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NEXUS » 10. Cambios

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CAPÍTULO 10

CAMBIOS

Watson Cole se sentó en las rocas y contempló el Pacífico. La desolación del lugar lo convertía en un sitio bonito a su manera. La pequeña ciudad de Todos Santos se levantaba a cincuenta kilómetros al sur por la carretera. Aquí la playa era mejor, con más arena y menos piedras. Los turistas se tostaban al sol y tomaban margaritas a sorbitos mientras se congratulaban por haber descubierto este pintoresco rincón paradisiaco lejos del atiborrado y bullicioso Cabo San Lucas. La playa era salvaje y estrecha. Las olas rompían con fuerza en las rocas y en la delgada franja de arena parda. Algunos arbustos se aferraban al suelo. Los turistas no tenían motivo para desplazarse tan al norte.

Cole había llegado a su escondrijo hacía dos noches. La huida había sido tensa. Las lentes de contacto y la modificación de las facciones habían burlado los lectores biométricos en la frontera, pero no podía hacer nada con el tamaño de su cuerpo. Era un tipo llamativo. Si la ERD confiara más en los medios humanos… En fin, había escapado.

Las pesadillas lo despertaban todas las mañanas. Arman, el fiscal idealista. La imagen de su familia muerta en su casa, asesinada como represalia por haberse atrevido a denunciar al sobrino corrupto equivocado. Temir. El dolor al ver su pueblo arrasado por el ejército, que buscaba unos rebeldes que no había.

Y Lunara. Ella por encima de todo. Los últimos instantes de su vida… De no haber sido por Lunara ahora no sería un fugitivo; estaría en algún lugar perdido al otro lado del océano. Probablemente en Asia Central. Como «asesor militar». Llevando a cabo misiones de operaciones especiales; reprimiendo a los rebeldes; acumulando menciones al valor. Quién sabe si no estaría incluso en la Escuela de Oficiales.

Y, sin embargo, era un hombre en busca y captura.

Wats no sentía arrepentimiento. Había tomado libremente sus decisiones. Que lo capturaran en las montañas kazajas era lo mejor que podía haberle ocurrido. Evidentemente no había sido fácil. Habían sido los seis meses más dolorosos, confusos y perturbadores de su vida. Sin embargo, habían servido para que abriera los ojos. Y una vez abiertos, era difícil volver a cerrarlos.

Recordó otra playa. Una playa deseca. Los huesos secos del mar de Aral. El desierto que había contenido agua. El mar interior que los rusos habían drenado para regar sus cultivos en el norte. Nurzhan lo había llevado por allí varias veces, ya hacia el final, cuando su cautiverio se había transformado en otra cosa.

«—Aquí nos jodieron los comunistas —le había dicho el geólogo—. Luego vinisteis los americanos a darnos la puntilla. —Rio con amargura—. Comunismo, capitalismo… todo es lo mismo. Los poderosos quieren recursos: agua, gas, uranio… y cuando los encuentran, estiran la mano y los cogen, y a quién le importa a quién aplasten por el camino, ¿eh? Dictadura y democracia son la misma cosa. A vuestra bonita democracia le importamos un carajo, ¿o no? Todos nacimos iguales, ¿no? Tenemos derechos intangibles, a no ser que se viva en un lugar remoto como el nuestro. Los norteamericanos luchasteis y derrotasteis a vuestro rey británico porque era un dictador. Lo mismo ocurrirá con nosotros. Derrotaremos a nuestro dictador pese a vuestra oposición.»

«No —pensó Wats—. Lo siento, Nurzhan, pero no lo derrotaréis. Habéis perdido.»

Llevaban dos años muertos. Todos.

Lanzó una piedra al mar. No había vuelta atrás. La única opción era seguir adelante.

El mundo que encontró cuando fue liberado de su cautiverio había cambiado. Los rebeldes habían sido derrotados. El «presidente» había consolidado su poder en Almaty. El gas circulaba en abundancia. Las minas de uranio no descansaban. Estados Unidos había conseguido otro aliado fronterizo de China para pararle los pies.

Cuando fue liberado supo que las mejoras que le habían implantado eran cancerígenas. Se había descubierto durante sus meses de cautiverio. No había sido de la noche a la mañana, por supuesto. Todo había comenzado con una leve desestabilización del genoma. Los virus que habían proporcionado a las células copias adicionales de los genes para el incremento de la masa muscular, la densidad ósea y la velocidad de las transmisiones nerviosas, y el resto de las mejoras que le habían introducido, no habían realizado su tarea con la pulcritud esperada. En uno de cada varios millones de casos se había introducido el gen nuevo en el lugar equivocado, lo que había alterado la programación genética de las células. Solo eran casos aislados. Nada grave, en realidad. Salvo que con el tiempo… con el tiempo, esas alteraciones genéticas iban sumándose unas a otras y aparecían los tumores. Cuando cumpliera cuarenta años, cuarenta y cinco como mucho, la medicina moderna tendría la capacidad de combatir el cáncer, le habían dicho. De momento podían eliminarle los tumores con rayos gamma, reprogramarlos con virus más específicos, cortarles el suministro de sangre con supresores de angiogénesis.

Pero con el tiempo alguno prosperaría. Quizá dentro de un año, de cinco, de diez… Todo dependía de cuándo se lo detectaran, de la parte del cuerpo donde se hallara, de cómo respondiera a un tratamiento agresivo. Eran tantas las variables.

Alguien antes que él había amenazado con acudir a los tribunales, con hacerlo público. El cuerpo no podía tolerarlo, así que se ofreció un acuerdo a todas las personas que habían recibido el mismo paquete de mejoras que él. Con el dinero de la indemnización, Wats podría haber vuelto a su casa de Haití y vivir como un rey el resto de su (presumiblemente cortísima) vida. O podría haberse quedado en Estados Unidos y dedicarse al activismo, a dar a conocer la guerra que había presenciado, a hablar de los compañeros que se habían desangrado, que habían muerto y matado para mantener en el poder a un asesino, para apoyar a un gobierno de «ladrones, violadores y asesinos», como solía denominarlos Temir. O podría haber estudiado. Podría haber esperado, continuado con los chequeos médicos, con los dedos cruzados para que se descubriera de una vez la cura, manteniendo viva la llama de la esperanza.

Lanzó otra piedra al agua.

Con el dinero de la indemnización podría haber conseguido un par de identidades falsas y comprar este escondrijo donde se había ocultado en mitad de la nada.

¿Y ahora qué? Aunque consiguiera regresar a Estados Unidos no tenía adónde ir. Su padrastro había renegado de él por su activismo antibélico. Wats había hablado con demasiada claridad sobre la responsabilidad de la guerra estadounidense contra la droga en la aparición de los narcobarones que habían destrozado Haití. Había hablado demasiado sobre la guerra en Kazajistán que había mantenido en el poder a un dictador. Ya no era hijo de Frank Cole.

¿Volver a Haití? ¿A la tierra que le había visto nacer? Seguramente ya estarían buscándolo allí. ¿Empezar una nueva vida tranquila en otro lugar? ¿Quedarse en México y vivir de los ahorros hasta que el cáncer lo matara? Tenía otra misión en su vida, mucho más importante. Temir, Nurzhan, Lunara… ellos habían arriesgado la vida para enseñarle algo. Y él debía evitar que su muerte fuera en vano. Todavía tenía cuentas pendientes.

El teléfono móvil desechable que había comprado en Cabo emitió un pitido. Wats le echó un vistazo. Los rastreadores de información habían encontrado algo. Una nueva mención de Kade en internet. Era extraño; desde que había ejecutado los rastreadores de datos solo había recibido docenas de noticias sobre las actuaciones y la música de Rangan y centenares de referencias a los artículos de Ilya, pero nada sobre Kade.

Abrió la noticia. Se trataba de un congreso. La reunión de la Sociedad Internacional de Neurociencias en Bangkok. Aparecía el programa de la conferencia impartida por Kaden Lane. Kade nunca le había hablado de un viaje a Tailandia.

Bangkok, la ciudad del vicio. La Babilonia moderna. Ciudad de templos y putas. Había pasado algunos momentos memorables en la capital tailandesa durante los dos años que había estado destinado en Birmania. En Bangkok podía conseguirse todo lo que se quisiera: carne, fantasías, drogas.

Y armas.

Si se trataba de una trampa, el lugar era perfecto. Sabrían que había estado allí. Wats conocía las entrañas de la ciudad. Chapurreaba el tailandés. Se planteó la posibilidad de viajar allí, buscar a Kade y liberarlo.

Y si liberaba a Kade… él podría mantener vivo Nexus 5. La esperanza de darlo a conocer al mundo seguiría viva. Y si Nexus 5 llegaba al pueblo… cambiaría a la gente como lo había cambiado a él. El contacto con otra mente a través de Nexus lo había cambiado.

No había elección. Aunque Kade volviera a negarse; aunque fuera una trampa. Iría con los ojos bien abiertos. De todos modos ya estaba condenado a morir. Solo era una cuestión de tiempo.

«Todos nacemos moribundos —le había dicho alguien—. Lo único importante es cómo aprovechamos el instante que se nos ha concedido.»

Wats quería emplear ese instante en cambiar el mundo. Quería emplearlo en abrir los ojos a los ciudadanos de su patria de adopción, en devolver el regalo con el que Temir, Nurzhan, Lunara y todos los demás le habían obsequiado.

Tiró una última piedra al mar. Había llegado el momento de ponerse en acción. Tenía siete semanas.

Watson Cole se puso de pie y empezó a caminar.

Sam aguardaba en la antesala del despacho del subdirector de la División de Seguridad Warren Becker. Estaba que se subía por las paredes. Sin embargo, se obligaba a permanecer inmóvil, sentada en la incómoda silla de la sala de espera, con la espalda recta y las manos entrelazadas sobre el regazo. Desde fuera parecía tranquila, pero por dentro estaba en plena ebullición.

«Seguramente será un error.»

Se abrió la puerta y la cita anterior de Becker salió del despacho. El hombre, cuyo rostro le sonaba a Sam de la división de política, se volvió fugazmente hacia ella y enseguida desvió la mirada.

—Entra, Sam —dijo Becker desde el otro lado de la puerta.

Sam respiró hondo, pasó junto a la secretaria de Becker, entró en la oficina con paso decidido y cerró la puerta. Becker estaba sentado a su enorme escritorio de caoba con los escudos gemelos del DHS y la ERD estampados.

—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó el subdirector.

—Señor, el doctor Holtzmann acaba de citarme en el departamento para administrarme Nexus 5. Quiere realizar una integración permanente. Afirma que está siguiendo sus órdenes.

—En efecto —respondió Becker—. Son órdenes mías.

—Señor —continuó Sam, con los puños apretados en las caderas—, opino que es una idea nefasta.

—Tomo nota —repuso el subdirector.

—Una cosa es correr el riesgo de probarlo durante una misión, pero Holtzmann habla de mantenerlo dentro de mi cabeza durante semanas, quizá meses… Eso no puede ser bueno.

—Sam, es imprescindible para la misión, y probablemente para otras muchas cosas.

—No acabo de verlo.

Becker empezó a enumerar las razones acompañándose de los dedos:

—En primer lugar, la experiencia que ganarás aumentará tu capacidad para engañar sobre tu identidad a cualquier persona que esté utilizando Nexus en el caso de que vuestras mentes se interconecten.

—Para eso ya tenemos el implante de memoria hipnótica —replicó Sam.

—Que no funcionó en la última misión —señaló Becker.

—Lo haré mejor la próxima vez. Estaré más preparada —dijo Sam.

—En efecto —repuso Becker—, lo estarás. Porque habrás practicado durante semanas la conexión mental con Nexus 5.

»En segundo lugar —continuó Becker, levantando otro dedo—, os proporcionará a Lane y a ti un canal alternativo durante la operación para que podáis comunicaros sin hablar. En tercer lugar, te permitirá controlar las emociones de Lane y quizá levantarle el ánimo. Su entrenamiento está siendo un desastre. Su incapacidad para mantener la calma pone en riesgo toda la misión.

—Entonces envíe a otra persona —respondió Sam todo lo calmada que pudo. Notaba las uñas clavándosele dolorosamente en las palmas de las manos—. Mi presencia lo pondrá más nervioso, no ayudará a su estabilidad. Y soy el agente equivocado para pasearse por ahí con esa cosa dentro de la cabeza.

—No hay nadie más adecuado, Sam.

—¿Qué me dice de Anderson?

—Está trabajando infiltrado en una misión que va para largo. Estará ocupado varias semanas, quizá más.

—¿Y Novaks?

Novaks no tiene una identidad falsa adecuada. Tú ya tienes establecida una identidad como estudiante de doctorado en neurociencias, y además próxima a Lane. Novaks no.

Sam hurgó en su memoria.

—¿Y Evans? Él sí tenía una identidad relacionada con las neurociencias.

Becker no movió un músculo de la cara, pero se produjo un cambio en sus ojos.

—Chris Evans fue herido de gravedad la semana pasada. —Suspiró—. Pronto recibirás un informe de lo ocurrido. Queríamos recabar más información sobre su recuperación antes de hacerlo público. Sé que erais amigos…

Sam se quedó blanca. Eran algo más que amigos. Ella y Evans habían llevado a cabo el entrenamiento juntos. Habían sido amantes durante una temporada, hasta que los desafíos de su trabajo y las dificultades para ocultar su relación al resto de los colegas los superaron. Siempre había sido muy cariñoso con ella…

—¿Tan grave es? —preguntó.

Becker torció el gesto.

—Es grave, Sam. Se había infiltrado en una red de DWITY y de alguna manera lo descubrieron. Perdimos el contacto con él. Le metieron veinte balas. Tardamos dos horas en dar con él. Cuando lo encontramos estaba clínicamente muerto. Las válvulas cerebrales y la hiperoxigenación lo salvaron. Ha sobrevivido, pero por los pelos.

DWITY. Do what I tell you. La droga que convertía a las personas en esclavos. Esclavos para los depredadores sexuales, para las redes de proxenetas o cosas peores. Solo pensarlo le provocó náuseas. Chris había sido herido luchando contra esa…

—¿Está en regeneración? —preguntó Sam.

Becker asintió lentamente con la cabeza.

—Los daños son importantes. Tiene la mayoría de los órganos afectados de muerte celular. En estos momentos están replicando un corazón para desconectarlo de la máquina. Le espera un camino largo y duro. Es posible que nunca se recupere del todo.

Sam tragó saliva. Notaba la bilis subiéndole hasta la garganta. Se preguntó si Chris habría estado consciente durante aquellas dos horas. Las válvulas corticovasculares de cuarta generación debían haberse cerrado por completo en cuanto se desplomó la presión arterial para evitar que la sangre hiperoxigenada escapara de su cerebro. Entonces debía haber entrado en acción el control del dolor. Probablemente Chris permaneció despierto y fue consciente de todo el proceso. ¿Qué sentiría uno con el corazón detenido, el cuerpo cosido a balazos y desangrándose, mientras el cerebro continúa activo, a la espera de ser encontrado o de morir…?

Cualquier día podía tocarle a ella.

Becker seguía hablándole:

—Así que ya ves, Sam. No te miento. No hay nadie más.

Sam asintió. Sus reservas palidecían al lado de lo que debía estar pasando Chris Evans.

—Soy consciente de tu profunda repulsa hacia esta tecnología —dijo Becker—. Y conozco tus motivos. En parte por eso confío en ti. Todos hacemos cosas que no nos gustan. Todos corremos riesgos. Chris lo hizo. Él puso en juego su vida. Sé que no te resultará agradable, y por eso mi confianza en ti es mayor.

Becker continuaba sin entenderlo. El problema no era que fuera una experiencia desagradable. El problema era que no lo era en absoluto. Le había gustado poder tocar la mente de otra persona, y eso era precisamente lo que la aterraba, lo que le hacía sentirse una traidora. Sam volvió a notar las náuseas.

Pero no había nadie más disponible. Tendría que aceptar el encargo.

—Gracias por tomarse la molestia de recibirme, señor. Si habla con el agente Ev… si habla con Chris, por favor, dígale que le envío muchos ánimos.

Becker asintió con la cabeza.

—Estoy convencido de que le alegrará oírlo. Me encargaré de avisarte cuando pueda recibir visitas. ¿Algo más?

—No, señor.

Sam salió del despacho y cerró la puerta. Notaba su pecho en plena ebullición. Le revolvía el estómago la posibilidad de que Chris Evans hubiera estado a punto de morir. Le revolvía el estómago lo que estaba a punto de hacer en el cumplimiento del deber.

Logró retener la bilis el tiempo necesario para llegar al cuarto de baño, pasar junto a la mujer que estaba retocándose el maquillaje y entrar en uno de los cubículos, donde se puso de rodillas y vomitó la comida en el retrete.

Los recuerdos continuaban muy frescos en la memoria pese al tiempo transcurrido. Otra ráfaga de náuseas. Volvió a inclinarse con espasmos sobre el retrete y devolvió toda la comida que aún conservaba en el estómago. Sabía que cumpliría su deber. No sabía hacer otra cosa. La ERD era su única familia; la única que había tenido en los últimos años.

Volvió a inclinarse y vomitó hasta vaciarse.

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