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NEXUS » 40 La huida

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CAPÍTULO 40

LA HUIDA

Feng alcanzó el Opal antes que Sam. La puerta trasera del lado del conductor estaba abierta. Sam llegó renqueando y se detuvo junto a ella, echó una ojeada al interior del coche y vio a Su-Yong Shu sentada dentro. A su lado había un completo maletín de primeros auxilios.

—Déjelo en mis manos —dijo la investigadora china.

Sam asió a Kade con más fuerza.

—Vamos, usted irá delante conmigo —dijo Feng.

—Me quedo con él —respondió Sam.

—Señorita Cataranes —dijo Shu—. Poseo conocimientos médicos.

—Yo también —replicó Sam, sosteniéndole la mirada.

—Tenemos que marcharnos —intervino Feng—. No podemos quedarnos aquí.

—De acuerdo —dijo Shu. Abrió la puerta de su lado—. Siéntese detrás con Kade. Yo iré delante.

Sam tendió a Kade en el asiento trasero y se sentó a su lado. Kade gruñó de dolor. Feng arrancó y se adentró en el laberinto de callejones en cuanto se cerraron las puertas.

Sam examinó el maletín. Era un equipo de primeros auxilios de las fuerzas especiales chinas. Lo mejor de lo mejor. No le era desconocido. Entre otras cosas había un asistente de respiración para casos de incendios: una máscara y un bidón presurizado con factores de crecimiento para los pulmones. Sacó la máscara y se la colocó a Kade en la cara, y notó que el chico se relajaba a medida que la mezcla regeneradora y tranquilizadora recorría su organismo.

—Están llenos de transmisores —dijo Shu desde el asiento delantero—. Sus lentes de contacto, los transmisores en la ropa de Kade, los teléfonos de ambos. Hay que deshacerse de todo ello.

«Mierda. —Sam cayó en la cuenta—. Tiene razón.»

Sam bajó la ventanilla y tiró su teléfono móvil, se sacó las lentillas y también las arrojó desde el coche en marcha. Kade intentaba sacar el teléfono móvil del bolsillo, pero el dedo roto se lo impedía. Sam lo hizo por él y también lo tiró por la ventanilla. Kade estaba lleno de transmisores.

—Tenemos que cortarle la ropa —dijo Sam—. De todos modos casi se ha fundido con su piel.

Feng levantó una mano sin apartar la mirada de la carretera y una navaja se abrió en su palma. Shu la cogió y se la pasó a Sam. La mujer hizo algo con su mente y Sam sintió que el dolor de Kade se mitigaba ligeramente y el chico alcanzaba un estado de relativa paz.

Sam rajó la camisa de Kade y la lanzó por la ventanilla. Kade aferró un objeto que llevaba al cuello, el medallón de datos que Wats le había dado.

—Esto no —farfulló débilmente a través de la máscara.

Sam le cortó los pantalones hechos jirones y también los tiró.

Dios mío, Kade estaba fatal. Las fibras derretidas de los pantalones se habían pegado a la piel de las piernas justo donde le había caído la viga en llamas. Tenía el costado izquierdo de la cabeza hinchado, quemado y lacerado. No podía abrir uno de los ojos. A medida que se aplacó su dolor, Sam pudo evaluar mejor sus heridas. Y eran graves.

Sam le embadurnó la cara, el pecho, los muslos y las pantorrillas con gel para quemaduras. Le inyectó antibióticos y factores de crecimiento en la cara y alrededor del ojo que no podía abrir. Le entablilló el dedo roto.

Levantó un momento la vista. Seguían en el laberinto de callejones.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Estamos cercados por la policía metropolitana de Bangkok —respondió Shu—. Estamos dando un rodeo para esquivarla.

—¿Y cuando salgamos de aquí?

«Voy en un coche con los enemigos contra los que me enseñaron a combatir. Desarmada, huyendo de la gente que me entrenó. ¿Qué cojones estoy haciendo?»

—A la embajada china —respondió Shu—. Pediremos asilo político para Kade. Y para usted, si quiere.

Saltaron las alarmas en el interior de Sam. No encontraba las palabras adecuadas. Kade se le adelantó.

—¡No!

Kade se incorporó y se quitó de encima la máscara y la mano de Sam.

—Ni hablar de la embajada —dijo con un hilo de voz.

—Allí estarás seguro —le transmitió Shu—, y luego podemos sacarte del país.

Kade volvió a colocarse la máscara, inhaló una bocanada de la mezcla reparadora y les transmitió lo que pensaba.

—No. Ha muerto gente por mi culpa. Por mi culpa, joder. No permitiré que vuelva a ocurrir. No quiero ser un esclavo. No quiero ser un asesino.

Volaron imágenes desde su cerebro: Narong apuntando a Ted Prat-Nung a la cabeza; Wats desangrándose en el incendio; Niran y Lalana abatidos por el fuego cruzado.

Sam sentía su profundo sentimiento de culpa, de fracaso, de traición, el peso de las muertes que había causado. Lo entendía perfectamente.

«¿Qué he hecho? —se dijo Sam—. Todo ha ocurrido tan rápido…»

—Kade —insistió Shu—, los americanos irán por ti. Tenemos que llevarte a un lugar seguro.

—Tiene razón —dijo Sam—. Ya deben estar buscándonos. No nos dejarán tranquilos. Debemos movernos con rapidez.

—Nos esconderemos —replicó Kade—. Tenemos que escondernos.

—¿Adónde vamos entonces? —inquirió Feng.

—Con Ananda —respondió Kade.

Sam meneó la cabeza.

—Aquel tipo, uno de los que hemos matado, era un monje de Ananda. Nos siguió el lunes por la noche.

—Tuksin —repuso Shu—. Entré en su mente antes de que muriera. Estaba actuando por su cuenta.

Kade asintió.

—Quería librarse de Ananda. Y Suk quería librarse de Ted Prat-Nung.

—¿Tanom? —preguntó Shu en un tono brusco—. ¿Qué tiene que ver él con esto?

Kade y Sam se miraron.

—Estaba allí —respondió Sam—. Por eso intervino la ERD, para detenerlo.

—¡Enséñamelo! —ordenó Shu.

Sam notó una presencia extraña que se adentró en su mente. No habría podido detenerla aunque hubiera querido. ¿Qué era esta mujer? La presencia encontró los recuerdos de la lucha y los absorbió inmediatamente.

Sam sintió que Kade se abría para Shu, sintió que Shu también absorbía sus recuerdos del episodio. Captó un eco de la muerte de Prat-Nung, de las balas acribillándole el cuerpo mientras intentaba rescatar a Chariya y huir del apartamento.

Shu no pudo reprimir un gemido ahogado. Hundió la cabeza en las manos y un sollozo se filtró a través de ellas. Todos lo sintieron en su cabeza.

—Tanom está muerto. Tanom. No…

Sam sintió una pena desbordante. Quiso consolar a Shu por su pérdida. Pero no podía pensar con claridad, no veía, no podía respirar. Sintió que el coche empezaba a zigzaguear.

—¡Tanom!

—¡Su-Yong!

Sam oyó el grito de Feng. El llanto de Shu cesó. La neblina que invadía la mente de Sam se dispersó.

Feng recuperó el control del coche. Nadie abrió la boca. Shu continuó llorando. Su dolor impregnaba la atmósfera dentro del vehículo.

—Estúpido, estúpido, Tanom. Te dije que acabaría así. Te lo dije…

Sam hizo lo que pudo por Kade, en silencio.

El llanto de Shu fue mitigándose y finalmente cesó. Levantó la cabeza. Tenía las mejillas surcadas de lágrimas.

—Lo siento. Tanom era muy importante para mí. Si sigo… —Sacudió la cabeza—. Si sigo viva es gracias a él.

La visión apareció como un destello. Un incendio. Un fuego abrasador. Dolor y miedo. La cabeza de Shu afeitada. Un robot quirúrgico que se cernía sobre ella, extraño y con forma de insecto, que se acercaba con unas cuchillas que zumbaban. El feto en su vientre. Sangre por todas partes. Dos rostros observándola desde arriba, pálidos. La sensación de la mano de Prat-Nung alrededor de las suyas. Imágenes y recuerdos que Sam no comprendía.

La ira fue reemplazando la pena en el interior de Shu. Una ira fría y firme. Una ira de proporciones épicas. Un odio de una intensidad pavorosa. Furia. Destrucción. Asesinatos. Atroces. Shu estaba decidida a acabar con todos…

—Ananda —dijo Kade con la voz ronca.

—Ananda.

Shu pareció reparar entonces en su presencia. Su ira remitió poco a poco. Los demás oyeron que respiraba hondo. Asintió.

—Ananda.

—¿Y usted? —preguntó Shu dirigiéndose a Sam—. ¿Tiene pensado acompañar a Kade?

Sam respiró hondo. Todavía no había encontrado la lógica a los últimos acontecimientos. La muerte de Mai, la rabia y el terror de las mentes que habían estado conectadas con ella la habían trastornado. Había matado al menos a dos mercenarios de la ERD y había participado en la muerte de otros…

«¿Podría entregarme? —se preguntó—. ¿Ir a la embajada y declarar que sufrí un episodio de demencia transitoria?»

No. La ERD tenía muchas virtudes, pero la de perdonar no era una de ellas. Ya había firmado su sentencia de muerte. Su esperanza de vida ahora se medía en horas o días.

Necesitaba reflexionar y aclararse las ideas. Había que permanecer en constante movimiento, mantenerse un paso por delante de sus perseguidores. Sus opciones eran limitadas. Además había prometido a Wats que protegería a Kade.

—Iré —dijo—. Iré con Kade, si él quiere.

Kade se la quedó mirando. Había vuelto a colocarse la máscara sobre la boca y la nariz. Sus miradas se encontraron y Sam revivió la conexión que habían experimentado solo unas horas antes, cuando se había abierto por completo a él. Un sentimiento de compasión. Confianza. Comprensión. Kade asintió lentamente y se quitó la máscara.

—Sí —dijo Kade—. Me has salvado la vida. Otra vez. Sí.

Shu asintió, todavía con el semblante y la mente endurecidos, sacó un teléfono del bolsillo, marcó un número y se lo pegó a la oreja. Sam entreoyó la voz que contestaba al otro lado de la línea.

Sawadi, Ananda.

Hablaron en un idioma que Sam desconocía, melodioso y sonoro, indoario tal vez. Luego Shu colgó.

—Está hecho —dijo la investigadora china—. Nos reuniremos con sus monjes dentro de una hora.

Su voz sonó gélida y distante. Su mente todavía irradiaba ira. Violencia. Esos animales habían asesinado a Tanom. Lo pagarían caro. Kade durmió mientras Feng conducía. Se despertó en el lugar de encuentro con los dos monjes enviados por Ananda. Habían quedado en un garaje vasto y oscuro en las entrañas del aeropuerto. Shu afirmó que tenía el control de las cámaras de vigilancia. Nadie lo puso en duda.

Los jóvenes con la cabeza afeitada les entregaron unos fardos con ropa. Hábitos de monje. De color naranja para Kade y blanco para Sam.

Shu se dirigió a ellos desde el asiento delantero del coche. Conservaba el tono frío y distante. La muerte de Prat-Nung la había afectado.

—Los monjes de Ananda les llevarán a un escondite —dijo—. Los americanos ya han cursado una orden de búsqueda y captura. Los acusan de tráfico de estupefacientes.

»Tienen que estar en constante movimiento. Ananda lo sabe. Ya está trabajando en su siguiente etapa.

Se volvió y entregó algo a Kade. Una tableta.

—¿Qué es? —preguntó Kade, cogiéndola.

—Paramos un momento y la compramos —respondió Shu sin soltar aún el dispositivo—. Feng pagó en metálico. No existe nada que os relacione con ella. No accedáis a ninguna de vuestras cuentas ni a vuestros datos anteriores, o podrían rastrearos. No intentéis poneros en contacto con ningún conocido, ni conmigo. Podéis utilizarla para manteneros al día de lo que pasa en el mundo, pero nada más. ¿Ha quedado claro?

Kade asintió.

—Bastante. Me apetece seguir vivo.

Shu asintió y soltó la tableta.

—Perfecto.

—¿Puede hacerme un favor? —preguntó Kade. Aún estaba aturdido.

—¿Qué?

—La ERD irá ahora por Rangan e Ilya, si es que no lo han hecho ya. ¿Puede ponerse en contacto con ellos y decirles que huyan?

Shu vaciló un momento.

—Les habrán colocado micrófonos —dijo Sam—. Tenga cuidado de que no se enteren los que estén escuchando.

Shu asintió.

—Haré lo que pueda.

—Gracias —dijo Kade monótonamente. Se sentía aturdido.

—Kade… —empezó a decir Shu. Hizo una pausa—. Kade, es probable que las personas que la ERD ha utilizado para chantajearte lo pasen mal. Si es así, recuerda quién os hizo esto a ti y a tus amigos.

Se miraron fijamente a los ojos. La mente de Shu desbordaba ira, un ansia por destruir las organizaciones humanas que se afanaban en dominar a los seres como ellos, es decir, a los poshumanos.

«Será culpa tuya —le había dicho Sam—. Solo tuya.»

Miró a Sam con el rabillo del ojo y vio que la chica bajaba la mirada. Transmitía un sentimiento de culpa, confusión, resignación. Abrió la puerta del coche, salió y volvió a cerrarla.

—Culpa a los humanos —continuó Shu—. Culpa a su odio a todo y a todos los que podrían trascenderlos.

Rabia. No solo ira. Una imagen de Yang Wei, su mentor, atrapado en un coche en llamas, sufriendo la lenta agonía de quemarse vivo, por obra y gracia de la CIA. La imagen de Ted Prat-Nung acribillado cuando intentaba salvar a Chariya apareció de entre sus propios recuerdos.

Odio.

Kade sentía como crecía en su interior su propio sentimiento de odio. La ERD había asesinado a muchas personas. Debía recibir su castigo, había que destruirla, aniquilarla…

—Manteneos en constante movimiento —le dijo Shu—. Cuidaos. Volveremos a vernos.

Puso una mano en el brazo de Kade y se miraron a los ojos.

—Llegará el día que les obligaremos a pagar por lo que han hecho —afirmó Shu—. A todos.

Kade las sintió incluso con el paquete de serenidad activado: la ira desbordante, la rabia irrefrenable. Borraron la pena que sentía; borraron el dolor.

Asintió de nuevo sin desviar la mirada de los ojos de Shu. Llegaría el día que sus enemigos lo pagarían caro. Abrió la puerta para salir del coche. Uno de los monjes apareció a su lado inmediatamente, se pasó el brazo de Kade por encima de los hombros y lo ayudó a caminar a la pata coja hasta el otro coche. Sam los esperaba junto al morro del vehículo, mirando en todas direcciones en busca de alguna amenaza.

«Espera que nos encuentren —se dijo Kade—. Y ella los conoce mejor que nadie.»

Feng abrazó a Kade.

—¡No te metas en más peleas! —le dijo sonriendo.

Kade asintió, aturdido.

El miembro del Puño de Confucio se volvió a Sam con los brazos abiertos como si fuera a abrazarla. Sam arrugó el ceño. Feng dejó caer los brazos, borró la sonrisa del rostro y le tendió una mano. Sam se la estrechó.

—Algún día lucharemos de verdad —dijo el chófer, inclinando respetuosamente la cabeza.

Los jóvenes monjes los metieron en el asiento trasero de un apretujado y destartalado Tata de cuatro plazas.

—¿Adónde vamos? —preguntó Kade.

Los monjes hablaron entre ellos en tailandés. El que ocupaba el asiento del copiloto se volvió.

—A las montañas —respondió, señalando el cielo. Luego siguió hablando en tailandés.

—Dice que nos llevan a un monasterio —dijo Sam—. A un monasterio muy especial.

Salieron del garaje del aeropuerto y los recibió la luz de la mañana. Las nubes se habían dispersado. El sol, una bola de fuego anaranjada que iluminaba un paisaje húmedo, ya se alzaba por el este. Se dirigieron al norte, hacia las cumbres que se levantaban desde las llanuras tailandesas.

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