Nexus

Nexus


Capítulo XVII

Página 21 de 26

«¡No me digas! No recuerdo nada, absolutamente nada».

«¿Qué importa?», dijo.

«Ojalá pudiera yo hablar así, aunque no recordara nada».

Ahí tenéis. Un incidente insignificante y, sin embargo, revelador. No tuvo consecuencia alguna. Nunca más intenté, ni se me ocurrió siquiera, abrir la boca en público. Si asistía a una conferencia, y asistía a muchas en aquella época, me quedaba sentado con los ojos, la boca y los oídos abiertos, extasiado, subyugado, tan impresionable y tan figura de cera como todos los demás que me rodeaban. Nunca se me ocurría levantarme y hacer una pregunta y mucho menos una crítica. Acudía a recibir instrucción, a aprender a abrirme. Nunca me decía a mí mismo: «También tú podrías levantarte y pronunciar un discurso. También tú podrías ganarte al auditorio con tus facultades de elocuencia. También tú podrías escoger un autor y exponer sus méritos con brillantez deslumbrante». No, nunca ocurrencias semejantes. Cuando leía un libro, sí, podía ser que alzara la vista de la página al acabar un pasaje brillante, y me dijese: «Tú también podrías hacer eso. En realidad, lo has hecho. Sólo que no lo haces con bastante frecuencia». Y seguía leyendo, víctima sumisa, discípulo más que ferviente. Un discípulo tan bueno, que, cuando se presentaba la ocasión, cuando estaba de humor para ello, era capaz de explicar, analizar y criticar el libro que acababa de leer casi como si hubiera sido su autor, sin emplear sus propias palabras, sino una imitación que inspiraba autoridad y respeto. Y, por supuesto, en esas ocasiones siempre me soltaban la pregunta: «¿Por qué no escribes un libro tú mismo?». Ante lo cual podía ser que me cerrara como una almeja o me convirtiese en un payaso…, cualquier cosa para arrojarles polvo a los ojos. Yo siempre era un escritor en potencia delante de amigos y admiradores, o incluso creyentes, pues siempre me resultaba fácil crear esos «creyentes».

Pero a solas, al repasar sereno mis palabras o acciones, siempre se apoderaba de mí la sensación de estar separado. «No me conocen», me decía para mis adentros. Y con eso quería decir que no me conocían ni por lo que era ni por lo que podía llegar a ser. Les impresionaba mi máscara. Yo no la llamaba así, pero así pensaba de mi capacidad para impresionar a los demás. No era yo quien lo hacía, sino una persona que yo sabía simular. En realidad, era algo que cualquiera con un poco de inteligencia y gusto por la interpretación podía aprender a hacer. Monerías, en otras palabras. No obstante, aunque consideraba tales esas interpretaciones, a veces me preguntaba si tal vez no sería yo, al fin y al cabo, quien estaba detrás de aquellas payasadas.

Ése era el castigo por vivir solo, trabajar solo, nunca encontrar a un espíritu afín, nunca acercarme al margen de aquel círculo interior y secreto donde podría sacar a luz todas aquellas dudas y conflictos que me destrozaban, compartirlos, discutirlos, analizarlos y, si no resolverlos, al menos divulgarlos.

¿Acaso no era natural que me sintiera en mi elemento con aquellas extrañas figuras del mundo del arte: pintores, escultores, en particular, los pintores? Su obra me hablaba de modo misterioso. Si hubieran usado palabras, podrían haberme confundido. Por remoto que fuese su mundo del nuestro, los ingredientes eran los mismos: rocas, árboles, montañas, agua, teatro, trabajo, juego, trajes, adoración, juventud y vejez, prostitución, coquetería, mimo, guerra, hambre, tortura, intriga, vicio, deseo, alegría, pena. Un pergamino tibetano, con sus mandalas, sus dioses y demonios, sus extraños símbolos, sus colores prescritos, era tan familiar para mí, parte de mí, como las ninfas y duendes, los arroyos y bosques, de un pintor europeo.

Pero lo que estaba más próximo a mí que ninguna muestra del arte chino, japonés o tibetano era ese arte de la India, nacido de la propia montaña. (Como si las montañas quedaran preñadas de sueños y dieran a luz a sus sueños, utilizando de instrumentos a los pobres mortales humanos que las excavaban). Era la naturaleza monstruosa, si podemos llamar así lo grandioso, sí, la naturaleza monstruosa de esas creaciones lo que me atraía, lo que respondía a cierto anhelo no expresado que había en mi ser. Al moverme entre mi propio pueblo, nunca me sentí impresionado por ninguna de sus realizaciones; nunca sentí la presencia de impulso religioso y profundo alguno, ni de un gran instinto estético: no había arquitectura sublime, ni danzas sagradas, ni ritual de ningún tipo. Nos movíamos en un enjambre, empeñados en realizar una cosa: volver la vida fácil. Los grandes puentes, los grandes diques, los grandes rascacielos me dejaban frío. Sólo la Naturaleza a cada instante. Siempre que salía a batir el país, volvía con las manos vacías. Nada nuevo, nada extraño, nada curioso, nada exótico. Peor aún: nada ante lo que postrarse. Solo en una tierra en que todos saltaban de acá para allá como locos. Lo que anhelaba era reverenciar y adorar. Lo que necesitaba eran compañeros que sintieran igual. Pero no había nada que reverenciar ni que adorar, no había compañeros de espíritu afín. Sólo había un yermo de acero y hierro, de acciones y bonos, de cosechas y producción, de fábricas, talleres y almacenes, un yermo de aburrimiento, de utilidades inútiles, de amor desamorado…

Ir a la siguiente página

Report Page