Nietzsche

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«Mientras la decadente nobleza europea inhalaba sus ideas en Pau, Bayreuth y Epsom, abrazó él dos caballos del coche de alquiler, hasta que su hospedero a casa lo pudo traer» (Benn, 177).

Pocos meses después del derrumbamiento, la noticia llegó también a Pau, Bayreuth y Epsom. El mundo espiritual y el mundano descubrió a Nietzsche. El final en la alienación mental envolvió retroactivamente su obra en una verdad oscura: había penetrado tan profundamente en el misterio del ser que perdió por ello el entendimiento. En el famoso pasaje de La gaya ciencia Nietzsche había calificado de «loco» al negador de Dios, y ahora él mismo se había vuelto loco. Eso tenía que ser excitante para la imaginación. El último editor de Nietzsche, C. G. Naumann, olfateaba el gran negocio. Ya en el año 1890 hizo nuevas ediciones de las obras de Nietzsche, que finalmente alcanzaron ventas considerables. Cuando la hermana volvió de Paraguay el año 1893, tomó hábil y escrupulosamente en sus manos la ulterior comercialización de las obras de su hermano. Todavía en vida del filósofo fundó el Archivo de Nietzsche en Weimar y alentó la primera edición general. Mostró al hacerlo que no carecía de voluntad de poder, pues intentó imponer en el público una determinada imagen de su hermano, sin miedo a las falsificaciones. Hoy todo esto es ya suficientemente conocido. Ella quiso hacer de Nietzsche un chauvinista, racista y militarista de la nación alemana, y en parte del público tuvo un éxito que ha llegado hasta nuestros días, especialmente entre los marxistas ortodoxos. Pero también supo complacer las necesidades más refinadas del espíritu de la época.

En la Villa Silberblick de Weimar, sede del Archivo de Nietzsche desde 1897, la hermana hizo erigir un estrado en el que el aletargado Nietzsche fue presentado ante un público como mártir del espíritu. La hermana era suficientemente wagneriana como para extraer efectos sublimes y estremecedores del destino de su hermano. En la Villa Silberblick se ofreció una metafísica escena final a la decadente nobleza europea. Medio siglo antes Thomas Carlyle —estimado en esos círculos, aunque sin gozar de gran consideración por parte de Nietzsche—, había descrito el contenido de tales escenas finales: «Has de saber que este universo es lo que pretende ser: un mundo infinito; nunca intentes tragarlo confiado en tu fuerza de digestión lógica; más bien, has de estar agradecido si tú, hundiendo con habilidad este o aquel poste firme en el caos, impides que éste te trague» (Carlyle, 83). Por tanto, Nietzsche había sido absorbido, había osado acercarse demasiado. Se había perdido en lo monstruoso de la vida.

Se debe a Nietzsche, de manera no exclusiva, pero sí principal, el hecho de que la palabra «vida» recibiera entonces un nuevo tono, un tono misterioso y seductor. Sin embargo, la filosofía académica reaccionó al principio con sequedad. Heinrich Rickert, un neokantiano cabeza de escuela, afirmó: «Como investigadores hemos de dominar y fijar conceptualmente la vida, de manera que no podemos menos de salir de la agitación activa de la misma para pasar al orden sistemático del mundo» (Rickert, 155). Pero más allá de la filosofía académica, en la vida intelectual entre 1890 y 1914 comenzó la marcha victoriosa del vitalismo, impulsada por la recepción de Nietzsche. El término «vida» pasó a designar un concepto central, lo mismo que antes los términos «ser», «naturaleza», «Dios», «yo»; y también un concepto polémico que iba dirigido contra dos frentes. En primer lugar contra un idealismo desganado, tal como lo cultivaban los neokantianos en las cátedras alemanas y también las convenciones morales de la burguesía. La «vida» era la bandera alzada contra los valores eternos, fatigosamente deducidos o transmitidos irreflexivamente.

Por otra parte, la palabra «vida» se dirigía contra un materialismo que renuncia al alma, o sea, contra la herencia de finales del siglo XIX. Según el vitalismo, ya el idealismo neokantiano era una respuesta a este materialismo y positivismo, pero era una respuesta desvalida. Prestamos un mal servicio al espíritu si lo separamos en forma dualista de la vida material. De esa manera no será posible defenderlo. Más bien hay que introducir el espíritu dentro de la vida material misma.

En el vitalismo el concepto de «vida» se hace tan amplio y elástico, que todo cabe en él: el alma, el espíritu, la naturaleza, el ser, el dinamismo, la creatividad. El vitalismo repite la protesta del movimiento Sturm und Drang [tormenta y pasión] contra el racionalismo del siglo XVIII. Entonces «naturaleza» era una palabra combativa. El concepto de «vida» tiene ahora la misma función. La «vida» es una plenitud de formas, una riqueza inventiva, un océano de posibilidades, tan imprevisible y aventurero, que ya no necesitamos ningún más allá. El más acá tiene suficientes riquezas de ese tipo. Vida es la irrupción en orillas lejanas y a la vez lo totalmente cercano, la propia vitalidad que exige una forma. La «vida» se convierte en consigna de los movimientos juveniles, del Jugendstil, del neorromanticismo, de la pedagogía reformadora. La exhortación de Zaratustra: «¡Permaneced fieles a la tierra!», fue escuchada y seguida con entusiasmo. Hasta los adoradores del sol y los naturistas podían sentirse discípulos de Zaratustra.

En la época de Zaratustra la juventud burguesa todavía quería parecer vieja. Entonces ser joven era más bien un inconveniente para hacer carrera. Se recomendaban medios para acelerar el crecimiento de la barba, y las gafas eran símbolo de estatus. Se imitaba a los padres y se exhibía el rígido aspecto de asesino del padre, los jóvenes pubescentes se escondían detrás de levitones, y se les enseñaba andares comedidos. Antes la «vida» se tenía por algo desencantador, la juventud tenía que romperse los cuernos contra ella. Ahora, en cambio, la «vida» es lo fogoso y «marchoso», y con ello lo juvenil mismo. «Juventud» ya no es una mancha que deba ocultarse. Por el contrario, lo que debe justificarse ahora es la edad avanzada, que se halla bajo las sospechas de estar paralizada y enfermiza. Toda una cultura, la guillermina, es citada ante el «tribunal de la vida» (Dilthey) y confrontada con la pregunta: ¿vive todavía esta vida?

El vitalismo se entiende como una filosofía de la vida en el sentido del genitivo subjetivo: no filosofa sobre la vida, sino que es la vida misma la que filosofa en él. Como filosofía quiere ser un órgano de esta vida; quiere incrementarla, abrirle nuevas formas y configuraciones. No sólo quiere averiguar qué valores tienen validez, sino que es suficientemente arrogante como para querer crear nuevos valores. La filosofía de la vida es la variante vitalista del pragmatismo. No pregunta por la utilidad de un punto de vista, sino por su potencia creadora. Para el vitalismo la vida es más rica que toda teoría, y por ello detesta el reduccionismo biológico; busca la vida como espíritu vivo.

Estas actitudes espirituales están esencialmente bajo el influjo de Nietzsche. No era necesario haberlo leído para estar influido por él. El nombre de Nietzsche se convirtió en signo de reconocimiento. Quien se sentía joven y vital, sin tomarse con excesivo escrúpulo las obligaciones morales, podía tenerse por nietzscheano. El nietzscheanismo se hizo tan popular, que ya en los años noventa empezaron a publicarse parodias, sátiras y escritos difamadores sobre él. Max Nordau, por ejemplo, habla en nombre de la parte firme y persuadida de la burguesía cuando censura este nietzscheanismo como «renuncia práctica a la disciplina tradicional» y previene contra el «desencadenamiento de la bestia en el hombre» (Aschheim, 28). Para estos críticos Nietzsche era un filósofo que hacía sucumbir la conciencia en la ebriedad y en las pulsiones. De hecho algunos nietzscheanos también lo entendían así, y creían que con entregarse a las juergas[12] casi habían llegado ya al santuario de Dioniso.

Entre tales personas circulaba un Nietzsche abaratado. Pero no olvidemos que él había equiparado la «vida» a la potencia creadora, y en este sentido la había llamado «voluntad de poder». La vida se quiere a sí misma, quiere configurarse. La conciencia se halla en una relación muy tensa con el principio de la autoconfiguración de lo vivo. Puede actuar bien paralizando, bien incrementando. A veces produce angustias, escrúpulos morales, resignación; en ella puede romperse el impulso vital. Pero la conciencia tiene también la posibilidad de ponerse al servicio de la vida; puede producir valoraciones que estimulan la vida para el juego libre, el refinamiento y la sublimación. Sin embargo, comoquiera que actúe la conciencia, sigue siendo un órgano de la vida y, por ello, sus efectos —dichosos o infortunados— son el destino que la vida se depara a sí misma. En un caso se incrementa y en el otro se destruye a través de la conciencia. Y el hecho de que la conciencia actúe en una u otra dirección no lo decide un proceso inconsciente de la vida, sino la voluntad consciente, o sea, la dimensión de la libertad frente a la vida.

El vitalismo de Nietzsche arranca la «vida» de la camisa de fuerza del determinismo de finales del siglo XIX y le devuelve su libertad peculiar. Se trata de la libertad del artista frente a su obra. «Quiero ser el poeta de mi vida», había anunciado Nietzsche; y hemos descrito ya qué consecuencias tuvo eso para el concepto de verdad. No existe la verdad en sentido objetivo. Verdad es el tipo de ilusión que se muestra útil para la vida. Ahí está el pragmatismo de Nietzsche, que, a diferencia del anglosajón, se refiere a un concepto dionisiaco de la vida. En el pragmatismo americano la «vida» es un asunto del sentido común, mientras que Nietzsche es extremista incluso como filósofo de la vida. Detesta la ordinariez anglosajona, lo mismo que el dogma darvinista de la «adaptación» y la «selección» en el proceso de la vida. Para él estos fenómenos son proyecciones de una moral utilitarista, la cual cree que también en la naturaleza la adaptación es premiada con una buena carrera. Para Nietzsche la «naturaleza» es el lúdico niño del mundo en Heráclito. La naturaleza forma configuraciones y las rompe, es un incesante proceso creador, en el cual triunfa el poder vital y no lo adaptado. El mero sobrevivir no es ningún triunfo. La vida sólo triunfa en la abundancia, cuando derrocha, cuando agota sus energías vitales. Tenemos así una filosofía de la magnificencia y el derroche. De esa manera entendían a Nietzsche los bohemios y el arte vitalista. Su filosofía de la «voluntad de poder» no tuvo sus primeras repercusiones en la política, sino en una visión estética. Con frecuencia se cita la famosa frase de Zaratustra sobre el poder de lo creador: «De no ser el creador, nadie sabe lo que es bueno y lo que es malo. Y el creador es el que pone el objetivo del hombre y da a la tierra su sentido y su futuro; él es el que hace que algo sea bueno o malo» (4, 246 y sig.). Por tanto, es asunto de crear y no de imitar; e incluso la moral tiene que seguir el impulso creador. La imaginación al poder.

De acuerdo con Nietzsche se podría decir: si el arte y la realidad no concuerdan entre sí, peor para la realidad. Se leía a Nietzsche como incitación a descubrir el propio fundamento creador. Hay que descender al inconsciente. Freud sabía que aquél había llevado a cabo excelentes trabajos preparatorios. En su Autobiografía dice que «evitó durante largo tiempo» los escritos de Nietzsche «porque con frecuencia sus presentimientos y puntos de vista […] coinciden en manera sorprendente con los laboriosos resultados del psicoanálisis» (Gerhardt, 218). El psicoanálisis reprimió su núcleo estético-nietzscheano porque aspiraba a una reputación científica, tan científica como la de las ciencias naturales. Se trataba, pues, de no admitir que en estas teorías sobre el alma había en juego más invención que descubrimiento. Nietzsche mismo jamás dudó acerca de esto, ya que la voluntad de saber estaba siempre unida con la imaginación, tesis cuyo alcance no se reduce a la exploración del alma. La comunidad psicoanalítica, estimulada por Nietzsche, inicialmente mantuvo distancias frente a él, actitud que le perjudicó. Nietzsche tenía la intuición y sobre todo el lenguaje para procesos pulsionales altamente diferenciados en el límite del inconsciente; en el psicoanálisis, por el contrario, las teorías de los instintos pasaron a ser muy simplistas, de manera que al final ya casi sólo quedaban la sexualidad y el instinto de muerte. Comenzó la fatídica marcha victoriosa de metáforas como la caldera de vapor, los aparatos hidráulicos y la desecación de lodazales. Incluso la arquitectura de una casa burguesa de Viena en torno a 1900 pasó a ejemplarizar la manera como en torno a 1900 se representaba la «construcción» del alma. Nada de todo eso se encuentra en Nietzsche. Es cierto que se sirvió también de imágenes, y hasta estuvo al mando de todo un «móvil ejército de metáforas» (1, 880; WL), pero apenas se tiene la impresión de que se reduzca a eso y quede cosificado en eso. En medio de los análisis sutiles, también cuando éstos profundizan en detalles particulares, permanece presente el horizonte de lo monstruoso. Y esto confiere a los análisis de Nietzsche una inconfundible ironía de lo profundo. Deja una huella en la arena, y nos da a entender que la próxima ola la borrará.

Las más importantes corrientes artísticas de principios de siglo, el simbolismo, el Jugendstil (modernismo), el expresionismo, se inspiran en Nietzsche. En estos círculos, todo el que entonces se tenía en algo exhibía su «vivencia de Nietzsche». Harry Graf Kessler da una significativa formulación de la manera como los miembros de su generación «vivían» a Nietzsche:

«No sólo hablaba al entendimiento y a la fantasía. Ejercía un efecto más amplio, profundo y misterioso. Su resonancia cada vez en aumento significaba la irrupción de una mística en aquella época racionalizada y mecanizada. Tendía el velo del heroísmo entre nosotros y el abismo de la realidad. A través de él fuimos arrebatados y alejados de esta época gélida» (Aschheim, 23).

También algunos compositores percibían que con Nietzsche «irrumpía una mística». Richard Strauss concibió en 1896 su poema sinfónico Así habló Zaratustra, y Gustav Mahler pretendía originariamente dar a su tercera sinfonía el nombre de La gaya ciencia. Arquitectos como Peter Behrens y Bruno Taut se inspiraron en Nietzsche y construyeron espacios para los espíritus libres. No es de extrañar que Nietzsche fuera llevado también al escenario de la danza, pues en Así habló Zaratustra había escrito: «Que se nos pierda el día en el que no hayamos bailado ni una sola vez» (4, 264). Mary Wigmann desarrolló en los años veinte y treinta un estilo de danza llamado dionisiaco; se tocaban tambores y recitaban párrafos de Zaratustra.

Con la vivencia de Nietzsche podían emprenderse muchas cosas. En algunos se trataba de una moda pasajera. Otros no salían de allí en toda su vida. Por ejemplo, Thomas Mann, que en 1910 decía: «Hemos recibido de él la sensibilidad psicológica, el criticismo lírico, la vivencia de Wagner, la vivencia del cristianismo, la vivencia de la modernidad» (Aschheim, 37). Thomas Mann se sentía estimulado por Nietzsche en su voluntad de arte, una voluntad que rechaza toda utilidad política o de otro tipo, y guarda para el arte, lo mismo que para el amor y la muerte, la dignidad del fin en sí y el misterio de lo humano. En las Consideraciones de un apolítico, de 1918, Thomas Mann tomaba como patrón las Consideraciones intempestivas, y comentó casi todas las frases con su amigo Ernst Bertram, que estaba escribiendo su libro Nietzsche-Ensayo de una mitología. El hecho de que el arte brote de lo dionisiaco y, mediante una ruptura irónica, se convierta en forma apolínea, era para Thomas Mann una evidencia imperecedera e irrenunciable de cara a su propia producción. En su gran ensayo La filosofía de Nietzsche a la luz de nuestra experiencia, escrito en 1947, que es una pieza colateral de su trabajo con el Doctor Faustus, califica a Nietzsche de «esteta sin remedio», como no hay otro igual en la historia del espíritu, y dice: «En efecto, la tesis de que la vida es un fenómeno que sólo puede justificarse estéticamente da en el blanco exacto de su persona, vida, pensamiento, obra poética […]; hasta la propia mitificación del último instante y la locura misma, esta vida es una representación artística […] de un espectáculo lírico-trágico sumamente fascinante» (Mann, 3, 45). Thomas Mann previene frente al «esteticismo» sin trabas con estas palabras: «No somos suficientemente estetas como para temer la profesión de fe en el bien, como para avergonzarnos de conceptos triviales al estilo de verdad, libertad, justicia»; pero ningún propagandista de la democracia y del antifascismo cambia nada en el hecho de que esos conceptos permanecen triviales estéticamente, y en el de que con ellos no puede hacerse ningún arte.

Thomas Mann sabía, y lo sabía a través de su vivencia de Nietzsche, que la lógica del arte no es la misma que la lógica de la moral y la política; y él sabía también cuán importante es separar los ámbitos, pues tan dañina es una politización del arte como una estetización de la política.

Los que «se revolucionan en nombre de la belleza» (ibíd.) olvidan con frecuencia que la política ha de defender lo usual y el compromiso, que habría de estar al servicio de la posibilidad de vida. El arte, en cambio, se interesa por las situaciones extremas, es radical y, particularmente en Thomas Mann, también está enamorado de la muerte. En el verdadero artista la exigencia de intensidad es más fuerte que el afán de conservación, a cuyo servicio debería estar la política. Cuando la política pierde esta orientación, se hace peligrosa para el Estado. Por eso Thomas Mann previene frente a la «tremenda cercanía» que existe entre «esteticismo y barbarie» (ibíd.).

Thomas Mann mantiene de por vida su fidelidad a la vivencia de Nietzsche, pero en los años posteriores atiende con especial esmero a que las obsesiones estéticas no se expandan en exceso a los otros ámbitos de la vida. Thomas Mann entendió bien a Max Weber, que ya en 1918 hablaba de que la democracia vive de la diferenciación de esferas de valor. El dionisiaco tiene que serenarse antes de entrar en el terreno de la política. Y Thomas Mann se atuvo a esto: estéticamente bebía vino, políticamente predicaba agua. Y en ello incluso habría podido apoyarse en los tempranos pensamientos de Nietzsche sobre el sistema bicameral de la cultura, en el sentido de que en una cámara se calienta genialmente, mientras que en la otra se refrigera por el bien de la conservación de la vida.

La frialdad posterior de Thomas Mann hizo que casi se olvidara el entusiasmo por Nietzsche de principios de siglo. También los dadaístas proceden del calor nietzscheano. Era especialmente extraña para ellos la separación entre lo estético y lo político. Exigían explícitamente el «renacimiento de la sociedad por la unificación de todos los medios y poderes artísticos» (Hugo Ball). También el círculo de George y los simbolistas creen en el «renacimiento» estatal y social desde el espíritu del arte soberano. Franz Werfel anuncia la «elevación del corazón al trono». Las fantasías omnipotentes del arte y de los artistas gozan de su gran hora. El espíritu del vitalismo nietzscheano había liberado las artes del servicio al principio de la realidad. Osaba de nuevo visiones con las que protestaba contra la insultante realidad. «Visión», «protesta» y «transformación» era a su vez la trinidad expresionista.

Entre las repercusiones del vitalismo nietzscheano se incluye el hecho de que en Alemania, antes de la primera guerra mundial, preparara el terreno para el posible influjo de la filosofía de Bergson; y, a la inversa, gracias a éste Francia se hizo receptiva para Nietzsche. El año 1912 apareció en traducción alemana la obra principal de Bergson: La evolución creadora. Lo mismo que Nietzsche, también Bergson desarrolló una filosofía de la voluntad creadora, que, en todo caso, él no llamaba «voluntad de poder». Pero es semejante la manera de enlace entre lo universal y lo individual. Lo que impulsa fuera en el mundo, en el todo de la naturaleza, actúa también como energía creadora en el individuo. Según Bergson, sentimos también en nosotros las fuerzas que crean en todas las cosas. Cuando Bergson habla entusiasmado del universo creador, entran en juego, como en Nietzsche, las metáforas de ola y onda. Sin embargo, a diferencia de aquél, Bergson desplaza el misterio de la libertad al corazón del mundo. Cierto que también para Bergson, como para Nietzsche, el acontecer del mundo es un girar, pero con ello pensaba más bien en un movimiento espiral dirigido hacia arriba. También Nietzsche quería pensar el retorno cósmico de lo mismo compaginándolo con una dinámica de crecimiento, cosa que no logró por completo. Esto se debe a que Nietzsche no pudo superar el concepto tradicional de tiempo como «espacio» en el que se desarrollan los procesos de la vida. Bergson, en cambio, logra mejor que él entender el tiempo como fuerza creadora, dinámica. No es el medio en el que está «contenido» algo, sino la potencia que produce algo. El tiempo no es ningún escenario para el juego, sino que como actor pertenece él mismo al juego. Y el hombre no sólo experimenta el tiempo, sino que temporaliza a través de su acción. El órgano interior del tiempo es iniciativa y espontaneidad. El hombre es un ser originante. Por tanto, según Bergson, en lo más íntimo de la experiencia humana del tiempo se oculta la experiencia de la libertad creadora. El universo creador encuentra su conciencia de sí en la libertad humana.

En definitiva, con este pensamiento Bergson estaba más cerca de Schelling que de Nietzsche. Sin embargo, para Max Scheler, que en su escrito sobre La subversión de los valores, de 1915, presenta juntamente a Bergson y a Nietzsche como filósofos vitalistas, en ambos actúa el mismo impulso fuerte. Ambos quieren, afirma Scheler, liberar al hombre de la «prisión» de lo «meramente mecánico y mecanizable» y conducirlo fuera hacia «un jardín floreciente» (Scheler, Umwertung [Transvaloración], 339). En la filosofía de Nietzsche (y Bergson) finalmente la lava de la vida rompe las cortezas y las petrificaciones. «Estamos y vivimos en el absoluto, giramos en torno a él» (ibíd.).

También Georg Simmel, en sus famosas conferencias de 1907, interpretó a Nietzsche como filósofo de la vida creadora. Caracteriza con toda precisión la constelación del problema con el que se encontró Nietzsche y el horizonte de sentido que él abrió, a saber: antaño, a la vida se la había dado previamente un fin y un valor supremos. Eso ha terminado en la modernidad. El complicado y enorme mecanismo de la sociedad se ha convertido en un universo de los medios, que ya no está referido a ningún centro de sentido. La conciencia moderna queda «suspendida de los medios» (Simmel, 42), se halla enredada en una larga cadena de acciones que no está vinculada a ningún fin. Ha perdido la sublime infinitud y, en su lugar, ha conquistado la mala infinitud de un ser que corre en la rueda a la manera de un hámster. De ahí brota la «angustiante pregunta por el sentido y el fin del todo» (ibíd.). Schopenhauer había respondido a esta situación interpretando los manejos absurdos como propiedad metafísica de la voluntad. Nietzsche, continúa Simmel, había ligado la metafísica schopenhaueriana de la voluntad con el pensamiento de la evolución y la idea del crecimiento. No obstante, al igual que Schopenhauer rechaza la idea de una meta final y de un fin de la evolución. Por eso tiene que hacer el intento de pensar un crecimiento abierto, no teleológico de la vida, una dinámica de crecimiento referida a sí misma, en el sentido de que la vida es el fin para sí misma, pero de tal manera que está abocada a explorar y descubrir las posibilidades inherentes a ella. El hombre que despierta a la conciencia es el lugar privilegiado de tales prospecciones de la vida en su propio interior. En el hombre la vida ha puesto en marcha un experimento especialmente osado consigo misma. Lo que de ahí se desprende está confiado al drama de la libertad humana.

Como dirá más tarde Ernst Bloch, en el hombre se realiza un experimentum mundi.

Así de sublime, encantado y encantador, así de alado y prometedor era el tono con que la filosofía, desde Nietzsche y con Nietzsche, magnificaba el tema de la «vida» antes de 1914. A comienzos de la guerra en ese mismo año, este vitalismo filosófico tenía una gran coyuntura. Se anunciaba un nietzscheanismo belicista. Se daban entonces las contundentes contraposiciones: la vital cultura (alemana) contra la superficial civilización (francesa); la comunidad dionisiaca contra la sociedad mecánica; héroes frente a comerciantes; conciencia trágica frente al pensamiento utilitario; espíritu musical frente a la actitud calculadora. Se apoyaban en la interpretación nietzscheana de Heráclito los que consideraban la guerra como el gran arte divisorio, que separa lo auténtico de lo inauténtico y revela la verdadera sustancia. Para los excitados académicos la guerra era el riguroso examen final de un pueblo, que debe demostrar si todavía tiene en sí vida avasalladora. Por tanto, la guerra es la hora de la verdad: «La imagen del hombre entero, grande, amplio, del cual la paz sólo nos deja ver una pequeña y entrecana zona media […]; y esta imagen está ahora plásticamente ante nosotros. Por primera vez la guerra mide el alcance, la envergadura de la naturaleza humana; el hombre se hace consciente de toda su grandeza, de toda su pequeñez» (Scheler, Genius, 136).

¿Qué sustancia espiritual hace aparecer la guerra? Unos dicen: es una victoria del idealismo, que durante largo tiempo había estado ahogado por el materialismo y el pensamiento utilitario; ahora irrumpe, y los hombres están dispuestos de nuevo a sacrificarse por valores inmateriales, por el pueblo, la patria, el honor. Por eso Ernst Troeltsch califica el entusiasmo de la guerra como un renacimiento de la «fe en el espíritu», que triunfa sobre la «divinización del dinero», el «escepticismo vacilante», el «ansia de placer» y la «apática entrega a la legalidad de la naturaleza» (Troedsch, 39). Otros, en concreto los nietzscheanos vitalistas, ven en la guerra la liberación de fuerzas vivas que en largos periodos de paz amenazan con anquilosarse. Celebran el poder natural de la guerra; finalmente, dicen, la cultura contacta de nuevo con lo elemental. La guerra, afirma Otto von Gierke, «siendo el destructor más poderoso entre todos los destructores de la cultura, es a la vez el más poderoso entre todos los factores culturales» (Glaser, 187).

A comienzos de la guerra Nietzsche era ya tan popular, que Así habló Zaratustra apareció en una edición especial de ciento cincuenta mil ejemplares para los soldados del frente, junto con el Fausto, de Goethe y el Nuevo Testamento. Así pudo difundirse en Inglaterra, en Estados Unidos y en Francia la idea de que Nietzsche había sido un poder propulsor de la guerra. La carta que escribió el gran novelista Thomas Hardy era característica del estado de ánimo del momento en Inglaterra: «A mi juicio, desde el principio de la historia, no hay ningún otro ejemplo de un único autor que haya alejado a su país de la moral en semejante forma» (Aschheim, 132). Un editor londinense hablaba entonces incluso de una «guerra euronietzscheana» (Aschheim, 130). El editor de Nietzsche en América fue detenido bajo la acusación de ser un agente de guerra del «monstruo alemán Nietzky» (Aschheim, 133).

No hay duda de que numerosos pasajes de Nietzsche ensalzan la habilidad bélica. Recordemos solamente un pasaje famoso de El ocaso de los ídolos, frecuentemente citado entonces: «El hombre que se ha liberado, y ¡cuánto más el espíritu que se ha liberado!, pisotea la despreciable manera de bienestar con la que sueñan tenderos, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y otros demócratas. El hombre libre es guerrero» (6, 139 y sig.).

Apenas podía recurrirse a Nietzsche para las actitudes nacionalistas en sentido tradicional; pero los compatriotas formados con corazón aventurero, que luego se hallaban sobre todo en el círculo de la revolución conservadora, encontraban en Nietzsche motivos estimulantes, sobre todo el pensamiento de que el sentido de la lucha, y de la vida en general, no está en un fin y en una meta, sino en la creciente intensidad de vida. Quien buscaba o imaginaba en la guerra un éxtasis nihilista, encontraba orientación en el Zaratustra de Nietzsche: «¿Decís vosotros que la buena causa es la que santifica incluso la guerra? Yo os digo: la buena guerra es la que santifica todas las causas» (4, 59). Ernst Jünger y Oswald Spengler eran extáticos nihilistas de ese tipo, que se sentían unidos a Nietzsche cuando pone en boca de su Zaratustra: «El valor es el mejor asesino, el valor que ataca, pues en todo ataque hay un juego sonoro» (4, 199).

Pero el hecho de que Así habló Zaratustra pueda entenderse también de otro modo, se pone de manifiesto en El retorno de Zaratustra, obra de Hermann Hesse que apareció en 1919. Hesse recuerda el indignante abuso que se ha hecho de Nietzsche, especialmente de su Zaratustra. ¿No era Nietzsche un enemigo de toda «actitud gregaria»?, pregunta Hesse, que hace comparecer de nuevo a Zaratustra entre los excombatientes. La lección del Zaratustra retornado varía la exigencia de Nietzsche: ¡sé el que eres! La voluntad de ser sí mismo es movilizada aquí contra todo tipo de actitud de vasallaje, aunque se presente con uniforme de guerrero y con pose de heroísmo, e incluso se remita a Nietzsche para ello. Hesse defiende a Nietzsche contra las canciones de odio de sus admiradores militantes: «No os dais cuenta», pone Hesse en boca de Zaratustra, de que «en cualquier lugar donde se entone esta canción, hay puños cerrados en el bolsillo, se trata de interés propio y egoísmo, no de aquella egolatría del noble que piensa en elevar y fortalecer su mismidad, sino de dinero y bolsa, de vanidad y fantasmagoría» (Hesse, 315).

Inmediatamente después de la guerra apareció el libro de Ernst Bertram Nietzsche. Ensayo de una mitología. Esta obra es sin duda la interpretación más influyente de Nietzsche en el periodo de entreguerras. Thomas Mann, amigo de Bertram, asistió al nacimiento de este libro y lo admiró. La imagen de Nietzsche que aparece en Thomas Mann está acuñada fuertemente por Bertram. Éste pertenecía al círculo de George, y estaba familiarizado con su idea de un caudillismo espiritual. Usa como subtítulo la expresión Ensayo de una mitología; y en el fondo se trata de esto.

Bertram continúa aquello que ya había comenzado con el primer romanticismo, y que Richard Wagner y el joven Nietzsche siguieron desarrollando, a saber, la creación de un mito que, después de palidecer la religión, fuera apto para unificar a un pueblo en una concepción común. Y ahora Nietzsche mismo, su vida y obra, ha de transformarse poéticamente para constituir la «leyenda de un hombre» (Bertram, 2). No hay objetividad en la descripción y análisis de una vida y obra humana; sólo hay interpretaciones, dice Bertram, en plena concordancia con Nietzsche. Y quiere ofrecer una interpretación que haga de Nietzsche un espejo del alma alemana, de su sufrimiento, de sus proezas, su fuerza creadora y sus infortunios. Nietzsche quería ser un «poeta de su vida», y Bertram lleva adelante este propósito convirtiéndose él mismo en poeta de la vida y obra de Nietzsche. Acerca de la imagen que surge a este respecto, Bertram dice: «Crece lentamente en el cielo estelar del recuerdo humano» (Bertram, 2). Nietzsche no es un ejemplar en sentido pedagógico, pero sí una imagen previa en la que pueden hacerse intuitivos y dignos de pensarse las tensiones, los impulsos y las contradicciones de la cultura alemana, su aportación a la gran historia del espíritu. Es una imagen en la que una cultura entera, una cultura que según Bertram está en crisis, puede llegar al propio conocimiento de sus posibilidades y peligros. Bertram cita la pregunta de Hölderlin: «¿Cuándo aparecerás entera, alma de la patria?» (Bertram, 72), y da la respuesta: en Nietzsche ha aparecido enteramente, en todo su desgarro.

Allí está en primer lugar la pasión por la música. La música hace que resuene el dionisiaco fondo instintivo de la vida; templa para lo monstruoso y también para lo trágico de la vida. En esta pasión por la música encuentra Bertram su criterio discriminatorio entre cultura (alemana) y civilización (francesa). La cultura vive el espíritu trágico-dionisiaco; la civilización, por necesaria que sea, permanece vinculada al ámbito claro, optimista de lo que ofrece posibilidad de vida. La civilización es racional, mientras que la cultura trasciende la racionalidad, ya sea en la música, o en la mística, o en el amor a las imágenes, o en el heroísmo. Bertram cita a Nietzsche, que en una ocasión escribió: «La civilización quiere algo distinto de lo que quiere la cultura, quizás algo invertido» (Bertram, 108). ¿Qué sería lo «invertido»? La civilización es la propia conservación, un desahogo de la vida; cultura, en cambio, significa estar unido con la problemática profunda de la vida. Expresémonos en términos de Nietzsche, tomados de su primera carta del 22 de mayo de 1869 a Richard Wagner: «Guardo gratitud a usted y a Schopenhauer por el hecho de haberme mantenido fiel hasta ahora a la seriedad germánica de la vida, a una meditación profunda sobre esta existencia tan enigmática y digna de pensarse» (B, 3, 9).

Hay dos formulaciones emblemáticas de Nietzsche a las que Bertram se refiere férvidamente. Una procede de una carta a Rohde del 8 de octubre de 1868, en la que Nietzsche escribe que aprecia en Wagner, como también en Schopenhauer, «el aire ético, el fáustico aroma, cruz, muerte y tumba» (B, 2, 332). La otra se encuentra en El nacimiento de la tragedia. Allí eligió para Schopenhauer y su pesimismo heroico el símbolo del «caballero con la muerte y el diablo, tal como nos lo pintó Durero, del caballero encorazado, con su broncínea y dura mirada, que —impertérrito a pesar de sus espantosos compañeros y, sin embargo, carente de esperanza— sabe tomar su camino en soledad, sin otra compañía que el caballo y el perro». También Thomas Mann se refiere a esta imagen para poner en juego el espíritu heroico, enamorado de la muerte, romántico y a la vez desilusionado de la cultura alemana, frente al supuestamente insípido optimismo occidental y su satisfecha ideología del perfeccionamiento del mundo. Este emblema del caballero, de la muerte y del diablo hará todavía una terrible carrera; el caballero se convertirá en el ario de raza pura y al final en Adolf Hitler. Hay al respecto poemas, piezas de teatro y pinturas que el Archivo de Nietzsche, venteado por manos nacionalsocialistas, acogió y fomentó con fervor, pero que apenas tienen ya nada que ver con el tragicismo de Nietzsche, Mann y Bertram.

Para Bertram, Nietzsche mismo es un caballero con muerte y diablo. También él está encorazado y enmascarado, no sólo contra los peligros de fuera, sino también contra los daños por causa del propio interior. Según Bertram, Nietzsche lleva en sí un caos creador, y precisamente por eso es un excelente representante de la cultura alemana, que también debe ser domada hacia dentro y a la vez protegida —y quizá también enmascarada— hacia fuera. Bertram cita las palabras de Nietzsche: «Todo lo que es profundo ama la máscara» (Bertram, 171), para hablar nuevamente de la distinción entre cultura y civilización. La cultura busca el espectáculo de las máscaras, pues lleva en sí demasiadas fuerzas elementales, y por eso debe protegerse. La máscara es una respuesta a la experiencia de lo elemental. Pero la civilización ha llevado a la separación de lo elemental y se organiza en torno al centro vacío del juego de máscaras. Aquí ya no hay ninguna profundidad que deba encubrirse. La civilización busca el terreno seguro; la cultura lleva a la cercanía del abismo, es ávida de tragedia, está enamorada de la muerte, presiente más de lo que sabe, el sacrificio es para ella más importante que la ganancia, es derrochadora y ama la superabundancia y lo superfluo. El libro de Bertram sobre Nietzsche es una singular meditación acerca de la pregunta: ¿por qué cultura, si basta la civilización para llevar una vida buena? Que en la civilización lograda todo se hace patente y claro es algo que sabe Nietzsche, y con él Bertram, que al final de su libro cita el pasaje de una carta de Nietzsche: «¡Cuántas veces he experimentado en todas las cosas posibles precisamente esto: todo claro, pero todo ha terminado!» (Bertram, 353).

Nietzsche, y tras él Bertram, no quisiera llegar al final a causa de una claridad desengañada. Dijo con frecuencia que le atraía el carácter enigmático de las cosas. Esta añoranza de encanto y misterio es también la melodía fundamental del libro de Bertram. En él Nietzsche pasa a ser una figura que apunta al caos creador, una figura llena de seducción y presentimientos. En ello está contenida la avidez de ocaso. Es el canto de sirenas que Bertram entresaca de Nietzsche y luego hace escuchar con melodías propias. El mito de Nietzsche en Bertram no quiere introducir en ningún mundo marcial o teutónico. Al final está el himno a la alianza eleusiaca de la amistad. Los aliados se congregan en torno al misterio de Dioniso, este «Dios venidero» que santifica el muere y deviene, el placer y la pasión, la tristeza y el éxtasis. Bertram recapitula la religión del arte de Nietzsche y de Stefan George en esta afirmación:

«La existencia de lo humanamente más valioso, la eficacia eterna de aquellas fuerzas que por primera vez hacen hombre al hombre, depende de que exista, se ejercite y transmita un misterio en algún lugar del mundo, es decir, un poder espiritualmente generador y vinculante de las almas. Lo único que conserva el mundo es el hecho de que en algún lugar del mismo haya y se dé siempre de nuevo una fuerza formadora de misterios que une a dos o tres en nombre de Dios» (Bertram, 343).

Este Dios es el Dioniso evocado por Nietzsche, el Dioniso que retorna con él. Más tarde, en 1938, Bertram ya no asentirá a los tonos tiernos, elegiacos, ya no preferirá aquellos pensamientos que «llegan con pies de paloma» (4, 189; ZA), sino que en el Völkischer Beobachter[13] hará aparecer al caballero con la muerte y el diablo como una figura de labriego, terrígena y seguro de sí mismo, como una mezcla de hombre fáustico, de lansquenete y místico. Pero esta metamorfosis no se deduce necesariamente del anterior libro de Bertram sobre Nietzsche, que no está dedicado al guerrero furibundo, sino al Dioniso alemán.

Otro libro muy influyente en el periodo de entreguerras fue el estudio de Alfred Baeumler, aparecido en 1931 y titulado Nietzsche, el filósofo y el político. En Bertram apenas repercute la obra Voluntad de poder, que la hermana y el Archivo de Nietzsche en Weimar compilaron a base de los escritos postumos, pues para Bertram lo central es el Nietzsche dionisiaco. En cambio, para Baeumler, que después de 1933 competirá con Rosenberg por la dirección ideológica del partido nacionalsocialista, estará en primer plano el Nietzsche de la filosofía del poder, que también existe. La doctrina de Nietzsche, escribe Baeumler, se descifra en clave de un filósofo griego que existió realmente, mejor que en clave de un Dios que el filósofo se inventó en sus apuros. «Para nosotros no se llama dionisiaca, sino heraclítea la imagen del mundo que vio Nietzsche. Se trata de un mundo que nunca descansa, que es de todo punto devenir; pero devenir significa luchar y vencer» (Baeumler, 15).

Aun cuando Baeumler se convirtiera en un ideólogo importante del nacionalsocialismo, en este estudio reconstruye con precisión y reflexión filosófica un nexo de pensamiento que se da de hecho en Nietzsche. La falsificación está en la unilateralidad.

El punto de partida de Baeumler es la afirmación de Nietzsche según la cual nosotros ya no tenemos ninguna verdad, sino que, más bien, hemos de reconocer que es la voluntad de poder la que, a partir del material de la experiencia, forma algo que luego denominamos «verdad». Por tanto, las preguntas por la verdad son cuestiones acerca del poder; de ahí parte Baeumler. Y puesto que la disputa y lucha de los opuestos, o sea, la «guerra» de Heráclito, determina el gran devenir, también las preguntas por la verdad se deciden en la disputa de los poderes de la vida. Baeumler pregunta: ¿qué es aquello por lo que una verdad se hace fuerte y victoriosa? Encuentra la respuesta en la referencia de Nietzsche a la «gran razón» del cuerpo (4, 39; ZA). Sólo es poderoso aquel pensamiento que mantiene contacto con las fuerzas del cuerpo y de los sentidos. Baeumler cita la sugerencia de Nietzsche: «Hay que partir del cuerpo y usarlo como hilo conductor. Él es el fenómeno mucho más rico, que permite una observación más clara. La fe en el cuerpo está mejor constatada que la fe en el espíritu» (Baeumler 31; 11, 635).

Hay muchos cuerpos y, por eso, también muchos poderes. Las configuraciones del poder no necesitan ninguna justificación, pues sólo una razón guiada por el patrón del compromiso trabaja con justificaciones. Pero como la razón misma se funda en el cuerpo, e incluso es uno de sus órganos, por ello mismo se desenmascara su pretensión universalista. No hay ningún reino del espíritu como instancia de apelación por encima de los centros de poder en lucha, y por eso la contingencia es el principio y el final de las cosas. Lo que actúa en el conjunto no es un sentido, sino una dinámica de lucha, de autoafirmación y de incremento de sí mismo, en el plano individual y en el colectivo. En el universo heraclíteo de Baeumler no hay ningún lugar para una normatividad contrafáctica. En la realidad corpórea los hombres se limitan entre sí, chocan los unos con los otros en el espacio, se distinguen y se separan recíprocamente. La enemistad, la guerra es de hecho el padre de todas las cosas. Lo vivo existe solamente en sus límites, tiene que delimitarse, y sólo puede expandirse dentro de determinados límites. De la necesidad de los límites para la vida nace la dialéctica real de las oposiciones en lucha recíproca, que queda desvirtuada cuando se designa como dialéctica. Es una lucha a vida o muerte, sin síntesis. Pues lo que parece una síntesis, en realidad es la victoria de una parte, y es posible que el victorioso asuma algunas cosas del vencido.

Si no hay ninguna síntesis que tienda un arco de bóveda sobre la lucha de las oposiciones, en consecuencia la historia universal es una historia de contradicciones, que no pueden resolverse, sino que han de zanjarse con las armas hasta que haya vencedores y vencidos. El todo quizá puede pensarse, pero no vivirse. Sólo puede vivirse soportando las contradicciones, en la historia de las enemistades. Cada cual se encuentra siempre en medio de oposiciones desgarradas y enemigas; hemos nacido en una determinada parte de la contradicción, esto forma parte de lo contingente de la existencia. No podemos escoger nuestra vida, ni aquella comunidad de cuerpos que llamamos «pueblo». No elegimos nuestro lugar, en todo caso podemos aceptarlo. La pregunta de si existe la parte «buena» no puede plantearse así. Más bien tiene validez la lógica inversa: esta parte es buena porque yo pertenezco a ella y aquí están los nuestros. Nosotros y los otros, ésta es una distinción evidente. Hay que esclarecer solamente los límites del «nosotros». Éstos se desplazan porque una y otra vez hay hombres que pierden el organismo al que pertenecen. Aun cuando la memoria colectiva de los mitos y el trabajo conceptual de los filósofos se remonten a lo original, para aprehender allí el instante de la unidad, no obstante se hace en ello la experiencia de que el horizonte retrocede: no salimos de la historia de las enemistades. Baeumler critica con Nietzsche el pensamiento fundador de la paz, que para él es un autoengaño. Todo proyecto de paz que deba realizarse, en la lucha de los partidos se convierte él mismo en partido. ¿No peleó ya el Dios judío por celos frente a otros dioses? También él conocía sólo amigo y enemigo, tanto en el reino de los hombres como en el de los dioses. Y según el Evangelio de Mateo, Jesús dijo que no había venido a traer la paz, sino la espada. Sólo cuando las espadas han hecho su trabajo, pueden convertirse en rejas de arado; eso enseña la sabiduría de Heráclito.

Baeumler, al igual que después Foucault, lee a Nietzsche como un filósofo que notó radicalmente la contingencia de los cuerpos en lucha y la competencia de los poderes en el fondo del ser. Lo que se puede aprender de Nietzsche, escribe Baeumler, es el pensamiento de que no hay ninguna «humanidad», sino que existen solamente unidades concretas, delimitadas, que se hallan en lucha entre ellas. Estas unidades son «una raza, un pueblo, un estamento» (Baeumler, 179).

Exactamente esto es lo que Nietzsche no diría así; él también consideraría al individuo, al singular, como unidad concreta, si bien con la limitación de que este individuo singular es un producto tardío de la historia. Pero desde que se da, el tejido de las relaciones de poder se ha hecho todavía más complicado y confuso. En la medida en que Baeumler refiere el pensamiento del poder en Nietzsche exclusivamente a la «raza», al «pueblo», al «estamento», abre el espacio para la propia ideología de la raza y del pueblo, en la que inmiscuye a Nietzsche. Y aquí comienza luego la utilización y falsificación ideológica. «Quien piensa según el hilo conductor del cuerpo, no puede ser individualista», escribe (Baeumler, 179). Pero en verdad eso es posible. Lo demostró Nietzsche y lo demostrará también Foucault.

Por lo que se refiere al entrelazamiento entre pensamiento del poder y biologismo, otros autores del círculo de la «nueva derecha» de entonces fueron un poco más lejos, sobre todo con el respaldo de la hermana y del Archivo de Nietzsche en Weimar. En la forma más cruda se repetía la exhortación nietzscheana de impedir la procreación a los débiles y enfermos. Un escrito ampliamente difundido de Karl Bindung y Alfred Hoch, que abogaba por la «libertad de aniquilación de la vida que no es valiosa para vivir» (Aschheim, 167), se apoya explícitamente en Nietzsche.

También el antisemitismo buscaba una base en Nietzsche. Sobre este problema ya lo hemos dicho casi todo. Es incuestionable que Nietzsche era contrario al antisemitismo, y esto por la razón de que tenía ante sus ojos el antisemitismo de figuras tan odiadas como la de su cuñado Bernhard Förster y su hermana. Despreciaba los componentes del nacionalismo alemán, la idea de pueblo. En el movimiento antisemita de los años ochenta veía la rebelión de los mediocres, que se las daban injustamente de señores por el mero hecho de sentirse arios. Frente a tales antisemitas Nietzsche incluso estaba dispuesto a afirmar y defender la superioridad del valor racial de los judíos. Y lo argumenta así: a lo largo de siglos han tenido que defenderse de ataques, se han hecho tenaces y refinados, han vigorizado la fuerza defensiva del espíritu y, con ello, han traído una irrenunciable riqueza a la historia europea. El pueblo judío, escribía Nietzsche, «tuvo la historia más dolorosa entre todos los pueblos», y precisamente por eso le agradece «el hombre más noble (Cristo), el puro sabio (Spinoza), el libro más poderoso y la más eficaz ley moral del mundo» (2, 310; MA). Se vuelve contra la obcecación de los nacionalistas, que conducen al matadero a los «judíos como chivos expiatorios por todos los posibles males públicos e interiores».

El odio de Nietzsche contra los antisemitas se había intensificado en sus dos últimos años de existencia despierta. Rompió con su editor, el antisemita Schmeitzner, y dio a la editorial el calificativo de «agujero de antisemitas». En un borrador de carta a su hermana, de finales de diciembre de 1887, escribe:

«Una vez que he leído incluso el nombre de Zaratustra en la correspondencia antisemita, se ha terminado mi paciencia; estoy ahora en estado de legítima defensa contra el partido de tu esposo. Estas malditas caricaturas de antisemitas no han de meter mano en mi ideal» (B, 8, 218 y sig.).

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