Nexus

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Capítulo XX

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Capítulo XX

A medida que se acercaba el momento de nuestra partida, con la cabeza llena de calles, campos de batalla, monumentos, catedrales, la primavera creciendo como una luna dravidiana, el corazón latiendo más desenfrenado, sueños más prolíferos, todas las células de mi cuerpo gritaban «Hosanna». Por las mañanas, cuando, embriagada por la fragancia de la primavera, la señora Skolsky abría de par en par sus ventanas, la penetrante voz de Sirota (Reizei, reizei!) ya me llamaba. Ya no era el antiguo y familiar Sirota, sino un muecín delirante que lanzaba cánticos al sol. Ya no me importaba el significado de sus palabras, ya fueran una maldición o un lamento, inventaba las mías. «¡Acepta nuestra gratitud, inefable Ser divino…!». Siguiéndolo como uno de los devotos, moviendo los labios en silencio al ritmo de sus palabras, me cimbreaba, oscilaba sobre los talones, batía las pestañas, me salpicaba de cenizas, diseminaba gemas y diademas en todas las direcciones, hacía genuflexiones y, con las últimas notas espectrales, me ponía de puntillas para lanzarlas hacia el cielo. Después, con el brazo derecho alzado y la punta del dedo índice rozando la corona de mi cabeza, giraba despacio en torno al eje de la felicidad, mientras con los labios emitía el sonido del arpa judía. Como de un árbol que se sacude el sueño invernal, las mariposas salían en enjambre de mi chola gritando «¡Hosanna, Hosanna a Dios en las alturas!». Exaltaba a Jacob y a Ezequiel y, por turno, a Raquel, Sara, Ruth y Esther. ¡Oh, qué alentadora, reconfortante era la música que salía por las ventanas abiertas! ¡Gracias, querida casera, la recordaré en mis sueños! ¡Gracias, petirrojo, por pasar radiante esta mañana! ¡Gracias, hermanos morenitos, vuestro día se acerca! ¡Gracias, Reb, rezaré por usted en alguna sinagoga en ruinas! ¡Gracias, primeras flores de la mañana, por honrarme con vuestro delicado perfume! Zov, Toft, Giml, Bimi… Oíd, oíd, ¡está cantando, el cantor de cantores! ¡Alabado sea el Señor! ¡Gloria al rey David! ¡Y a Salomón resplandeciente de sabiduría! El mar se abre ante nosotros, las águilas indican el camino. Otra nota más, querido cantor…, ¡una alta y penetrante! ¡Que destroce el pectoral del Sumo Sacerdote! ¡Que ahogue los gritos de los condenados!

Y lo hizo, mi maravilloso, pero es que es maravilloso, cantor cantatibus. ¡Bendito seas, oh, hijo de Israel! ¡Bendito seas!

«¿No estás un poquito loco esta mañana?».

«Sí, sí, lo estoy. Pero podría estar más loco. ¿Por qué no? Cuando a un preso lo sueltan de su celda, ¿no es para que esté loco? He cumplido seis condenas a cadena perpetua más treinta y cinco años y medio y trece días. Ahora me sueltan. ¡Quiera Dios que no sea demasiado tarde!».

La cogí de las dos manos e hice una profunda reverencia, como para iniciar un minué.

«Has sido tú, quien me ha traído el perdón. Méame encima, por favor. Sería como una bendición. ¡Oh, qué sonámbulo he estado!».

Me asomé a la ventana y respiré una buena bocanada de la Primavera. (Era una de esas mañanas que Shelley habría elegido para un poema).

«¿Algo especial para desayunar esta mañana?». Me volví a mirarla de frente. «Imagínate: se acabó el trabajar como un esclavo, el pedir, el engañar, el implorar y engatusar. Libre para caminar, libre para hablar, libre para pensar. ¡Libre, libre y libre!».

«Pero, Val, querido», dijo con su suave voz, «no vamos a quedarnos allí para siempre, ¿verdad?».

«Un día allí va a ser como una eternidad aquí. ¿Y cómo sabes lo mucho o poco que nos vamos a quedar? Tal vez estalle la guerra; tal vez no podamos regresar. ¿Quién sabe la suerte del hombre en la tierra?».

«Val, le estás dando demasiada importancia. Van a ser unas vacaciones, nada más».

«Para mí, no. Para mí es una ruptura. Me niego a seguir en libertad condicional. He cumplido mi condena, ya no tengo nada que ver con esto». La llevé hasta la ventana. «¡Mira! ¡Mira ahí fuera! ¡Echa un buen vistazo! Eso es América. ¿Ves esos árboles? ¿Ves esas verjas? ¿Ves esas casas? ¿Y esos idiotas asomados a la ventana? ¿Tú te crees que los voy a echar de menos? ¡Nunca!». Me puse a gesticular como un demente. «¿Echaros de menos, a vosotros, tiotontos, papanatas? El menda, no. ¡Nuuunca!».

«Ven, Val, ven a sentarte. Desayuna un poco». Me llevó hasta la mesa.

«De acuerdo ¡el desayuno! Esta mañana me gustaría comer una raja de sandía, el ala izquierda de un pavo, un poco de zarigüeya y un buen pan de maíz casero. El padre Abraham me ha emancipado. El menda no vuelve en su vida a Carolina. El padre Abraham nos ha liberado a todos. ¡Aleluya! Más aún», proseguí, «el menda no escribe una novela más. Soy un miembro elegido de la familia de los patos salvajes. Voy a hacer la crónica de mi miseria ganada a duras penas y voy a tocarla desentonando… en tono mayor. ¿Qué te parece?».

Colocó dos huevos pasados por agua delante de mí, una tostada y un poco de jamón.

«El café estará dentro de un minuto, querido. ¡Sigue hablando!».

«Lo llamas hablar, ¿eh? Oye, ¿tenemos aún ese Poème d’Extase? Ponlo, si puedes encontrarlo. Ponlo bien alto. Su música suena como yo pienso… a veces. Tiene esa inquietud lejana, cósmica. Divinamente confusa. Toda fuego y aire. La primera vez que la oí la puse una y mil veces. No podía dejarla. Era como un baño de hielo, cocaína y arco iris. Pasé semanas en trance. Algo me había sucedido. Ahora parece absurdo, pero es cierto. Cada vez que se apoderaba de mí una idea, se abría una puertecita en mi pecho y ahí, en su cómodo nidito, se encontraba un pájaro, el pájaro más dulce y dócil imaginable. “¡Cavílalo!”, me decía piando. “¡Cavílalo hasta el final!”. Y yo lo hacía, ya lo creo. Nunca me exigía el menor esfuerzo. Como un étude deslizándose por un glaciar…».

Mientras me zampaba los huevos pasados por agua, se me dibujó en los labios una sonrisa muy particular.

«¿Qué pasa?», preguntó Mona. «¿De qué se trata ahora, loquito mío?».

«De caballos. En eso es en lo que estoy pensando. Me gustaría ir a Rusia primero. ¿Recuerdas a Gogol y la troika? ¿No pensarás que hubiera podido escribir ese pasaje, si Rusia hubiese estado motorizada? Hablaba de caballos. Sementales, eso es lo que eran. Un caballo corre como el viento. Un caballo vuela. Al menos, un caballo brioso. ¿Cómo habría podido Homero hacer correr de acá para allá a los dioses sin esos fogosos corceles que usaba? ¿Te lo imaginas moviendo a aquellas divinidades pendenciarías en un “Rolls-Royce”? Para provocar el éxtasis… y esto me recuerda de nuevo a Scriabin…, no lo has encontrado, ¿eh?…, tienes que utilizar ingredientes cósmicos. Además de brazos, piernas, cascos, garras, colmillos, tuétano y tesón, tienes que añadir las precesiones de los equinoccios, el flujo y reflujo de la marea, las conjunciones del sol, la luna y los planetas y los desvaríos de los dementes. Además de arco iris, cometas y aurora boreal, has de tener eclipses, manchas solares, plagas, milagros…, toda clase de cosas, incluidos imbéciles, magos, brujas, duendes, tipos como Jack el Destripador, sacerdotes lascivos, monarcas rendidos, santos piadosos…, pero automóviles, no; neveras, no; lavadoras, no; tanques, no; postes de telégrafos, no».

Una mañana de primavera tan bella… ¿He citado a Shelley? Demasiado bueno para él. O para Keats o Wordsworth. Una mañana de Jacob Boehme, nada menos. Sin moscas, ni mosquitos, aún. Ni siquiera una cucaracha a la vista. Espléndida. Pero es que espléndida. (¡Si, además, encontrara el disco de Scriabin…!).

Debió de ser una mañana así cuando Juana de Arco pasó por Chinon en camino para ver al rey. Por desgracia, Rabelais no había nacido aún; de lo contrario, habría podido vislumbrarla desde la cuna, junto a la ventana. ¡Ah, la vista celestial que había desde su ventana!

Sí, aunque apareciera de repente MacGregor no podría aguarme la fiesta. Lo haría sentar y le hablaría de Masaccio o de la Vita Nuova. Podría incluso leerle un pasaje de Shakespeare sobre una mañana perfumada como aquélla. De los sonetos, no de las obras dramáticas.

Ella lo llamaba vacaciones. Esa palabra me molestaba. Igual podría haber dicho coitus interruptus.

(No debo olvidar conseguir las direcciones de sus parientes en Viena y Rumanía).

Ya no había nada que me mantuviera encadenado en casa. La novela estaba acabada, el dinero en el Banco, el baúl lleno de cosas, los pasaportes en orden, el Ángel de la Misericordia guardaba la tumba. Y los sementales desenfrenados de Gogol seguían corriendo como el viento.

¡Guíanos, luz bondadosa!

«¿Por qué no te vas al cine?», dijo Mona, cuando me dirigía a la puerta.

«Tal vez vaya», respondí. «No hagas nada hasta que vuelva».

De repente decidí ir a saludar a Reb. Podría ser la última vez en mi vida que pisara su espantosa tienda. (Y lo fue). Al pasar por el quiosco de la esquina, compré el periódico y dejé una moneda de cincuenta centavos en el plato. Por las monedas de cinco y diez centavos que había birlado al quiosquero ciego de Borough Hall. Me hizo sentirme bien, a pesar de haberla dejado en el plato que no era. Me di un azote en el culo para no quedarme corto.

Reb estaba en la trastienda barriendo.

«¡Hombre! ¡Mira quién está aquí!», exclamó.

«¡Qué mañana! ¿Eh? ¿No le dan ganas de escapar?».

«¿Qué pretende usted?», dijo, al tiempo que dejaba la escoba a un lado.

«No tengo la menor idea, Reb. Sólo quería saludarlo».

«¿Le apetece ir a dar una vuelta en coche?».

«Con un tándem, sí. O con un par de caballos rápidos. No, hoy no. Es un día para pasear, no para ir sobre ruedas». Metí los codos en el cuerpo, arqueé el cuello y fui hasta la puerta y volví a paso ligero. «¿Ve? Me pueden llevar lejos estas piernas. No es necesario ir a cien por hora».

«Parece usted estar de buen humor», dijo. «Pronto se paseará por las calles de París».

«París, Viena, Praga, Budapest…, tal vez Varsovia, Moscú, Odesa. ¿Quién sabe?».

«Miller, lo envidio».

Breve pausa.

«Oiga, ¿por qué no aprovecha para visitar a Máximo Gorki, mientras esté allí?».

«¿Está aún vivo Gorki?».

«Ya lo creo. Y le voy a decir otro hombre al que debería ir a ver aunque puede haber muerto ya».

«¿Quién?».

«Henri Barbusse».

«Ya lo creo que me gustaría, Reb, pero ya me conoce usted…, soy tímido. Además, ¿qué excusa iba a tener para ir a verlos así, de sopetón?».

«¿Excusa?», gritó. «Pero, bueno, si les encantaría conocerlo».

«Reb, usted tiene una opinión demasiado elevada de mí».

«¡Tonterías! Lo recibirán con los brazos abiertos».

«De acuerdo, conservaré esa idea en el coco. Ahora me marcho. Voy a presentar mis últimos respetos a los muertos. ¡Hasta luego!».

Unos portales más allá se oía la radio a todo volumen. Era un anuncio de manteles «Última Cena», sólo dos dólares el par.

Mi camino pasaba por Myrtle Avenue. La deprimente Myrtle Avenue, tediosa y plagada de pulgas, y cortada en dos por las herrumbrosas vías del tren elevado. El sol vertía por traviesas y trabes haces de luz dorada. Ahora que ya no era un preso, la calle adquiría otro aspecto. Ahora era un turista, con tiempo disponible y curiosidad por todo. Había desaparecido el maníaco atrabiliario escorado a estribor con el peso de su tedio. Delante de la pastelería donde en tiempos O’Mara y yo tomábamos consomé con huevo, me detuve un momento a contemplar el escaparate. Los mismos bizcochos y tartas de manzana, protegidos por el mismo papel de envolver. Era una pastelería alemana, por supuesto. (La tía Amelia siempre hablaba con cariño de los Kondittorei que había visitado en Bremen y Hamburgo. Con cariño, digo, porque apenas distinguía entre los pasteles y otros seres afables). No, al fin y al cabo no era una calle tan atroz. Si eras un visitante del lejano planeta Plutón.

Mientras caminaba, pensé en la familia Buddenbrooks y después en Tonio Kroger. El bueno de Thomas Mann. Un artífice tan maravilloso… (¡Debería haber comprado un trozo de Streuselkuchen!). Sí, en las fotos que había visto de él se parecía un poco a un tendero. Me lo imaginaba escribiendo sus Novellen en la trastienda de un Delikattessen, con un metro de salchichas ensartadas en torno al cuello. ¡Lo que habría sacado de Myrtle Avenue! Vaya a ver a Gorki, mientras esté allí. ¿No era fantástico? Mucho más fácil conseguir una audiencia del rey de Bulgaria. Si hubiera de hacer visitas, ya sabía a quién: Elie Faure. Me preguntaba cómo reaccionaría si le pedía que me dejara besarle la mano.

Pasó un tranvía traqueteando. Vislumbré el bigote colgante del conductor, cuando pasó a toda velocidad. ¡Zas! El nombre me vino a la cabeza como un relámpago. Knut Hamsun. Imaginaos; ¡el novelista que al final recibe el Premio Nobel conduciendo un tranvía en este país abandonado de la mano de Dios! ¿Dónde era? ¿En Chicago? Sí, en Chicago. Y después va y vuelve a Noruega y escribe Hambre. ¿O primero escribió Hambre y después trabajó de tranviario? En fin, nunca escribió nada que no valiera la pena.

Descubrí un banco en la acera. (Cosa de lo más extraordinaria). Como el ángel Gabriel, recliné el culo. ¡Uf! ¿Qué sentido tenía caminar hasta destrozarse las piernas? Me recosté en el respaldo y abrí la boca de par en par para beber los rayos solares. ¿Cómo estás?, dije, refiriéndome a América, toda la puta pesca. Extraño país, ¿no? ¡Fijaos en los pájaros! Parecen zarrapastrosos, abatidos, ¿eh? ¿Sí o no?

Cerré los ojos, no para dar una cabezada, sino para evocar la imagen del hogar ancestral inspirado en la Edad Media. ¡Qué encantador, qué delicioso, me parecía ese pueblo olvidado! Un laberinto de calles amuralladas por las que serpenteaban canales; estatuas (de músicos sólo), alamedas, fuentes, plazas cuadradas y triangulares; todas las callejuelas conducían al centro, donde se encontraba el pintoresco templo con sus delicados capiteles. Todo moviéndose a paso de caracol. Cisnes nadando en la calma superficie del lago; palomas arrullando en el campanario de la iglesia; toldos rayados como pantalones daban sombra a las teseladas terrazas. ¡Tan apacible, tan idílico, tan de ensueño!

Me restregué los ojos. Pero, bueno, ¿de dónde había sacado eso? ¿Sería Buxtehude? (Por la forma como pronunciaba esa palabra mi abuelo, yo siempre creía que se trataba de una ciudad y no de un hombre).

«No le dejéis leer demasiado, que le hará daño a los ojos».

Sentado al borde de su banco de trabajo, le leía en voz alta cuentos de Hans Christian Andersen, mientras él, con las piernas acurrucadas, hacía trajes para la pandilla de elegantes caballeros de Isaac Walker.

«Deja el libro ahora», dice, afable. «Sal a jugar».

Bajo al patio y, como no tengo nada más interesante que hacer, fisgo entre las tablillas de la valla de madera que separaba nuestra propiedad del ahumadero. Mis ojos se encuentran con filas y filas de pescados rígidos y ennegrecidos. El agudo y acre olor es casi insoportable. Cuelgan de las agallas; sus ojos salientes brillan en la oscuridad como joyas húmedas.

Vuelvo junto al banco de mi abuelo, le pregunto por qué las cosas muertas están siempre tan rígidas. Y me responde: «Porque ya no tienen alegría».

«¿Por qué te fuiste de Alemania?», le pregunto.

«Porque no quería ser soldado».

«A mí me gustaría ser soldado», dije.

«Espera», dijo, «a oír silbar las balas».

Tararea una cancioncilla mientras cose.

«¡Maldita mosca! ¿Qué vas a ser cuando seas mayor? ¿Sastre, como tu padre?».

«Quiero ser marinero», me apresuro a responder. «Quiero ver el mundo».

«Entonces no leas tanto. Si vas a ser marinero, vas a necesitar buena vista».

«¡Sí, Grosspapa!». (Así lo llamábamos). «Adiós, Grosspapa».

Recuerdo cómo me miró, cuando me dirigía hacia la puerta. Una mirada burlona. ¿Qué estaría pensando? ¿Que nunca llegaría a ser marinero?

Interrumpió los recuerdos un vagabundo andrajoso, que se acercó con la mano extendida. Me preguntó si podía darle una moneda de diez centavos.

«Pues claro», le dije. «Y mucho más, si lo necesita».

Se sentó a mi lado. Temblaba como si tuviera perlesía. Le ofrecí un cigarrillo y se lo encendí.

«¿No sería mejor un dólar que diez centavos?», le pregunté.

Me lanzó una mirada extraña, como un caballo a punto de espantarse.

«¿Por qué?», dijo. «¿Para qué?».

Encendí mi cigarrillo, estiré bien las piernas al máximo y despacio, como si estuviera descifrando un conocimiento de embarque, y respondí: «Cuando un hombre está a punto de hacer un viaje a tierras extranjeras, donde comerá y beberá hasta hartarse, vagará por donde guste y se maravillará, ¿qué más da un dólar más o menos? Me parece que lo que usted necesita es otro trago de whisky. En cuanto a mí, lo que me gustaría sería poder hablar francés, italiano, español, ruso, posiblemente un poco de árabe también. Si pudiera hacer mi voluntad, saldría en el barco ahora mismo. Pero de eso no debe usted preocuparse. Mire, puedo ofrecerle un dólar, dos dólares, cinco dólares. Cinco es el máximo…, a no ser que los fantasmas vayan tras usted. ¿Qué me dice? Además, no tiene que cantar himnos…».

Se puso nervioso. Se apartó de mí instintivamente, como si yo fuera peligroso.

«Jefe», dijo, «lo único que necesito es una moneda de veinticinco centavos. Con eso me basta. Y le estaré muy agradecido».

Levantándose a medias, tendió la palma.

«No tenga prisa», le pedí. «Veinticinco centavos, dice usted. ¿Para qué vale eso? ¿Qué puede comprar con eso? ¿Por qué hacer las cosas a medias? No es americano. ¿Por qué no comprarse una botella de matarratas? ¿Y afeitarse y cortarse el pelo también? Cualquier cosa menos un “Rolls-Royce”. Basta con que me lo diga».

«De verdad, jefe, no necesito tanto».

«Que sí, hombre. ¿Cómo puede usted hablar así? Necesita usted montones de cosas: comida, dormir, agua y jabón, más priva…».

«Veinticinco centavos, eso es lo único que necesito, jefe».

Saqué una moneda de un cuarto de dólar y se la coloqué en la palma de la mano.

«De acuerdo», dije, «si así lo desea».

Temblaba tanto, que la moneda le resbaló de la mano y cayó al arroyo. Cuando se agachó a recogerla, lo retuve y volví a levantarlo.

«Déjela ahí», dije. «Alguien puede pasar y encontrarla. Buena suerte, verdad. Mire, aquí tiene otra. Pero ¡que no se le caiga!».

Se levantó, con los ojos clavados en la moneda caída.

«¿Puedo coger también ésa, jefe?».

«Claro que sí. Pero, entonces, ¿qué pasará con el otro tipo?».

«¿Qué otro tipo?».

«Cualquier otro tipo. ¿Qué más da?». Lo cogí por la manga. «Espere un momento, tengo una idea mejor. Deje esos veinticinco centavos donde están y, a cambio, le daré un billete. No le importará aceptar un dólar, ¿verdad?». Saqué un fajo del bolsillo del pantalón y extraje un billete de dólar. «Antes de convertir esto en más veneno», dije, al tiempo que le cerraba la mano: «Escuche esta idea, que es muy buena. Imagine, si puede, que ya es mañana y que pasa usted por el mismo lugar, preguntándose quién le dará una moneda de diez centavos. Ya no estaré aquí, verdad. Estaré en el Ile de Trance. Bueno, pues, tiene usted la garganta seca y demás, y, mira por dónde, se acerca un tipo bien vestido que no tiene nada que hacer —como yo— y va y se sienta… aquí, en el mismo banco. Entonces, ¿qué hace usted? Se acerca a él, como siempre, y le dice: “¿Puede darme diez centavos, jefe?”. Y él va y mueve la cabeza. ¡No! Bueno, pues, ahora viene la sorpresa, ésta es la idea que le brindo. No se vaya corriendo con la cola entre las patas. Quédese quieto y sonría…, con sonrisa amable. Después diga: “Jefe, sólo era broma. No necesito dinero. ¡Aquí tiene un pavo y que Dios lo proteja siempre!”. ¿Comprende? ¿No sería divertido?».

Presa del pánico, agarró con fuerza el billete que yo sostenía entre los dedos y se soltó.

«Jefe», dijo, al tiempo que retrocedía, «está usted majara. Majara perdido».

Se dio la vuelta y salió corriendo. Unos metros más adelante se detuvo y se volvió hacia mí. Blandiendo el puño hacia mí y haciendo muecas de retrasado mental, gritó a pleno pulmón: «¡Vete a tomar por culo, so mamón! ¡Me cago en la leche que te han dado, gilipuertas!». Blandió el billete en el aire, hizo varios gestos obscenos, sacó la lengua y después puso pies en polvorosa.

«Ya ves», dije para mis adentros. «No podía aceptar una broma. Si le hubiera ofrecido un dólar y le hubiese dicho: “Ahora da varias vueltas de campana”, se habría sentido agradecido». Me agaché y recuperé la moneda que había caído al arroyo. «Ahora se va a llevar una sorpresa», murmuré, al tiempo que la colocaba sobre el banco.

Abrí el periódico, busqué la sección de teatro y examiné la lista de espectáculos. Nada del otro mundo en el «Palace». ¿Los cines? El mismo aguachirle. ¿El teatro de revista? Cerrado por vacaciones.

¡Qué ciudad! Desde luego, quedaban los museos y las galerías de arte. Y el acuario. Si fuera un vagabundo y alguien me diese por error un billete de mil dólares, no sabría qué hacer con él.

Además, era un día tan maravilloso… El sol me corroía como un millón de bolas de naftalina. Millonario en un mundo en que el dinero carecía de valor.

Intenté pensar en algo agradable. Intenté pensar en América como lugar del que sólo hubiera oído hablar.

«¡Ábrete, en nombre del gran Jehová y del Congreso Constitucional!».

Y se abrió como la puerta de una bóveda oculta. Ahí estaba, América: el Jardín de los Dioses, el Gran Cañón de Arizona, las grandes Smokies, el Desierto Pintado, Mesa Verde, el Desierto de Mojave, el Klondike, la Gran Divisoria, el Wabash a lo lejos, el Montículo de las Serpientes, el Valle de la Luna, el gran Lago Salado, el Monogahela, los Ozarks, la región del gran filón, la Blue Grass de Kentucky, los pantanos de Luisiana, las Bad Lands de Dakota, Sing Sing, Walla Walla, Ponce de León, Oraibi, Jesse James, El Álamo, los Everglades, el Okefenokee, el Pony Express, Gettysburg, Monte Shasta, los Tehachipis, Fuerte Ticonderoga.

Es dos días después y me encuentro en la barandilla de popa, a bordo del SS Buford…, quiero decir el Ile de France. (Se me olvidaba que no voy deportado, que voy a pasar las vacaciones en el extranjero). Por un momento pensaba que era esa querida anarquista, Emma Goldman, que, al acercarse a la tierra del exilio, cuentan que dijo: «Añoro la tierra (América) que me hizo sufrir. ¿Acaso no conocí también allí el amor y la alegría…?». También ella había llegado en busca de la libertad, como muchos otros. ¿Acaso no había estado abierta para que todos la disfrutaran, esa bendita tierra de la libertad? (Con la excepción de los pieles rojas, los pieles negras y los vientres amarillos de Asia, por supuesto). Con esa idea habían llegado mis Grosspapas y Grossamamas. El largo viaje a casa. Barcos de vela. De noventa a cien días en el mar, con disentería, beri-beri, ladillas, ictericia, malaria y otras delicias de esa clase de cruceros. La vida aquí, en América, les había parecido buena, a mis antepasados, aunque en la lucha por subsistir se habían caído a pedazos antes de tiempo. (Aun así, sus tumbas se conservan en buen estado). Habían llegado unos decenios después de que Ethan Allen abriera por la fuerza el Ticonderoga en nombre del gran Jehová y el Congreso Continental. Para ser exactos, habían llegado justo a tiempo para asistir al asesinato de Abraham Lincoln. Iban a seguir otros asesinatos…, pero de figuras menores. Y nosotros, los jugadores de dados, hemos sobrevivido.

El barco no va a tardar en zarpar. Es la hora de despedirse. ¿Añoraré también yo esta tierra que me ha hecho sufrir? Ya he respondido a esa pregunta antes. No obstante, quiero despedirme de quienes en tiempos significaron algo para mí. ¿Qué digo? ¡Que aún significan algo! Adelantaos, por favor, y dejadme estrecharos la mano. ¡Vamos, compañeros, un último apretón de manos!

Aquí viene William F. Cody, el primero de la fila. Querido Buffalo Bill, ¡qué fin ignominioso te reservamos! ¡Adiós, señor Cody, y buena suerte! ¿Y es éste Jesse James? ¡Adiós, Jesse James, tú fuiste de lo mejorcito! ¡Adiós, tuscaroras, navajos y apaches! ¡Adiós, valientes y pacíficos hopis! ¿Y este caballero distinguido, de piel aceitunada y barbilla, no será W. E. Burghardt Dubois, el alma misma de la raza negra? ¡Adiós, querido y respetado señor, qué noble adalid fue! ¡Y a ti, Al Jennings, en tiempos de la Penitenciaría de Ohio, te saludo! ¡Y que camines por las sombras con un alma más grande que O. Henry! ¡Adiós, John Brown, y bendito seas por tu raro y gran valor! ¡Adiós, querido Walt! ¡Nunca habrá un cantor como tú en el país! ¡Adiós, Martin Edén; adiós, Uncas; adiós, David Copperfield! ¡Adiós, John Barleycom, y saludos a Jack! ¡Adiós, Oscar Hammerstein; adiós, Gatti-Cassazza! ¡Y a ti también, Rudolf Friml! ¡Adiós, miembros de la Sociedad Xerxes! Fratres Semper! ¡Adiós, Elsie Janis! ¡Adiós, John L. y Gentleman Jim! ¡Adiós, viejo Kentucky! ¡Adiós, viejo Shamrock! ¡Adiós, Moctezuma, último gran soberano del viejo Nuevo Mundo! ¡Adiós, Sherlock Holmes! ¡Adiós, Houdini! ¡Adiós a todos los saboteadores del progreso! ¡Adiós, señor Sacco; adiós, señor Vanzetti! ¡Perdonadnos nuestros pecados! ¡Adiós, Minnehaha; adiós, Hiawata! ¡Adiós, querida Pocahontas! ¡Adiós, exploradores, adiós a Wells Fargo y demás! ¡Adiós, Walden Pond! ¡Adiós, cherokees y seminolas! ¡Adiós, vapores del Mississippi! ¡Adiós, Tomachevski! ¡Adiós, P. T. Barnum! ¡Adiós, Herald Square! ¡Adiós, Fuente de la Juventud! ¡Adiós, Daniel Boone! ¡Adiós, Grosspapa! ¡Adiós, Calle de las Primeras Penas, y ojalá que nunca vuelva a ponerte la vista encima! ¡Adiós, a todo el mundo…, adiós! ¡Mantened la aspidistra bien alta!

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