Nexus

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Capítulo XVII

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Capítulo XVII

Fue hacia las diez de la mañana de un sábado, justo unos minutos después de que Mona hubiera salido para la ciudad, cuando la señora Skolsky llamó a la puerta. Acababa de sentarme a la máquina y sentía deseos de escribir.

«¡Entre!», dije. Entró vacilante, se detuvo, respetuosa, y después dijo: «Abajo hay un caballero que quiere verlo a usted. Dice que es su amigo».

«¿Cómo se llama?».

«Se ha negado a dar su nombre. Ha dicho que no lo molestará, si estaba usted muy ocupado».

(¿Quién demonios sería? No había dado nuestra dirección a nadie).

«Dígale que bajo dentro de un segundo», dije.

Cuando me asomé a la escalera, lo vi mirándome, con una ancha sonrisa. MacGregor, nada menos. La persona que menos deseaba ver del mundo.

«Apuesto a que te alegras de verme», gritó. «Escondiéndote como de costumbre, ¿eh? ¿Cómo estás, cabroncete?».

«¡Sube, anda!».

«¿Seguro que no estás muy ocupado?». Esto lo dijo en tono por completo sarcástico.

«Siempre puedo hacer una pausa de diez minutos por un viejo amigo», respondí.

Subió de un brinco las escaleras.

«Bonito lugar», dijo, al entrar. «¿Cuánto tiempo lleváis aquí? ¡Qué leche! No importa que no me lo digas». Se sentó en el diván y tiró el sombrero sobre la mesa.

Señalando a la máquina, dijo: «Sigues con eso, ¿eh? Pensaba que habías desistido hace mucho. Chico, eres un glotón del castigo».

«¿Cómo has encontrado este lugar?», le pregunté.

«Pan comido», dijo. «Telefoneé a tus padres. No querían darme tu dirección, pero me dieron el número de teléfono. El resto fue fácil».

«¡Maldita sea!».

«¿Qué pasa? ¿No te alegras de verme?».

«Pues claro».

«No tienes por qué preocuparte, no daré tu dirección a nadie. Por cierto, ¿sigues con…, no me acuerdo cómo se llama?».

«¿Te refieres a Mona?».

«Sí, hombre, Mona. No conseguía recordar su nombre».

«Pues claro. ¿Por qué no iba a seguir?».

«No pensé que duraría tanto, nada más. En fin, me alegro de saber que eres feliz. ¡Yo, no! Estoy en un aprieto. Un aprieto tremendo. Por eso he venido a verte. Te necesito».

«No, ¡no me digas eso! ¿Cómo demonios puedo ayudarte? Sabes que estoy…».

«Lo único que quiera es que me escuches. No te asustes. Estoy enamorado, nada más».

«Eso está bien», dije. «¿Qué tiene eso de malo?».

«Ella no me corresponde».

Me eché a reír.

«¿Eso es todo? ¿Eso es lo que te preocupa? ¡Serás tonto!».

«No entiendes. Esta vez es diferente. Estoy enamorado de verdad. Déjame que te hable de ella…». Hizo una larga pausa. «A no ser que estés demasiado ocupado ahora». Dirigió la mirada a la mesa de trabajo, observó la hoja en blanco en la máquina y después añadió: «¿Qué es esta vez? ¿Una novela? ¿O un tratado filosófico?».

«No es nada», dije. «Nada importante».

«Me extraña», dijo. «En tiempos todo lo que hacías era importante, muy importante. A ver, ¿qué es lo que ocultas? Sé que te molesto, pero eso no es razón para que te muestres reservado conmigo».

«Si de verdad te interesa saberlo, te diré que estoy trabajando en una novela».

«¿Una novela? ¡Huy, la Virgen! Henry, no intentes eso… Tú nunca escribirás una novela».

«¿Por qué? ¿Qué es lo que te hace estar tan seguro?».

«Porque te conozco; por eso. Tu fuerte no es el argumento».

«¿Es que una novela ha de tener siempre un argumento?».

«Mira», replicó, «no quiero ser un aguafiestas, pero…».

«Pero ¿qué?».

«¿Por qué no te limitas a hacer lo que sabes? Puedes escribir cualquier cosa, menos una novela».

«¿Por qué crees que soy capaz de escribir, sea lo que sea?». Bajó la cabeza, como si estuviera pensando en una respuesta. «Nunca has creído en mí como escritor», dije. «Nadie cree en mí».

«Ya lo creo que eres un escritor», dijo. «Tal vez no hayas producido aún nada que valga la pena, pero tienes tiempo. Lo malo de ti es que eres obstinado».

«¿Obstinado?».

«Obstinado, ¡sí! Testarudo, cabezón. Quieres entrar por la puerta delantera. Quieres ser diferente, pero no quieres pagar el precio que eso exige. A ver, ¿por qué no puedes ponerte a trabajar de reportero, abrirte paso hacia arriba, llegar a corresponsal y después emprender la gran obra? ¡Respóndeme a eso!».

«Porque eres una pérdida de tiempo, por eso».

«Otros hombres lo han hecho. Hombres más grandes que tú, algunos. ¿Qué me dices de Bernard Shaw?».

«Eso era adecuado para él», respondí. «Yo tengo mi propio método».

Silencio por unos momentos. Le recordé una tarde en su oficina mucho tiempo atrás, una tarde que me había puesto delante de las narices una nueva revista y me había dicho que leyera un cuento de John Dos Passos, entonces joven escritor.

«¿Sabes lo que me dijiste entonces? Dijiste: “Hen, ¿por qué no pruebas con eso? Puedes escribir tan bien como él cualquier día. ¡Léelo y verás!”».

«¿Dije eso?».

«Sí. No recuerdas, ¿eh? En fin, esas palabras que dejaste caer tan alegremente se me quedaron grabadas en la chola. La cuestión de si llegaré a ser tan bueno como Dos Passos no viene al caso. Lo importante es que en tiempos me considerabas capaz de escribir».

«¿He dicho alguna vez lo contrario, Hen?».

«No, pero tu actitud es distinta. Es como si me acompañaras en una aventura disparatada. Como si no hubiera esperanza. Quieres que haga todo como los demás, a su modo, que repita sus errores».

«¡La Virgen, qué susceptible eres! ¡Anda, escribe tu maldita novela! ¡Escribe hasta perder la cabeza, si quieres! Simplemente estaba intentando darte un consejo de amigo… De todos modos, no he venido para eso, para hablar de literatura. Estoy en un aprieto, necesito ayuda. Y tú eres quien me va a ayudar».

«¿Cómo?».

«No sé. Pero déjame contarte primero, después entenderás mejor. Puedes perder media hora, ¿no?».

«Supongo que sí».

«Bueno, pues, mira… ¿Recuerdas ese sitio del Village al que solíamos ir los sábados por la tarde? ¿El sitio en que paraba siempre George? Fue hace unos dos meses, me parece, cuando pasé por allí a echar un vistazo. No había cambiado demasiado…, andaban por allí la misma clase de chavalas. Pero yo estaba aburrido. Me tomé un par de copas solo —por cierto, nadie se fijó en mí—, y supongo que estaba sintiendo un poco de lástima de mí mismo —me estoy haciendo viejo y tal—, cuando de repente descubrí a una chica dos mesas más allá, sola como yo».

«¿Una belleza despampanante, supongo?».

«No, Hen. No, yo no diría eso. Pero era diferente. El caso es que cruzamos la mirada, le pregunté si quería bailar y cuando acabó el baile vino a sentarse conmigo. No volvimos a bailar, sino que seguimos sentados hablando y hablando. Quise acompañarla hasta su casa, pero no me dejó. Le pedí su número de teléfono y también se negó a dármelo. “Tal vez nos veamos el sábado que viene”, dije. “Tal vez”, respondió. Y eso fue todo… ¿Tienes algo de beber?».

«Pues claro».

Me acerqué al aparador y saqué una botella.

«¿Qué es esto?», dijo, al tiempo que cogía la botella de vermut.

«Es un tónico para el cabello», dije. «Supongo que quieres scotch».

«Si tienes, sí. Si no, llevo un poco en el coche».

Saqué una botella de scotch y le serví una buena copa.

«¿Y tú?».

«Nunca lo pruebo. Además, es demasiado temprano».

«Es cierto. Tienes que escribir esa novela, ¿no?».

«En cuanto te marches», dije.

«Voy a ser breve, Hen. Sé que te aburro. Pero me importa un comino. Tienes que oírme hasta el final… ¿Dónde estaba? Ah, sí, el baile. En fin, el sábado siguiente volví a esperarla, pero ni rastro de ella. Pasé toda la tarde allí sentado. No bailé ni una pieza. Ni rastro de Guelda».

«¿Cómo? ¿Guelda? ¿Así se llama?».

«Sí. ¿Qué hay de malo en ello?».

«Un nombre curioso, nada más. ¿Qué es? ¿De qué nacionalidad?».

«Escocesa-irlandesa, me imagino. ¿Qué importancia tiene eso?».

«Ninguna, ninguna. Pura curiosidad».

«No es gitana, si es que estás pensando en eso. Pero tiene algo que me atrae. No puedo dejar de pensar en ella. Estoy enamorado, eso es lo que pasa. Y no creo que haya estado enamorado nunca antes. Desde luego, de este modo, no».

«La verdad es que es gracioso oírte hablar así».

«Lo sé, Henry. Es más que gracioso. Es trágico».

Me eché a reír.

«Sí, trágico», repitió. «Por primera vez en mi vida he conocido a alguien a quien le importo un pimiento».

«¿Cómo lo sabes?», dije. «¿Volviste a verla?».

«¿Volver a verla? Chico, no he dejado de seguirle los pasos desde aquel día. Claro que la he vuelto a ver. Una noche la seguí hasta su casa. Estaba apeándose de un autobús en Borough Hall. Por supuesto, no me vio. El día siguiente la telefoneé. Se puso furiosa. ¿Qué pretendía llamándola por teléfono? ¿Cómo había averiguado su número? Y cosas así. En fin, unas semanas después volvió a aparecer por el baile. Esa vez tuve, literalmente, que ponerme de rodillas para que me concediera un baile. Me dijo que no la molestara, que no le interesaba, que yo era un grosero…, oh, una de cosas. Tampoco conseguí que se sentara conmigo. Unos días después le envié un ramo de rosas. Sin resultado. Intenté telefonearla de nuevo, pero en cuanto oyó mi voz colgó».

«Probablemente esté loca por ti», dije.

«No puede verme ni en pintura, eso es lo que pasa».

«¿Has descubierto cómo se gana la vida?».

«Sí. Es maestra de escuela».

«¿Maestra de escuela? No me digas más. ¡ detrás de una maestra de escuela! Ahora comprendo mejor: bastante alta y desgarbada, del montón, casi nunca sonríe, lleva el pelo…».

«Caliente, caliente, Hen, pero frío también. Sí, es alta y llena, pero le sienta bien. De su aspecto no puedo hablar. Sólo le veo los ojos: azul porcelana y centellean…».

«Como estrellas».

«Como violetas», dijo. «Exactamente como violetas. El resto de la cara no cuenta. Para serte sincero, creo que tiene la barbilla metida para dentro».

«¿Y las piernas?».

«No demasiado bien. Un poco regordetas. Pero ¡no como botellas!».

«¿Y no mueve el culo al andar?».

Se puso en pie de un salto. «Hen», dijo, rodeándome con un brazo, «el culo es lo que me tiene sorbido el seso. Si pudiera simplemente pasarle la mano —una vez—, me moriría feliz».

«En otras palabras, ¿es recatada?».

«Intocable».

«¿La has besado ya?».

«¿Estás loco? ¿Besarla? Primero se moriría».

«Oye», dije, «¿no crees que tal vez la razón por la que estás tan loco por ella es simplemente que no quiere saber nada contigo? Has tenido chicas mejores que ésa, si es como la imagino. Olvídala, es lo mejor. No se te partirá el corazón. Tú no tienes corazón. Eres un donjuán nato».

«Ya no, Hen. No puedo mirar a otra chica. Me tiene en el bote».

«Entonces, ¿cómo creías que yo podía ayudarte?».

«No sé. Me preguntaba si…, si tal vez intentarías verla por mí, hablar con ella, contarle que voy en serio… Algo así».

«Pero ¿cómo podría conseguir hablar con ella…, enviado por ti? Me echaría nada más verme, ¿no?».

«Es verdad. Pero tal vez pudiéramos encontrar un medio de hacer que la conocieras sin que ella supiese que eras amigo mío. Gánate su simpatía y después…».

«Y después se lo suelto, ¿eh?».

«¿Qué hay de malo en eso? Es posible, ¿no?».

«Todo es posible. Sólo que…».

«Sólo, ¿que qué?».

«En fin, ¿no has pensado que tal vez podría enamorarme yo también?». (Desde luego, yo no lo temía, sólo quería ver su reacción).

Esa idea absurda le hizo reírse entre dientes. «No es tu tipo, Hen, no te preocupes. Tú buscas las exóticas. Ya te he dicho que es escocesa-irlandesa. No tenéis nada en común. Pero puedes hablar, ¡joder! Cuando quieras, claro está. Habrías podido ser un buen abogado, ya te lo he dicho otras veces. Intenta imaginarte defendiendo una causa…, mi causa. Podrías bajar de tu pedestal y hacerle un favorcito así a un viejo amigo, ¿no?».

«Podría hacer falta algo de dinero», dije.

«¿Dinero? ¿Para qué?».

«Para gastos. Flores, taxis, teatro, cabarets…».

«¡Anda, hombre!», dijo. «Flores tal vez. Pero no lo imagines como una larga campaña. Basta con que la conozcas y te pongas a hablar. No hace falta que te diga yo cómo debes hacerlo. Enternecerla, eso es lo que tienes que hacer. Llorar, si es necesario. La Virgen, si al menos pudiera yo entrar en su casa, verla a solas. Me postraría a sus pies, le lamería los dedos, le dejaría pisarme. En serio, Hen. No habría venido a buscarte, si no estuviera tan desesperado».

«De acuerdo», dije, «lo pensaré. Dame un poco de tiempo».

«¿No me dejarás en la estacada? ¿Me lo prometes?».

«No te prometo nada», dije. «Tengo que pensarlo. Haré lo que pueda, es lo único que te puedo decir».

«¡Choca esos cinco!», dijo, y me tendió la mano. «No sabes lo bien que me siento al oírte decir eso, Hen. Había pensado pedírselo a George, pero ya lo conoces. Se lo habría tomado como una broma. Es cualquier cosa menos una broma, lo sabes, ¿verdad? Joder, recuerdo cuando tú hablabas de volarte los sesos… por…, ¿cómo se llama…?».

«Mona», dije.

«Sí, hombre, Mona. Tenía que ser tuya, ¿no? Ahora eres feliz, espero. Hen, yo ni siquiera pido eso…, ser feliz con ella. Lo único que quiero es mirarla, idolatrarla, adorarla. Parece infantil, ¿verdad? Pero lo digo en serio. Me tiene sorbido el seso. Si no la consigo, me volveré tarumba».

Le serví otra copa.

«Solía reírme de ti, ¿te acuerdas? Siempre enamorándote. ¿Recuerdas cómo me odiaba tu viuda? Tenía motivos. Por cierto, ¿qué fue de ella?». Dije que no sabía, con la cabeza. «Estabas chalado por ella, ¿no? Ahora que recuerdo, no estaba mal. Un poco demasiado mayor, tal vez, un poco triste de cara, pero atractiva. ¿No tenía un hijo de tu edad?».

«Sí», dije. «Murió hace unos años».

«Nunca pensaste que te escaparías de ese enredo, ¿verdad? Parece que hubiera sido hace mil años… ¿Y qué me dices de Una? Supongo que eso no lo superaste nunca, ¿eh?».

«Supongo que no», dije.

«¿Sabes una cosa, Hen? Tienes suerte. Dios acude siempre en tu ayuda. Mira, no te voy a entretener más. Te llamaré dentro de unos días para ver cómo van las cosas. No me dejes en la estacada, es lo único que te pido».

Recogió el sombrero y se dirigió hacia la puerta.

«Por cierto», dijo, sonriendo y señalando con la cabeza la máquina, «¿cuál va a ser el título de la novela?».

«Las locomotoras de Vladivostock», respondí.

«No gastes bromas».

«O tal vez… Este mundo gentil».

«Con ése será seguro un best-seller», dijo.

«¡Da recuerdos a Guelda de mi parte, cuando vuelvas a telefonearla!».

«¡Piensa en algo ahora, cabrón! Y saluda de mi parte a…».

«Mona».

«Sí, hombre, Mona. ¡Hasta luego!».

Un poco después, ese mismo día, volvieron a llamar a la puerta. Esa vez era Sid Essen. Parecía excitado y preocupado. Se disculpó profusamente por aparecer así.

«Tenía que verlo a usted», comenzó a decir. «Espero de verdad que me perdone. Écheme, si está usted haciendo algo que no pueda interrumpir…».

«Siéntese, siéntese», dije. «Nunca estoy demasiado ocupado para usted. ¿Tiene algún problema?».

«No, ningún problema. Tal vez me siento solo… y asqueado de mí mismo. Sentado ahí a oscuras, me estaba poniendo cada vez más melancólico. Casi para suicidarme. De repente, me he acordado de usted. Me he dicho: “¿Y si fuera a ver a Miller? Me animará”. Y me he levantado y he venido. El chaval se ha quedado a cargo de la tienda… La verdad, estoy avergonzado de mí mismo, pero no podía resistir ni un minuto más».

Se levantó del diván y se acercó a un grabado colgado en la pared contigua a la mesa. Era uno de Hiroshire, de «Las cincuenta y tres etapas del Tokaido», Lo miró atento, y después se volvió a mirar los demás. Entretanto, su expresión había cambiado y la angustia y la melancolía habían dado paso a la alegría. Cuando por fin volvió la cara hacia mí tenía lágrimas en los ojos.

«Miller, Miller, ¡qué casa tiene usted! ¡Qué atmósfera! Sólo con estar aquí delante de usted, rodeado por toda esta belleza, me siento como un hombre nuevo. ¡Cuánto me gustaría cambiarme por usted! Como sabe, soy un palurdo, pero amo el arte, todas las formas del arte. Y en particular me encanta el arte oriental. Creo que los japoneses son un pueblo maravilloso. Todo lo que hacen es artístico… Sí, sí, es agradable trabajar en una habitación así. Se sienta usted con sus pensamientos y es el rey del mundo. ¡Una vida tan pura…! Mire, Miller, a veces me recuerda usted a un erudito hebreo. Tiene usted algo de santo. Por eso he venido a verlo. Usted me da esperanza y valor. Hasta cuando no dice nada. ¿No le importa que haya irrumpido así? Tenía que desahogarme». Hizo una pausa, como para hacer acopio de valor. «Soy un fracasado, de eso no hay duda. Lo sé y me resigno. Pero lo que duele es la idea de que mi chaval pueda pensarlo también. No quiero que me compadezca. Que me desprecie, sí. Pero que me compadezca, no».

«Reb», dije, «nunca le he considerado a usted un fracasado. Es usted casi como un hermano mayor. Es más, es usted amable y tierno y generoso de verdad».

«Me gustaría que lo oyera mi mujer».

«No se preocupe por lo que ella piense. Las esposas son siempre duras con aquellos a quienes aman».

«Amar. No ha habido amor alguno, desde años. Ella tiene su mundo; y yo el mío».

Hubo una pausa embarazosa.

«¿Cree usted que serviría de algo que me perdiera de vista?».

«Lo dudo, Reb. ¿Qué haría usted? ¿Adonde iría?».

«A cualquier sitio. En cuanto a ganarme la vida, para serle sincero, sería feliz limpiando botas. El dinero no significa nada para mí. Me gusta la gente, me gusta hacer cosas para la gente».

Volvió a mirar a la pared. Señaló un dibujo de Hokusai… de «La vida en la capital del Este».

«¿Ve usted todas esas figuras?», dijo. «Gente corriente haciendo cosas corrientes de la vida diaria. Eso es lo que me gustaría: ser uno de ellos, estar haciendo algo corriente. Tonelero u hojalatero…, ¿qué más da? Formar parte de la procesión, eso es lo importante. No pasar el día sentado en una tienda vacía y muriéndome. ¡Me cago en la leche! Aún valgo para algo. ¿Qué haría usted en mi caso?».

«Reb», dije, «en tiempos yo estaba en su posición. Sí, me pasaba el día sentado en la tienda de mi padre, sin hacer nada. Creí que me volvería loco. Detestaba aquel lugar. Pero no sabía cómo escapar».

«Entonces, ¿cómo lo hizo?».

«El destino me impulsó, supongo. Pero debo decirle lo siguiente: mientras me reconcomía, también rezaba. Todos los días rezaba para que alguien —Dios tal vez— me mostrara el camino. También pensaba en escribir, ya entonces. Pero era más un sueño que una posibilidad. Tardé años, aun después de haber salido de la sastrería, en escribir una línea. No debe uno desesperar nunca…».

«Pero usted era un chaval entonces. Yo me estoy haciendo viejo».

«No importa. Los años que le quedan son de usted. Si de verdad hay algo que quiere hacer, aún está a tiempo».

«Miller», dijo, casi con pena, «no hay un impulso creativo en mí. Lo único que pido es salir de la trampa. Quiero volver a vivir. Quiero volver a la corriente. Nada más».

«¿Y qué se lo impide?».

«¡No me diga eso! Por favor, ¡no me diga eso! ¿Qué me lo impide? Todo. Mi mujer, mis chicos, mis obligaciones. Yo mismo, más que nada. Tengo una opinión demasiado pobre de mí mismo».

No pude evitar una sonrisa. Después, como si hablara, para sí mismo, respondí: «Sólo nosotros, los seres humanos, parecemos tener mala opinión de nosotros mismos. Fíjese en un gusano, por ejemplo: ¿supone que un gusano se desprecia a sí mismo?».

«Es terrible sentirse culpable», dijo. «¿Y de qué? ¿Qué he hecho?».

«Es por lo que no ha hecho, ¿verdad?».

«Sí, sí, por supuesto».

«¿Sabe usted qué es más importante que hacer algo?».

«No», dijo Reb.

«Ser uno mismo».

«Pero ¿y si no eres nada?».

«Entonces, no ser nada. Pero serlo absolutamente».

«Eso parece una locura».

«Y lo es. Por eso es tan cierto».

«Siga», dijo, «me hace usted sentirme bien».

«En la sensatez está la muerte, como habrá usted oído decir, ¿no? ¿No es mejor ser un poco meshuggah? ¿Quién se preocupa por usted? Sólo usted. Cuando no pueda seguir sentado en la tienda, ¿por qué no se levanta y se va de paseo? ¿O va al cine? Cierre la tienda, eche el cierre a la puerta. Un cliente más o menos no cambiará su vida demasiado, ¿no? ¡Diviértase! Váyase a pescar de vez en cuando, aunque no sepa pescar. O coja el coche y váyase de excursión al campo. A dónde sea. Escuche a los pájaros, llévese a casa unas flores, o unas ostras frescas».

Estaba inclinado hacia delante, todo oídos y con una ancha sonrisa en la cara.

«Dígame más», dijo. «Suena maravilloso».

«En fin, recuerde esto: la tienda no se va a escapar. El negocio no va a mejorar. Nadie le exige que se pase el día encerrado. Es usted un hombre libre. Si volviéndose más descuidado y negligente, es más feliz, ¿quién le censurará? Le sugiero otra cosa. En lugar de irse de excursión solo, llévese a uno de los inquilinos negros. Hágale pasar un buen rato. Dele ropa de su tienda. Pregúntele si puede prestarle algo de dinero. Cómprele a su esposa un regalito para que se lo lleve a casa. ¿Comprende lo que quiero decir?».

Se echó a reír.

«¿Que si lo comprendo? Me parece estupendo. Es lo que voy a hacer».

«No se ponga a gastar de pronto de modo extravagante», le advertí. «Tómeselo con calma. Siga sus instintos. Por ejemplo, tal vez un día tenga ganas de echar un polvete. No se haga mala conciencia por ello. Pruebe una gachí negra de vez en cuando. Son más sabrosas y cuesta menos. Trátese siempre bien a sí mismo. Si se siente como un gusano, arrástrese por el suelo; si se siente como un pájaro, vuele. No se preocupe por lo que puedan pensar los vecinos. No se preocupe por sus chicos, ya se cuidarán ellos de sí mismos. En cuanto a su esposa, tal vez cuando lo vea a usted feliz cambie de canción. Es buena, su mujer. Demasiado escrupulosa, nada más. Necesita reír de vez en cuando. ¿Nunca le ha recitado una copla? Aquí tiene una:

Había una muchacha del Perú

que soñó que la violaba un judío;

se despertó en plena noche

lanzando un grito de placer

¡y descubrió que era cierto!»

«¡Muy bueno, muy bueno!», exclamó. «¿Sabe usted más?».

«Sí», dije, «pero ahora tengo que volver al trabajo. Se siente mejor ahora, ¿verdad? Mañana vamos a visitar a los morenos, ¿eh? Tal vez un día de la semana que viene me vaya en el coche con usted hasta Bluepoint. ¿Qué le parece?».

«¿De verdad? Oh, eso sería chachi, chipendi lerendi. Por cierto, ¿cómo va el libro? ¿Ya casi lo ha acabado? Mire, me muero de ganas de leerlo. Mi mujer también».

«Reb, no le va a gustar nada el libro. Debo decírselo sin rodeos».

«¿Cómo puede usted decir eso?». Casi gritaba.

«Porque no es bueno».

Me miró como si yo estuviera mal de la cabeza. Por un momento no supo qué decir. Después soltó abruptamente: «Miller, ¡está usted loco! Usted no puede escribir un libro malo. Es imposible. Lo conozco a usted demasiado bien».

«Sólo conoce una parte de mí», dije. «No ha visto nunca la otra cara de la luna, ¿verdad? Eso soy yo. Terra incógnita. Créame: soy un simple aprendiz. Tal vez dentro de diez años tenga algo para enseñarle».

«Pero lleva usted años escribiendo».

«Practicando, querrá usted decir. Practicando las escalas».

«Está bromeando», dijo. «Es usted supermodesto».

«En eso se equivoca», dije. «Soy cualquier cosa menos modesto. Soy un ególatra consumado, eso es lo que soy. Pero también soy realista, al menos conmigo mismo».

«Usted se entiende a sí mismo», dijo Reb. «Le voy a devolver sus palabras: ¡No se desprecie a sí mismo!».

«De acuerdo. Usted gana».

Se dirigía hacia la puerta. De repente, sentí el impulso de desahogarme.

«Espere un momento», dije. «Quiero decirle una cosa».

Volvió hasta la mesa y se quedó parado de pie, como un repartidor. Todo atención. Atención respetuosa. Me pregunté qué pensaría que iba a decirle.

«Cuando ha llegado usted, hace unos minutos», empecé a decir, «estaba en medio de una frase dentro de un párrafo largo. ¿Le gustaría oírlo?».

Me incliné hacia la máquina y se lo solté. Era uno de esos pasajes demenciales que para mí mismo no tenían ni pies ni cabeza. Quería una reacción, y no de Pop ni de Mona.

Y llegó al instante.

«¡Miller!», exclamó. «Miller, ¡es sencillamente maravilloso! Escribe usted como un ruso. No sé lo que significa, pero es música».

«¿Usted cree? ¿Sinceramente?».

«Por supuesto. No le mentiría».

«Muy bien. Entonces seguiré adelante. Voy a acabar el párrafo».

«¿Es todo el libro así?».

«¡No! ¡Me cago en la leche! Eso es lo malo. Las partes que me gustan no van a gustar a nadie. Al menos, a los editores, no».

«¡Al diablo los editores!», dijo Reb. «Si no lo aceptan, se lo publicaré yo, con mi dinero».

«No se lo recomiendo», respondí. «Recuerde que no debe usted tirar el dinero de una vez».

«Miller, aunque perdiera hasta el último céntimo, lo haría. Lo haría porque creo en usted».

«No vuelva a pensar en eso», dijo. «Puedo imaginar formas mejores de gastar su dinero».

«¡Yo, no! Me sentiría orgulloso y feliz de lanzarlo. Y mi mujer y mis hijos también. Tienen alto concepto de usted. Es usted uno de la familia para ellos».

«Es agradable oír eso, Reb. Espero que merezca esa confianza. Entonces, mañana, ¿no? Vamos a llevar algo bueno a los morenos, ¿eh?».

Cuando se hubo marchado, me puse a recorrer la habitación de un extremo a otro con paso tranquilo, contenido, y de vez en cuando me detenía a contemplar un grabado al boj o una reproducción en color (Giotto, Della Francesca, Uccello, Bosco, Breughel, Carpaccio), después volvía a caminar otra vez, sintiéndome cada vez más grávido, me paraba de pronto, miraba al vacío, soltaba la mente, la dejaba descansar donde quisiera, me sentía cada vez más sereno, cada vez más cargado con la grávida belleza del pasado, satisfecho conmigo mismo por formar parte del pasado (y del futuro también), y me felicitaba por llevar esa existencia como en un útero o en una tumba… Sí, la verdad es que era una habitación preciosa, un lugar precioso, y todo lo que había en él, todo lo que habíamos aportado para volverlo habitable, reflejaba la belleza interior de la vida, la vida del alma.

«Se sienta usted ahí con sus pensamientos y es el rey del mundo». Esa observación inocente de Reb se me había quedado grabada, me había hecho sentirme tan ecuánime, que por un instante tuve la sensación de saber de verdad lo que significaba… ser rey del mundo. ¡Rey! Es decir, alguien capaz de rendir homenaje a los poderosos y a los humildes; alguien tan sensible, tan perceptivo, tan iluminado con el amor, que nada escapaba a su atención ni a su juicio. El intercesor poético, en suma. No quien gobierna el mundo, sino quien lo reverencia con todas sus fuerzas.

Parado de nuevo ante el mundo de la vida cotidiana de Hokusai… ¿Por qué se había esforzado ese gran maestro del pincel para reproducir los elementos demasiado comunes de su mundo? ¿Para mostrar su destreza? ¡Qué disparate! Para expresar su amor, para indicar que no tenía límites, que incluía las duelas de un barril, una brizna de hierba, los músculos en tensión de un luchador, la inclinación de la lluvia con el viento, la cresta de una ola, el espinazo de un pez… En resumen, todo. Una tarea casi imposible, de no ser por el alborozo que entrañaba.

Había dicho que le gustaba mucho el arte oriental. Al repetir las palabras de Reb para mis adentros, de pronto se alzó ante mí el Continente de India. Allí, entre aquella humanidad hormigueante como en una colmena, se encontraban las reliquias palpitantes de un mundo que fue y seguirá siendo asombroso. Reb no había advertido, o, en cualquier caso, no había comentado, las páginas de color arrancadas de libros de arte, que también adornaban las paredes: reproducciones de templos y estupas del Decán, de cuevas y grutas esculpidas, de pinturas murales y frescos que ilustraban los abrumadores mitos y leyendas de un pueblo embriagado con la forma y el movimiento, con la pasión y el crecimiento, con la idea, con la conciencia misma. Un simple vistazo a un grupo de templos que se alzan entre el calor y la vegetación del suelo indio siempre me daba la sensación de estar mirando al pensamiento mismo, el pensamiento luchando por liberarse, el pensamiento volviéndose plástico, concreto, más sugestivo y evocador, más imponente, así desplegado en ladrillo o piedra, que en expresión alguna del lenguaje.

A pesar de la frecuencia con que había leído sus obras, nunca pude retenerlas en la memoria. Ahora anhelaba ese diluvio de imágenes torrenciales, esas grandes frases, oraciones, párrafos hinchados: las palabras del hombre que me había abierto los ojos a la asombrosa creación de India: Elie Faure. Cogí el volumen que tantas veces había hojeado —volumen I de la Historia del Arte— y busqué el pasaje que empieza así: «Para los hindúes toda la Naturaleza es divina… Lo que en la India no muere es la fe…». Después seguían las líneas que, cuando las leí por primera vez, me dieron vértigo.

«En la India sucedía lo siguiente: impulsados por una invasión, una hambruna o una migración de fieras salvajes, miles de seres humanos se trasladaban al Norte o al Sur. Allí, a la orilla del mar, en la base de una montaña, se encontraban con una gran pared de granito. Entonces todos entraban en el granito; en sus sombras vivían, amaban, trabajaban, morían, nacían, y, tres o cuatro siglos después, volvían a salir, leguas más allá, tras haber atravesado la montaña. Tras ellos dejaban la roca vacía, sus galerías excavadas en todas las direcciones, sus paredes esculpidas, sus pilares naturales o artificiales convertidos en un trabajo de encaje profundo con diez mil figuras horribles o encantadoras, dioses sin cuento y sin nombre, hombres, mujeres, animales: una marea de vida animal moviéndose en la penumbra. A veces, cuando no encontraban un espacio libre, excavaban un abismo en el centro de la masa de la roca para albergar una piedrecita negra.

»En esos templos monolíticos, en sus oscuras paredes, o en la fachada quemada por el sol, es donde el genio auténtico de la India despliega toda su fuerza terrorífica. Allí se deja oír el confuso lenguaje de multitudes confusas. Allí confiesa el hombre de modo irresistible sus fuerzas y su insignificancia…».

Seguí leyendo, embriagado como siempre. Las palabras ya no eran palabras, sino imágenes vivas, imágenes recién salidas del molde, trémulas, palpitantes, ondulantes, que me asfixiaban con su propia excrecencia.

«… los propios elementos no podrían mezclar todas esas vidas con la confusión de la tierra mejor que lo hizo el escultor. A veces, en la India, encontramos hongos de piedra en las profundidades de los bosques, brillantes en la sombra verde como plantas venenosas. A veces encontrados elefantes enormes, a solas, tan musgosos y de piel tan áspera como si estuviesen vivos; se mezclan en las enredaderas, la maleza que les llega hasta el vientre, las flores y hojas los cubren, y ni siquiera cuando sus restos hayan regresado a la tierra quedarán absorbidos de modo más completo por la embriaguez del bosque».

¡Qué idea, esta última! Ni siquiera cuando sus restos hayan regresado a la tierra

Ah, y ahora el pasaje…

«… El hombre ha dejado de estar en el centro de la vida. Ya no es esa flor del mundo entero, que se ha dedicado poco a poco a formarlo y madurarlo. Está mezclado con todas las cosas, está en el mismo plano que todas las cosas, es una partícula del infinito. La tierra pasa a los árboles, los árboles a los frutos, los frutos al hombre o al animal, el hombre y el animal a la tierra; la circulación de la vida arrebata y propaga un universo confuso en el que las formas surgen por un segundo, sólo para verse sumergidas y luego reaparecer, superponiéndose unas sobre otras, palpitando, penetrando unas en otras, a medida que surgen como olas. El hombre no sabe si ayer no era el instrumento mismo con que forzará a la materia a liberar la forma que puede tener mañana. Todo es una mera apariencia, y, bajo la diversidad de las apariencias, Brahma, el espíritu del mundo, es una unidad… Perdido como estaba en el océano de las formas y energías mezcladas, ¿sabe si aún es una forma o un espíritu? ¿Es esa cosa ante nosotros un ser pensante, un ser vivo incluso, un planeta o un ser tallado en la piedra? La germinación y la putrefacción se engendran sin cesar. Todo tiene su momento de gravedad, la materia en expansión late como un corazón. ¿No consiste la sabiduría en sumergirse en ella para probar la embriaguez de lo inconsciente al apoderarse de la fuerza que se agita en la materia?».

Amar el arte oriental. ¿Quién no? Pero ¿qué Oriente? ¿El Cercano o el Lejano? Todos me gustaban. Tal vez me gustara ese arte tan diferente del nuestro porque, como dice Elie Faure, «el hombre ya no está en el centro de la vida». Tal vez fuera esa nivelación (y elevación) del hombre, esa promiscuidad con toda la vida, esa infinita pequeñez e infinita inmensidad a un tiempo, lo que produjese semejante exaltación, al compararlo con la obra de ese pueblo. O, por decirlo de otro modo, porque la Naturaleza (para ellos) era algo distinto, algo más que un simple telón de fondo. Porque el hombre, aun divino, no era más divino que aquello de lo que procedía. Tal vez también porque no confundían la agitación y el tumulto de la vida con los del intelecto. Porque la inteligencia —o el espíritu o el alma— brillaba a través de todo y creaba una irradiación divina. Por eso, aunque humillado y castigado, el hombre nunca se veía aplastado, anulado, borrado ni degradado. Nunca se veía obligado a postrarse ante lo sublime, sino que se veía incorporado a ello. Si había una clave para los misterios que lo rodeaban, penetraban y sostenían, era sencilla, accesible a todos. No tenía nada de arcano.

Sí, yo amaba ese mundo inmenso y asombroso de los hindúes, que, quién sabe, tal vez un día vería con mis propios ojos. Lo amaba no porque fuera extranjero y remoto, pues, en realidad, estaba más próximo a mí que el arte de Occidente; amaba el amor de que había nacido, un amor compartido por la multitud, un amor que nunca habría podido llegar a expresarse, si no hubiera sido de, por y para la multitud. Amaba el aspecto anónimo de sus asombrosas creaciones. Qué consolador y alentador ser un humilde trabajador desconocido —¡un artesano y no un genio!—, uno entre miles, compartiendo la creación de lo que pertenecía a todos. Haber sido un simple aguador: eso tenía más sentido para mí que llegar a ser un Picasso, un Rodin, un Miguel Ángel o un Da Vinci. Al examinar el panorama del arte europeo, lo que siempre destaca, como un pulgar hinchado, es el nombre del artista. Y, por lo general, a los grandes nombres va asociada una historia de infortunio, aflicción, incomprensión cruel. Entre nosotros, los occidentales, la palabra genio tiene algo de monstruoso. El genio o el que no se adapta; el genio o el que recibe las bofetadas; el genio o el que se ve perseguido y atormentado; el genio o el que muere en el arroyo o en el exilio o en la hoguera.

Es verdad, yo irritaba a mis amigos, cuando ensalzaba las virtudes de otros pueblos. Ellos decían que lo hacía para causar sensación, que sólo fingía apreciar y estimar las obras de artistas extranjeros, que era mi forma de criticar a nuestro pueblo, a nuestros creadores. Nunca estuvieron convencidos de que lo extranjero, lo exótico o lo extravagante me encantaran al instante, de que no necesitase preparación ni iniciación ni conocimiento de su historia ni de su evolución. «¿Qué significa? ¿Qué intentan decir?». Así se burlaban y mofaban. Como si las explicaciones significasen algo. Como si me importase lo que significaran.

Sobre todo, lo que más me inquietaba era la soledad y futilidad de ser un artista. Hasta entonces, en mi vida sólo había conocido a dos escritores a los que pudiera llamar artistas: John Cowper Powys y Frank Harris. Al primero lo conocía por haber asistido a sus conferencias; al segundo por mi función de sastre, en otras palabras, de muchacha que iba a entregarle los trajes, que le ayudaba a ponerse los pantalones. ¿Sería culpa mía tal vez haber quedado fuera del círculo? ¿Cómo iba a conocer a otro escritor o pintor o escultor? ¿Presentarme en su estudio, contarle que yo también ansiaba escribir, pintar, esculpir, bailar o qué? ¿Dónde se congregaban los artistas en nuestra vasta metrópolis? Según decían, en Greenwich Village. Yo había vivido en el Village, había caminado por sus calles a todas horas, había visitado sus cafés y salones de té, sus galerías y estudios, sus librerías, sus bares, sus tugurios y tabernas clandestinas. Sí, me había codeado, en un bar destartalado, con figuras como Maxwell Bodenheim, Sadakichi Hartman, Guido Bruno, pero nunca me había tropezado con un Dos Passos, un Sherwood Anderson, un Waldo Frank, un E. E. Cummings, un Theodore Dreiser o un Ben Hecht. Ni siquiera con el espectro de un O. Henry. ¿Dónde se metían? Algunos estaban ya en el extranjero, llevando la feliz vida del exiliado o el renegado. No buscaban a otros artistas, desde luego, a novatos como yo, no. ¡Qué maravilloso habría sido que, en aquellos días en que significaba tanto para mí, hubieran podido entrar en contacto con Theodore Dreiser o Sherwood Anderson, a quien adoraba! Tal vez hubiéramos tenido algo que decirnos mutuamente, pese a ser yo un novato. Tal vez eso me hubiera dado valor para empezar antes… o para escapar, buscar la aventura en tierras extranjeras.

¿Fue cortedad, timidez, falta de autoestima lo que me mantuvo aparte y solo durante todos aquellos años estériles? Recuerdo un incidente bastante ridículo. Cierta ocasión en que, yendo por ahí con O’Mara en busca desesperada de novedad y diversión, fuimos a una conferencia en la «Rand School». Era una de esas sesiones literarias en que se pide a los miembros del auditorio que expresen sus opiniones sobre el autor y tal. Tal vez aquella noche hubiéramos escuchado una conferencia sobre un escritor contemporáneo y, al parecer, «revolucionario». Me parece que sí, porque de repente, cuando me vi de pie y hablando, comprendí que lo que estaba diciendo no tenía nada que ver con lo que lo había precedido. Pese a estar aturdido —era la primera vez que me levantaba a hablar en público, aun en una atmósfera, como aquélla, sin ceremonia—, era consciente, o consciente a medias, de que mi auditorio estaba hipnotizado. Más que ver, sentía sus rostros alzados, vueltos hacia arriba y atentos a no perderse mis palabras. Yo tenía los ojos clavados en la figura situada tras el atril, repantigada en su asiento y mirando al suelo. Como digo, estaba totalmente aturdido; no sabía lo que decía ni adonde iba a parar. Barbotaba, como en trance. ¿Y de qué estaba hablando? De una escena de las novelas de Hamsun, algo relativo a un voyeur. Lo recuerdo porque, al mencionar el tema —y probablemente describiese la escena con detalle—, se produjeron risitas ahogadas en el auditorio, seguidas al instante por un «¡chist!», que significaba atención arrobada. Cuando hube acabado, hubo una explosión de aplausos y después el maestro de ceremonias pronunció un discurso lisonjero sobre la fortuna que habían tenido de oír a ese huésped no invitado, escritor sin duda, si bien sentía no conocer mi nombre, y tal y cual. Cuando se dispersó el grupo, saltó de la tribuna y corrió hasta mí para felicitarme de nuevo, para preguntarme quién era, qué había escrito, dónde vivía, etcétera. Por supuesto, mi respuesta fue vaga y evasiva. Ya sentía pánico y sólo pensaba en escapar. Pero, cuando me volví para marcharme, me cogió de la manga y con la mayor seriedad dijo —¡y qué sobresalto me produjo!—: «¿Por qué no se hace usted cargo de estas reuniones? Usted está mucho mejor preparado que yo. Necesitamos a alguien como usted, alguien que pueda inspirar pasión y entusiasmo».

Balbuceé una respuesta vaga, tal vez una débil promesa, y me abrí paso hasta la salida. Fuera me volví hacia O’Mara y le pregunté: «¿Qué he dicho? ¿Te acuerdas?».

Me miró con extrañeza, preguntándose sin duda si lo que buscaba era un elogio.

«No recuerdo ni papa», dije. «Desde el momento en que me he puesto en pie, me he quedado ausente. Lo único que sé vagamente es que estaba hablando de Hamsun».

«¡La Virgen!», dijo. «¡Qué lástima! Has estado maravilloso; no has vacilado ni un momento; las palabras te salían solas de la boca».

«Lo que me gustaría saber es si tenían sentido».

«¿Que si tenían sentido? Chico, casi parecían de Powys».

«¡Anda, anda! ¡No me vengas con ésas!».

«¡Lo digo en serio, Henry!», dijo, y, mientras hablaba, los ojos se le llenaron de lágrimas. «Podrías ser un gran conferenciante. Los has tenido hechizados. Supongo que no sabían qué pensar de ti».

«¿De verdad ha estado tan bien?».

Iba comprendiendo poco a poco lo que había sucedido.

«Antes de ponerte a hablar de esa escena de Hamsun has dicho muchas otras cosas».

«¿De verdad? Por ejemplo, ¿qué?».

«¡Huy, la Virgen! No me pidas que lo repita. No podría. Parecía que hablases de todo. Has hablado incluso de Dios durante unos minutos».

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