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NEXUS » 34. Hermanas

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CAPÍTULO 34

HERMANAS

Robyn Rodríguez aún estaba en el séptimo cielo. Había sido una de las experiencias más alucinantes de su vida, solo superada por su primer contacto con Nexus 5, con Kade, cuando… cuando… Había sido alucinante y punto.

Cuando le llegó el turno para el baño seguía en una nube, con la respiración agitada y el pulso acelerado, con la mente y el corazón completamente abiertos. Cuando regresó, el círculo se había dividido en pequeños grupos. Aún sentía el resto de las mentes de la habitación, la presencia de un todo a su alrededor, feliz y sublime. Su mente estaba sincronizada con ellas, era sensible a su influjo. Había otra presencia detrás de ella… única…

—Hola —dijo una vocecita con un marcado acento—. ¿Cómo te llamas?

Robyn se volvió. Era una niña. Debía de tener unos siete años. Robyn se agachó, sonrió y le tendió una mano.

—Me llamo Robyn. ¿Y tú?

Robyn se quedó muda, fascinada. La mente de la niña era como una piedra preciosa, brillante e inmaculada, pequeña pero deslumbrante. ¿Cómo era posible que pudiera sentirla? ¿La pequeña había tomado Nexus? ¿Quién sería capaz de dárselo a una niña?

—Me llamo Mai —respondió con su voz infantil, posando la mano en la de Robyn.

Su mente rezumaba paz. Robyn no tenía por qué preocuparse. Nadie le había hecho nada malo. Pensar que aquella niña estaba a salvo le produjo ganas de llorar.

Chariya estaba detrás de ella. Robyn sentía la paz y la tranquilidad que emanaba de la anciana, el afecto que sentía por la niña.

—Mai —dijo Chariya en tailandés—. ¿Qué haces levantada?

Robyn percibió la respuesta que se elevó de la pequeña mente de Mai. La había sentido. Era maravillosa. Como el amor. Como el futuro, cuando el mundo era solo uno.

Robyn se volvió hacia Chariya.

—¿Cómo…? —preguntó a la anciana.

«¿Cómo puede ser?»

Chariya miró a ambas.

—Su madre consumía Nexus estando embarazada de Mai. Y… otras cosas. Un amigo nos envió a su madre. Mai nació así.

Chariya se acuclilló y sus rodillas crujieron. Acarició el cabello de Mai.

—¿Todos…? —empezó a preguntar Robyn.

«¿Todos los hijos de madres que han consumido Nexus son así?»

La anciana sacudió la cabeza.

—No. Solo unos pocos.

Una imagen apareció en la cabeza de Robyn. Un refugio en el sur, en la provincia de Mae Dong. Un remanso de paz donde un puñado de niños como ella vivían aislados, a donde Mai podría ir algún día, si lo deseaba.

—Soy especial —dijo Mai.

—Sí, Mai, lo eres —repuso Chariya, sonriendo, demostrándole amor y ternura—. Deberías volver a la cama.

Mai negó lentamente con la cabeza, con los ojos completamente abiertos. Se volvió a Robyn.

—¿Vienes a jugar conmigo? —Desprendía una mezcla de curiosidad infantil y admiración. Resultaba contagioso.

A Robyn no se le ocurría nada más delicioso que jugar con esa niña. Se volvió hacia Chariya.

La anciana asintió.

—Podéis jugar un rato, Mai. Pero luego vuelve a acostarte.

Mai respondió con un gritito de felicidad y una emanación de júbilo. Robyn sintió que su ánimo se levantaba junto al de la niña. Mai pareció leerle la mente, la cogió de la mano y la llevó por el pasillo dando saltitos.

Su dormitorio apenas era mayor que un armario, y, sin embargo, estaba lleno de amor. Las paredes estaban cubiertas por dibujos. Mandalas geométricos de colores vivos; princesas de cuentos de hadas tailandeses; budas con las piernas cruzadas encima de elefantes; Chariya y Niran, dibujados con un parecido asombroso, flanqueando a una niña. Unas líneas brillantes unían los chacras de las tres figuras, una procesión de triángulos superpuestos de todos los colores del arcoíris.

Mai enseñó a Robyn sus juguetes. Un elefante de peluche con un compartimento ornamentado para los pasajeros sobre el lomo. Un mono del tamaño de un elefante. Una hermosa princesa tailandesa con un vestido rojo y dorado. Un buda que viajaba en el compartimento del elefante. Mai depositó el mono en las manos de Robyn e inventó una historia sobre una princesa profundamente dormida en un bosque y un mono que debía guiar al buda sobre el elefante hasta ella para que la despertara. Narró el cuento entremezclando el inglés y el tailandés, describiendo imágenes y emociones que irradiaban de su pequeño cerebro.

Robyn apenas era capaz de seguir el juego. Tenía un nudo en la garganta; el pecho henchido de sensaciones. Poco más podía hacer que maravillarse de la existencia de esa niña. Tan joven. Tan inocente. La pequeña rezumaba felicidad. Alegría. Casi serenidad. Mai se sentía segura aquí. Se sentía querida. Aquí… en medio de… en medio de… en este terrible…

—Me gustaría tener una hermana —dijo Mai. Las emociones y los deseos que emanaron de ella eran tan elocuentes como las palabras. Alguien a quien coger de la mano. A quien hacerle trenzas. Con quien dormir por la noche. Con quien jugar. Con quien reír y compartir secretos.

—¿Tú tienes una hermana? —preguntó a Robyn.

Robyn meneó la cabeza. El corazón le aporreaba el pecho y amenazaba con estallar. Era incapaz de hablar.

—¿Te gustaría ser mi hermana? —inquirió Mai.

El rostro de Robyn estaba surcado de lágrimas. Ignoraba por qué. En su mente había aparecido la imagen de una cara. Una niña. Pequeña. Un incendio. No. No. No.

Mai le acarició el rostro con su manita.

—No estés triste.

Un sollozo escapó de la garganta de Robyn. Cogió a la niña entre sus brazos y la apretó contra sí.

Mai le besó la mejilla con sus diminutos labios.

—Yo tampoco tengo mamá.

No. No. Sus padres vivían en San Antonio. Eran profesores. Sus padres no habían muerto. No habían perecido en el incendio. No habían… No habían…

¡Su hermana! Se le escapó un gemido. Estaba perdiendo la cabeza. Nunca había tenido una hermana. Su hermana había muerto en el incendio. Ella había matado para vengar a su adorada Ana. Los había matado a todos. ¡No, nunca había tenido una hermana!

—No te preocupes, Sam —dijo Mai—. Puedes ser mi hermana.

¿Sam? No. Se llamaba Robyn. Robyn Rodríguez. Estudiaba en Stanford. Estaba allí para asistir… Estaba allí para… Estaba…

Su hermana. Ana. Oh, Dios mío. Las lágrimas se deslizaban libremente por sus mejillas. El dolor era insoportable.

—Chsss… No te preocupes.

Estaba ocurriendo algo. Algo dentro de su cabeza. Una luz brillante, como de un astro incandescente, gloriosa, cegadora. Era Mai. Se había metido en su cabeza y estaba haciendo algo, consolándola, ahuyentando las sombras.

Se llamaba Samantha Cataranes. Había sido otra persona hacía mucho tiempo, pero algo terrible la había transformado, la había convertido en quien era ahora. Había perdido todo lo que amaba. Lo había metido en una caja que había enterrado en un rincón de su mente. La luz mental de Mai la desenterró y la abrió para ella, iluminó con un resplandor brillante y cálido su contenido, pero eso, lejos de amedrentarla, le dio el valor para volver a contemplarlo. Esta niña, o el Nexus, o el Empathek, o todo junto, la envolvía en amor, y vio que no se dejaría atrapar, que no sería prisionera de esos años por el resto de su vida, que era mucho más grande que cualquier cosa que le sucediera, que no solo sería capaz de superar toda adversidad, de dominarla, sino también de trascenderla, de dejarla atrás.

Y esta niña… Mai… se parecía tanto a su hermana. Este sitio, estas personas. Se parecían tanto al lugar donde había crecido, al lugar donde habían ocurrido cosas espantosas, a las personas que las habían hecho. Salvo que eran diferentes. Totalmente diferentes. Ana había conocido el dolor, habría conocido más dolor… Esta niña… Mai. Ella conocía el amor. Este era el sueño que sus padres habían intentado hacer realidad, pero libre de toda corrupción. Sam temía que se rompiera. Era tan frágil, tan precioso.

Su corazón estaba a punto de estallar. Sintió el impulso inexorable de comunicarse. Tenía que dejarlo salir, de una u otra manera. Necesitaba hablar de todo lo que había aprendido. Miró a la niña, dulce y adorable. Ignoraba por completo lo que Mai ya había visto. Mucho, posiblemente. Pero no podía cargar a aquella niña inocente, bonita y radiante, con sus fantasmas personales.

—Mai… gracias. Muchas gracias. —Notaba las lágrimas secándose en su piel.

Mai le sonrió. Estaba radiante, tanto por dentro como por fuera.

—¿Ahora eres mi hermana?

Sam asintió rotundamente, abrió su corazón y envió a aquella maravillosa niña todo el amor que albergaba.

—Sí, soy tu hermana, Mai. Y tú la mía.

Mai se sonrió.

—Ahora tienes que acostarte, Mai. Muy pronto volveremos a jugar, ¿vale?

Mai asintió, satisfecha. Se lo había pasado bien. Ahora tenía una hermana.

Sam la arropó con ternura en la cama y la besó en la frente. Apagó la luz.

Luego se lavó la cara en el cuarto de baño. Lo hizo por encima, vencida por la impaciencia. Sus pupilas dilatadas le devolvían la mirada. Algo cantaba en su interior, le suplicaba que lo dejara salir.

Regresó al salón. Aún respiraba agitadamente y el corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Si se debía a las drogas, a Mai o a lo que estaba a punto de hacer, no lo sabía. Necesitaba compartirlo.

Su mirada se cruzó con la de Narong, quien le sonrió. Él la escucharía. No. Él no conocía su verdadera identidad. Desplazó la mirada hacia la derecha. Niran la miraba con curiosidad. Le dio igual y pasó de largo. Allí estaba Kade, explicando alguna cosa a Loesan ayudándose con las manos. Sam recibió una noción vaga del tema desde su mente. Neurociencia. Algo sobre mejorar Nexus. Kade no veía a Sam. No era consciente de su presencia.

Le envió mentalmente una llamada de auxilio, recubriéndola con toda su ansiedad, con la necesidad que tenía de él ahora mismo, con su anhelo de ponerse en contacto. Kade la percibió a pesar de que estaba en el otro extremo de la habitación y le interrumpió la formación de un pensamiento. Se volvió hacia ella y sus miradas se encontraron; asintió. Se excusó con su público y enfiló hacia ella. Todos los ojos se posaron en ambos.

Había un cuarto. Un pequeño cuarto de invitados. La información provenía de Niran, de Chariya o de otra persona quizá. Daba igual. Sam cogió a Kade de la mano y lo llevó hasta él. Era aún más pequeño que el dormitorio de Mai, y lo único que contenía era un colchón estrecho en el suelo y una minúscula mesa de madera.

Sam se tumbó, y tiró a Kade a su lado. La mente del chico estaba dominada por la curiosidad, y la preocupación. ¿Qué estaba ocurriendo?

—Kade, Kade, Kade… —musitó Sam, con su rostro a centímetros del de Kade—. Oh, Kade. Oh, Dios mío, Kade.

—Oye, tranquilízate. ¿Estás bien? ¿Qué pasa? —La inquietud saltó al primer plano. Estaba preocupado por ella.

¿Cómo explicárselo? ¿Por dónde empezar? Kade ni siquiera sabía quién era él en realidad, aún menos quién era ella.

—Robyn, cuéntamelo…

Sam meneó la cabeza.

—No me llamo Robyn, Kade. Tengo que enseñarte…

Sam envolvió a Kade con los brazos y las piernas, se apretó a él. Envolvió su mente con la suya, le transmitió tranquilidad, paz.

—Lo que voy a mostrarte va a colapsar tu sistema, Kade.

Saltaron las alarmas dentro de Kade, y este se revolvió para zafarse de su abrazo. Ella no aflojó.

—¿Qué diablos está pasando?

Sam entonó en un susurro su antimantra, con la boca, con la mente:

«Cañón, periquito, cereza».

Sam lo vio, lo sintió. La mente de Kade recuperó la conciencia de sí mismo. La reacción de rechazo. De confusión. De comprensión. El chico se retorció mental y físicamente. Sam le tapó la boca con la mano, lo abrazó fuerte, con toda la ternura de la que fue capaz, le cubrió la mente con un manto reconfortante, lo arrulló, lo tranquilizó. No había peligro.

—Sam… ¿Qué diablos está pasando? ¿Qué haces?

—Chsss… Kade… Siento hacerte pasar por esto. Pero tengo que sacarlo. Tú eres el único que puede comprenderme.

—¿Sacar qué? —Entonces lo vislumbró. El horror. La violencia. Las muertes—. Oh, no… oh, no… Sam…

Ella le transmitió tranquilidad.

—No, Kade… No pasa nada. De verdad. Fue hace mucho tiempo. Fue espantoso. Yo era pequeña. Pero… ahora estoy mejor. Mejor que nunca. Creo que estoy bien por primera vez en toda mi vida.

Kade miró a Sam sin comprender nada.

—Kade, necesitaba compartirlo con alguien, por favor. Es superior a mí. Tengo que sacarlo. ¿Me escucharás? ¿Por favor? —Soltó a Kade y abrió la mente para él, le transmitió su ansia, su anhelo, su necesidad imperiosa de liberar los demonios que poblaban su cabeza, su corazón, de enseñarle todo lo que había descubierto.

Kade asintió, lentamente, mirándola a los ojos. Parecía turbado, sorprendido. Las drogas acrecentaban su empatía. Se sentía impelido a conectar, a entender.

—De acuerdo. Te escucharé.

En el Boca Ratón, Jane Kim escuchaba la conversación. Malas noticias.

—Señor —dijo a Garrett Nichols—. Tenemos un problema. La agente Mirlo ha abandonado su identidad falsa. También ha revelado la de Canario.

—¿Cómo? —espetó Nichols. Miró la hora. Aún les quedaban muchas horas bajo los efectos de Nexus—. Restáurenlas.

En el salón, el anciano Niran se acariciaba el mentón con gesto pensativo. El joven Lane había contado unas cosas muy interesantes, aunque la mayoría escapaban a su comprensión.

Aun así, las capacidades que había dado a entender eran evidentes. Y conocía a alguien que estaría interesado en saber más. Reflexionó un momento y tomó una decisión.

Niran entró en la habitación contigua, donde estaba su teléfono, y realizó una llamada. La conversación fue breve. En efecto, la persona a la que había llamado estaba muy interesada. Comprendía que el chico se marchaba de Tailandia de aquí a unos días. Sí, estaba en Bangkok. En este momento estaba ocupado, pero se pasaría por allí dentro de un par de horas.

Niran colgó y se sonrió. Sería un placer volver a ver a Tanom.

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