamos adaptado y arraigado en exceso. Se requiere un espacio de juego que permita a la conciencia prestar atención a sí misma, pero no en un sentido autista, sino de tal manera que la apertura al mundo pueda experimentarse explícitamente. No hay duda de que semejante atención a la manera como se nos «da» el mundo implica una ruptura con la actitud natural ante la vida, una ruptura tal como podemos experimentarla cada mañana al despertar.

En este instante de la transición existe la oportunidad de ver de nuevo el mundo, se requiere la transitoria carencia de mundo durante la noche para llegar de nuevo al mundo. Esto tiene validez cada día y también la tiene filosóficamente. La imagen del despertar matutino quizá sea demasiado alegre. No contiene todavía el dolor que puede darse en la ruptura y en la pérdida transitoria del mundo. Pero Nietzsche considera que el dolor de tal ruptura queda compensado por el descubrimiento de toda una multiforme ontología interior. Hay un reino de lo operante y real, escalonado en formas infinitamente variadas. Los objetos del recuerdo, del miedo, de la añoranza, de la esperanza, del pensamiento son otras tantas «realidades» que inundan la separación nítida entre sujeto y objeto. Nietzsche se zambulle en las imágenes del gran torrente, de la amplitud oceánica y de la marcha a la nueva orilla. El segundo Colón, tal como él se siente, desea ir más allá de las mediterráneas orillas en Génova, quiere hacerse a la mar. ¡Nosotros, navegantes del espíritu!, así comienza el último aforismo de Aurora (3, 331).

En el invierno de 1880-1881 Nietzsche concluye en Génova la redacción de Aurora. Pasa la primavera corrigiendo el manuscrito. A su antiguo amigo Gersdorff, con el que de momento había roto porque no le gustaron las objeciones contra sus planes matrimoniales, le propone una estancia de uno o dos años en Túnez. Le atrae el sol, el desierto claro y el clima seco. Y sobre todo vuelve a sentir la añoranza de un nuevo comienzo. El fenomenólogo también quiere ver su vieja Europa desde la lejanía. «Quiero vivir durante un periodo largo entre musulmanes y, por cierto, allí donde ahora su fe es más rigurosa. Así, sin duda se agudizarán mi juicio y mis ojos para todo lo europeo» (B, 6, 68; 13 de marzo de 1881).

Gersdorff vacila. Y Nietzsche renuncia a su viaje a Túnez a causa de la guerra que allí estalla. Ahora sueña con el altiplano de México. ¿Por qué permanecer en Europa? Aquí su obra se cuidará muy bien de que él no sea olvidado. Nietzsche sabe que su tiempo todavía ha de venir. A pesar de los ataques de enfermedad, le invade un elevado temple de ánimo cuando mira a su obra más reciente, que aparece a principios del verano de 1881. A su editor Ernst Schmetzner le había enviado el manuscrito con esta anotación: «Este libro es lo que se llama un “caso decisivo”, es un destino más que un libro» (B, 6, 66; 23 de febrero de 1881). A su amigo Franz Overbeck, de Basilea, le dice: «Este libro es el que probablemente irá unido a mi nombre» (B, 6, 71; 18 de marzo de 1881). Ante la madre y la hermana eleva más aún el tono, si bien con incisos irónicos. Les envía el libro recién impreso con el comentario: «He aquí el aspecto del ser que inmortalizará nuestro no precisamente bonito nombre» (B, 6, 91; 11 de junio de 1881). Por las reacciones nota que ellas no han entendido bien. Para la madre el hijo no es sino un profesor fracasado, que, enfermo y errante de aquí para allá, no ha encontrado ninguna mujer; un hombre al que tiene que enviarle calcetines y salchichas. Nietzsche lo nota y vuelve a escribir con toda seriedad a la madre y la hermana: «Mi sistema nervioso, teniendo en cuenta la actividad tremenda que ha de llevar a cabo, está espléndido […]. Gracias a él he producido uno de los libros más valientes, grandes y juiciosos que hayan salido jamás del cerebro y del corazón humano» (B, 6, 102 y sig.; 9 de julio de 1881).

Sólo dos meses más tarde ha cambiado espectacularmente su juicio sobre Aurora. Escribe a Paul Rée: «Y este mismo año en que ha sido editada aquella obra, también ha de salir a la luz aquella otra en la que yo, bajo la imagen de la conexión y de la cadena de oro, pueda olvidar mi pobre y fragmentaria filosofía» (B, 6, 124; finales de agosto de 1881). Aurora, hasta hace poco una obra «inmortal», ¿es ahora una «pobre filosofía fragmentaria»? Algo ha tenido que suceder para que cambiara tan drásticamente su juicio al respecto.

Desde principios de julio de 1881, Nietzsche estaba en Sils-Maria, en la Alta Engandina; era su primera estancia allí. Y allí sucedió que, en uno de sus paseos alrededor del lago de Silvaplana, le sobrevino aquella vivencia de la inspiración que más tarde describirá en el capítulo de Ecce homo sobre Zaratustra como un acontecimiento europeo:

«A finales del siglo XIX, ¿tiene alguien un concepto claro de lo que poetas de épocas fuertes llamaron inspiración? Si la respuesta es negativa, quiero describirla. Con un mínimo resto de superstición dentro de sí, de hecho uno apenas podría rechazar la idea de ser la simple encarnación, un mero instrumento, un puro medio de poderes superiores. Ese estado de cosas se describe sencillamente con el concepto de revelación, en el sentido de que, de pronto, con inefable seguridad y delicadeza, puede verse y oírse algo, algo que sacude a uno en lo más profundo y lo derriba. Se oye, no se busca; se toma, no se pregunta quién da allí; un pensamiento brilla como un relámpago, con necesidad, sin vacilar en la forma; nunca he tenido una elección. Se produce un arrobamiento cuya tensión tremenda se desata en un torrente de lágrimas, en medio de un estado en el que los pasos ora se precipitan, ora se hacen lentos. Es un completo estar fuera de sí, con la conciencia más distinta de un sinnúmero de finos escalofríos y estremecimientos hasta las uñas de los pies […]. Todo sucede en alta medida involuntariamente, pero acontece como en una tormenta de sentimientos de libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad […].Todo se ofrece como la expresión más próxima, más correcta, más sencilla. Parece realmente […] que las cosas mismas se aproximan y se ofrecen como imágenes […]. Así es mi experiencia de la inspiración; no dudo de que hay que retroceder milenios para encontrar a alguien que pueda decirme: “Así es también la mía”» (6, 639 y sig.).

La afirmación de que es necesario retroceder «milenios» para descubrir una inspiración semejante no procede de fechas inmediatamente cercanas al suceso, que tuvo lugar el 6 de agosto de 1881 en las inmediaciones de la roca de Surlej. En cualquier caso, el suceso fue decisivo; vio inmediatamente que, desde ese momento, su vida estaba dividida en dos mitades, a saber, antes y después de dicho acontecimiento. Nietzsche anota en su cuaderno de trabajo: «¡Seis mil pies sobre el mar y mucho más elevado todavía sobre todas las cosas humanas!» (9, 494). ¿Cómo le va allá arriba? Peter Gast es el primero al que le relata este suceso: «Han subido a mi horizonte pensamientos como no los he tenido nunca; nada quiero contar acerca de ellos, pero lo cierto es que me mantienen en una quietud inconmovible. ¡Sin duda tendré que vivir algunos años todavía! ¡Amigo mío!, me baja por la cabeza el presentimiento de que propiamente vivo una vida muy peligrosa, pues pertenezco a las máquinas que pueden estallar. La intensidad de mi sentimiento me hace estremecer y reír; ha habido un par de ocasiones en que no he podido abandonar la habitación, por la ridicula razón de que mis ojos estaban irritados. ¿A qué se debía esto? El día anterior había llorado demasiado durante un paseo, y las lágrimas derramadas no eran sentimentales, sino lágrimas de alborozo. Mientras esto sucedía cantaba y hablaba palabras sin sentido, lleno de una nueva mirada por la que yo me anticipo a todos los demás hombres» (B, 6, 112; 14 de agosto de 1881).

Nietzsche estaba armado de escepticismo cuando le llegó la inspiración. Pues, efectivamente, en Humano, demasiado humano había dicho acerca de la inspiración que ésta, como otras cosas que nos ofrecen el aspecto de sublimes, parece todavía más de lo que es, y en el cuaderno de apuntes había anotado en el otoño de 1877: «Nuestra vanidad exige el culto del genio y de la inspiración» (8, 475).

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