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CAPÍTULO 30

RECOPILACIÓN DE DATOS

Wats emergió lentamente de la sombra del muro interior de Wat Hua Lamphong. Era la hora de la meditación vespertina, después de cenar y antes de acostarse, y se había convocado a los monjes en el salón central. Los budas dorados lo observaban con sus ojos serenos y sin vida. Sus medias sonrisas se burlaban de él. Los guardias con los rostros rojos le lanzaban miradas lascivas. Una estatua gigante de la deidad hindú con la cabeza de elefante Ganesha lo contempló a su paso con una indiferencia absoluta.

Llevaba toda la noche vigilando los escasos cuartos de los monjes, y había visto a Tuksin entrar en uno del fondo y salir después. Se trataba de un templo urbano, más enfocado para el culto que para alojar monjes, pero vivían unos pocos en él. Tuksin y Ananda disponían de unas celdas pequeñas, a poca distancia de la Universidad Chulalongkorn donde Ananda trabajaba e impartía clases durante la semana. El monasterio donde residía Ananda se encontraba en el noreste, a un centenar de kilómetros más o menos de la ciudad, en las montañas.

Wats se deslizó sigilosamente, despacio, a una velocidad que permitía que la ropa camaleónica se adaptara al medio. Si se movía demasiado rápido no había tecnología capaz de camuflarlo. La clave era la paciencia. Y la buena suerte. Permaneció atento a las luces y el movimiento. Una hermana pasó a poco más de un metro de él, de camino a cualquier lugar, ajena a su presencia. Wats permaneció inmóvil mientras pasaba por su lado, y solo reanudó la marcha cuando la vio doblar una esquina.

Por fin llegó a la puerta por la que había visto entrar y salir a Tuksin. Tanteó el picaporte con las manos enguantadas. Estaba cerrada con llave. Sacó una minúscula llave maleable de color negro mate del bolsillo del muslo y la introdujo en la cerradura. La llave rechinó suavemente mientras se abría paso por la cerradura y se moldeaba para ajustarse a ella. Wats entró en el cuarto y volvió a cerrar sigilosamente la puerta.

No se atrevió a encender una luz, y prefirió inspeccionar la habitación con los sensores electromagnéticos de las gafas. La visión nocturna reveló un minúsculo espacio espartano. Una cama estrecha contra una pared. Un escritorio con un ordenador anticuado y al lado un teléfono. Una estantería con un puñado de volúmenes en tailandés e inglés. Un armario. Un lavamanos. Ninguna puerta que aislara el retrete.

Las únicas transmisiones que se captaban dentro del cuarto procedían del teléfono y del ordenador. Wats se acercó al teléfono, insertó una sonda en uno de los puertos de entrada y la dejó haciendo su trabajo. En un lado del teléfono había un sensor de huella dactilar. Wats colocó un extractor de huellas. Como más valía prevenir, hizo lo mismo con el sensor de huella dactilar acoplado al ordenador; se acercó al picaporte de la puerta y repitió el procedimiento.

Registró el armario mientras la sonda clonaba los datos del teléfono. Hábito de monje. Sandalias. Ropa interior. Una capa con capucha. Ningún doble fondo.

La sonda emitió unos suaves pitidos. Wats la extrajo e introdujo otra en el ordenador.

Levantó el colchón. Debajo de la cama había dos cajas. Una contenía fotografías antiguas de un hombre joven en una aldea. Tuksin antes de convertirse en monje. En la otra había zapatos cerrados. Palpó la superficie superior del colchón. Nada. Tanteó los costados. Nada. Toqueteó la parte inferior. Hum. Detectó un cambio en la consistencia. Lo examinó con atención y encontró una ranura en el colchón por donde pudo meter la mano. Sacó un paquete grande y opaco, con un envoltorio acolchado e impermeable.

Y dentro… un traje. Pantalones y camisa. Una cartera con decenas de miles de baht en billetes. Una peluca, de pelo corto negro, para dar un aspecto convencional. De modo que a Tuksin le gustaba vestirse de laico de vez en cuando. Interesante.

La sonda volvió a pitar suavemente. Wats la retiró del ordenador. El minúsculo dispositivo indicaba que la copia de datos se había realizado con éxito.

Volvió a guardar la ropa donde la había encontrado, examinó el cuarto para asegurarse de que todo estaba exactamente como lo había encontrado, salió por la puerta y cerró con llave.

El pitido de la tableta sacó a Kade de su ensimismamiento. Se trataba del pitido insistente, el que anunciaba una petición de conexión en tiempo real de uno de sus contactos de prioridad alta.

Rodó por la cama y cogió el aparato. Sam lo observaba sentada.

[Videollamada de Ilyana Alexander. ¿Aceptar? S/N]

—Es Ilya —le dijo a Sam—. ¿Puedo responder?

—Adelante. Pero no puedes contarle nada.

Kade asintió con resignación. Presionó «S» y colocó la tableta en un ángulo que dejaba fuera a Sam.

La cara de Ilya apareció en la pantalla.

—¡Kade! ¡Qué alegría que hayas contestado! ¿Estás bien?

—¿Qué hay, Ilya? Sí, estoy bien.

—Tienes mala cara. He oído que te atracaron.

—Sí. ¿Cómo te has enterado?

—Alguien del congreso lo publicó. Estudiante atracado anoche. También decía que tenía un panel enorme. Y que hubo una explosión y un doble asesinato en Bangkok cerca de donde fue atracado. ¿Alguna conexión?

Kade suspiró, consciente de que Sam no le quitaba ojo.

—Solo lo del panel. Creo que me atracaron porque no les gustaron mis gráficos.

Ilya se rio.

—¿Cómo lo llevas, Kade?

—Bien. Lo del atraco fue una putada. Pero, bueno, el congreso está yendo bien. He conocido a la profesora Shu.

—¿Ah, sí? ¿Cómo es?

Kade vaciló.

—Es encantadora. Encantadora de verdad. Me ha invitado a Shanghái. Para agosto más o menos. También quiere invitar a Rangan.

—¡Vaya, ya perteneces a la alta sociedad!

Kade se rio.

—¿De verdad estás bien, Kade?

Kade se obligó a sonreír. Ilya sabía que no podía contarle nada sustancial. Solo llamaba para que supiera que se preocupaba por él. Llamaba para darle ánimos.

—Sí, Ilya. Gracias. Estoy bien, de verdad.

Ilya no parecía convencida.

—De acuerdo. Te dejo ya, supongo. Perdona que te haya llamado tan tarde.

La pantalla indicaba que era la 1.12 h. ¿Qué hora debía ser en casa? ¿Mediodía? ¿Las once?

—No te preocupes.

Ilya le sonrió. Kade sintió que se le derretía el corazón. Echaba de menos a Rangan. Encontraría la manera de salir de esta. La encontraría.

Ilya se inclinó hacia delante para colgar.

—Ilya… espera.

—Claro, Kade. ¿Qué pasa?

¿Cómo expresarlo? ¿Cómo decirlo sin mencionar los temas de los que no podía hablar? Temas que Sam no tenía ni que olerse.

El mundo estaba volviéndose loco a su alrededor. Lo único que él quería era que le revisaran su salud mental.

—Ilya, aquí todo está siendo bastante intenso. Hay un montón de cosas que no se ven en Estados Unidos. Cosas que te hacen reflexionar.

Ilya asintió.

—Ya, todo el mundo dice eso de Tailandia.

Kade seguía sin encontrar la manera de abordar el asunto. Lo intentó.

—Ilya… en tus ensayos. Hablas de universalizar el acceso a la tecnología transhumana. Hablas del lado positivo. Pero ¿alguna vez te has planteado qué ocurriría si se hiciera un mal uso de ella?

Ilya asintió.

—Claro, Kade. Por supuesto. Ya hemos hablado de eso. De todo se acaba haciendo un mal uso, a veces. La gente hará un montón de burradas con la tecnología transhumana. Pero a lo largo de la historia, cuando la gente ha tenido la oportunidad de utilizar tecnología para mejorar sus vidas, el buen uso de ella siempre ha ido acompañado del malo. Sin embargo, lo bueno supera con creces a lo malo. Por goleada. Esa es la única razón por la que hoy estamos aquí.

Kade asintió.

—Claro.

Quería preguntar a su amiga directamente qué debía hacer. Pero no podía. No podía revelar nada de lo que estaba pasando. No con Sam sentada enfrente. No en una videollamada vulgar con una tableta vulgar.

—¿Y si… y si solo unos pocos dispusieran de ella?

—¿Te refieres a que solo los ricos tuvieran la tecnología? ¿Solo los poderosos? ¿O solo las elites?

Kade asintió.

—La difusión universal y la elección individual convierten la mayoría de las tecnologías en una ventaja. Si solo una elite tiene acceso a ellas se convierten en una distopía. Los peores hechos de la historia… Las peores atrocidades… Quizá la mitad de ellos se deban a que los poderosos tenían el monopolio exclusivo o casi de un recurso clave.

Kade asintió.

—Ya. Ya sabía que dirías eso.

Miró fijamente a Kade.

—¿Seguro que estás bien, Kade?

Kade sonrió.

—Cada vez mejor, Ilya. Gracias. Gracias por llamar.

Ilya le sonrió. Kade percibía la preocupación en sus ojos, pero la chica hacía lo que podía. Pensó que nada le gustaría más en ese momento que tocar su mente.

—Te quiero, Kade. —Hizo una mueca de complicidad—. Como a un hermano, me refiero. Sé que Rangan también te quiere.

Algo se relajó en el interior de Kade. Una fracción microscópica de tensión se aflojó dentro de su cuerpo.

—Yo también os quiero, Ilya. Dile a Rangan que te lo he dicho.

Ilya sonrió y colgó.

Kade se tumbó en la cama. Ya conocía la opinión de Ilya, pero le sentó bien volver a oírla. Seguiría el camino que elegiría ella. En cuanto averiguara cómo hacerlo.

Oyó que Sam cambiaba de postura en el saco de dormir tendido en el suelo.

—¿Kade?

—¿Sí?

—No te plantees ideas estúpidas.

Wats enchufó la sonda a su ordenador y abrió los archivos para ver qué contenían. Encriptados. Los datos del teléfono y del ordenador de Tuksin estaban encriptados. No había esperado otra cosa. Entró la huella que había sacado con el escáner. Seguía encriptado. Requería además una contraseña. Torció el gesto.

Se conectó a una página de Bombay que conocía. Dedicó tiempo a describir detalladamente sus necesidades; introdujo los parámetros de su problema y luego envió su petición para que alguien le hiciera una oferta.

Un par de minutos después llegó una propuesta. Wats silbó. Le pedían bastante dinero. Podía pagarlo, pero no era calderilla. Este viaje se estaba puliendo la indemnización del Cuerpo. Se tomó un momento para meditar sus opciones. En el fondo no tenía elección. Se ceñiría a su plan. Siempre encontraría la manera de conseguir dinero más adelante.

Aceptó la oferta y subió los datos.

A tres mil kilómetros de distancia, en Bombay, un servidor recibió los datos que había enviado y analizó el problema, lo escindió en dos partes, dividió las partes en fragmentos, dividió los fragmentos en porciones, y luego distribuyó esas porciones entre sus dispositivos de trabajo.

Una red de más de dos millones de ordenadores, tabletas, teléfonos, centros de videojuegos, dispositivos de realidad virtual y otros aparatos de todos los rincones del mundo, todos ellos operando sin el conocimiento de sus propietarios, recibieron las instrucciones y empezaron a explorar el espacio de posibles contraseñas, buscando el patrón único que desbloquearía los archivos encriptados de Cham Phrom Tuksin.

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