Nexus

Nexus


NEXUS » Epílogo. Cruce de caminos

Página 63 de 65

CRUCE DE CAMINOS

La mañana del tercer día tras la muerte de Shu, Sam y Kade se sentaron en uno de los muros de piedra del monasterio y vieron amanecer juntos.

El monasterio había cambiado. Un cráter en el suelo indicaba el lugar que había ocupado el coche de Shu. Los patios y los edificios estaban tomados por el ejército tailandés, que con sus jeeps, sus armas y sus lanzamisiles lo protegían de otro ataque americano. Divisaron un avión de las fuerzas aéreas reales tailandesas de patrulla sobre las llanuras; su panza plateada destellaba con la luz del alba.

Sam y Kade guardaban silencio.

«¿Y ahora qué? —se preguntó Kade—. ¿Qué hará la gente con Nexus?»

Se cometerán atrocidades. De eso no le cabía duda.

¿También tendría efectos positivos? No podía saberlo con certeza. Pero podía soñarlo. Podía soñar el sueño de Ilya de un mundo en el que la gente fuera libre para llegar a ser algo más de lo que ya era. Podía soñar el sueño de Wats de un mundo en el que la gente se entendiera mejor, en el que el entendimiento mutuo trajera la paz. Podía soñar el sueño de Rangan de un mundo en el que todas las noches hubiera una fiesta y todos los momentos fueran buenos.

Esos pensamientos le arrancaron una sonrisa. Él tenía sus propios sueños. Un millar de mentes conectadas. Un millón de mentes. Mil millones de mentes. ¿Qué clase de inteligencia podrían formar juntos? ¿Qué aprenderían sobre ellos mismos, sobre la mente y el cerebro, sobre el universo que los rodeaba? ¿Seguirían siendo humanos al final del proceso? ¿Podrían llegar a ser algo más?

Kade se miró el muñón del brazo derecho. Él ya no era enteramente humano. Le habían inyectado células de geco. A lo largo de las próximas semanas crecería la nueva extremidad. Quizá dentro de un par de meses volvería a tener una mano. O quizá desarrollaría tumores. Aún estaba por ver.

No había marcha atrás. No había marcha atrás en ningún frente.

«El conflicto es inevitable —le había dicho Shu después de la cena—. Tienes que decidir si te unes al bando del progreso… o al del estancamiento.»

«Estoy en el bando de la paz, y de la libertad», le había respondido.

«Espero haber hecho lo correcto», pensó.

«Solo los necios siempre están seguros de haber hecho lo correcto», le había dicho Ananda.

Se volvió hacia Sam, que estaba a su izquierda. Contemplaba ensimismada el paisaje, la línea del amanecer que descendía por la montaña y se extendía por la llanura.

Era asombroso que no lo odiara. Ella mejor que nadie comprendía los peligros que había arrojado al mundo.

—No estoy en situación de juzgar a nadie, Kade —dijo Sam sin mirarle—. Hiciste lo que consideraste correcto, lo que te pareció mejor para la gente. Ahora mismo pienso… pienso que fue una decisión tan buena como cualquiera.

Kade esbozó media sonrisa. Sam había vuelto a leerle el pensamiento. Cada vez sucedía con más frecuencia. Después de todo lo que habían pasado juntos, de las horas de meditación que habían compartido día y noche…

—Es hermoso —dijo Sam.

Kade sonrió.

—¿Estás seguro de que no me necesitas? —le preguntó Sam.

Kade le cogió la mano con la que él conservaba.

—Feng me acompañará —respondió—. Por suerte, los chinos piensan que está muerto. Y tú ya has cumplido la promesa que hiciste a Wats. Me has mantenido vivo hasta que he liberado Nexus. Era lo que quería. Creía que eso podía salvar el mundo.

Ambos permanecieron en silencio un rato. Sentados. Cogidos de la mano. Contemplando el ascenso del sol por el cielo.

—Esperemos que no se equivocara —repuso Sam.

Había llegado la hora de partir.

Sam ayudó a Kade a bajar del muro, se pasó su brazo izquierdo por el hombro y lo acompañó hasta los vehículos, donde Feng ya lo esperaba.

Ananda los había mantenido a salvo hasta ese momento. Habían respondido las preguntas del servicio de inteligencia tailandés. Ananda había movido algunos hilos para que no tuvieran que entrar en prisión ni permanecer detenidos por el ejército ni la policía. Esta situación no duraría siempre. Incluso su amistad con el rey tenía un límite. Había llegado el momento de ponerse en marcha.

Sam ayudó a Kade a sentarse en la puerta abierta de la plataforma de la vieja camioneta. Feng estaba allí. Abrazó a Sam y, para sorpresa de Kade, ella se abrazó a él.

Tras unos segundos abrazados, Feng retrocedió sin retirar las manos de los brazos de Sam y la miró a los ojos.

—¿Estarás bien? —le preguntó.

Sam asintió.

—Becker está muerto. La ONU está revolucionada. La Comisión senatorial está programando sesiones en Washington. No irán por mí durante algún tiempo. De momento no corro peligro.

Feng asintió y volvió a abrazarla. Permanecieron así unos instantes. Luego se separaron.

—Cuida de este —dijo Sam, señalando a Kade.

Feng se rio.

—Cuenta con ello.

Kade aceptó la ayuda de Feng para subir a la plataforma de la camioneta. El exsoldado chino golpeó el cristal trasero de la cabina del vehículo y gritó algo en tailandés. El coche arrancó y emprendió el largo e incómodo viaje hacia la frontera con Camboya, y desde allí, hacia destinos todavía desconocidos.

Sam observó cómo se alejaban hasta que desaparecieron en una curva de la carretera. Desvió la mirada hacia el sur. Allí, cerca de una aldea diminuta en la frontera con Malasia, vivían más niños como Mai. Era allí donde la conducía su camino.

Se volvió hacia el este y contempló el amanecer. Después de tantos días de lluvia, era agradable sentir los rayos de sol en la cara. Cerró los ojos, tomó una bocanada del límpido aire matutino y fue al encuentro del vehículo que la trasladaría al sur.

Ir a la siguiente página

Report Page