Nexus

Nexus


NEXUS » 35. Raíces

Página 44 de 65

CAPÍTULO 35

RAÍCES

—No nací Samantha Cataranes. Nací Sarita Catalán. Crecí en el sur de California, en una pequeña ciudad cerca de San Diego. Mis padres se llamaban Roberto y Anita. Ambos trabajaban en el campo de la bioinformática, se habían conocido en el trabajo. Tenía una hermana, Ana.

Sam rezumaba tristeza por todos sus poros. Volvieron a brotar lágrimas en sus ojos que se deslizaban silenciosamente por sus mejillas. Inquieto, preocupado, comprensivo, Kade le acarició el cabello y le transmitió ternura.

—Mis padres eran hippies. La clase de hippies que trabajaban en la industria tecnológica, pero iban de camping con la familia y cantaban a coro con los amigos. Durante los primeros años siempre estábamos rodeados de amigos. Creo que mis padres fumaban hierba.

Eso la hizo reír, sin dejar de llorar. Kade seguía acariciándole la cabeza.

—Cuando tenía ocho años, y mi hermana cuatro, la empresa en la que trabajaban fue adquirida por otra mayor. Les dieron a elegir entre trasladarse a Boston o cobrar una buena indemnización. Optaron por lo segundo.

Su voz se volvió distante. Empezó a mostrar mentalmente su relato a Kade mientras hablaba.

—Algunos amigos se habían mudado a un lugar en Nuevo México. Se habían unido a una especie de comuna de cuello blanco. Todos se dedicaban a alguna clase de trabajo que podían realizar a distancia. Informáticos, consultores, analistas, diseñadores gráficos, algunos radiólogos y abogados. Convivían en un rancho. La idea era criar juntos a los niños, vivir en un lugar donde pudieran compartir las obligaciones de la paternidad, donde pudieran actuar un poco al margen de la ley, quizá para hacer algunas cosas típicas de los hippies.

Las imágenes se sucedían con absoluta viveza. Niños correteando bajo el sol de Nuevo México, adultos sonrientes que los cogían en sus brazos y los lanzaban al aire, que los empujaban en los columpios.

—Compartían reglas y rituales. Los domingos por la noche se celebraba algo a lo que todas las familias debían acudir. En un sitio que era como una mezcla de iglesia y de ayuntamiento. Una cosa hippy.

Las lágrimas habían cesado. Sin embargo, empezó a temblar, anticipándose a lo que venía a continuación.

Una mueca de fastidio apareció en su rostro. La llamaban. Sus superiores. Silenció la notificación con un leve movimiento de los ojos y volvió a mirar a Kade.

—El lugar se llamaba Yucca Grove.

Tragó saliva. Kade frunció la frente. Le sonaba el nombre. Hurgó en su memoria…

—¿Yucca Grove? ¿No fue allí donde…? —Puso los ojos como platos. Sintió un escalofrío. Abrazó con fuerza a Sam—. Oh, no. Oh, Sam, lo siento mucho.

—Chsss. Estoy bien. Tengo que acabar.

Kade siguió abrazado a ella mientras hablaba y le mostraba mentalmente las imágenes.

—Los dos primeros años fueron maravillosos. Muy divertidos.

Risas. Veladas alrededor de las hogueras. Dos docenas de «primos» y compañeros de juegos. Excursiones por las montañas Sangre de Cristo. Y amor, mucho amor. El rostro dulce de su madre y su voz melódica. El humor negro de su padre. Los grititos exaltados de su hermana con cada travesura nueva que cometían juntas.

—Luego la cosa empezó a cambiar.

La apatía en sus padres. Las risas cada vez menos frecuentes. Las sonrisas reservadas para el éxtasis de los domingos por la noche. Un éxtasis que ella no compartía; que Ana no compartía. Luego, los hombres malos.

—Lo llamaron el virus Comunión. Afectaba al cerebro. Se suponía que acercaba a la gente, rebajaba su egoísmo, potenciaba su empatía. Actuaba sobre el lóbulo temporal, uno de los circuitos relacionados con la experiencia religiosa. Se suponía que acercaba a la gente a Dios. Eso hacía. También los convertía en esclavos.

La cólera crecía en su interior. Los hombres malos. Los inmunes. La manera como se apoderaron del enclave. La manera como obligaron a todos los demás a ponerse a su servicio. Les robaron el dinero. Les destrozaron el alma. El control que ejercieron. Los abusos.

—Algunos supervivientes afirmaron que toda la comuna había decidido incorporárselo juntos. Otros dicen que nunca lo incorporaron, que alguien lo utilizó como un arma contra ellos. No me cuesta imaginar a mis padres probándolo voluntariamente. No tenían miedo. Les entusiasmaba la idea de vivir en grupo, del altruismo, de la armonía.

Su voz adquirió un tono de amargura. Seguía enfadada con sus padres. Enfadada porque no habían sido capaces de protegerla. No… no a ella. Sino a Ana.

—No lo sé. No puedo preguntárselo. Murieron.

Kade estaba paralizado, horrorizado, preocupado. Se limitaba a observar y a escuchar, a compartir y a tratar de consolar a Sam con su mente, rodeándola con sus brazos y acariciándole el rostro.

—Después de eso, trece hombres empezaron a dirigir la comuna.

Sus caras se agolparon en su mente. El recuerdo de las atrocidades y los abusos que cometieron. La quemadura de cigarrillo en su muslo. El puñetazo que le había arrancado un diente. Cosas peores. Mucho peores…

—El profeta y sus doce discípulos. Todos hombres.

Ladeó los ojos para rechazar otro mensaje de sus superiores y volvió a mirar a Kade. Este tragó saliva. Quería apartar la mirada; no quería oír más, ni saber más. Aguantó. Siguió abrazándola y escuchando, y le transmitió todo el consuelo que pudo.

—El profeta. Era un cabrón. Era inmune. El virus no le afectó. Descubrió que podía hacer que todos los demás hicieran lo que él quisiera. Encontró al resto, los más resistentes al virus, todos hombres. Los convirtió en sus discípulos. Les permitía hacer lo que les diera la gana siempre y cuando reforzaran su tiranía.

»Se autoproclamaron dioses. Las reuniones de los domingos por la noche… se convirtieron en sesiones de adoración. El virus introdujo la fe en todo el mundo. Utilizaron todos los trucos habidos y por haber para presentarse como dioses, y todos los adoraban.

»Casi todos. Yo apenas desarrollé los efectos del virus. Mi hermana en absoluto. No entendíamos lo que estaba pasándoles a todos los demás. Era una locura. Con once años intenté huir. Me atraparon… me dieron una paliza. Mi madre y mi padre se limitaron a observar. Volví a intentarlo, y el profeta y sus discípulos me golpearon hasta casi matarme. Ataqué a uno de ellos con un tenedor una vez y me dejó medio muerta de la paliza que me dio, me dejó atada al poste de una valla toda la noche, me quemó con cigarrillos.

Los recuerdos eran atroces y dolorosos. Kade los revivió con ella. Sam permanecía inmóvil como una estatua mientras las lágrimas surcaban su rostro.

—Después de eso no me quitaban el ojo de encima. No dejaban que me acercara a los teléfonos, a los ordenadores ni a los cuchillos. Trataban a la gente como si fuera ganado. Se apropiaban de las mujeres que les apetecían. Golpeaban a los hombres por diversión.

Lo recordó. La vida era un infierno, y ella sabía que no tenía por qué ser así.

—Empezaron a abusar de mí cuando cumplí los doce.

Kade gimió al recordarlo. Sam continuó hablando con la mirada perdida.

—Las primeras veces me resistí.

Les había clavado las uñas, les había mordido, se había revuelto como una animal salvaje.

—Pero ellos siempre ganaban. Dolía menos si les dejaba hacer.

El dolor y la humillación de la rendición, de la sumisión. Era repugnante. Se despreciaba por ello.

—Después… me rendí. Fingí que el virus también me había afectado. Le dije a Ana que hiciera lo mismo.

La pérdida de la inocencia. La sumisión absoluta a cualquier orden, a cualquier autoridad, el entusiasmo fingido en las reuniones de los domingos. Eso mortificó a Kade. Las lágrimas no cesaban. No dejaba de transmitirle amor y compasión, no para la Sam adulta, sino para la niña de doce años, desamparada y sola, maltratada y abandonada en el mundo.

—Aguanté dos años así. Todos los días pensaba en suicidarme. Todos los días pensaba en matarlos. Mi único motivo para vivir era Ana.

La hermana dulce, también inmune al virus, confundida, herida, asustada. Sam había intentado consolarla, apoyarla, criarla, protegerla, darle un poco de alegría en ese lugar dejado de la mano de Dios.

—Todo cambió cuando cumplí catorce años. Me había acostumbrado a los abusos. Solo recibía palos cuando uno de ellos estaba de mal humor. Entonces un día, paseando con Ana, uno de los hombres nos vio. Tenía esa expresión en la cara, esa mirada lasciva, y yo estaba tan acostumbrada que ya no me importaba lo que me hiciera. Pero miraba a mi hermanita. Y yo pensé que si alguno de ellos la tocaba los mataría a todos, uno a uno, con mis propias manos.

Lloraba de nuevo. La rigidez de su cuerpo había desaparecido, sustituida por una rabia, un miedo y una impotencia antiguos. Podía ser indiferente al tormento que había sufrido en sus propias carnes. Pero no al pavor por su hermana, por el ser humano inocente que había estado protegiendo todos esos años.

—Así que hice lo que debía haber hecho mucho antes. Uno de los hombres me llevó a su habitación y abusó de mí. Y cuando se cansó y se durmió, hice lo más valiente que he hecho en mi vida. Me escabullí de debajo de él… fui hasta la otra habitación, donde estaba el teléfono, y lo cogí. No había tocado un teléfono desde los nueve años. Las teclas sonaban cada vez que las presionaba. Me aterrorizaba la idea de que me oyera…

Kade sintió el recuerdo, el terror infantil. La matarían si la descubrían. La golpearían. Violarían a su hermana. Nunca podría escapar…

— …pero tecleé 911 y me respondieron. Y les conté dónde estaba, y que el profeta y sus discípulos nos habían convertido en sus esclavos, y que estaban a punto de hacer daño a mi hermana, y que mis padres se habían transformado en unos zombis, y no escuché ninguna de sus preguntas y colgué.

La adrenalina corría ahora por el cuerpo de ambos impulsada por el recuerdo del riesgo, del valor, de tentar a la suerte.

—Y entonces volví a dejar el teléfono donde lo había encontrado, regresé sigilosamente a la habitación y cuando estaba metiéndome de nuevo en la cama con el hombre, él empezó a despertarse. Así que me lo follé, le dije que lo deseaba, hice todo lo que se me ocurrió para distraerlo.

Kade lo recordó, lo recordó a través de Sam. El miedo. La vergüenza. El desprecio que le inspiraba ese hombre mientras la penetraba. El hombre se desangraba y agonizaba en su imaginación mientras la poseía, comprendiendo su error al confundir odio por pasión.

—Poco después se oyeron disparos. Un ayudante del sheriff había acudido rápidamente a la llamada y uno de los discípulos le había disparado. Estaba muerto.

«Culpa mía —pensó Sam—. Yo lo maté.»

—¡No, Sam, no! —le dijo Kade—. ¡No fue culpa tuya!

Sam esbozó una sonrisa preñada de tristeza y le puso un dedo en los labios.

—Lo sé, Kade. Ahora lo sé. Pensaba que entonces ya lo sabía. Pero ahora lo sé de verdad. Por fin.

»Entonces se produjo el asedio. Todos los esclavos… mis padres, el resto de los padres, incluso los niños. Todos adoraban a ese hombre, el profeta. Todas las familias tenían armas. Él se había asegurado de que fuera así. Nos dijo que las fuerzas de Satán venían para llevarnos al infierno y que debíamos protegernos. Llegaron los federales. La división de bioterrorismo del FBI. Alguien se había quedado con la palabra “zombi”. No era el primer brote del virus Comunión. Pero sí el peor.

»El profeta les dijo a los federales que preferían morir a irse con ellos. Que si entraban nos haría volar por los aires, nos quemaría vivos, a todos, incluidos los niños.

»El asedio duró tres días. El FBI ponía música a todo volumen. Trajeron sacerdotes. Y psiquiatras. Nunca había visto a Ana tan asustada.

»El cuarto día me desperté en mitad de la noche. Eran las 2.28 h. Recuerdo haberlo visto en el reloj. Había dormido una hora o así con toda esa música y esa gente alterada. Y supe lo que tenía que hacer. Mi padre tenía una pistola, como todos los demás. Me colé en su dormitorio. Estaba dormido. No era su turno de guardia. La pistola estaba en la mesita de noche. La cogí y me puse un vestido bonito, el blanco, el vestido que al peor de ellos, el profeta, le gustaba ponerme cuando me follaba. Escondí la pistola debajo del vestido y fui a verlo. La gente se rio cuando me vio. Conocían el significado del vestido.

»Había un centinela en la puerta de su cuarto, uno de los otros padres, uno gordo, no uno de los discípulos. Dentro había luz. Le dije al centinela que el profeta había pedido verme, que quería que fuera en mitad de la noche para “bendecirme” —escupió la palabra con repugnancia.

»El centinela entendió lo que quería decir. No me tenía ninguna compasión. Solo me veía, y me deseaba, y deseaba servir a Dios y al profeta. Me dejó entrar.

»El profeta estaba sentado a su escritorio, mirando la pantalla del ordenador. Levantó los ojos, me vio con el vestido y me miró de arriba abajo. “Sarita —dijo—. ¿Qué quieres?”.

»Y levanté el arma. Era enorme. El centinela ya estaba dando media vuelta para regresar a la puerta. El profeta vio la pistola y gritó.

Sam guardaba fresco ese recuerdo en la memoria. Recordaba cada segundo de ese episodio, la posición de cada mueble, cada sonido, cada instante congelado para siempre como una fotografía.

—Intentó abalanzarse sobre mí, pero el escritorio se lo impidió. Apreté el gatillo y el primer tiro salió muy desviado. La pistola quedó apuntando al techo. El centinela se había dado la vuelta y venía hacia mí. El profeta ya casi había rodeado la mesa y corría para arrancarme la pistola de la mano.

Sam recordó el trueno del disparo, el olor, su cuerpo sacudido por la fuerza de la detonación. Recordó el miedo, y la figura del profeta que crecía a medida que se acercaba, el convencimiento de que estaba a punto de fracasar, de ser golpeada y asesinada y de presenciar la violación de su hermana.

—Tuve un ataque de pánico. Intenté apuntar de nuevo con la pistola y volví a apretar el gatillo. Disparé sin mirar. El centinela me golpeó en el mismo instante.

»Me tiró al suelo y me lanzó una patada. No sé cómo, yo todavía tenía la pistola en la mano. Apreté el gatillo y el centinela se derrumbó sobre mí. Era un tipo enorme y muy gordo. Había sangre por todas partes, mi vestido estaba empapado en sangre. Intenté quitarme al centinela de encima. Lo conseguí a medias. Todavía tenía las piernas atrapadas bajo su cuerpo. Miré hacia arriba y vi al profeta. Estaba levantándose. La bala le había alcanzado. Había sangre en su camisa, en su brazo izquierdo. La bala le había alcanzado y ahora estaba levantándose. Empuñaba un cuchillo en la mano derecha. Empezó a caminar hacia mí y volví a disparar. Le di en el estómago y cayó de rodillas.

Sam guardó silencio. La escena siguió desarrollándose en la mente de Kade. «Te odio», le había espetado en un susurro al profeta. Él había tosido sangre y Sam le disparó otra vez, en el pecho, y cayó de espaldas. Luego sonaron más disparos, en todas las direcciones. El FBI había oído los tiros y había aprovechado el revuelo para entrar. Las personas que defendían la puerta respondían a sus disparos con escopetas, rifles y pistolas. La gente gritaba. Más disparos, cada vez más cercanos. Más gritos.

Y entonces se produjo la primera explosión. Toda el ala sur del rancho saltó por los aires y una bola de fuego trepó por el cielo nocturno. El resto del edificio estaba envuelto en llamas. Había humo por todas partes. Sam se quitó de encima el cuerpo que la aprisionaba contra el suelo. El profeta gemía; todavía se movía débilmente. Sam se plantó delante de él, apuntó y le disparó en la cabeza, una bala detrás de otra.

El humo era denso. Sam tosía. No podía respirar. Se tapó la boca con el vestido. Era inútil. Empezó a marearse. Se arrodilló en el suelo. No le importaba morir. Era preferible a seguir viviendo así. Solo esperaba que Ana estuviera bien.

Ya recibía a la muerte con los brazos abiertos cuando oyó la voz. Retumbante. Masculina. Todavía llena de vida, pero no pertenecía a un discípulo. Era una voz desconocida.

«¿HAY ALGUIEN AHÍ DENTRO?»

Sam intentó ponerse en pie. Se cayó. Tosió. Agitó una mano. Y entonces se encontró entre los brazos de alguien. Un hombre. Vestido con un chaleco en el que ponía «FBI-BIOTERRORISMO». Tenía rasgos asiáticos.

«¡Todo va a salir bien!», le gritó el desconocido elevando la voz por encima de los crujidos del fuego, las explosiones y los disparos.

La llevó hacia el pasillo. El fuego se propagaba. Un tablón del techo se derrumbó a su derecha. El agente corrió en sentido opuesto, hacia una ventana. Estaban en el tercer piso.

«¡CIERRA LOS OJOS!», le gritó.

Y entonces echó a correr hacia la ventana, ladeó el cuerpo en el último momento para atravesarla con el hombro y proteger de los cristales a Sam y saltaron al vacío.

—Nakamura —dijo Kade.

Sam asintió con lágrimas en las mejillas. Se sentía… más ligera. Como si se hubiera liberado de un pesado lastre que la oprimía.

—¿Y tu hermana? —preguntó Kade.

Sam meneó la cabeza. En el rancho Yucca Grove habían vivido ciento diecinueve personas. Habían sobrevivido veintiocho contando a Sam. La mayoría de los discípulos habían muerto por los disparos o las explosiones. El resto se había volado la tapa de los sesos. Ni los padres de Sam ni su hermana se contaban entre los supervivientes.

—Oh, Sam. Lo siento mucho, muchísimo. —Kade puso en sus palabras toda la compasión, todo el consuelo, el cariño y la comprensión que fue capaz de reunir.

Sam clavó los ojos en los de Kade.

—Kade, ojalá mi hermana siguiera viva. Pero entonces prefería que muriera a que tuviera que vivir la vida que le esperaba. —Era sincera. Brutalmente sincera.

—Siento mucho todo lo que has sufrido, Sam. No puedo imaginarme… Nadie debería pasar por algo así. Ningún niño. Entiendo que entraras en la ERD.

Quería hacer daño a los malos. Encontrarlos y hacerles daño, o detenerlos, o matarlos. Para que nunca pudieran volver a hacer daño a nadie más. Quería ser fuerte. Lo suficientemente fuerte para que nadie volviera a hacerles daño a ella ni a nadie que le importara.

Kade intentó reconfortarla. Intentó transmitirle su apoyo.

—Kade. Kade, no lo entiendes —repuso Sam.

—¿Qué no entiendo?

—Eso es el pasado, Kade. No puedo volver atrás. Le he permitido que me controlara durante demasiado tiempo. Ya no hay vuelta atrás.

Kade estaba confuso.

—Esta noche he conocido a una niña extraordinaria, Kade. Ella me lo ha mostrado. Me ha ayudado a afrontarlo. Hasta ahora solo vislumbraba retazos. Pero ahora puedo afrontarlo. Se acabó. Ya no soy esa niña. Hice todo lo que pude. Me perdono.

Kade lo sentía dentro de Sam. El dolor todavía estaba allí, pero ya no era una carga. Sam se sentía ligera como una pluma. Se sentía libre.

—Esa niña, Kade, oh, Dios mío. Es como tú. Como nosotros —dijo Sam en un tono maravillado, como si estuviera comprendiéndolo por primera vez—. Nexus está dentro de ella de manera permanente. Nació así. Es increíble. Vuelvo a tener una hermana.

Sam se hundió contra el pecho de Kade, riendo y llorando al mismo tiempo, con la respiración acelerada. Se apretó contra él, sollozando, llorando en silencio, derramando lágrimas de liberación, lágrimas de duelo, lágrimas de transición, lágrimas de gratitud. Volvió a repasar su vida, maravillada, y agradeció a la Sam joven su valor y su tenacidad, perdonó a la Sam joven todo lo que le había reprochado, se despidió de sus padres y de su primera hermana, y de todo lo que había conocido tanto tiempo atrás. Mantuvo la cabeza hundida en el pecho de Kade mientras él le acariciaba el pelo y le transmitía compasión, cariño y consuelo. Se durmió apoyada en él. Kade no se movió; sentía que la fiesta llegaba a su fin en el salón. Estaba tan a gusto. Se sentía tan bien. Acarició el cabello de Sam y percibió la despedida amarga de sus sueños, su pecho hinchándose y deshinchándose al mismo ritmo que el suyo, hasta que el sueño también se apoderó de él.

En el puente de mando del Boca Ratón reinaba el silencio. Sam había rechazado todos los mensajes que le habían enviado para que restaurara su identidad falsa. Al final habían desistido de seguir intentándolo y se habían limitado a escuchar.

Los tres conocían algunos fragmentos del pasado de Sam, pero ninguno de ellos había oído la historia completa. Se habían sentido aliviados cuando dejó de hablar. Se habían sentido aliviados cuando se durmió. Nadie abrió la boca durante varios minutos.

—Asegúrense de que los equipos de asalto estén en estado de alerta —ordenó al cabo Nichols—. Dejemos descansar un poco a Mirlo.

Wats estaba sentado con las piernas cruzadas un piso por encima de Kade y de Cataranes, flanqueado por sus armas. Gracias a la fibra camaleónica de su ropa era difícil distinguir su figura inmóvil del entorno. Un condensador acoplado a su uniforme de combate expulsaba el exceso de calor producido por su cuerpo, de manera que impedía que se asara dentro de la vestimenta antiinfrarrojos. Notaba el medallón de datos sólido y frío contra el pecho.

Su radio había interceptado dos transmisiones de mensajes encriptados durante la noche. Los comandos estaban cerca. Ignoraba su posición exacta, pero estaban cerca.

Era un alivio que los participantes de la fiesta que había tenido lugar debajo estuvieran cayendo dormidos poco a poco. Había tenido sus nodos Nexus conectados únicamente en modo recepción, y así era complicado conseguir una buena conexión Nexus. Para lograr la sincronización de cerebros, y, por lo tanto, una correcta transferencia de conceptos, era necesario el flujo de datos en ambos sentidos.

Pero lo que había captado le bastaba. También él era parte del Buda. A su manera, él era el lado oscuro de un bodhisattva. Era lo opuesto al maestro iluminado. El que corría el riesgo de renacer en las tinieblas y la ignorancia, aún más lejos del nirvana, para que otros tuvieran la oportunidad de acceder a la paz y la iluminación.

Se preguntó si Cataranes no habría sido como él en una vida anterior.

Ir a la siguiente página

Report Page