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NEXUS » 22. El bazar de las extravagancias

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CAPÍTULO 22

EL BAZAR DE LAS EXTRAVAGANCIAS

Sam no despegó los ojos de Narong mientras el chico los guiaba por un laberinto de callejones estrechos. Se toparon con un par de tipos fornidos que mataban el tiempo en una esquina, apoyados contra la pared de ladrillo, indiferentes a la lluvia. El volumen de los músculos de sus brazos y sus torsos era anormal. Narong les saludó con un leve movimiento de la cabeza y siguió caminando.

En el siguiente cruce llegaron a un callejón mucho más ancho, con puestos y tiendas a ambos lados e iluminado con letreros de neón y de leds. Cientos de personas recorrían la calle, se detenían en los puestos, hablaban en voz baja, examinaban los productos y sus precios y regateaban en susurros. Todo exhalaba un aroma de furtivismo. Caras embozadas con el cuello del jersey, cabezas y rostros ocultos bajo capuchas. Dos tipos musculados más, con cara de pocos amigos, hacían guardia en esa otra esquina.

«Músculos injertados —pensó Sam—. Inútiles y dañinos, pero intimidantes. Con toda esa masa, acabarán muriendo de una hipertrofia cardiaca.»

Narong los condujo por el callejón. Sam dejó que Kade y el estudiante tailandés compartieran el paraguas y ella los siguió a un par de pasos de distancia. La sensación de la lluvia en la cara le resultaba agradable. Capturó imágenes de todos los rostros, grabó vídeos de todos los modos de andar con las lentes tácticas y los cargó para sus análisis e identificación.

Los ojos de Kade lo absorbían todo. El callejón era un hervidero de gente; había woks en los fuegos y vendedores ofreciendo sus productos; era un festival para la vista y el olfato.

Los primeros puestos ofertaban servicios de reproducción humana. Elección del sexo del bebé. Fusión de óvulos para concebir un hijo de dos madres sin la necesidad de un padre. Fusión a tres bandas para concebir un hijo con genes de dos padres y una madre de alquiler. Mejoras genéticas para los niños: altura, color de los ojos, color del pelo, masa muscular, peso, salud, coeficiente intelectual. «Solicite información para otros servicios.»

La reprogenética dio paso a la biocosmética. Hombres y mujeres semidesnudos actuaban como modelos de los productos ofrecidos. Una belleza minúscula de piel cobriza posaba en bikini delante de un negocio que vendía virus que modificaban el color de la piel. Además anunciaba un tratamiento menos invasivo en oferta para aclarar la piel asiática, dar un tono más bronceado a la caucásica o satisfacer cualquier necesidad del cliente.

La modelo semidesnuda del puesto vecino exhibía tatuajes vivos. Un dragón bioluminiscente emergía del ombligo de la mujer, ascendía por su vientre y le cogía el seno izquierdo con una garra. El tatuaje continuaba por la nuca y reaparecía en el costado derecho del cuerpo de la modelo. Los ojos de la bestia emitían un resplandor ámbar. Cuando la mujer tensaba los músculos, el dragón se movía y agitaba la cola, las escamas cambiaban de color y sus fauces escupían llamas.

Supresores de grasa. Potenciadores de grasa. Pómulos altos. Mandíbulas angulosas. Ojos almendrados. Ojos alargados. Virus para rizar el pelo. Virus para fortalecer el pelo. Lenguas bífidas. Lenguas prensiles. Tratamiento de crecimiento. Los letreros y los modelos prometían todo lo imaginable, sin intervenciones quirúrgicas. Daba igual el rasgo que quisieras cambiar o el grado de la modificación, de lo más sutil a lo más estrafalario, los manipuladores genéticos del mercado de Sukchai eran capaces de reprogramar las células para cumplir tus deseos, siempre y cuando tuvieras dinero para pagarlo.

—¿De verdad pueden hacer todo eso? —preguntó Kade en un susurro.

Narong se encogió de hombros.

—Seguramente haya algún estafador. Pero en la mayoría de los casos, sí. Ahora bien, otra cuestión son los peligros que entraña.

—¿Qué quieres decir?

—A veces los manipuladores genéticos cometen errores y tocan algo que no deben. Y entonces puede aparecer un cáncer o algo peor. La gente comenta cosas.

—Pero ¿no hacen ensayos clínicos antes? ¿Pruebas en los laboratorios y cosas así?

—En la calle no hay un organismo de control, tío. ¿Quieres probar algo? Primero pregunta por ahí para asegurarte de que no circulan historias raras sobre el manipulador elegido y de que tiene una reputación intachable.

La biocosmética dio paso al bioerotismo. Ambos ofrecían inyecciones de genes víricos que proporcionaban unos pechos «naturales» más grandes o firmes, alargaban el pene, mejoraban los orgasmos y concedían las habilidades, la resistencia y la capacidad de recuperación de las estrellas del porno.

Una pancarta publicitaba potenciadores de la excitación femenina con la posibilidad de entrega a domicilio. Se ofrecían virus transformadores para cambios permanentes. Sustancias sin sabor ni olor con efectos inmediatos. El puesto estaba atestado de clientes, la mayoría hombres. Abultados fajos de billetes pasaban de unas manos a otras a cambio de jeringuillas y viales.

A Kade lo asaltó una sensación que era una mezcla de excitación y fascinación.

—¿Sin sabor ni olor? —se preguntó en voz alta.

—Así se la puedes echar a alguien en la bebida —respondió Sam.

La repulsión que sintió borró de un plumazo toda la excitación previa.

La bioneurología sustituyó al bioerotismo. Inhibidores y reductores del sueño. Potenciadores de la extraversión. Complementos para mejorar el recuerdo de los sueños. Supresores de los sueños. Inyecciones de amor. Borradores de rupturas traumáticas. Viroterapia de pareja. Inyecciones de monogamia. Modificadores de la orientación sexual, tanto de manera temporal como definitiva. Unas drogas prometían llevar al consumidor a un estado de trance hiperproductivo o hipercreativo. El letrero con luces led de un puesto ofrecía inyecciones para mejorar el talento musical. El de otro, inyecciones para eliminar el sentimiento de culpa. Y el de un tercero, para amplificar la fe religiosa y las experiencias espirituales. Había clientes examinando los productos e informándose en todos los puestos.

Sam se puso seria. Estas sustancias eran las peores. Las que podían utilizarse como armas para controlar, humillar y esclavizar a las personas. Fotografió todas las caras que vio y buscó indicios del virus Comunión o de DWITY. Nada a la vista. Pero a lo mejor solo había que saber a quién pedirle lo que se andaba buscando. Se acordó de Chris Evans, física y mentalmente incapacitado por infiltrarse en una red de DWITY. Se puso furiosa.

Kade notó su estado de ánimo y le envió una sutil señal de interrogación, una pregunta no articulada.

Sam no le hizo caso.

Lo siguiente que vieron fue un puesto de medicina extrema. Un gigantesco cilindro de cristal exhibía órganos humanos inmersos en un líquido transparente y burbujeante. Había corazones, hígados y riñones; todos ellos aptos para ser trasplantados. Órganos clonados a partir de tus propias células que alcanzaban un desarrollo completo al cabo de un par de días. Otra caseta ofrecía una viroterapia que prometía la regeneración de dedos o extremidades amputados.

—¿Qué hacen aquí todas estas cosas? —preguntó Kade—. ¿No deberían estar en un hospital?

—Probablemente no sean genes humanos —respondió Narong—. El crecimiento acelerado de órganos es un proceso que se sale de los parámetros humanos. Y para la regeneración se utilizan genes de una especie de reptiles: salamandras, gecónidos u otros. Es ilegal implantarlos en las personas.

Sam se preguntó si alguno de aquellos órganos podría ayudar a Chris Evans. Si le permitiría levantarse antes o sacarlo de su cápsula de aislamiento. Echó una última ojeada a los puestos de bioneurología. Se le revolvió el estómago.

«Chris arriesgó su vida luchando contra atrocidades como esa.»

¿Era posible separar el control mental de la clonación de órganos y la regeneración? ¿Permitir una cosa y prohibir la otra?

Desterró estos pensamientos de la cabeza. Tenía una misión que cumplir. Había jurado hacer respetar la ley.

Las modificaciones que se ofrecían se iban volviendo más extremas a medida que se acercaban al final del mercado: injertos de músculos, como los que exhibían los matones locales; rediseño de la identidad genética; hemoglobina con una capacidad para transportar oxígeno multiplicada por diez; etcétera.

—Hay que tener mucho cuidado con estas cosas —afirmó Narong—. Cuando se altera un solo elemento del organismo puede desencadenarse una oleada de transformaciones que afecten a otra docena de cosas. No hablemos ya del cerebro. ¿Quién sabe los efectos secundarios que pueden manifestarse dentro de diez o veinte años?

—Parece que has dedicado mucho tiempo a pensar en el tema, Narong —señaló Sam.

Narong guardó silencio unos segundos antes de responder:

—Lo difícil es no hacerlo. Las cosas nos irían mejor si todo esto fuera legal. Ahora funciona como un mercado negro. No se respetan las leyes. Pero tampoco nadie estudia los riesgos. La gente viene aquí a comprar, pero ¿acaso tienen la garantía de que les venden lo prometido? Y aunque así sea, nadie conoce los efectos secundarios a largo plazo. Así es imposible controlarlo. Habría que legalizarlo, regularlo, llevar a cabo ensayos clínicos para garantizar su seguridad y calidad.

Sam percibió la conformidad de Kade con la posición de Narong. Ella opinaba de otra manera.

«Encerrarlos a todos y tirar la llave. Defender los límites. No permitir que estas cosas acaben con nuestra esencia humana.»

La agente se reservó su opinión. Se miró la mano, de una fuerza por encima de las posibilidades humanas, modificada por la ciencia para convertirla en un arma sobrehumana para mejorar su eficacia en la lucha contra las tecnologías sobrehumanas.

«¿Y yo? ¿En qué lugar me deja el ADN no humano presente en mis células? ¿Y el Nexus en mi cerebro?»

Se acordó de una cita de Nietzsche que a Nakamura le gustaba repetir cuando se sentía especialmente cínico: «Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti».

Otra vez estaba asomada al abismo. Luchando contra monstruos. Convertida en parte en un monstruo.

Sacudió la cabeza para repeler ese ataque de melancolía. Era un soldado. Se había comprometido a proteger a los otros. Había que ejercer un control en todas esas cosas.

Se dijo que con una sola acción policial podía limpiarse aquel lugar. Se podía detener a varios centenares de vendedores y compradores de una sentada.

Pero al día siguiente brotaría otro mercado igual en otro lugar. ¿Existía alguna solución definitiva?

Llegaron al final del mercado. Otra pareja de musculitos mataba el tiempo en la esquina, con un estudiado aire de indiferencia. Sus grotescos músculos hipertrofiados dejaban claro el mensaje: «No nos toquéis los huevos». Siguieron con la mirada a Narong, Kade y Sam cuando pasaron junto a ellos, sin intención de detenerlos.

—Y esto ha sido Sukchai —dijo Narong—. La fiesta es a un par de manzanas de aquí. Vamos.

Kade estuvo dando vueltas en la cabeza a lo que acababa de ver en Sukchai mientras caminaba. Narong tenía razón. La seguridad sería mayor si aquellas tecnologías se legalizaban, se regulaban, se probaban en los laboratorios…

De pronto se acordó de la oferta de Holtzmann: «Podría venir a trabajar conmigo. Aquí, en la ERD».

Había rechazado la propuesta sin pensárselo dos veces, pero quizá se había precipitado. A lo mejor se podía cambiar el sistema desde dentro, ayudando a encontrar una manera más edificante de afrontar esas tecnologías. Holtzmann era científico, así que seguramente tampoco sería tajante en el tema del prohibicionismo.

Kade deambuló por un laberinto de opciones mientras Narong los conducía por el laberinto de callejones.

Wats los seguía desde las alturas, saltando de tejado en tejado. Abajo, a nadie se le ocurría levantar la mirada; y de haberlo hecho, únicamente habría visto una mancha ligeramente más oscura sobre el fondo negruzco de lluvia y nubes.

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