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NEXUS » 12. Dos billetes para el paraíso

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CAPÍTULO 12

DOS BILLETES PARA EL PARAÍSO

Kade metió el equipaje de mano en el compartimento superior del

avión del vuelo 819 con destino a Bangkok.

—¡Kade! —dijo Samantha Cataranes desde su asiento, contiguo al de él—. ¿Vas al congreso de neurociencias?

Kade notaba la presencia de la mente de Sam en la suya. Nakamura ya le había avisado de que ocurriría. No había posibilidad de error: era Samantha Cataranes. En el caso de que el nuevo rostro de su compañera le hubiera generado dudas, el contacto de sus mentes las despejaba. Recordaba perfectamente aquella mente de la noche en Simonyi Field.

La señal le llegaba fuerte y clara. No tanto como las procedentes de Rangan, Ilya o Wats, pero, sin duda, más que las de cualquier usuario esporádico. Eso significaba que Sam llevaba varias semanas utilizando Nexus 5. Había estado practicando.

—Hola, Robyn —respondió Kade, poniendo énfasis en su nombre falso—. ¿Tú también vas?

—Sí.

<Solicitud de chat de Robyn Rodríguez.

¿Aceptar? S/N>

«Cooperación total», le habían dicho. Kade suspiró.

<Aceptar: S>

[robyn] Hola.

[kade] Qué casualidad encontrarte aquí.

Kade intentó desterrar de su mente la amargura y la ira que sentía.

[robyn] ¿Qué tal tu cabeza?

Kade se llevó la mano a la sien, donde Sam le había golpeado. El moratón le había durado una semana.

[kade] Mejor. ¿Qué tal tu costado?

[robyn] Mejor.

A Kade no le hacía gracia que el nombre que le aparecía en el chat fuera «robyn». Tenía que recordar con quién estaba comunicándose, así que navegó por el menú y la renombró como «sam».

[kade] No te lo tomes a mal, pero ¿por qué te han elegido a ti?

[sam] Era el único agente adecuado disponible. Y no me lo tomo a mal.

[kade] Qué lástima.

[sam] Piensa lo que quieras, Kade. Mi trabajo consiste en garantizar tu seguridad durante la misión.

[kade] Doy saltos de alegría.

Permanecieron en silencio un rato, pero Kade, muy a su pesar, no tenía las fuerzas necesarias para estar cabreado todo el vuelo. Lo único que quería era acabar cuanto antes aquella aventura, contentar a sus jefes de la ERD y regresar a casa sano y salvo.

Sam, por su parte, no despegaba los ojos de la tableta, primero estuvo navegando por guías de viaje de Bangkok y Tailandia y señalando a Kade la información que podría interesarle; luego lo hizo por el programa del congreso de la Sociedad Internacional de Neurociencias.

Kade también estuvo hojeando una guía de viaje. Tailandia, con sus junglas, sus cascadas, sus playas y sus innumerables templos, parecía un país de una belleza apabullante.

«Ojalá fueran unas vacaciones», pensó.

El programa del congreso estaba plagado de conferencias fascinantes: «Sustratos neurales del razonamiento simbólico», «La inteligencia y las posibilidades de incrementarla», «Programación mediante bucles emotivos: una nueva senda para la inteligencia artificial general». Era increíble que fueran a celebrarse aquellas conferencias. En Estados Unidos, la mitad de los temas que trataba se habrían clasificado como amenazas tecnológicas emergentes.

«No me extraña que los congresos internacionales den mil vueltas a los que se celebran en Estados Unidos», pensó Kade. Las investigaciones en la materia ya no eran legales en su país.

Miró de refilón a Sam. Ella era uno de los motivos de que estuviera metido en aquello. Formaba parte de la organización que estaba chantajeándolo. Era una representante de las leyes que él despreciaba, una agente de la ignorancia y la represión cuyo primer recurso era la violencia. No sería fácil olvidarlo.

Dos películas, tres comidas y catorce horas después, por fin sobrevolaban Bangkok. Las nubes los envolvieron durante unos segundos que se hicieron eternos, hasta que de repente emergieron de ellas y les acribillaron las luces de la segunda mayor metrópoli del sudeste asiático. Minutos después aterrizaron.

Kade no quitó el ojo de Sam cuando recogieron el equipaje y pasaron los controles de aduanas e inmigración. Ella sonrió al funcionario de inmigración y se tocó el pelo de manera distraída. El agente le indicó que pasara con un gesto.

«¿Cuántas identidades tendrá? ¿Con qué frecuencia hará esto?» Kade la percibía a través de la conexión Nexus. Sam estaba tranquila y serena.

Cuando llegó el turno de Kade, el agente de inmigración tampoco se entretuvo con él y rápidamente le permitió la entrada.

«Así que en esto consiste ser espía.»

El calor de Bangkok cayó como una losa sobre Kade en cuanto salió de la terminal climatizada del aeropuerto. Eran las once de la noche, pero hacía más calor que el día de verano más caluroso en California. El ruido también era ensordecedor. El estruendo de los motores de los cochecitos, el rugido de los autobuses, los gritos de los vendedores ambulantes, el Skytrain que circulaba por encima de sus cabezas, toda clase de gritos en inglés y en tailandés; y los olores, a biodiésel, a polvo, a sudor y a carne en las parrillas; y la sensación del aire cálido y húmedo en la piel; las luces brillantes, los coches de la policía, los letreros luminosos con ledes parpadeantes que anunciaban lugares donde pasar la noche, donde comer o follar, ver chicas desnudas, o chicos, entre otras muchas cosas.

Kade quedó fascinado a pesar del cansancio. Ni siquiera podía hablarse de que fuera Bangkok propiamente dicho; solo estaba en la salida del aeropuerto. Se sintió capaz de absorber todas aquellas sensaciones; de experimentarlas a la vez.

Sam silbó y agitó una mano en el aire, y al instante apareció un taxista de uniforme que se puso a tirar de las maletas que sujetaba Kade mientras sacudía la cabeza hacia un coche que estaba esperando. Kade se dejó llevar, y en un abrir y cerrar de ojos se encontró metido en el taxi e incorporándose a la autopista Bangkok-Chonburi en dirección al centro de la ciudad.

El taxista hablaba un inglés decente y no cerró la boca en todo el trayecto. ¿Habían venido para el congreso? Sí, todos los hoteles de la ciudad estaban llenos. Si querían tomarse un respiro de tantos templos y mercados y del congreso debían visitar la granja de cocodrilos de Samut Prakan. Él mismo podía llevarlos. Les dio su tarjeta. La intersección que se divisaba a lo lejos era Phra Ram 9. Allí estaba el centro comercial Fortune Town, donde podían encontrar «programas informáticos y aparatos electrónicos de todas las clases muy muy baratos. Ya me entienden, ¿verdad?».

—¡No solo indios! —señaló—. ¡También productos chinos buenos! ¡Y coreanos! ¡Incluso programas americanos!

La carretera que conducía a la antigua capital tailandesa, Ayutthaya, seguía en la otra dirección. Su primo tenía una empresa que ofrecía excursiones con guías muy buenos a unos precios estupendos, e incluso podía conseguirles un descuento. Por allí se iba al mercado flotante de Damnoen Saduak…

—Si pueden, vayan al amanecer.

Por si lo que buscaban eran placeres más sórdidos, les dio algunas ideas de los lugares a los que acudir para ver los mejores espectáculos sexuales, donde las mujeres harían las cosas más increíbles con ciertas partes de su anatomía, sin ánimo de ofender a la dama. También había espectáculos con chicos, pero, bueno, la agradable señorita que iba en el asiento trasero corría el riesgo de ser la única mujer entre el público. No debían dejar de visitar el bazar nocturno, justo al lado del palacio de congresos Queen Sirikit, donde se celebraba el encuentro. Y por supuesto, como todos los visitantes de Bangkok, la ciudad de los ángeles, debían presentar sus respetos en el Wat Phra Kaew y ver el Gran Palacio. Si tenían tiempo para visitar otro templo, debían ir a ver el Buda reclinado de Wat Pho y la ciudad antigua.

—Miren, ese es el Monumento de la Victoria. Estamos casi en el centro de la ciudad, y este es el hotel Prince Market, donde se hospedan. Serán mil bahts, por favor, más la propina que amablemente consideren adecuada.

Sam sacó once billetes de cien bahts de un fajo y se los entregó al taxista mientras un empleado del hotel le abría la puerta. El calor que hacía en la calle los retó a llegar al vestíbulo climatizado del hotel desde el taxi climatizado. Sobrevivieron.

Una vez dentro, se registraron y descubrieron que sus habitaciones se encontraban en la misma planta. A Kade ya le habían advertido de que ocurriría así.

Las habitaciones de Sam y de Kade estaban cada una en un lado del pasillo, separadas únicamente por cuatro puertas. Sam estaba lo suficientemente cerca como para tenerlo controlado, pues Kade tenía que pasar por delante de su puerta para acceder al ascensor, pero no tanto como para despertar sospechas. Sam abrió la puerta de su habitación con la tarjeta, la empujó con las maletas y se volvió para despedirse de Kade con media sonrisa en los labios.

—Nos vemos por la mañana. ¿Quedamos abajo a las ocho para desayunar?

Kade gruñó una respuesta afirmativa. Sam cerró la puerta y desapareció en su habitación.

El cuarto de Kade era pequeño pero agradable, con vistas al centro de la ciudad inundado de luces de neón. Permaneció unos instantes asomado a la ventana, admirando los rascacielos, los letreros de neón, los ríos de gente y de vehículos. «Los fluorescentes de la metrópoli», pensó. Colocó la tableta y el teléfono móvil en la bandeja de recarga que había sobre la mesita de noche y se dejó caer en la cama sin desvestirse.

Sam borró la sonrisa de su rostro en cuanto la puerta se cerró a su espalda. La compañía de Kaden Lane resultaba más agotadora de lo que había imaginado. Corrió las cortinas dobles para impedir la posible vigilancia visual desde el exterior y registró la habitación; abrió metódicamente todos los cajones, examinó todos los rincones y ranuras, inspeccionó los teléfonos, la pantalla y las tomas de luz. Sus implantes escanearon el espacio en busca de transmisiones que revelaran la presencia de dispositivos de vigilancia activos, rastros moleculares de explosivos, resonancias particulares de paredes o paneles falsos que pudieran esconder un artefacto de vigilancia o algo peor aún.

Luego sacó la tableta y comprobó el estado del demonio de infiltración que la CIA había introducido en la red informática del hotel. Ahora podía acceder a las cámaras de los pasillos y de los ascensores, así como controlar las cerraduras, las alarmas y los aspersores antiincendios, los sensores de movimiento de las entrañas del edificio, los discretos detectores de metales y explosivos del vestíbulo, los puntos de conexión a la red local, las bases de datos de los clientes registrados y de las reservas, los horarios del servicio de limpieza, los teléfonos, etc.

No encontró agentes hostiles entre las personas registradas en el hotel. Tampoco indicios de infiltraciones en la red local del hotel. Eso significaba que Kade y ella no habían llamado especialmente la atención, o quizá solo quería decir que había agentes infiltrados que disponían de unas herramientas tan eficaces como las suyas.

Concentró la atención en la habitación de Kade. El dispositivo de contravigilancia que había acoplado a su maleta no indicaba más actividad que la suya. La composición del lugar que le ofrecían el puñado de sensores repartidos por la ropa, los dispositivos y el equipaje daba a entender que Kade estaba tumbado en la cama con la ropa puesta, que no había corrido las cortinas ni abierto las maletas. Por medio de los enlaces Nexus percibió que Kade estaba quedándose dormido. Perfecto. La tableta la despertaría si se producía algún cambio importante en la habitación de Kade. También lo haría en el caso de que su estado mental sufriera una alteración significativa.

Sam configuró el demonio para que continuara rastreando la red local del hotel y la avisara si la puerta de la habitación de Kade se abría, si se producía un incremento repentino del consumo eléctrico en su habitación, si Kade se conectaba a la red o utilizaba el teléfono, o si alguien se detenía frente a la puerta de alguno de los dos. Mientras permaneciera activado, el demonio también capturaría una imagen de la cara de todas las personas que aparecieran en las cámaras de vigilancia instaladas en los ascensores y en el vestíbulo del hotel, y sobre todo en la planta en la que se encontraban sus habitaciones, y las enviaría a una base de datos de la CIA para cotejarlas con los rostros de agentes extranjeros conocidos.

Envió un clon de las fuentes de información a su equipo de apoyo. Se había acordado que habría un operativo pendiente de dichas fuentes las veinticuatro horas del día, listo para despertarla o ponerse en acción si se detectaba alguna amenaza. Además había un comando preparado para actuar en caso de necesidad. Se trataba de agentes locales cuya lealtad había sido verificada por la CIA.

Sam ya había hecho todo lo posible para que la seguridad en el perímetro fuera máxima, así que deshizo el equipaje, dejó preparada la ropa que se pondría al día siguiente y dispuso sus discretas armas, prácticamente indetectables, en lugares al alcance de la mano. Pidió que la despertaran a las siete de la mañana y se durmió.

En un cuchitril alquilado de Khao San Road, en la otra punta de Bangkok, sonó una tableta. Watson Cole interrumpió la enésima revisión de sus armas para echar un vistazo a la información que acababa de recibir. Era un mensaje de su hombre en el hotel Prince Market. Kaden Lane se había registrado y se alojaba en la habitación 2738. Había llegado con una mujer llamada Robyn Rodríguez, hospedada en la habitación 2731. Unas fotos tomadas con una minúscula cámara de solapa mostraban a ambos en el vestíbulo del hotel, esperando frente al mostrador para registrarse.

Wats amplió la imagen de la cara de Robyn Rodríguez mientras buscaba información sobre ella en otra pantalla. La misma constitución. La misma nariz. La misma barbilla. Los ojos, el pelo, los labios y las mejillas eran diferentes, pero podían haberlos modificado. No podía ser otra que Samantha Cataranes, lo que confirmaba que se trataba de una misión de la ERD, o tal vez una trampa para cazar a Wats.

En el fondo daba igual. Él tenía una misión. Cataranes le complicaría un poco las cosas, pero ya había contado con ello. Esta vez no lo pillaría desprevenido. Conseguiría su objetivo a pesar de ella y del apoyo que hubiera traído consigo.

Envió un mensaje a la camarera de habitaciones del Prince Market que había sobornado.

[2738. Mañana.]

Se llevó la mano al medallón de datos que llevaba prendido a la cadena que le rodeaba el cuello. Ojalá pudiera conectarlo a Kade…

Sin embargo, dudaba que Kade aceptara su ayuda. ¿Debía preguntárselo primero? Kade no era una mera herramienta. Era un amigo. El chico debía tomar sus propias decisiones, sopesar sus opciones. Él no sabía lo que le habían ofrecido a su amigo ni con qué lo habían amenazado para convencerlo de que aceptara colaborar. También desconocía la tarea que le habían encomendado.

Al fin y al cabo, lo que estaba en juego era el karma de Kade. Wats podía tenderle una mano, pero era Kade quien debía decidir si la aceptaba o no. Si el chico tenía sentido común, la aceptaría.

Wats reanudó la revisión de su equipo. Su vida y la vida de Kaden Lane podrían depender de él.

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