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NEXUS » 43. Respira

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CAPÍTULO 43

RESPIRA

Las campanas que anunciaban el amanecer despertaron a Kade. Domingo por la mañana. Apenas un día después de que todo se fuera al garete, de la muerte de Wats, de la muerte de Narong, del arresto de Ilya, Rangan y muchos otros.

La meditación nocturna lo había reconfortado, durante un rato.

Luego se había dormido y lo habían acosado los sueños. Sueños de ira, de destrucción; había soñado que partía en dos a Warren Becker, que quemaba vivo a Martin Holtzmann, que descuartizaba a los agentes con las máscaras negras a medida que irrumpían en el apartamento. Habían sido sueños desprovistos de emociones. Había perpetrado la matanza con frialdad, metódicamente.

La frialdad se había instalado en su interior. Frialdad y rabia. Eso era todo lo que sentía.

Llamaron a la puerta de su celda.

—Adelante —dijo.

Entró Bahn. El joven monje le había traído un cuenco con gachas para desayunar. Le saludó con el wai, le sonrió y dijo unas palabras en tailandés, una broma o un comentario alegre.

Se respiraba alegría en este lugar. ¿Cómo sería experimentarla?

¿La alegría estaba esperándolo al otro lado de esta rabia? ¿Había algo al otro lado de esta frialdad?

Quizá destruir la ERD le proporcionaría alegría. La idea le arrancó una sonrisa.

El médico apareció poco después para examinarlo, cambiarle los vendajes, mirarle las heridas, inyectarle más factores de crecimiento para soldar los huesos, curarle la piel y regenerar el tejido del pulmón dañado.

El ojo seguía igual.

Su pérdida debería haber sido mucho mayor. Era él quien debería haber muerto. No Wats. Ni nadie más.

Cerró la mano alrededor del medallón de datos que colgaba de una cadena alrededor de su cuello, debajo de la túnica de color naranja. Las esquinas duras del medallón se clavaron dolorosamente en su palma.

«Deberías estar vivo, Wats. Esto no valía la pena.»

Se levantó y enfiló apoyado en las muletas hacia la sala de meditación. Había aprendido mucho la noche anterior. Los monjes habían aprendido a integrar Nexus 3 en sus mentes. No habían reprogramado los nodos Nexus ni escaneado el espectro de radio, ni cartografiado las respuestas de Nexus, ni reconstruido mediante retroingeniería el conjunto de instrucciones subyacente.

No. Habían meditado. Habían amoldado sus mentes en función de Nexus, habían encontrado maneras de ser y de pensar que aumentaban su control sobre él. Y de ese modo habían aprendido a alcanzar una sincronía que Kade jamás había experimentado. Habían aprendido a que sus pensamientos se propagaran con fluidez más allá de sus mentes individuales. Habían aprendido a fusionarse para formar algo más vasto y con una mayor capacidad de conocimiento.

Kade estaba profundamente impresionado. Tenía mucho que aprender en este lugar.

Llegó a la sala de meditación con antelación y se sentó en el fondo, cerró los ojos y se concentró en su respiración.

Llegaron los monjes. Kade los sintió. Los oyó. Fueron tomando asiento a medida que entraban, con las piernas cruzadas y la espalda recta. Respiraron. Kade sintió que su propia respiración se sincronizaba con la de ellos. Se fortaleció la conexión entre sus mentes. La mente colectiva empezó a formarse.

Kade las sentía todas. Era consciente de las minúsculas oleadas de pensamiento que recorrían sus cerebros. El menor de los pensamientos, la más breve de las palabras, el fragmento más minúsculo de una canción, el capricho más fugaz, el recuerdo de la tarea más nimia, la cuestión de doctrina más insignificante, el picor más superficial, el más efímero impulso de moverse… la habitación contenía todo eso. Juntos, la conciencia colectiva se observaba a sí misma. Cada vez que un pensamiento o una sensación brotaban, eran percibidos, reconocidos y liberados. Y la atención volvía a concentrarse en la respiración común.

Era hipnótica, serena, coherente y cristalina. La sala resplandecía con su concentración compartida, con la sensación casi tangible de la mente colectiva que formaban.

Las mentes de los monjes guardaban un silencio casi sepulcral. En comparación con ellas, la de Kade era un tumulto. Los mismos pensamientos volvían una y otra vez.

Wats. Ilya. Rangan.

Narong. Chariya. Niran.

Los muertos y los desaparecidos. La incertidumbre del futuro. El sentimiento de culpa.

No había dolor. El programa informático instalado en su cabeza lo impedía. Sus emociones eran tan duras, punzantes y quebradizas como el hielo. Solo ira. Solo una ira gélida e impotente.

Cada vez que los pensamientos brotaban, la mente colectiva los contemplaba, los reconocía y los liberaba, y después devolvía la atención a la respiración cadenciosa de los cuerpos.

Y siempre volvían.

Meditaron hasta la hora de comer. Kade comió en el comedor en silencio, enfrascado en sus pensamientos. Cuando los monjes acabaron sus platos, se encaminaron a sus quehaceres vespertinos.

Kade volvió a la sala de meditación ayudándose con las muletas. Allí, sentado en el fondo de la estancia, de cara a Kade y de espaldas a la gigantesca estatua dorada de buda, estaba el profesor Somdet Phra Ananda.

Los ojos del anciano monje se abrieron a su llegada.

—Hijo —dijo con su voz profunda y grave—, ven a sentarte conmigo.

Kade cruzó la sala hasta el cojín que le indicó Ananda y se sentó lentamente, con un dolor terrible en las costillas. Sintió la mente de Ananda, animada, radiante de calma y lucidez, fluida, flexible, relajada. Kade notaba su propia mente glacial, entumecida, estancada en un solo pensamiento.

—¿Cómo te encuentras, hijo? —preguntó Ananda.

—Mejor. Recuperándome —respondió Kade.

«Estoy furioso», pensó.

—Gracias por permitirnos venir aquí. Debe suponer un riesgo para usted. No teníamos adónde ir.

—Ya hubo suficientes muertos esa noche —respondió Ananda.

Kade asintió. El recuerdo de la tragedia no despertó emoción alguna en su interior. Dentro de él no había sitio para la pena ni el dolor. Ira. Odio. Eran lo único que sentía.

—He sentido tu meditación —señaló Ananda.

—Es increíble lo que ustedes los monjes son capaces de hacer —repuso Kade—. Espero aprender mucho más.

—¿Con qué fin? —inquirió Ananda.

«Para asesinarlos —pensó Kade—. Para hacerles daño. Para destruir la ERD.»

Miró brevemente, con ojos inexpresivos, a Ananda, haciendo un esfuerzo para dominarse.

—No lo sé.

Ananda escrutó su rostro.

—Tus pensamientos son implacables, hijo. Son severos. Estás protegiéndote de lo que albergas en tu interior, incluso durante la meditación.

Kade bajó la mirada.

—No siento nada. Todo me parece irreal.

—Mantienes tu mente encadenada. Libérala.

El paquete de serenidad.

Kade asintió.

—Sí —respondió Kade—. Eso me da tranquilidad.

—Te agarrota —repuso Ananda—. Te insensibiliza. No es lo mismo.

Kade mantuvo la mirada clavada en el suelo.

—Rompe las cadenas de tu mente, hijo. Entonces experimentarás lo que te rodea.

—Creo que eso es lo que me permite mantenerme entero —dijo Kade.

—Entonces tal vez debas desmoronarte —respondió Ananda.

Kade sintió el contacto de la mente del monje en la suya. ¿Podía hacerlo? ¿Podía desactivar el paquete de serenidad? Bajo la superficie de sus pensamientos habitaban auténticos monstruos. Quizá con el poder de destruirlo. Temía sus propias emociones.

—Si quieres salir adelante, primero tendrás que ablandarte —afirmó Ananda.

—O disolverme —repuso en voz baja Kade.

—Sí. O disolverte.

—Han muerto personas por mi culpa —dijo Kade.

Habían existido. Habían tenido pensamientos, emociones, planes de futuro. Muertas. Todas muertas.

—Sí, ese es tu karma —respondió Ananda.

—Quiero destruir la ERD. Lo deseo con toda mi alma.

Kade sintió la sed de sangre, la ira, la rabia. Lo único que el paquete de serenidad era incapaz de bloquear.

—Pero también es mi culpa —continuó Kade—. Si hubiera tomado otras decisiones, esas personas seguirían vivas.

Ananda asintió.

—Quizá fue culpa tuya.

Kade estaba temblando.

«Mi culpa.»

—Esas cadenas… están ahí porque dudo de mi capacidad para afrontarlo. Afrontar mis sentimientos reales por lo que ha pasado.

—No se puede volver al pasado, hijo. Esos hombres y mujeres están muertos o encarcelados. No puedes cambiar lo que ya ha sucedido.

Kade asintió.

—Pero puedes elegir qué camino seguir a continuación —prosiguió el monje—. Debes tomar una decisión. ¿Vas a dar un sentido a sus muertes? Y en el caso de que sea así, ¿cuál será ese sentido?

Kade volvió a asentir. Tenía los puños apretados.

—Sobre eso he estado reflexionando.

Ira o vacío. Esas eran sus únicas opciones.

—Sin embargo, no avanzarás hasta que te permitas sentir. No lo superarás hasta que seas capaz de afrontar tu dolor. Yo estaré a tu lado. Podemos afrontarlo juntos.

Kade respiró hondo y meneó la cabeza.

—No puedo.

—Sí puedes —respondió Ananda.

—Es demasiado para mí. No puedo.

—¿Qué mejor momento que ahora? —El monje abrió los brazos para recordarle que estaban en la sala de meditación—. ¿Qué mejor lugar que este?

Kade puso en primer plano el panel de control del paquete de serenidad en su mente. Era tan sencillo. Solo tenía que presionar un botón.

Meneó la cabeza.

—No puedo.

—En ese caso, la muerte de tu amigo no ha servido absolutamente para nada.

Esas palabras le sentaron como una bofetada en la cara. Kade se puso rojo. Apretó los puños.

Desactivó el paquete de serenidad con un pensamiento. El dolor creció dentro de él como una marea que lo engullía. El sentimiento encontró grietas y anegó hasta el último rincón de su mente; no dejó espacio para nada más. Hasta que Kade explotó con él, con el sufrimiento, con la pena, con la desolación, con la desesperación de quien lo ha perdido todo, de quien se sabe responsable de numerosas muertes.

Wats… Wats…

Las caras de las personas que habían muerto y que había perdido aparecieron en su cabeza.

«Ilya. Nunca volveré a verte, Ilya.»

La pérdida de toda la gente que había sido importante en su vida amenazaba con destruirlo. Amenazaba con engullirlo y dejar en su lugar una simple cáscara.

«Rangan. Lo siento, tío. Te echo de menos.»

Lo impregnó el dolor de saber que había condenado a personas inocentes.

«Narong. Lalana. Chariya. Niran. ¡Mai!»

Revivió la muerte de Watson Cole. Sintió la mente de su amigo penetrando en la de Sam.

«Protégelo.»

Sintió la última voluntad de Wats.

«Difúndelo. Dáselo al resto del mundo. Dale lo que me dio a mí.»

Oyó las últimas palabras de Wats antes de la explosión.

«Tienes una misión que cumplir, hermano. Ve a cumplirla.»

Vio a Narong desplomándose con la barriga acribillada; sintió el miedo y la confusión del chico. Había muerto por culpa de Kade, porque Kade había entregado a esos cabrones una herramienta para coaccionarlo.

Sintió cómo una ráfaga de balas se llevaba de este mundo a Lalana. Sintió a Areva quemándose vivo, sintió la muerte dolorosa de Loesan, sintió cómo abatían al anciano Niran cuando intentaba salvar a Lalana, sintió el dolor insoportable de Chariya por la muerte de su familia. Sintió cómo se esfumaba la vida de la pequeña Mai con Sam arrodillada a su lado.

«¿Vas a dar un sentido a sus muertes?», le había preguntado Ananda.

«Sí —se respondió Kade—. Sí.»

Sintió el más delicado de los contactos mentales, como si la mente de Ananda acariciara la suya con una pluma. Ananda era la respiración. Era la consciencia. La consciencia pura y serena.

«Respira. Respira. Contempla cómo sale el aire por tu boca. Contempla cómo entra.»

Era dulce. Le proporcionaba consuelo. Era vacío y silencio. Wats desapareció lentamente de su mente. La respiración se expandió a sus oídos, a su vista, a la conciencia de su cuerpo, creció y creció hasta ocupar toda su mente.

«Respira. Respira. Déjalo salir.»

«Respira. Contempla cómo sale el aire por tu boca. Contempla cómo entra.»

«Entra. Sale. Respira. Observa.»

Ananda era sosiego. Ananda era paz. Ananda era conciencia. Su mente era un faro cuando las tinieblas y la confusión de la culpa y el remordimiento y la desesperación envolvían a Kade.

«Observa tus pensamientos. Déjalos salir. Devuelve tu atención a la respiración.»

«Respira.»

«Respira.»

«Respira.»

Spider BR-6-7-4 se deslizó silenciosamente por el techo de la sala. Su carcasa había adoptado el color de la superficie a la que se aferraba. Llevaba casi doce horas de exploración. Había identificado a cuarenta y tres individuos únicos. Sus hermanas habían identificado a otros doscientos veintisiete. El setenta y ocho por ciento eran del sexo masculino y el veintidós por ciento del sexo femenino. De momento no había ni rastro de sus objetivos primarios o secundarios.

Spider BR-6-7-4 había observado a un buen número de sujetos que salían juntos por una puerta de este edificio a primera hora de la mañana. Por lo tanto, la inspección de este edificio era prioritaria y así se lo había transmitido a sus hermanas. Ahora había otros tres robots examinando el espacio. Delante de Spider BR-6-7-4 apareció otra puerta. Los infrarrojos revelaron la presencia de dos figuras, sentadas. Spider BR-6-7-4 examinó brevemente la puerta, desplegó una pata telescópica para explorar la rendija de la puerta. Cabía.

Spider BR-6-7-4 se pegó al techo para aplanarse y se introdujo por la rendija. Apareció en una sala vasta y despejada. Dos objetos antropomorfos, vivos de acuerdo con los infrarrojos, estaban sentados en el suelo en uno de los fondos de la habitación. El que estaba de cara era una persona de interés. Registró este dato. El otro le daba la espalda. Inició el largo viaje a través de la sala.

BR-6-7-4 tardó nueve minutos en llegar al otro lado de la sala en modo sigiloso total. Los dos objetos antropomorfos que emitían calor permanecían inmóviles. La persona de interés tenía los ojos cerrados. Su pecho se hinchaba y se deshinchaba con la cadencia de la respiración. BR-6-7-4 consultó el árbol de decisión y lo etiquetó como «Vivo», teniendo en cuenta su temperatura corporal y su respiración constante, y como «Dormido», teniendo en cuenta el tiempo que llevaba con los ojos cerrados y en silencio. Lo marcó con una etiqueta que recomendaba una reevaluación debido a su postura sentada.

BR-6-7-4 alcanzó finalmente una posición que le permitió ver la superficie de la cara del segundo objeto antropomorfo. Este segundo objeto antropomorfo también respiraba con los ojos cerrados. Sin embargo, su rostro despertó un interés mayor. La rutina del programa de reconocimiento facial resultó en una posible concordancia con uno de los objetivos primarios, pero una gran cantidad de detalles diferían de una manera inaudita.

Spider BR-6-7-4 se agachó, verificó por dos veces que era funcionalmente invisible y transmitió la información recogida a sus supervisores.

«Respira.»

«Respira.»

Kade había perdido la noción del tiempo. Ananda era infatigable; el ritmo de su mente era perfecto y eterno como las olas que rompen en la orilla. Kade, por el contrario… estaba agotado. Apaciguado, pero extenuado. Su concentración empezaba a flaquear, y pensamientos que no venían a cuento se colaban en la tranquilidad absorbente de su respiración.

Y entonces lo sintió.

En torno a él, a su espalda, por toda la habitación. Decenas de mentes se desenmascararon, sentadas en silencio y serenas, formando filas e hileras. ¿Cuánto tiempo llevaban allí?

Y entonces todos los monjes empezaron a respirar simultáneamente con la cadencia de Kade y Ananda.

El efecto fue electrizante. Kade se sintió enriquecido. No era uno solo, sino todos. Las mentes presentes en la sala formaban una red, un tapiz, una orquesta de pensamiento sin pensamiento. La sala inspiraba. La sala espiraba. Brotó un pensamiento en la mente de un novicio que se propagó por la mente de la sala. Todos lo observaron. Todos devolvieron la atención a la respiración.

Kade sintió que le levantaba el ánimo. Lo colmaba de una paz y una claridad que jamás había sentido. Se sintió completamente lúcido, sereno, firme, estable. Todo rastro de fatiga se desvaneció. Las sombras desaparecieron de los rincones de su mente. La atención colectiva se centró en la sinfonía de la respiración, levó el ancla que los mantenía detenidos en el pasado, en lo que había sido, en lo que podría haber sido.

Solo existía el aquí.

Solo existía el ahora.

Solo existía la respiración.

Solo existía una mente.

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