Nexus

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Capítulo XV

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Capítulo XV

Las cosas seguían marchando como sobre ruedas. Era casi como aquellos primeros días del nidito de amor japonés. Si me iba a dar un paseo, hasta los árboles muertos me inspiraban; si visitaba a Reb en su tienda, volvía cargado de ideas y de camisas, corbatas, guantes y pañuelos. Cuando me tropezaba con la casera, ya no tenía que preocuparme del alquiler atrasado. No debíamos a nadie y, si hubiéramos necesitado crédito, lo habríamos tenido en abundancia. Hasta las fiestas judías eran agradables, con un banquete en esta casa y otro en aquélla. Estábamos en pleno otoño, pero ya no me deprimía, como en otro tiempo. Tal vez lo único que echara de menos fuese una bici.

Había recibido más lecciones y en cualquier momento podía solicitar el permiso de conducir. Cuando lo tuviera, llevaría a Mona de excursión, como me instaba a hacer Reb. Entretanto, había conocido a los inquilinos negros. Buena gente, como había dicho Reb. Todas las veces que íbamos a cobrar los alquileres, volvíamos a casa piripis y aturdidos. Uno de los inquilinos, que trabajaba de inspector de aduanas, se ofreció a prestarme libros. Tenía una biblioteca asombrosa de obras eróticas, todas ellas confiscadas en el puerto en el ejercicio de sus funciones. En mi vida había visto tantos libros obscenos, tantas fotografías indecentes. Me hacía preguntarme por los frutos prohibidos que albergaría la Biblioteca Vaticana.

De vez en cuando íbamos al teatro, por lo general a ver una obra extranjera: Georg Kaiser, Ernst Toller, Wedekind, Werfel, Sudermann, Chéjov, Andreiev… Había llegado una compañía irlandesa con obras como Juno and the Paycock y The Plough and the Stars. ¡Qué autor dramático. Sean O’Casey! No tenía igual desde Ibsen.

Un día de sol me sentaba en Fort Greene Park y leía un libro: Idle days in Patagonia, Haunch, Paunch and Jowl o Del sentimiento trágico de la vida de Unamuno. Si quería oír un disco que no teníamos, podía tomarlo prestado de la colección de Reb o de la casera. Cuando no teníamos ganas de hacer nada, jugábamos al ajedrez. Mona y yo. Ella no era una gran jugadora, pero es que yo tampoco lo era. Descubrí que era más apasionante estudiar las partidas presentadas en los libros de ajedrez: sobre todo, el de Paul Morphy. O incluso leer sobre la evolución de ese juego, o sobre el interés que por él mostraban los islandeses y los malayos.

Ni siquiera la idea de tener que ir a ver a los viejos —para el día de Acción de Gracias— conseguía deprimirme. Ahora podía contarles —sería sólo una mentira a medias— que me habían encargado escribir un libro. Que me estaban pagando por mis esfuerzos. ¡Qué contentos se iban a poner! Ahora me veía asaltado sólo por pensamientos amables. Todas las cosas buenas que me habían sucedido estaban saliendo a la superficie. Sentía deseos de ponerme a escribir a éste y a aquél para darles las gracias por todo lo que habían hecho por mí. ¿Por qué no? Y también había lugares a los que tendría que dar las gracias: por proporcionarme momentos de dicha. Estaba tan tontito con todo aquello, que un día hice un viaje a propósito hasta Madison Square Garden y di las gracias en silencio a las paredes por los gloriosos momentos que había vivido en el pasado, contemplando a Buffalo Bill y sus indios pawnee armando su griterío, por el privilegio de ver a Jim Londos, el pequeño Hércules, lanzar a un polaco gigante por encima de su cabeza, por las carreras de bicicletas de seis días y las increíbles hazañas de resistencia que había contemplado.

Con ese estado de ánimo jovial, expansivo, no era de extrañar que la señora Skolsky, cuando me tropezaba con ella al entrar o salir de casa, se quedara mirándome con ojos como platos, mientras me detenía a saludarla un rato. A veces media hora o tres cuartos de hora, durante los cuales soltaba títulos de libros, calles exóticas, sueños, palomas mensajeras, remolcadores, cualquier cosa, lo que se me pasara por la cabeza, y todo acudía al instante, al parecer, porque estaba contento, relajado, despreocupado y con una salud excelente. Aunque nunca hice un movimiento en falso, yo sabía y ella también que lo que debía hacer era rodearla con los brazos, besarla, abrazarla, hacerla sentirse mujer, no casera. «Sí», decía ella, pero con los pechos. «Sí», con su suave y cálido vientre. «Sí». Siempre . Si le hubiera dicho: «¡Álcese la falda y enséñeme el chichi!», también habría dicho que sí. Pero yo tenía la sensatez de evitar esa insensatez. Me contentaba con seguir siendo lo que parecía ser: un huésped, educado, charlatán y (para ser goy) algo fuera de lo común. Podría haber aparecido desnuda delante de mí, con una bandeja de Kartoffelklöse cubiertas de salsa negra, y yo no la habría tocado ni con un dedo.

No, estaba demasiado feliz, demasiado satisfecho, como para ponerme a pensar en polvos casuales. Como digo, lo único que echaba de menos de verdad era la bici. El coche, que Reb deseaba considerara mío, no significaba nada. Tan poco como una limusina con conductor para llevarme de paseo. Ni siquiera un pasaje para Europa significaba gran cosa para mí ahora. De momento no necesitaba a Europa. Era agradable soñar con ella, hablar de ella, hacer conjeturas sobre ella. Pero estaba bien donde estaba. Sentarme todos los días a escribir unas páginas, leer los libros que deseaba leer, escuchar la música que me apasionaba, dar un paseo, ver un espectáculo, fumar un puro, si quería: ¿qué más podía pedir? Ya no había riñas a propósito de Stasia, ni necesidad de fisgar ni de espiar, ni de sentarme a esperar toda la noche. Todo estaba saliendo como debía, incluso Mona. Pronto podría incluso confiar en oírla hablar de su infancia, esa misteriosa tierra de nadie interpuesta entre nosotros. Al verla llegar a casa con los brazos cargados, las mejillas sonrosadas, los ojos chispeantes… ¿qué importaba de dónde viniera o cómo hubiese pasado el día? Ella estaba feliz y yo estaba feliz. Hasta los pájaros del jardín estaban felices. Se pasaban el día cantando y, cuando llegaba el atardecer, apuntaban los piquitos hacia nosotros y en su pío-pío se decían unos a otros: «Mira, ¡una pareja feliz! Cantemos para ellos, antes de irnos a dormir».

Por fin, llegó el día en que iba a llevar a Mona de excursión. Ahora, en opinión de Reb, estaba capacitado para conducir solo. Sin embargo, una cosa es aprobar un examen y otra muy distinta llevar en las manos la vida de tu esposa. Salir del garaje marcha atrás me puso nervioso como un flan. Era demasiado grande, el maldito trasto, demasiado pesado; tenía demasiada potencia. Me angustiaba la posibilidad de que se escapara de nuestro control. Al cabo de unos kilómetros lo detenía —¡siempre donde había sitio para arrancar con visibilidad!— para calmarme. Siempre que podía, escogía las carreteras secundarias, pero siempre conducían de nuevo a la carretera principal. Para cuando habíamos hecho cincuenta kilómetros, estaba empapado en sudor. Pensaba ir hasta Bluepoint, donde había pasado vacaciones tan maravillosas de niño, pero no llegamos. Mejor así, pues, cuando lo visité más adelante, se me cayó el alma a los pies; estaba irreconocible.

Tendido junto a la carretera, viendo pasar a los otros idiotas, juré que no volvería a conducir nunca. Mona se divertía mucho con mi desconcierto.

«No estás hecho para esto», dijo.

Me mostré de acuerdo.

«Ni siquiera sabría qué hacer si tuviéramos un pinchazo», dije.

«¿Qué harías?», me preguntó.

«Apearme y seguir andando», respondí.

«Muy propio de ti», dijo.

«No le cuentes a Reb lo que pienso del coche», le rogué. «Cree que nos hace un gran favor. No quisiera decepcionarlo».

«Hemos de ir a cenar con ellos esta noche».

«Por supuesto».

«Entonces tenemos que regresar pronto».

«Eso es más fácil de decir que de hacer», respondí.

A la vuelta tuvimos problemas mecánicos. Por fortuna, un camionero acudió en nuestro ayuda. Después choqué por detrás contra un coche desvencijado, pero al conductor no pareció importarle. Después el garaje: ¿cómo iba a meterlo por ese pasadizo tan estrecho? Entré hasta la mitad, decidí empezar de nuevo y, al dar marcha atrás, estuve a punto de chocar con una camioneta que pasaba. Lo dejé parado entre la acera y la calzada. «¡A tomar por culo!», murmuré. «¡Métete solo!».

Sólo teníamos que caminar una o dos manzanas. A cada paso que me alejaba del monstruo, me sentía más aliviado. Feliz de andar vivito y coleando, di gracias a Dios por haberme hecho inútil para las cosas mecánicas, y tal vez para otras cosas también. Existían los leñadores y los aguadores y los magos de la era mecánica. Yo pertenecía a la era de los patines de ruedas y los velocípedos. ¡Qué suerte tener buenos brazos y piernas, pies ligeros y buen apetito! Podía caminar hasta California y volver con mis dos pies. En cuanto a lo de viajar a cien por hora, yo podía correr más que eso… en sueños. Podía ir hasta Marte y volver en un abrir y cerrar de ojos y sin pinchazos…

Era nuestra primera comida con los Essen. Aún no conocíamos a la señora Essen ni al hijo y la hija de Reb. Estaban esperándonos, con la mesa puesta, las velas encendidas, el fuego crepitante y un aroma maravilloso procedente de la cocina.

«¡Tomen un trago!», dijo Reb antes que nada, sosteniendo dos copas de oporto fuerte. «¿Cómo ha ido? ¿Se ha puesto nervioso?».

«En absoluto», dije. «Hemos ido sin parar hasta Bluepoint».

«La próxima vez hasta Montauk Point».

Entonces nos dio conversación la señora Essen. Era buena persona, como Reb había dicho. Tal vez un poco demasiado refinada. Una zona muerta en algún lado. Tal vez en el trasero.

Noté que casi nunca se dirigía a su marido. De vez en cuando le reprochaba su rudeza o su vocabulario. Bastaba un vistazo para advertir que ya no había nada entre ellos.

Mona había causado impresión en los dos chavales, que aún no habían cumplido los veinte años. (Evidentemente, nunca se habían tropezado con alguien como ella). La hija era gruesa, sin atractivo y tenía unas piernas como botellas monstruosas que procuraba ocultar siempre que se sentaba. Se ruborizaba mucho. En cuanto al hijo, era uno de esos chicos precoces que hablan demasiado, saben demasiado, se ríen demasiado y siempre dicen lo que no deben. Con exceso de energía, excitable, siempre estaba tirando cosas o pisando los pies de alguien. Un auténtico zascandil con una mente saltarina como un canguro.

Cuando le pregunté si aún iba a la sinagoga, hizo una mueca de disgusto, se pellizcó la nariz con dos dedos e hizo el gesto de tirar de la cadena. Su madre se apresuró a explicar que se habían pasado a Ethical Culture. Se alegró de saber que en el pasado yo había frecuentado las reuniones de esa sociedad.

«Tomemos otra copa», dijo Reb, evidentemente harto de hablar de Ethical Culture, New Thought, Baha’i y chorradas por el estilo.

Tomamos un poco más de su leonado oporto. Era bueno, pero demasiado fuerte.

«Después de cenar», dijo, «tocaremos algo para ustedes».

Se refería al muchacho y él. (Va a ser horrible, pensé para mis adentros). Pregunté si el chico iba muy adelantado.

«Aún no es un Mischa Elman, desde luego». Se volvió hacia su mujer. «¿Va a tardar mucho la cena?».

Ella se levantó, majestuosa, se alisó el cabello hacia atrás y se dirigió a la cocina. Casi como una sonámbula.

«Sentémonos a la mesa», dijo Reb. «Deben de estar ustedes hambrientos».

Era buena cocinera, la señora Essen, pero demasiado pródiga. Había comida en la mesa para el doble de comensales. El vino era malo. Los judíos no suelen tener buen gusto para el vino, observé para mis adentros. Con el café y el postre trajeron Kümmel y Benedictine, lo que levantó el ánimo a Mona. Le encantaban los licores. Observé que la señora Essen sólo bebía agua. En cambio, Reb había estado pimplando de lo lindo. Estaba ligeramente ebrio, me parecía. Hablaba con dificultad, y sus gestos eran torpes. Daba gusto verlo así; al menos, era auténtico. Por supuesto, la señora Essen fingía no advertir su estado. Pero el hijo estaba encantado; disfrutaba viendo a su viejo hacer el ridículo.

Era una atmósfera bastante extraña, bastante misteriosa. De vez en cuando la señora Essen intentaba elevar el nivel de la conversación. Incluso sacó a relucir a Henry James —su idea de un tema polémico, sin duda—, pero fue inútil. Reb llevaba la voz cantante. Ahora juraba sin reservas y llamaba bobo al rabino. Nada de hablar de chorradas finas. Ahora hablaba de boxeo y lucha libre. Nos estaba contando, para que nos empapáramos, lo que sabía sobre Benny Leonard, su ídolo, y criticaba a Strangler Lewis, a quien detestaba.

Para pincharlo, dije: «¿Y qué me dice de Redcap Wilson?». (En tiempos había trabajado para mí de repartidor nocturno. Sordomudo, si no recuerdo mal).

«¡Bah!», dijo. «De tercera categoría, un maleta».

«Como Battling Nelson», dije.

En ese momento intervino la señora Essen para proponer que pasáramos a la otra habitación, el salón.

«Allí pueden ustedes hablar más cómodos», dijo.

Al oír eso, Sid Essen dio un puñetazo sobre la mesa.

«¿Para qué vamos a movernos?», gritó. «¿Es que no estamos bien aquí? Lo que pasa es que quieres que cambiemos de conversación». Alargó la mano para coger el Kümmel. «A ver, vamos a tomar un poco más, todos. Es bueno, ¿eh?».

La señora Essen y su hija se levantaron para quitar la mesa. Lo hicieron en silencio y con eficacia, como lo habrían hecho mi madre y mi hermana, dejando sólo las botellas y los vasos sobre la mesa.

Reb me dio un codazo para confiarme con lo que creía un susurro: «En cuanto me ve divertirme, me aprieta las tuercas. Ya ve usted lo que son las mujeres».

«Vamos, papá», dijo el chico, «saquemos los violines».

«Sácalos. ¿Quién te lo impide?», gritó Reb. «Pero no desentones, que me sacas de mis casillas».

Nos trasladamos al salón, donde nos arrellanamos en sofás y sillones. Me dan igual lo que tocaran o cómo lo hiciesen. Yo también estaba un poco trompa con el vino barato y los licores.

Mientras los músicos afinaban los instrumentos, pasaron tarta de frutas y después nueces y pacanas con cáscara.

Para empezar habían escogido un dúo de Haydn. Con el primer compás desentonaron. Pero siguieron impasibles, con la esperanza, supongo, de recuperar el compás. Era horripilante oírlos tajar y aserrar sin parar. Hacia la mitad el viejo se detuvo.

«¡Me cago en la leche!», gritó, al tiempo que tiraba el violín a una silla. «Suena espantoso. No estamos en forma, supongo. En cuanto a ti», se dirigió a su hijo, «más vale que practiques un poco más antes de tocar delante de alguien».

Miró a su alrededor como buscando la botella, pero, al advertir una mirada torva de su mujer, se dejó caer sobre un sillón. Murmuró en tono de disculpa que se estaba oxidando. Nadie dijo nada. Lanzó un bostezo ruidoso.

«¿Por qué no echamos una partidita de ajedrez?», preguntó, con tono cansino.

La señora Essen se opuso. «Por favor, ¡esta noche, no!».

Se puso en pie con esfuerzo.

«¡Se asfixia uno aquí!», dijo. «Me voy a dar un paseo. ¡No se vayan! Vuelvo en seguida».

Cuando se hubo ido, la señora Essen intentó explicar su indecorosa conducta.

«Ya no tiene interés por nada; pasa demasiado tiempo solo». Por su forma de hablar, casi parecía que ya hubiera fallecido.

El hijo dijo: «Tendría que tomarse unas vacaciones».

«Sí», dijo la hija, «estamos intentando convencerlo para que vaya a visitar Palestina».

«¿Por qué no lo envían a París?», dijo Mona. «Eso lo animaría».

El chico se echó a reír histéricamente.

«¿Qué sucede?», le pregunté.

Se rió aún con más fuerza. Después dijo: «Si llegara a París, no volveríamos a verlo».

«¡Vamos, vamos!», dijo la madre.

«Ya conoces a papá, perdería del todo la cabeza con todas las chicas, los cafés…».

«¡Qué manera de hablar!», dijo la señora Essen.

«Tú no lo conoces», replicó el chico. «Yo, sí. Quiere vivir. Y yo también».

«¿Por qué no envían a los dos al extranjero?», dijo Mona. «El padre cuidaría del hijo y el hijo del padre».

En ese momento sonó el timbre. Era un vecino que se había enterado de que estábamos visitando a los Essen y venía a conocernos.

«Les presento al señor Elfenbein», dijo la señora Essen. No parecía demasiado complacida de verlo.

Con los codos doblados y las manos entrelazadas, el señor Elfenbein se acercó hacia nosotros. Tenía la cara radiante y le caía sudor de la frente.

«¡Qué privilegio!», exclamó, al tiempo que hacía una pequeña reverencia, y después nos estrechaba las manos vigorosamente. «He oído hablar tanto de ustedes. Espero no molestaros. ¿Hablan ustedes yiddish tal vez… o ruso?». Encorvó los hombros y movió la cabeza de un lado a otro, al tiempo que los ojos seguían como agujas de compás. Me miró fijamente y sonriendo. «La señora Skolsky me ha dicho que le encanta a usted Cantor Sirota…».

Me sentí como un pájaro liberado de su jaula. Me acerqué al señor Elfenbein y le di un fuerte abrazo.

«¿De Minsk o Pinsk?», le pregunté.

«De la tierra de los moabitas», respondió.

Me lanzó una mirada radiante y se acarició la barba. El chico le puso una copa de Kümmel en la mano. El señor Elfenbein tenía un mechón suelto en la calva, tieso como un tirabuzón. Vació la copa de Kümmel y aceptó un trozo de tarta de frutas. Volvió a entrelazar las manos sobre el pecho.

«Qué placer», dijo, «es conocer a un goy inteligente. Un goy que escribe libros y habla a los pájaros. Que lee a los rusos y observa el Yom Kippur. Y tiene el buen gusto de casarse con una muchacha de Bukovina… una cíngara, nada menos. ¡Y actriz! ¿Dónde está ese holgazán de Sid? ¿Otra vez borracho?». Miró a su alrededor como un viejo búho a punto de ulular. «Nun, si un hombre estudia toda su vida y después descubre que es un idiota, ¿está en lo cierto? La respuesta es que sí y que no. En nuestro pueblo decimos que un hombre debe cultivar su insensatez, no la de otro. Y en la Cábala se dice… Pero no vamos a ponernos a discutir bizantinismos ahora mismo. De Minsk vinieron los abrigos de visón y de Pinsk nada más que miseria. Un judío del Pasillo es un judío al que el diablo nunca toca. Moishe Echt era un judío así. Mi primo, en otras palabras. Siempre litigando con el rabino. Cuando llegaba el invierno, se encerraba en el granero. Era guarnicionero…».

Se interrumpió de repente y me dirigió una sonrisa satánica.

«En el Libro de Job», empecé a decir.

«Que sea el Apocalipsis», dijo. «Es más ectoplásmico».

Mona se echó a reír por lo bajines. La señora Essen desapareció discretamente. Sólo se quedó el muchacho. Estaba haciendo señas a la espalda del señor Elfenbein, como si marcara en un teléfono situado en su sien.

«Cuando emprende usted una nueva obra», estaba diciendo el señor Elfenbein, «¿en qué lengua reza primero?».

«En la lengua de nuestros padres», respondí al instante. «Abraham, Isaac, Ezekiel, Nehemías…».

«Y David y Salomón, y Ruth y Esther», terció.

Entonces el muchacho volvió a llenar la copa del señor Elfenbein y éste volvió a vaciarla de un trago.

«Llegará a ser un muchacho excelente», dijo el señor Elfenbein, al tiempo que daba un chasquido con los labios. «Ya no sabe nada de nada. Debería ser un malamed… si tuviera juicio. ¿Recuerda usted en Juzgado y castigado…?».

«Querrá usted decir Crimen y castigo», dijo el joven Essen.

«En ruso es El crimen y su castigo. A ver, siéntate y no hagas gestos a mi espalda. Sé que soy un meshuggah, pero este caballero no lo sabe. Déjale que lo descubra por sí solo. ¿No es así, señor Caballero?». Hizo una reverencia irónica. «Cuando un judío abandona su religión», prosiguió, pensando en la señora Essen, sin duda, «es como la manteca que se convierte en agua. Mejor hacerse cristiano que uno de esos estólidos…». Se interrumpió de repente, para no decir una inconveniencia. «Un cristiano es un judío con un crucifijo en la mano. No puede olvidar que nosotros matamos a Jesús, que era un judío como cualquier otro, sólo que más fanático. Para leer a Tolstoi no hace falta ser cristiano; un judío lo entiende igual. Lo bueno de Tolstoi fue que al final tuvo valor para escapar de su mujer… y regalar su dinero. El lunático es un bendito; no le importa su dinero. Los cristianos son sólo lunáticos fingidos; llevan seguro de vida, además de rosarios y devocionarios. Un judío no anda por ahí con los Salmos; se los sabe de memoria. Hasta cuando está vendiendo cordones para zapatos está tarareando un versículo para sus adentros. Cuando el gentil canta un himno, parece como si estuviera guerreando. ¡Adelante, soldados de Cristo! ¿Cómo sigue…? En marcha como en la guerra. En realidad, siempre están en la guerra… con un sable en la mano y el crucifijo en la otra».

Ahora Mona se levantó para acercarse más. El señor Elfenbein extendió las manos como hacia una compañera de baile. La miró detenidamente de la cabeza a los pies, como un subastador. Después dijo: «¿Y qué es lo último que representó usted, mi rosa de Sharon?».

«La cacatúa verde», contestó ella, que siempre tenía respuestas para todo.

«¿Y antes de ésa?».

«La canción de la cabra, Liliom… Santa Juana».

«¡Alto!». Alzó la mano. «El Dybbuck es más adecuado para su temperamento. Más ginecológico. A ver, ¿cuál era esa obra de Sudermann? Es igual. Ah, sí… Magda. Usted es una Magda, no una Monna Vanna. Dígame: ¿qué tal quedaría yo en El dios de la venganza? ¿Soy un Schildkraut o un Ben Ami? ¡Prefiero actuar en Siberia que en El criado en casa!». Le dio una palmadita bajo la barbilla. «Me recuerda usted un poco a Elisa Landi. Sí, con una pincelada de Nazimova tal vez. Si tuviera más peso, podría ser otra Modjeska. Hedda Gabler, ésa era una obra para usted. Mi favorita es El pato salvaje. Después de ésta, El calavera del mundo occidental. Pero no en yiddish, ¡no lo quiera Dios!».

Evidentemente, el teatro era su tema preferido. Años atrás había sido actor, primero en Rumeldumvitza o algún agujero así, después en el Thalia del Bowery. Allí había conocido a Ben Ami. Y en otro sitio a Blanche Yurka. También había conocido a Vesta Tilley, cosa rara. Y a David Warfield. Consideraba una joya Androcles y el león, pero no le gustaban demasiado las obras de Shaw. Le gustaban mucho Ben Jonson y Marlowe y Hasenclever y von Hoffmansthal.

«Las mujeres bellas raras veces suelen ser buenas actrices», estaba diciendo. «Siempre debe haber un defecto de algún tipo: la nariz larga o los ojos un poco desenfocados. Lo mejor es tener una voz fuera de lo común. La gente siempre recuerda la voz. La de Pauline Lord, por ejemplo». Se volvió hacia Mona. «Usted también tiene buena voz. Hay en ella azúcar moreno y clavo y nuez moscada. La peor es la voz americana… sin alma. Jacob Ben Ami tenía una voz maravillosa… como la sopa buena… nunca se volvía rancia. Pero la arrastraba como una tortuga. Una mujer debe cultivar la voz por encima de todo. También debe pensar más, sobre lo que significa la obra… no sobre su exquisito postillón… quiero decir posterior. Las actrices judías suelen tener demasiadas carnes; cuando caminan por el escenario, tiemblan como un flan. Pero tienen pena en la voz… Sorge. No tienen que imaginar que un demonio les arranca un pecho con pinzas al rojo. Sí, el pecado y la pena son los mejores ingredientes. Y un poco de phantasmus. Como en Webster y en Marlowe. Un zapatero que habla con el diablo cada vez que va al retrete. O se enamora de una planta de judías, como en Moldavia. Las obras irlandesas están llenas de lunáticos y borrachos, y los disparates que dicen son disparates sagrados. Los irlandeses siempre son poetas, sobre todo cuando no saben nada. También se han visto torturados, tal vez no tanto como los judíos, pero bastante. A nadie le gusta comer patatas tres veces al día ni usar una horquilla de mondadientes. Grandes actores, los irlandeses. Chimpancés natos. Los británicos son demasiado refinados, demasiado cerebrales. Una raza masculina, pero castrada…».

En la puerta se estaba produciendo una conmoción. Era Sid Essen que volvía de su paseo con un par de gatos escuálidos que había recogido. Su mujer estaba intentando echarlos.

«¡Elfenbein!», gritó, al tiempo que saludaba con la gorra. «¡Se te saluda! ¿Cómo has llegado hasta aquí?».

«¿Cómo quieres que llegara? Con los dos pies, ¿no?». Dio un paso adelante. «¡Déjame olerte el aliento!».

«¡Anda, anda! ¿Cuándo me has visto borracho?».

«Cuando estás demasiado contento… o muy triste».

«Un gran amigo, Elfenbein», dijo Reb, pasándole, cariñoso, un brazo por el hombro. «El rey Lear Yiddish, eso es… Pero, bueno, ¿qué pasa? Están vacías las copas».

«Como tu cabeza», dijo Elfenbein. «Bebe con el espíritu. Como Moisés. De la roca sale agua a chorros, de la botella sólo necedad. Qué vergüenza, hijo de Zweivel, que tengas tanta sed».

La conversación se dispersó. La señora Essen se había deshecho de los gatos, había limpiado la suciedad que habían dejado en el vestíbulo, y estaba alisándose de nuevo el cabello hacia atrás. Una dama, de los pies a la cabeza. Sin rencor ni recriminaciones. Gélida, con esos modales superrefinados y culturéticos. Se sentó junto a la ventana, con la esperanza, sin duda, de que la conversación adquiriera un cariz más racional. Apreciaba al señor Elfenbein, pero éste la angustiaba con sus charlas sobre Europa, sus gestos de loco, sus chistes viejos.

Ahora el Rey Lear Yiddish estaba desenfrenado. Se había lanzado a un largo monólogo sobre el Zend Avesta, con alusiones ocasionales al Libro de etiqueta, judío, es de suponer, si bien por las referencias que hacía a él igual podría haber sido chino. Acababa de decir que, según Zoroastro, el hombre había sido elegido para continuar la obra de la creación. Después añadió: «El hombre no es nada, si no es un colaborador. Dios no se mantiene vivo con oraciones e inyecciones. El judío ha olvidado todo esto… y el gentil es un inválido espiritual».

A esas afirmaciones siguió una discusión confusa, que divirtió mucho a Elfenbein. En medio de ella se puso a cantar a voz en grito: «Rumeinie, Rumeinie, Rumeinie… a mameligele… a pastramele… a karnatsele… un a greizele wine, Aha!».

«¿Ve?», dijo, cuando se había extinguido el griterío, «hasta en una casa liberal es peligroso introducir ideas. Hubo un tiempo en que una conversación así era música para los oídos de uno. El rabino cogía un cabello y con una navaja como la de afeitar lo dividía en mil cabellos. Nadie tenía que estar de acuerdo con él; era un ejercicio. Aguzaba la inteligencia y nos hacía olvidar el terror. Si la música sonaba, no necesitabas compañero; bailabas con Zov, Toft, Giml. Ahora, cuando discutimos, nos ponemos vendas en los ojos. Vamos a ver a Tomachevski y lloramos como cerdos. Ya no sabemos quién es Pechorin ni Aksakov. Si en el escenario un judío visita un burdel —¡tal vez se haya equivocado de camino!—, todo el mundo se ruboriza por el autor. Pero un buen judío puede sentarse en el matadero y pensar sólo en Jehová. En cierta ocasión en Bucarest vi a un santo que se acabó una botella de vodka él solo y después habló durante tres horas sin parar. Habló de Satán. Lo presentó tan repulsivo, que yo podía olerlo. Cuando salí del café, todo me parecía satánico. Tuve que ir a un prostíbulo, con perdón, para librarme del azufre. Fulguraba como un horno allí; las mujeres parecían ángeles rosa. Hasta la Madame, que en realidad era un buitre. ¡Cómo lo pasé aquella noche! Todo porque el Tzaddik había tomado demasiado vodka.

»Sí, es bueno pecar de vez en cuando, pero no convertirse en un puerco. Pecar con los ojos abiertos. Ahogarte en los placeres de la carne, pero colgando de un cabello. La Biblia está llena de patriarcas que se abandonaron a los placeres de la carne, pero nunca perdieron de vista al Dios único. Nuestros antepasados fueron hombres espirituales, pero tenían carne en los huesos. Se podía tomar a una concubina y sentir respeto por la esposa propia. Al fin y al cabo, la prostituta aprendía su oficio a la puerta del templo. Sí, el pecado era real entonces, y Satán también. Ahora tenemos la ética, y nuestros hijos se convierten en fabricantes de vestidos, gángsteres, concertistas. Pronto los convertirán en trapecistas y jugadores de hockey…».

«Sí», dijo Reb desde las profundidades de su sillón, «ahora somos menos que nada. En tiempos teníamos orgullo…».

Elfenbein terció.

«Ahora tenemos al judío que habla como el gentil, que dice que nada importa sino el éxito. El judío que envía a su hijo a una academia militar para que aprenda a matar a su compatriota judío. A la hija la envía a Hollywood, para que se haga un nombre, como húngara o romana, enseñando su desnudez. En lugar de grandes rabinos tenemos boxeadores de pesos pesados. Ahora tenemos hasta homosexuales, weh is mir. Pronto tendremos cosacos judíos».

Como un estribillo, Reb prosiguió: «El Dios de Abraham ya no existe».

«Que enseñen su desnudez», dijo Elfenbein, «pero que no finjan ser gentiles. Que recuerden que sus padres fueron buhoneros eruditos y cayeron como paja bajo las botas de los matones».

Siguió y siguió hablando, saltando de un tema a otro, como una gamuza en el aire. Pronunció nombres como Mordecai y Ahasuero, junto con El abanico de Lady Windermere y Sodoma y Gomorra. De un resuello se extendió sobre La fiesta del zapatero y las tribus perdidas de Israel. Y siempre, como una enfermedad estival, volvía a la enfermedad de los gentiles, se comparaba con eine Arschkrankheit. Egipto de nuevo, pero sin grandeza, sin milagros. Y esa enfermedad estaba ahora en el cerebro. Gusanos y semillas de adormidera. Hasta los judíos esperaban el día de la resurrección. Para ellos, dijo, iba a ser como la guerra sin balas de expansión.

Ahora se dejaba arrastrar por sus propias palabras. Y bebiendo sólo agua de seltz. La palabra bendición, que había dejado caer, pareció causar una explosión en su cabeza. ¿Qué era la bendición? Un largo sueño en las trompas de Falopio. O… los humos sin Schreckichkeit. El Danubio siempre azul, como en un vals de Strauss. Sí, reconoció, en el Pentateuco había muchos disparates escritos, pero tenía una lógica. No todo eran chorradas en el Libro de los Números. Era apasionante teológicamente. En cuanto a la circuncisión, igual se podía hablar de espinacas picadas, para lo que importaba. Las sinagogas olían a productos químicos y polvo contra cucarachas. Los amalaquitas eran las cucarachas espirituales de su época, como los anabaptistas de la actualidad.

«No es de extrañar», exclamó, al tiempo que nos hacía un guiño aterrador, «que todo esté en estado de confusión. Qué ciertas eran las palabras del Tzaddik que dijo: “Aparte de Él, nada está claro de verdad”».

¡Uf! Se estaba quedando sin aliento, pero aún no había acabado. Ahora dio un salto fosforescente desde las profundidades de su trampolín. Tenía que citar a unos cuantos grandes hombres: pertenecían a otro orden. Barbusse, Tagore, Romain Rolland, Péguy, por ejemplo. Los amigos de la Humanidad. Seres heroicos, todos ellos. Hasta América era capaz de producir un alma humanitaria, como atestiguaba Eugene V. Debs. Hay ratones, dijo, que llevan el uniforme de mariscal de campo y dioses que se mueven entre nosotros como mendigos. La Biblia estaba llena de gigantes morales y espirituales. ¿Quién podía compararse con el rey David? ¿Quién era tan magnífico, tan sabio, como Salomón? El león de Judá seguía vivo y resoplando. Ningún anestésico podía hacer dormir permanentemente a ese león.

«Estamos acercándonos», dijo, «a una época en que hasta la artillería más pesada quedará enredada en telas de araña y los ejércitos se disolverán como la nieve. Las ideas se desmoronan, como muros viejos. El mundo encoge, como la piel de una ciruela, y los hombres se apretujan como sacos húmedos y enmohecidos de miedo. Cuando los profetas están agotados, deben hablar las piedras. Los patriarcas no necesitaban megáfonos. Permanecían inmóviles y esperaban a que el Señor apareciera ante ellos. Ahora saltamos de acá para allá como ranas, de un sumidero a otro, y hablamos un guirigay. Satán ha extendido su red sobre el mundo y nosotros saltamos como peces listos para pasar a la sartén. El hombre fue colocado en medio de un jardín, desnudo y sin sueños. ¡Conoce tu lugar!, fue el mandamiento. No “¡Conócete a ti mismo!”. El gusano se convierte en mariposa sólo cuando queda embriagado con el esplendor y magnificiencia de la vida. Hemos cedido a la desesperación. La embriaguez ha substituido al éxtasis. Un hombre embriagado con la vida ve visiones, no serpientes. No tiene resacas. Hoy día tenemos un pájaro azul en cada casa… embotellado y taponado. Unas veces se llama Old Kentucky, otras veces es un número de matrícula: Vat 69. Todos venenosos, aun diluidos».

Hizo una pausa para echarse más agua de seltz en el vaso. Reb estaba dormido como un tronco. Tenía una expresión de absoluta felicidad, como si hubiera visto el Monte Sinaí.

«Ahora», dijo Elfenbein, alzando el vaso, «brindemos por las maravillas del Mundo Occidental. ¡Ojalá desaparezcan pronto! Se está haciendo tarde y he monopolizado la palabra. La próxima vez hablaremos de temas más ecuménicos. Tal vez les cuente mi época Carmen Sylva. Me refiero al café, no a la reina. Si bien puedo decir que una vez dormí en su palacio… es decir, en el establo. Recuérdeme que les hable de Jacob Ben Ami. Fue mucho más que una voz…».

Cuando nos despedíamos, nos preguntó si podía acompañarnos hasta nuestro portal.

«Encantado», dije.

Cuando íbamos por la calle, se detuvo para dar rienda suelta a la inspiración.

«¿Me permite sugerirle», dijo, «que, si aún no ha decidido el título de su libro, lo llame Este mundo gentil? Sería de lo más adecuado, aunque carezca de sentido. Use un nom de plume como Boguslavsky: eso confundirá aún más al lector».

«No siempre soy tan charlatán», añadió, «pero ustedes, ustedes dos, son del tipo Grenze, y para un vagabundo de Transilvania eso es como un aperitivo. Siempre quise escribir novelas, novelas disparatadas, como Dickens. Del estilo de Mister Pickwick. Pero, en lugar de eso, me convertí en una tarambana. En fin, voy a darles las buenas noches ahora. Elfenbein es mi seudónimo; el nombre auténtico les asombraría. Consulten el capítulo XIII del Deuteronomio: “Si surge entre vosotros urt…”». Le dio un violento ataque de estornudos. «¡El agua de seltz!», exclamó. «Tal vez debiera ir a un baño turco. Es la hora de otra epidemia de gripe. En fin, ¡buenas noches! ¡Adelante como en la guerra! ¡No olviden al león de Judá! Pueden verlo en el cine, cuando comienza la música». Imitó el rugido. «Eso», dijo, «es para demostrar que sigue despierto».

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