Nexus

Nexus


Capítulo XIX

Página 23 de 26

Capítulo XIX

Una mañana brillante y agradable que salía a dar mi paseo, me encuentro a MacGregor esperándome en la puerta.

«Hola», dice, al tiempo que enciende su sonrisa eléctrica. «¿Conque eres tú, en carne y hueso?». Me tiende la mano. «Hen, ¿por qué tengo que acecharte así? ¿Es que no puedes perder cinco minutos de vez en cuando con un viejo amigo? ¿De qué escapas? En fin, ¿cómo estás? ¿Cómo va el libro? ¿Te importa que te acompañe?».

«Supongo que la casera te habrá dicho que yo estaba fuera».

«¿Cómo lo has adivinado?».

Eché a andar; él se puso a mi paso, como si fuéramos desfilando.

«Hen, me parece que nunca cambiarás». (Era aterrador oírle hablar como mi madre). «En tiempos podía llamarte a cualquier hora del día o de la noche y venías. Ahora eres escritor… un hombre importante… ya no tienes tiempo para los viejos amigos».

«Anda», respondí, «corta el rollo. Sabes que no es eso».

«Entonces, ¿qué es?».

«Pues… que estoy cansado de perder el tiempo. Esos problemas tuyos… no puedo solucionarlos. Nadie puede, sólo tú. No eres el primer hombre que recibe calabazas».

«¿Y tú? ¿Has olvidado cómo me tenías despierto toda la noche machacándome los oídos a propósito de Una Gifford?».

«Entonces teníamos veintiún años».

«Nunca se es demasiado viejo para enamorarse. A esta edad es peor incluso. No puedo permitirme el lujo de perderla».

«¿Qué quieres decir con eso de permitirte el lujo?».

«Demasiado duro para mi orgullo. Ya no se enamora uno tan a menudo ni con tanta facilidad. No digo que tenga que casarse conmigo, pero tengo que saber que está ahí… al alcance. Puedo amarla a distancia, si es necesario».

Sonreí. «Me hace gracia que digas una cosa así. El otro día estuve tratando ese tema, en la novela. ¿Sabes qué conclusión saqué?».

«Que lo mejor es quedarse soltero, supongo».

«No, llegué a la misma conclusión que cualquier asno… que nada importa, salvo seguir amando. Aun cuando se casara con otro, podrías seguir amándola. ¿Qué opinas de eso?».

«Más fácil decirlo que hacerlo, Hen».

«Precisamente. Es tu oportunidad. La mayoría de los hombres abandonan. ¿Y si decidiera vivir en Hong Kong? ¿Qué tiene que ver la distancia?».

«Chico, hablas como un adepto de Ciencia Cristiana. No estoy enamorado de una Virgen María. ¿Por qué habría de quedarme quieto viéndola alejarse? No tiene sentido lo que dices».

«De eso es de lo que estoy intentando convencerte. Por eso es inútil que me vengas con tu problema, ¿no lo ves? Ya no vemos las cosas del mismo modo. Somos viejos amigos que no tenemos nada en común».

«¿De verdad piensas eso, Hen?».

El tono de su voz era más de nostalgia que de reproche.

«Mira», dije, «en tiempos estábamos tan próximos como sardinas en lata, tú, George Marshall y yo. Éramos como hermanos. Eso era hace mucho, pero que mucho, tiempo. Luego han ocurrido cosas. En algún momento se rompió el vínculo. George sentó la cabeza, como un ladrón regenerado. Su esposa triunfó…».

«¿Y yo?».

«Tú te enterraste en tu trabajo de abogado, que desprecias. Un día serás juez, fíjate bien. Pero eso no cambiará tu forma de vida. Has entregado el alma. Ya nada te interesa… a no ser una partida de póquer. Y consideras que mi forma de vivir es excéntrica. Reconozco que lo es. Pero no como tú crees».

Su respuesta me sorprendió un poco.

«No andas demasiado descaminado, Hen. La vida de George y la mía ha sido un desastre. La de los demás también, si vamos al caso». (Se refería a los miembros de la Sociedad Xerxes). «Ninguno de nosotros ha llegado a nada. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la amistad? ¿Es que hemos de llegar a ser figuras importantes del mundo para seguir siendo amigos? Eso me parece esnobismo. Ni George ni yo afirmamos nunca que íbamos a comernos el mundo. Somos lo que somos. ¿Es que eso no te basta?».

«Mira», respondí, «no me importaría que no fueras sino un vagabundo; aun así, podrías seguir siendo mi amigo y yo el tuyo. Podrías reírte de todo aquello en lo que yo creyera, si creyeses en algo, a tu vez. Pero no es así. No crees en nada. Según mi forma de pensar, hay que creer en lo que se está haciendo; si no, todo es una farsa. Estaría de tu parte, si quisieras ser un vagabundo y llegases a serlo con todo tu corazón y tu alma. Pero ¿qué eres? Eres uno de esos seres insignificantes que nos inspiraban desprecio, cuando éramos más jóvenes… cuando pasábamos toda la noche hablando de pensadores como Nietzsche, Shaw, Ibsen. Simples nombres para ti ahora. No ibas a ser como tu viejo, ¡no, señor! No te ibas a dejar coger ni domesticar. Pero te atraparon. O te dejaste. Te pusiste tú mismo la camisa de fuerza. Seguiste el camino más fácil. Te rendiste antes de empezar siquiera a luchar».

«¿Y ?», exclamó, con una mano en alto, como diciendo «¡A ver, a ver!». «Sí, . ¿Es que has hecho tú algo importante? Te acercas a los cuarenta y aún no has publicado nada. ¿Qué hay de importante en eso?».

«Nada», respondí. «Es lamentable, nada más».

«Y eso te da derecho a sermonearme. ¡Ja, ja!».

Tuve que cubrirme un poco. «No te estaba sermoneando, te estaba explicando que ya no tenemos nada en común».

«Al parecer, los dos somos unos fracasados. Eso es lo que tenemos en común, si lo miras tal como es».

«Nunca he dicho que yo fuera un fracasado. Excepto ante mí, tal vez. ¿Cómo puede uno ser un fracasado, si sigue luchando, porfiando? Tal vez no llegue a nada. Tal vez acabe tocando el trombón. Pero, haga lo que haga, emprenda lo que emprenda, será porque crea en ello. No voy a flotar con la corriente. Prefiero hundirme luchando… con todo lo fracasado que sea, como tú dices. Detesto hacer lo que todo el mundo, seguir la corriente, decir que sí cuando deseas decir que no».

Empezó a decir algo, pero lo hice callar con un gesto.

«No me refiero a una lucha sin sentido, a una resistencia sin sentido. Hay que hacer un esfuerzo para llegar a aguas claras y tranquilas. Hay que luchar para acabar con la lucha. Hay que encontrarse a sí mismo, eso es lo que quiero decir».

«Hen», dijo, «hablas bien y piensas bien, pero estás hecho un lío. Lees demasiado, eso es lo malo».

«Y tú nunca dejas de pensar», repliqué. «Como tampoco estás dispuesto a aceptar el sufrimiento que te corresponde. Crees que hay una respuesta para todo. Nunca se te ocurre que tal vez no la haya, que tal vez la única respuesta seas tú mismo, tu forma de considerar los problemas. No quieres hacer frente a los problemas, quieres que alguien acabe con ellos por ti. Para ti, la salida fácil. Por ejemplo, esa chica… ese problema de vida o muerte… ¿es que no significa nada para ti que no vea nada en ti? No tienes en cuenta eso, ¿verdad? ¡La necesito! ¡Tiene que ser mía! Ésa es la única respuesta que se te ocurre. Desde luego, cambiarías de conducta, llegarías a ser algo… si alguien tuviera la amabilidad de vigilarte con una almádena. Te gusta decir: “Hen, soy un cabrón intratable”, pero no eres capaz de mover un dedo para cambiarte un poco. Quieres que te acepten como eres y, si a alguien no le gusta tu forma de ser, ¡que le den por culo! ¿No es así?».

Inclinó la cabeza hacia un lado, como un juez que estuviera, sopesando el testimonio presentado, y después dijo: «Puede. Puede que tengas razón».

Por unos momentos seguimos caminando en silencio. Como un pájaro con una espina en el buche, estaba digiriendo la evidencia. Después, abriendo los labios con una sonrisa traviesa, dijo: «A veces me recuerdas al cabrón de Challacombre. ¡La Virgen, cómo podía irritarme aquel tipo! Siempre hablando desde su pedestal. Y a ti te encantaban todas sus chorradas. Creías en él… en esas gilipolleces teosóficas…».

«¡Ya lo creo!», le respondí con vehemencia. «Aunque no hubiera hecho otra cosa que mencionar el nombre de Swami Vivekananda, me habría sentido en deuda con él para el resto de mi vida. Gilipolleces, dices. Para mí eran el hálito de la vida. Ya sé que no era la clase de persona que podía ser amigo tuyo. Demasiado altivo, demasiado despegado, para tu gusto. Era un maestro, y tú no lo veías como tal. ¿Dónde estaban sus títulos, no? No tenía estudios, ni formación, ni nada. Pero sabía de qué hablaba. Al menos, eso me parecía a mí. Te hacía revolearte en tu propio vómito y eso no te gustaba. Querías reclinarte en su hombro y vomitarle encima… entonces habría sido un amigo. Por eso, le buscabas los defectos de carácter, descubrías sus debilidades, lo reducías a tu nivel. Haces lo mismo con todas las personas difíciles de entender. Cuando puedes burlarte del otro, como te burlas de ti mismo, estás contento… entonces todo ha salido bien… Mira, intenta entender esto. En el mundo todo anda mal. En todas partes hay ignorancia, superstición, fanatismo, injusticia, intolerancia. Lo más probable es que haya sido así desde que el mundo es mundo. Así será mañana y el día siguiente. Bueno, ¿y qué? ¿Es ésa una razón para sentirse derrotado, para irritarse con el mundo? ¿Sabes lo que dijo Swami Vivekananda en cierta ocasión? Dijo: “Sólo existe un pecado. Y es la debilidad… No suméis una locura a otra locura. No suméis vuestra debilidad al alma que va a venir… ¡Sed fuertes!”».

Hice una pausa esperando que se lanzara como una fiera a rebatir esto. En cambio, dijo: «¡Sigue, Hen! ¡Duro ahí! Está bien».

«Pues claro que está bien», respondí. «Siempre estará bien. Y la gente seguirá haciendo justo lo contrario. Los mismos que aplaudían sus palabras lo traicionaban en el instante en que dejaba de hablar. Eso es aplicable a Vivekananda, Sócrates, Jesús, Nietzsche, Karl Marx, Krishnamurti… ¡nómbralos tú mismo! Pero, en fin, ¿para qué te estoy diciendo todo esto? No vas a cambiar. Te niegas a crecer. Quieres ir tirando con el menor esfuerzo, los menos problemas y el menor dolor posibles. Todo el mundo. Es maravilloso oír hablar de los maestros, pero, en cuanto a convertirse en maestro, ¡y una leche! Mira, el otro día estaba leyendo un libro… para ser sincero, llevo un año o más leyéndolo. No me preguntes el título, porque no voy a dártelo. Pero vas a ver lo que leí, y ningún maestro podría haberlo expresado mejor. “El único significado, objeto, intención y secreto de Cristo, amigos míos, no es entender la Vida, ni moldearla, ni cambiarla, ni amarla siquiera, sino beber su esencia inmortal”».

«Dilo otra vez, Hen, por favor».

Lo hice.

«Beber su esencia inmortal», masculló. «¡Qué bueno! ¿Y no me vas a decir quién lo escribió?».

«No».

«De acuerdo, Hen. ¡Sigue! ¿Qué otra cosa tienes en reserva esta mañana?».

«Esto… ¿Cómo te va con tu Guelda?».

«¡Olvídalo! Esto es mucho mejor».

«Espero que no irás a abandonarla».

«Ella es la que me abandona. Esta vez para siempre».

«¿Y te has resignado?».

«¿Es que no me vas a escuchar nunca? ¡Por supuesto que no! Por eso estaba acechándote. Pero, como tú dices, cada cual debe seguir su propio camino. ¿Crees que no lo sé? Tal vez ya no tengamos nada en común. Tal vez nunca lo tuviéramos, ¿lo has pensado alguna vez? Tal vez fuera algo más que eso lo que nos mantuviese unidos. No puedo dejar de apreciarte, Hen, hasta cuando me pones como un trapo. A veces eres un hijoputa sin corazón. Si alguien es intratable eres tú, no yo. Pero llevas algo dentro, con tal de que lo saques a la luz. Algo para el mundo, quiero decir, no para mí. No deberías estar escribiendo una novela, Hen. Cualquiera puede hacer eso. Tú tienes cosas más importantes que hacer. Lo digo en serio. Preferiría verte dando conferencias sobre Vivekananda… o Mahatma Gandhi».

«O Pico della Mirandola».

«Nunca he oído hablar de ése».

«Conque, ¿no quiere saber nada más de ti?».

«Eso es lo que ha dicho. Por supuesto, una mujer siempre puede cambiar de opinión».

«Y lo hará, no te preocupes».

«La última vez que la vi, aún hablaba de tomarse unas vacaciones… en París».

«¿Por qué no la sigues hasta allí?».

«Voy a hacer algo mejor que eso, Hen. Lo tengo todo pensado. En cuanto me entere del barco que va a coger, iré a la oficina de la naviera y, aunque tenga que sobornar al empleado, compraré un camarote contiguo al suyo. Cuando salga la primera mañana, allí estaré para saludarla. “¡Hola, cariño! Bonito día, ¿eh?”».

«Le encantará».

«No se tirará por la borda, eso es seguro».

«Pero podría decir al capitán que la estás molestando».

«¡A tomar por culo el capitán! De ése me encargo yo… Tres días en el mar y, le guste o no, la haré ceder».

«¡Te deseo suerte!». Le cogí la mano y se la estreché. «Aquí me despido de ti».

«¡Tómate un café conmigo! ¡Anda!».

«No, señor. Vuelvo al trabajo. Como dijo Krisna a Arjuna: “Si dejara de trabajar por un momento, el universo entero se…”».

«Se… ¿qué?».

«“Caería en pedazos”, creo que dijo».

«De acuerdo, Hen».

Dio media vuelta y, sin decir nada más, se marchó en la dirección contraria.

Sólo había dado unos pasos, cuando le oí gritar.

«¡Eh, Hen!».

«¿Qué?».

«Te veré en París, si no antes. ¡Hasta luego!».

«Te veré en el infierno», pensé para mis adentros. Pero, al reanudar el paso, sentí una punzada de remordimiento. «No se debe tratar así a nadie, ni siquiera al mejor amigo de uno», me dije.

Todo el camino hasta casa continué con el monólogo. En estos términos más o menos…

«Bueno, ¿y qué que sea un pelmazo? Desde luego, todo el mundo tiene que resolver sus problemas, pero… ¿es eso una razón para rechazar a alguien? Tú no eres un Vivekananda. Además, ¿habría actuado así Vivekananda? No hay que humillar a alguien que está angustiado. Como tampoco hay que dejarle que te vomite encima. Suponiendo que se comporte como un niño, ¿y qué? ¿Acaso tu comportamiento es siempre el de un adulto? ¿Y no era eso de ya no tener nada en común un montón de gilipolleces? En ese mismo instante tendría que haberse largado de tu lado. Lo que tenéis en común, mi buen Swami, es mera debilidad humana ordinaria. Tal vez dejara de crecer hace mucho. ¿Acaso es un delito eso? Se encuentre en el punto del camino en que se encuentre, no deja de ser un ser humano. No te detengas, si quieres… mantén la vista al frente… pero no niegues una mano amiga a un rezagado. ¿Dónde estarías , si hubieras tenido que ir solo? ¿Eres tú capaz de valerte por ti mismo? ¿Qué me dices de aquellos pobres diablos, aquellos bobos, que se vaciaban los bolsillos para ayudarte, cuando andabas necesitado? ¿Es que ya no valen nada, ahora que ya no los necesitas?».

«Sí, pero…».

«Así, ¡que no tienes respuesta! Finges ser algo que no eres. Temes volver a lo que eras. Te haces ilusión de ser diferente, pero la verdad es que te pareces demasiado a aquellos a los que condenas con tanta desenvoltura. Aquel ascensorista loco te caló. Francamente, ¿qué has realizado con tus dos manos o con esa inteligencia de la que pareces tan orgulloso? A los veintiún años Alejandro emprendió la conquista del mundo… ya sé que tu objetivo no es conquistar el mundo… pero te gustaría hincarle el diente, ¿no? Quieres ser reconocido como escritor. Muy bien, ¿quién te lo impide? Desde luego, el pobre MacGregor no. Sí, sólo existe un pecado, como dijo Vivekananda. Y es la debilidad. Piénsalo, hombre… ¡piénsalo! ¡Deja de darte aires! ¡Sal de tu torre de marfil y únete a las filas! Tal vez haya algo más en la vida que escribir libros. ¿Y qué tienes que decir de tanta importancia? ¿Eres otro Nietzsche? Ni siquiera eres tú, ¿te das cuenta?».

Para cuando llegué a la esquina de nuestra calle, me había dejado hecho un trapo a mí mismo. Me quedaba tan poco valor como a una comadreja. Para colmo de males, Sid Essen estaba esperándome al pie de la escalera. Era todo sonrisas.

«Miller», dijo. «No le voy a hacer perder su valioso tiempo. No podía guardar esto en mi bolsillo ni un minuto más».

Sacó un sobre y me lo entregó.

«¿Qué es esto?», le pregunté.

«Un pequeño recuerdo de sus amigos. Esos morenitos tienen muy alto concepto de usted. Es para que compre algo a su mujer: una pequeña colecta que han hecho entre ellos».

En mi abatido estado, estuve a punto de echarme a llorar.

«Miller, Miller», dijo Reb, al tiempo que me rodeaba con los brazos, «¿qué vamos a hacer sin usted?».

«Sólo va a ser unos meses», dije, ruborizándome como un tonto.

«Ya lo sé, ya lo sé, pero vamos a echarlo de menos. Ande, tómese un café conmigo. No lo voy a entretener. Quiero decirle una cosa».

Volví hasta la esquina con él, a la tienda de confitería y papelería donde nos habíamos conocido.

«Mire», dijo, al tiempo que nos sentábamos a la barra, «casi me dan ganas de marcharme con usted. Pero sé que sería un estorbo».

Algo cohibido, respondí: «Me parece que a casi todo el mundo le gustaría irse a París de vacaciones. Y lo harán, un día u otro…».

«Quería decir, Miller, que me encantaría verlo a través de los ojos de usted».

Me lanzó una mirada que me enterneció.

«Sí», dije, sin hacer caso de sus palabras, «un día no será necesario coger un barco ni un avión para ir a Europa. Lo único que necesitamos ahora es aprender a vencer la fuerza de la gravedad. No moverse y dejar que la tierra gire bajo nuestros pies. Se mueve rápido, esta vieja tierra». Seguí en esa vena, intentando vencer la turbación. Máquinas, turbinas, motores… Leonardo da Vinci. «Y nosotros nos movemos como caracoles», dije. «Ni siquiera hemos empezado a usar las fuerzas magnéticas que nos rodean. Seguimos siendo hombres de las cavernas, con motores en el culo…».

El pobre Reb no sabía qué pensar. Estaba impaciente por decir algo, pero no quería cometer la falta de educación de interrumpirme. Conque seguí hablando por los codos.

«Simplificación, eso es o lo que necesitamos. Mire las estrellas: no tienen motor. ¿Ha pensado alguna vez qué es lo que mantiene nuestra tierra girando? Nikola Tesla pensó mucho en eso, y Marconi también. Nadie ha dado aún con la respuesta definitiva».

Me miró presa de la más absoluta perplejidad. Yo sabía que lo que quiera que hubiese de decirme no se refería al electromagnetismo.

«Perdone», dije. «Quería usted decirme algo, ¿verdad?».

«Sí», dijo, «pero no quiero…».

«Sólo estaba pensando en voz alta».

«Bueno, entonces…». Se aclaró la garganta. «Lo único que quería decir era… que si alguna vez se ve usted por allí sin recursos, no vacile en telegrafiarme. O si quiere prolongar su estancia. Ya sabe dónde estoy».

Se ruborizó y volvió la cabeza.

«Reb», dije, al tiempo que le daba un codazo, «es usted demasiado bueno para mí. Y apenas me conoce. Quiero decir, que hace poco que me conoce. Ninguno de mis supuestos amigos haría tanto por mí, estoy seguro».

A eso respondió: «Me temo que no sabe usted de lo que son capaces sus amigos por usted. Nunca les ha dado una oportunidad».

Estuve a punto de explotar.

«Conque no, ¿eh? Pero, si les he dado tantas oportunidades, que ni siquiera quieren oír mi nombre».

«¿No es usted un poco duro con ellos? Tal vez no tuvieran nada que dar».

«Eso exactamente es lo que ellos decían, todos ellos. Pero no es cierto. Si no tienes, puedes pedir prestado… por un amigo. ¿Sí o no? Abraham ofreció su hijo, ¿no?».

«Era para Jehová».

«Yo no les pedía que hicieran sacrificios. Lo único que les pedía eran cosas de nada: cigarrillos, una comida, ropa vieja. Espere un momento, quiero modificar lo que acabo de decir. Hubo excepciones. Hubo un muchacho que recuerdo, uno de mis repartidores de telegramas… eso fue después de que me hubiera ido de la compañía de telégrafos… cuando se enteró de que yo estaba en apuros, fue y robó para mí. Nos traía un pollo o unas verduras… a veces sólo una pastilla de chocolate, si era lo único que podía conseguir. Hubo también otros, pobres como él, o chalados. No se sacaban los bolsillos para mostrarme que no tenían nada. Los tipos a los que frecuentaba no tenían derecho a negarme nada. Ninguno de ellos había pasado hambre nunca. No éramos blancos pobres. Todos procedíamos de familias decentes y acomodadas. No, tal vez sea el judío que hay en usted lo que le hace ser tan bondadoso y considerado, y perdóneme esta forma de decirlo. Cuando un judío ve a un hombre angustiado, hambriento, maltratado, despreciado, se ve a sí mismo. Se identifica al instante con el otro. Nosotros, no. Nosotros no hemos probado bastante la pobreza, el infortunio, la desgracia, la humillación. Nunca hemos sido parias. Nosotros nadamos en la abundancia, dominamos el resto del mundo».

«Miller», dijo, «debe de haber recibido usted muchos castigos. Piense yo lo que piense de mi pueblo —también tiene sus defectos, verdad—, nunca podría hablar de él como usted del suyo. Por eso mismo me alegro aún más de saber que por un tiempo lo va usted a pasar bien. Se lo merece. Pero ¡tiene que enterrar el pasado!».

«Quiere usted decir que tengo que dejar de compadecerme de mí mismo». Le sonreí con ternura. «Mire, Reb, la verdad es que no siempre me siento así.

En lo profundo subsiste el resentimiento, pero en la superficie tomo a la gente como es. Supongo que lo que no puedo olvidar es que todo lo que conseguí se lo tuve que sacar con artimañas. ¿Y qué conseguí? Migajas. Exagero, por supuesto. No todos me dejaron en la estacada. Y los que lo hicieron probablemente tuviesen derecho a actuar así. Era como el cántaro que va demasiado a menudo a la fuente. Desde luego, sabía ponerme pesado. Y, aun estando dispuesto a humillarme, era demasiado arrogante. Irritaba a la gente. Sobre todo, cuando pedía ayuda. Mire, soy de esas personas que piensan que la gente, o en cualquier caso los amigos, deben adivinar que uno está necesitado. Cuando te tropiezas con un pobre mendigo harapiento, ¿tiene que partirte el corazón antes de que le arrojes una moneda? Si eres una persona decente y sensible, no. Cuando lo ves con la cabeza gacha, buscando en el arroyo una colilla o los restos de un bocadillo de ayer, le alzas la cabeza, lo rodeas con los brazos, sobre todo cubierto de piojos, y le dices: “¿Qué pasa, hermano? ¿Puedo ayudarte?”. No pasas delante de él con un ojo clavado en un pájaro posado en un hilo de telégrafos. No lo haces correr detrás de ti con las manos extendidas. Eso es lo que pienso. No es de extrañar que tantas personas rechacen a un mendigo, cuando se les acerca. Todos somos generosos, a nuestro modo. Pero en el momento en que hay alguien que nos implora, se nos cierra el corazón».

«Miller», dijo Reb, visiblemente emocionado por ese arranque, «usted es lo que yo llamaría un judío bueno».

«Otro Jesús, ¿eh?».

«Sí, ¿por qué no? Jesús fue un judío bueno, aunque hayamos tenido que sufrir dos mil años a causa de él».

«La moraleja es: ¡no te lo tomes demasiado a pecho! No intentes ser demasiado bueno».

«Nunca se puede hacer demasiado», dijo Reb con vehemencia.

«Oh, sí. Haz lo que es necesario hacer, eso es suficiente».

«¿Es que no es lo mismo?».

«Casi. El caso es que Dios cuida del mundo. Nosotros deberíamos cuidar unos de los otros. Si el Señor hubiera necesitado ayuda para gobernar este mundo, nos habría dado corazones más grandes. Corazones, no cerebros».

«Huy, la Virgen», dijo Reb. «Pero, si habla usted como un judío. Me recuerda usted a ciertos eruditos a los que escuchaba explicar la ley, cuando era niño. Podían saltar de un lado de la barra al otro, como cabras. Cuando estabas desanimado, te animaban y viceversa. Nunca sabías a qué atenerte con ellos. Lo que quiero decir es que… pese a ser apasionados, siempre predicaban la moderación. Los profetas eran los lanzados; eran una clase aparte. Los santos no desvariaban ni deliraban. Porque eran puros. Y usted también es puro. Lo sé muy bien».

¿Qué podía responder? Reb era sencillo y necesitaba a un amigo. Dijera yo lo que dijese, lo tratara como lo tratase. Yo era su amigo. Y él iba a seguir siendo mi amigo, pasara lo que pasase.

Al caminar hacia casa, reanudé el monólogo interior. «Mira, la amistad es así de sencilla. ¿Cómo era el viejo adagio? Para tener un amigo tienes que ser un amigo».

Sin embargo, era difícil ver en qué sentido había sido yo un amigo para Reb… o para cualquiera, si vamos al caso. Lo único que yo veía era que era mi mejor amigo… y mi peor enemigo.

Al abrir la puerta, no pude por menos de decirme: «Chico, si sabes eso, sabes la tira».

Me coloqué en el lugar de costumbre ante la máquina. «Ahora», me dije, «vuelves a estar en tu pequeño reino. Ahora puedes jugar de nuevo a ser Dios».

La bufonería de hablarme así a mí mismo me dejó cortado. ¡Dios! Como si hubiera sido ayer cuando había dejado de comunicar con Él, me vi conversando con él, como en tiempos. «Pues Dios amaba tanto al mundo, que entregó a Su único Hijo…». Y qué poco habíamos dado nosotros a cambio. ¿Qué te podemos ofrecer, Padre celestial, a cambio de tus gracias? Mi corazón se abrió, como si, siendo como era el más pobre diablo, tuviese idea de los problemas que afrontaba el Creador del universo. Tampoco me avergonzaba de intimar así con mi Hacedor. ¿Acaso no formaba yo parte de todo lo que Él había manifestado expresamente, tal vez para comprender lo ilimitado de Su Ser?

Hacía siglos que no me dirigía a Él con esa intimidad. ¡Qué diferencia entre aquellas oraciones arrancadas por la pura desesperación, cuando lo invocaba en busca de merced!, —¡merced, no gracia!— y los sencillos dúos nacidos de la comprensión humilde. Extraña, ¿verdad?, esa mención de un diálogo tierra-cielo. La mayoría de las veces se producía cuando estaba de buen humor… cuando había pocas razones, fijaos bien, para mostrarse animado. Aunque pueda parecer incongruente, muchas veces cuando el carácter cruel del destino humano me saltaba a los ojos, era cuando levantaba el ánimo. Cuando, como un gusano abriéndose paso entre el lodo, se me ocurría la idea, tal vez insensata, de que lo inferior estaba vinculado a lo superior. ¿Acaso no nos decían, cuando éramos jóvenes, que Dios observaba la caída del gorrión? Aun cuando nunca lo creyera del todo, no por ello dejaba de impresionarme. («Mirad, soy el Señor, el Dios de todo el género humano: ¿existe algo que no pueda realizar?»). ¡La conciencia total! Plausible o no, era un pensamiento de gran alcance. A veces, de niño, cuando sucedía algo de verdad extraordinario, exclamaba: «¿Has visto eso, Dios?». ¡Qué maravilloso pensar que Él estaba allí, que podía oírme! Entonces era una presencia, no una abstracción metafísica. Su espíritu penetraba en todo: formaba parte de ello y lo superaba, a un tiempo. Y después —al recordarlo, se me dibujaba una sonrisa casi seráfica—, había veces que, para no volverse loco de atar, había sencillamente que contemplarlo (el carácter absurdo, monstruoso de las cosas) con los ojos del Creador, Él que es responsable de todo y lo entiende.

Dándole a las teclas como un loco —ahora iba al galope—, la idea de la Creación, del ojo que todo lo ve, de la compasión que todo lo abarca, la cercanía y lejanía de Dios, se cernía sobre mí como un velo. ¡Qué broma, estar escribiendo una novela sobre personajes «imaginarios», situaciones «imaginarias»! ¿Es que no lo había imaginado todo el Señor del Universo? ¡Qué farsa enseñorearse de ese reino ficticio! ¿Para eso era para lo que había implorado al Todopoderoso que me concediese el don de las palabras?

La absoluta ridiculez de mi posición me hizo detenerme. ¿Por qué apresurarme a concluir el libro? En mi cabeza ya estaba acabado. Había desarrollado el drama imaginario hasta su imaginario fin. Podía descansar un momento, en suspenso sobre mi ser, tipo hormiga, y dejar que encaneciera unos cuantos cabellos más.

Recaí en el vacío (donde Dios es todo) con la más deliciosa sensación de alivio. Veía todo claro: mi evolución terrenal, desde el estado de larva hasta el presente, e incluso más allá del presente. ¿Para qué era o hacia qué se encaminaba la lucha? Hacia la unión. Tal vez. ¿Qué otra cosa podía significar, ese deseo de comunicar? Llegar a todo el mundo, poderosos y humildes, y recibir una respuesta: ¡qué idea tan abrumadora! Vibrar eternamente, como la lira del mundo. Bastante aterrador, si se llevaba hasta sus últimas consecuencias.

Tal vez no fuera ésa mi intención. Tal vez bastara con establecer comunicación con los semejantes a uno, con los espíritus afines. Pero ¿quiénes eran? ¿Dónde estaban? Sólo se podía saber dejando volar la flecha.

Entonces se interpuso una imagen. Una imagen del mundo como una red de fuerzas magnéticas. Salpicados por dicha red, como núcleos, se encontraban los espíritus ardientes de la tierra en torno a los cuales giraban los diferentes órdenes de la humanidad como constelaciones. Debido a la distribución jerárquica de poderes y aptitudes, reinaba una armonía sublime. No era posible la discordia. Todos los conflictos, todas las conmociones, toda la confusión y el desorden, a los que el hombre intentaba en vano adaptarse, carecían de sentido. La inteligencia que infundía vida al universo no los reconocía. Las actividades criminales, suicidas, maníacas de los seres humanos, sí, incluso sus actividades caritativas, honorables, demasiado humanas, eran ilusorias. En la red magnética hasta el movimiento era nulo. Nada hacia lo que avanzar, nada de lo que retirarse, nada que alcanzar. El vasto, inacabable campo de fuerzas era como un pensamiento en suspenso, una nota en suspenso. Eternidades a partir de ahora —¿y qué era ahora?—, otro pensamiento podía substituirlo.

¡Brrrr! A pesar del frío que hacía, quería quedarme allí, en el fondo de la nada, y contemplar para siempre la imagen de la creación.

Entonces se me ocurrió que el factor de la creación en relación con la tarea del escritor, no tenía nada que ver con el pensamiento. «Un árbol no busca sus frutos, los produce». Saqué la conclusión de que escribir era acopiar los frutos de la imaginación, crecer en la vida mental como un árbol que echa hojas.

Profunda o no, era una idea consoladora. De un salto me encontraba en el regazo de los dioses. Oía risa por todos lados a mi alrededor. No necesitaba juzgar a Dios. No necesitaba asombrar a nadie. Coge la lira y arráncale una nota argentina. Por encima de la conmoción, por encima del sonido de la risa incluso, había música. Música perpetua. Ése era el significado de la suprema inteligencia que daba vida a la creación.

Me apresuré a bajar la escalera. Y ésta era la hermosa idea que me tenía subyugado… Tú ahí, fingiéndote muerto y crucificado, con tu terrible historia de calamitatis, ¿por qué no la revives con el espíritu del juego? ¿Por qué no te la cuentas de nuevo y sacas un poco de música de ella? ¿Son reales tus heridas? ¿Están aún vivas, aún frescas? ¿O son esmalte literario?

Y ahora viene la cadencia…

«¡Bésame, bésame, otra vez!». Entonces teníamos dieciocho o diecinueve años, MacGregor y yo, y la chica que había traído al guateque estudiaba para cantante de ópera. Era sensible, atractiva, la mejor que había conocido hasta entonces, o que conocería nunca, si vamos al caso. Lo amaba con pasión. Lo amaba, aunque sabía que era frívolo e infiel. Cuando él decía con su aire desenvuelto e irreflexivo: «¡Estoy loco por ti!», ella se deshacía. Tenían una canción, que él nunca se cansaba de oír. «Cántala otra vez, por favor. Nadie puede cantarla como tú». Y ella la cantaba una y mil veces. «Bésame, bésame otra vez». Siempre me atormentaba oírla cantarla, pero aquella noche pensaba que se me partiría el corazón. Pues aquella noche, sentada en un extremo alejado de la habitación, lo más alejada que podía, al parecer, de mí, se encontraba la divina, la inalcanzable Una Gifford, mil veces más bella que la prima donna de MacGregor, mil veces más misteriosa y un millón de veces fuera de mi alcance. «¡Bésame, bésame otra vez!». ¡Cómo me traspasaban esas palabras! Y ni uno de los miembros de aquel grupo alborotado y alborozado conocía mi zozobra. El violinista se acerca, alegre, jovial, con la mejilla pegada al instrumento y arrancando cada frase a las cuerdas mudas, me toca suave al oído. Bésame… bésame… otra… vez. No puedo sufrir otra nota más. Lo aparto a un lado y salgo disparado. Corro calle abajo, con lágrimas cayéndome a raudales por las mejillas. En la esquina me tropiezo con un caballo que se pasea por el centro de la calle. El jamelgo más desamparado y decrépito en que haya puesto la vista nunca un hombre. Intento hablar a ese cuadrúpedo perdido: ya no es un caballo, ni un animal siquiera. Por un momento creí que entendía. Por un largo momento me miró a la cara. Después aterrado, lanzó un relincho espeluznante y puso pies en polvorosa. Desconsolado, hice un ruido como de cascabel herrumbroso y me desplomé en el suelo. Ruidos de juerga llenaban la calle vacía. Sonaban en mis oídos como el estrépito de un cuartel lleno de soldados borrachos. Por mí celebraban el guateque. Y ella estaba allí, mi amada, rubia, soñadora, por siempre inalcanzable. Reina del Ártico.

Nadie la consideraba así. Sólo yo.

Una herida antigua. Sin demasiada sangre. Peor iba a ser en el futuro. Mucho peor. ¿No es curioso que cuanto más rápido llegan, más esperas —¡sí, esperas!— que sean mayores, más sangrientas, más dolorosas, más devastadoras? Y siempre lo son.

Cerré el libro del recuerdo. Sí, se podía sacar música de aquellas heridas antiguas. Pero aún no había llegado el momento. Que supuraran por un tiempo en la obscuridad. Una vez que llegáramos a Europa, me haría un cuerpo y un alma nuevos. ¿Qué eran los sufrimientos de un muchacho de Brooklyn para los herederos de la Peste Negra, la Guerra de los Cien Años, la exterminación de los albigenses, las Cruzadas, la Inquisición, la matanza de los hugonotes, la Revolución Francesa, la inacabable persecución de los judíos, las invasiones de los hunos, la llegada de los turcos, las lluvias de sapos y langostas, las incalificables actividades del Vaticano, la irrupción de regicidas y reinas atormentadas por el sexo, de monarcas retrasados mentales, de Robespierres y Saint Justs, de Hohenstauffens y Hohenzollers, de cazadores de ratas y rompehuesos? ¿Qué podían significar unos hemorroides espirituales de cepa americana para los Raskólnikov y los Karamazov de la vieja Europa?

Me vi a mí mismo sobre una mesa, insignificante paloma buchona dejando caer sus bonitas bolitas de caca. Una mesa llamada Europa, en torno a la cual estaban reunidos los monarcas del alma, indiferentes a los dolores y aflicciones del Nuevo Mundo. ¿Qué podía decirles en ese blanco lenguaje de paloma buchona? ¿Qué podía decir alguien criado en una atmósfera de paz, abundancia y seguridad a los hijos e hijas de mártires? Es cierto, teníamos los mismos antepasados, idénticos antepasados anónimos descoyuntados en el tormento, quemados en la hoguera, arrastrados de Herodes a Pilatos, pero… el recuerdo de su suerte ya no nos abrasaba; habíamos dado la espalda al horripilante pasado, habíamos hecho brotar nuevos vástagos en los chamuscados tocones del árbol generacional. Alimentados por las aguas del Leteo, habíamos llegado a ser una raza de ingratos, desprovista de un cordón umbilical, aturdida al modo de los sintéticos.

Pronto, queridos hombres de Europa, estaremos con vosotros en carne y hueso. Ya llegamos… con nuestros billetes de cien dólares, nuestras pólizas de seguros para viajes, nuestras guías, nuestras vulgares opiniones, nuestros mezquinos prejuicios, nuestros juicios descabellados, nuestras gafas rosadas que nos hacen creer que todo está bien, que al final todo acaba bien, que Dios es Amor y la Inteligencia es todo. Cuando nos veáis como somos, cuando nos oigáis como urracas, sabréis que no os habéis perdido nada quedándoos donde estáis. No tendréis motivo para envidiar nuestros cuerpos nuevos, nuestra rica sangre roja. ¡Tened piedad de nosotros que somos tan toscos, tan frágiles, tan vulnerables, tan nuevos e inmaculados! Nos marchitamos rápido…

Ir a la siguiente página

Report Page