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NEXUS » 51. Shanghái

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CAPÍTULO 51

SHANGHÁI

En un lujoso apartamento ochenta plantas por encima de Shanghái, una niña llamada Ling contemplaba distraídamente la ciudad. La gente se movía como hormigas. Las carreteras parecían ríos.

Su tutora se dirigió a ella en mandarín:

—Ling, hay que acabar la lección.

Ling no le hizo caso. Aquella mujer no podía enseñarle nada que ella no pudiera aprender el doble de rápido, diez veces más rápido, a través de la red.

Se abrió a la red, sintió su pulsación, su flujo, su energía casi primaria. Era el qi, se dijo. El qi del mundo. La fuerza vital del planeta era la información.

Nunca había compartido ese pensamiento con nadie. Pensarían que era un bicho raro, más raro de lo que ya la consideraban. No lo había compartido con nadie salvo con su madre. Lo compartía todo con ella.

Su madre. El cuerpo de su madre había muerto. Su mente aún vivía, pero lo hacía constreñida. Los vejestorios que gobernaban este país estaban castigándola; la mantenían aislada del mundo exterior, separada de Ling.

A Ling no le gustaba eso. Ni una pizca. Y no estaba dispuesta a aguantarlo.

—¿Ling? Ven ahora mismo.

Ling esbozó la sonrisa de niñita más dulce, la sonrisa que mostraba sus dientes, y se volvió hacia su tutora. Era importante fingir al menos que era humana. Su madre se lo repetía constantemente.

En un cuartel secreto en las afueras de Shanghái, tres docenas de hombres con los rostros idénticos gimieron mientras dormían y se revolvieron en la cama. Soñaban violencia. Soñaban fuego. Soñaban muerte.

Se despertaron como si hubieran tenido una revelación. Su madre había muerto. Su madre estaba en peligro. Se levantaron simultáneamente, revisaron sus armas, revisaron sus cuerpos. Tranquilizados en cierta medida por esas comprobaciones, regresaron a sus literas y volvieron a dormirse. Su madre podría necesitarlos pronto.

En unas instalaciones secretas situadas debajo del campus de Ciencias de la Computación de la Universidad Jiao Tong, un hombre chino con aire distinguido y vestido con traje permanecía inmóvil con las manos entrelazadas a la espalda. Observaba detenidamente a través del vidrio blindado y aislante la vasta habitación del otro lado, en cuyo interior se extendían filas interminables de procesadores cuánticos instalados en recipientes a presión de helio líquido. Unas luces rojas y azules que parpadeaban tenuemente informaban del estado de las distintas partes del equipo informático.

—Mujer —dijo Chen Pang en voz baja—, ¿qué has hecho?

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