Nexus

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Capítulo primero

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Capítulo primero

¡Guau! ¡Guau, guau! ¡Guau! ¡Guau!

Ladrando en la noche. Venga ladrar. Grito, pero nadie responde. Chillo, pero ni siquiera se oye un eco.

«¿Cuál quieres: el Oriente de Jerjes o el Oriente de Cristo?».

Solo… con eccema en el cerebro.

Solo por fin. ¡Qué maravilloso! Sólo que no es lo que esperaba. ¡Si al menos estuviera a solas con Dios!

¡Guau! ¡Guau, guau!

Con los ojos cerrados, evoco su imagen. Ahí está, flotando en la oscuridad, una máscara que surge de entre la espuma de las olas: la bouche de Tilla Durieux, como un arco; dientes blancos y regulares; ojos ennegrecidos con rímel, y los párpados de un azul viscoso y brillante; los cabellos ondeando desordenados, negros como el ébano. La actriz procedente de los Cárpatos y de los tejados de Viena. Surgida, como Venus, de las llanuras de Brooklyn.

¡Guau! ¡Guau, guau! ¡Guau! ¡Guau!

Grito, pero suena enteramente como un susurro.

Me llamo Isaac Polvo. Estoy en el quinto cielo de Dante. Como Strindberg en su delirio, repito: «¿Qué importa? Que seas el único o tengas un rival, ¿qué importa?».

¿Por qué se me ocurren de repente estos nombres extraños? Todos compañeros de clase de la vieja y querida Alma Mater: Morton Schnadig, William Marvin, Israel Siegel, Bernard Pistner, Louis Schneider, Clarence Donohue, William Overend, John Kurtz, Pat McCaffrey, William Korb, Arthur Convissar, Sally Liebowitz, Francés Glanty… Ninguno de ellos levantó cabeza nunca. Tachados de la lista. Suprimidos como víboras.

¿Estáis ahí, compañeros?

No hay respuesta.

¿Eres tú, querido August, quien alza la cabeza en las tinieblas? Sí, es Strindberg, el Strindberg con dos cuernos que le salen de la frente. Le cocu magnifique.

Es una época feliz —¿cuándo? ¿Cuánto hace? ¿En qué planeta?— yo pasaba de una pared a otra saludando a éste y a aquél, todos viejos amigos: León Bakst, Whistler, Lovis Corinth, Breughel el Viejo, Botticelli, Giotto, Cimabue, Peiro della Francesca, Grünewald, Holbein, Lucas Granach, Van Gogh, Utrillo, Gauguin, Piranesi, Utamaro, Hokusai, Hiroshige… y el Muro de las Lamentaciones. Goya también, y Turner. Cada uno de ellos tenía algo precioso que comunicar. Pero, en particular, Tilla Durieux, la de los labios elocuentes y sensuales, oscuros como pétalos de rosa.

Ahora las paredes están desnudas. Aun cuando estuvieran cubiertas con obras maestras, no reconocería nada. Se había hecho la oscuridad. Como Balzac, vivo con cuadros imaginarios. Hasta los marcos son imaginarios.

Isaac Polvo, nacido del polvo y que al polvo vuelve. Del polvo al polvo. Agréguese un codicilo en consideración a los viejos tiempos.

Anastasia, alias Hegoroboru, alias Bertha Filigree del Lago Tahoe-Titicaca y de la Corte imperial de los zares, está de momento en la Sala de Observación. Fue por su propia voluntad, para averiguar si estaba en sus cabales o no. Saúl grita en su delirio, se cree Isaac Polvo. Estamos bloqueados por la nieve en un alcoba pequeña con lavabo particular y camas separadas. Relumbran relámpagos a ráfagas. El conde Bruga, esa monada de muñeco, descansa sobre el escritorio rodeado de ídolos javaneses y tibetanos. Tiene la mirada de un loco bebiendo, ávido, sterno. Sobre la peluca, hecha de hilos de púrpura, lleva un sombrero en miniatura, à la Bohème, importado de la Galerie Dufayel. Apoya la espalda en unos volúmenes escogidos que nos dejó a guardar Stasia antes de salir para el asilo. De izquierda a derecha leemos:

La orgía imperial, La estafa del Vaticano, Una temporada en el Infierno, Muerte en Venecia, Anatema, Un héroe de nuestro tiempo, El sentimiento trágico de la vida, El diccionario del diablo, Las ramas de noviembre, Más allá del principio del placer, Lisístrata, Marius el epicúreo, El asno de oro, Jude el oscuro, El extranjero misterioso, Peter Whijjle, Las florecillas, Virginibus Puerisque, La reina Mab, El gran dios Pan, Los viajes de Marco Polo, Las canciones de Bilitis, La vida desconocida de Jesús, Tristram Shandy, El cántaro de oro, La brionia negra, La raíz y la flor.

Sólo hay una laguna: La metafísica del sexo de Rozanov.

En un pedazo de papel de estraza me encuentro la siguiente frase, cita evidente de uno de los volúmenes: «Ese pensador extraño, N. Federov, ruso donde los haya, descubrirá su forma original de anarquismo, hostil al Estado».

Si se lo enseñara a Kronski, correría al instante al manicomio y lo presentaría como prueba. ¿Prueba de qué? Prueba de que Stasia está en sus cabales.

¿Fue ayer? Sí, ayer, hacia las cuatro de la mañana, cuando me iba a buscar a Mona en la estación del metro, ¡pues no me vi a Mona y su amigo, el luchador Jim Driscoll, paseando sin prisa bajo la nieve arrastrada por el viento! Al verlos, era como para pensar que estaban buscando violetas en un prado dorado. Ni se acordaban de la nieve ni del hielo, no les importaban las ráfagas polares procedentes del río, no temían ni a Dios ni a los hombres. Simplemente iban paseando, riendo, hablando y canturreando. Libres como alondras de los prados.

¡Escucha, escucha el canto de la alondra a la puerta del cielo!

Los seguí a distancia, casi contagiado también yo por su absoluta despreocupación. De repente, giré a la izquierda y en diagonal hacia la casa de Osiecki. Sus «habitaciones», debería decir. Ya lo creo, las luces estaban encendidas y la pianola dejaba oír con poco volumen morceaux choisis de Dohnanyi.

«Salud, piojos encantadores», pensé y pasé de largo. Se estaba alzando una neblina hacia el canal Gowanus. Probablemente el deshielo de un glaciar.

Al llegar a casa, la encontré poniéndose crema en la cara.

«Pero ¿dónde te has metido?», pregunta, en tono casi acusatorio.

«¿Hace mucho que has vuelto?», contesto.

«Varias horas».

«¡Qué extraño! Podría haber jurado que me he marchado hace sólo veinte minutos. Tal vez haya caminado en sueños. Tiene gracia, pero me ha parecido verte a ti y a Jim Driscoll paseando cogidos del brazo…».

«Val, debes de estar enfermo».

«No, sólo embriagado. Quiero decir… alucinado».

Me pone una mano fría en la frente, me toma el pulso. Todo normal, en apariencia. La desconcierta. ¿Por qué invento esas historias? ¿Sólo para atormentarla? ¿Es que no hay bastantes cosas de qué preocuparse, con Stasia en el manicomio y el alquiler sin pagar? Debería tener más consideración.

Me acerco al despertador y señalo las manecillas. Las seis en punto.

«Ya lo sé», dice.

«Conque, ¿no ha sido a ti a quien he visto hace unos minutos?».

Me mira como si estuviera al borde de la demencia.

«No te preocupes, querida», le digo, alegre. «He pasado la noche bebiendo champán. Ahora estoy seguro de que no te he visto a ti: era tu cuerpo astral». Pausa. «De todos modos, Stasia está bien. Acabo de tener una larga conversación con uno de los internos…».

«¿Tú…?».

«Sí, como no tenía nada mejor que hacer, se me ha ocurrido acercarme a ver qué tal le iba. Le he llevado un poco de Charlotte Russe».

«Debes meterte en la cama, Val, estás agotado». Pausa. «Te voy a decir por qué he tardado tanto. Acabo de dejar a Stasia. Fui a verla hace tres horas». Se echó a reír entre dientes… ¿o tal vez a cacarear? «Te lo contaré todo mañana. Es una larga historia».

Para su asombro, respondí: «No te preocupes, hace un ratito me he enterado de todo».

Apagamos las luces y nos metimos en la cama. La oí reírse por lo bajo.

A manera de buenas noches, susurré: «Bertha Filigree del lago Titicaca».

Muchas veces, tras una sesión con Spengler o Elie Faure, me arrojaba en la cama vestido y, en lugar de meditar sobre culturas antiguas, me veía debatiéndome a tientas por un mundo laberíntico de invenciones. Ninguna de las dos parece capaz de decir la verdad, ni siquiera sobre un asunto tan simple como el de ir al retrete. Stasia, persona esencialmente veraz, adquirió el hábito para complacer a Mona. Hasta en el fantástico cuento de que era una bastarda Romanoff había una pizca de verdad. Sus mentiras no son puras y simples invenciones como las de Mona. Además, si le presentas la verdad, no le da un ataque de histeria ni sale de la habitación con actitud airada y altiva. No, se limita a esbozar una mueca burlona que poco a poco se suaviza hasta convertirse en la agradable sonrisa de una niña angelical. Hay momentos en que creo que puedo llegar a entenderme con Stasia. Pero, justo cuando siento que ha llegado el momento, Mona, como un animal que protege a su cachorro, se la lleva.

Una de las lagunas más extrañas en nuestras conversaciones íntimas, pues de vez en cuando celebramos las orgías de charla más prolongadas y, en apariencia, sinceras, uno de esos vacíos inexplicables, digo, se refiere a la infancia. Cómo jugaban, dónde, con quién, sigue siendo un completo misterio. Al parecer, de la cuna pasaron a la condición de mujeres adultas. Nunca mencionan a una amiga de la infancia ni una travesura maravillosa con que disfrutaran; nunca hablan de una calle que les gustara ni de un parque en que jugasen ni de un juego con el que gozaran. Les he preguntado sin rodeos: «¿Sabéis patinar? ¿Sabéis nadar? ¿Habéis jugado alguna vez a las tabas?». Sí, desde luego, saben hacer todas esas cosas y más. ¿Por qué no? Y, sin embargo, nunca se permiten evocar el pasado. Nunca recuerdan de repente, como sucede en las conversaciones animadas, una experiencia extraña o maravillosa relacionada con la infancia. De vez en cuando una o la otra cuenta que en cierta ocasión se rompió un brazo o se torció un tobillo, pero ¿dónde?, ¿cuándo? Una y mil veces intento guiarlas hacia el pasado, con suavidad, engatusándolas, como si condujera un caballo hacia el establo, pero en vano. Los detalles les aburren. ¿Qué importa, preguntan, cuándo o dónde ocurriera? Muy bien, entonces, ¡media vuelta! Cambio de tema y me pongo a hablar de Rusia o Rumanía, con la esperanza de advertir un destello o una chispa de reconocimiento. Además, lo hago con destreza, empezando con Tasmania o la Patagonia y abriéndome paso sólo gradual e indirectamente hacia Rusia, Rumanía, Viena y las llanuras de Brooklyn. Como si no tuvieran la menor sospecha sobre mi juego, también ellas van y se ponen a hablar de pronto sobre lugares extraños, incluidas Rusia y Rumanía, pero como si contaran algo que les hubiese relatado un desconocido o que hubieran aprendido en un libro de viajes. Stasia, un poquito más ingeniosa, puede incluso fingir que me está dando una pista. Puede ocurrírsele, por ejemplo, relatar un episodio apócrifo sacado de Dostoievski, confiando en que yo tenga mala memoria o en que, aunque no sea así, no pueda recordar los millares de episodios que atestan las voluminosas obras de Dostoievski. ¿Y cómo puedo estar seguro, a mi vez, de que no me está presentando el Dostoievski auténtico? Porque tengo una memoria excelente sobre el aura de las cosas que he leído. Es imposible que yo no reconozca una pincelada dostoievskiana falsa. Sin embargo, para tirarle de la lengua, finjo recordar el episodio que relata; muevo la cabeza en señal de asentimiento, río, aplaudo, lo que desee, pero nunca dejo entrever que sé que está inventando. Sin embargo, de vez en cuando le recuerdo, con el mismo ánimo juguetón, una menudencia que ha omitido o una deformación que ha creado; incluso discuto sobre ese asunto por extenso, si afirma haber relatado el episodio con fidelidad. Y, durante todo ese tiempo, Mona está ahí sentada, escuchando atenta, sin saber qué es lo cierto y qué lo falso, pero más contenta que unas Pascuas, porque estamos hablando de su ídolo, su dios: Dostoievski.

¡Qué mundo más encantador y delicioso puede ser ese mundo de mentiras y falsificaciones, cuando no hay nada mejor que hacer, nada en juego! ¿No somos maravillosos, nosotros, los mentirosos alegres? «¡Qué pena que el propio Dostoievski no esté con nosotros!», exclama a veces Mona. Como si él hubiera inventado a todos esos locos, todas esas escenas disparatadas, de que están llenas sus novelas. Quiero decidir, como si las hubiese inventado para su propio placer o porque era chiflado y mentiroso de nacimiento. Ni siquiera por un momento se les ocurre que pueden ser ellas los personajes «locos» en un libro que la vida está escribiendo con tinta invisible.

Por eso, no es extraño que casi todos aquellos a quienes Mona admira, hombres o mujeres, sean «locos», o que todos aquellos a quienes detesta sean «chiflados». Y, sin embargo, cuando decide hacerme un cumplido, siempre me llama chiflado. «Eres un chiflado tan simpático, Val». Con lo que quiere decir que soy lo bastante complejo, al menos a su juicio, como para pertenecer al mundo de Dostoievski. A veces, cuando se pone a desvariar a propósito de mis libros sin escribir, llega al extremo de decir que soy otro Dostoievski. Lástima que no me dé un ataque epiléptico de vez en cuando. Con eso alcanzaría de verdad la importancia necesaria. Lo que sucede, por desgracia, lo que destruye el hechizo, es que estoy degenerando a toda velocidad para convertirme en un «burgués». En otras palabras, me estoy volviendo demasiado curioso, demasiado mezquino, demasiado intolerante. Dostoievski, según Mona, nunca mostró el menor interés por los «hechos». (Una de esas verdades a medias que a veces lo hacen a uno sobresaltarse). No, según ella, Dostoievski estaba siempre en las nubes… o bien enterrado en las profundidades. Nunca se molestaba en nadar por la superficie. No pensaba en guantes, manguitos ni abrigos. Como tampoco fisgaba los bolsos de las mujeres en busca de nombres y direcciones. Sólo vivía en el mundo de la imaginación.

Ahora bien, Stasia tenía su propia opinión sobre Dostoievski, su forma de vida, su método de trabajo. Al fin y al cabo, pese a sus extravagancias, estaba más cerca de la realidad. Sabía que los muñecos están hechos de madera o de cartón piedra y no sólo de «imaginación». Y no estaba demasiado segura de que Dostoievski no hubiera tenido su lado «burgués». Lo que le encantaba en particular en Dostoievski era el aspecto diabólico. Para ella, el Diablo era real. El mal era real. En cambio, a Mona no parecía preocuparle el problema del mal en Dostoievski. Para ella no era sino otro elemento de su «imaginación». Nada de los libros la asustaba. Casi nada de la vida la asustaba tampoco, si vamos al caso. Tal vez fuera esa la razón por la que caminaba sobre el fuego sin sufrir daño. Pero, para Stasia, cuando era presa de un talante extraño, hasta tomar el desayuno podía ser una dura prueba. Tenía olfato para el mal, podía descubrirlo hasta en un plato de cereales fríos. Para Stasia, el Diablo era un Ser omnipresente, siempre al acecho de su víctima. Llevaba amuletos para ahuyentar a los poderes malignos; al entrar en una casa extraña, hacía determinados signos o repetía conjuros en lenguas extrañas. Ante todo lo cual Mona sonreía indulgente, por considerar «delicioso» que Stasia fuera tan primitiva, tan supersticiosa. «Es su naturaleza eslava», decía.

Ahora que las autoridades habían puesto a Stasia en manos de Mona, nos correspondía a nosotros examinar la situación con mayor claridad y facilitar a esa persona complicada un modo de vida más seguro y apacible. Según el lacrimoso relato de Mona, se habían mostrado extraordinariamente reacios a poner en libertad a Stasia. Sólo el Diablo podría haber sabido lo que Mona les dijo sobre su amiga… y sobre sí misma. Tardé semanas en conseguir, y sólo gracias a las maniobras más ingeniosas, recomponer el rompecabezas en que había convertido su conversación con el médico encargado. Si no hubiera tenido nada más en qué basarme, habría dicho que las dos debían estar en el manicomio. Por fortuna, había recibido otra versión de la entrevista, y eso, inesperadamente, nada menos que de Kronski. Por qué se había interesado por el caso es algo que no sé. Sin duda Mona había dado a las autoridades su nombre… como médico de la familia. Puede que lo hubiera llamado en plena noche y, con voz entrecortada por los sollozos, le hubiese rogado que hiciera algo por su querida amiga. En cualquier caso, lo que Mona no me dijo fue que había sido Kronski quien había conseguido la libertad de Stasia, que Stasia no había quedado a cargo de nadie y que un aviso de él (a las autoridades) podría resultar funesto. Esto último no tenía ni pies ni cabeza, y así lo consideré. Probablemente la verdad fuera que las salas del hospital estaban atestadas. Por la cabeza me rondaba la decisión de visitar un día el hospital, a mi vez, y averiguar con exactitud lo que había ocurrido. (Por simple prurito detallista). No tenía demasiada prisa. Tenía la sensación de que la situación presente no era sino un preludio, o un presagio, de las cosas por venir.

Entretanto, me dio por ir al Village, siempre que sentía deseos de hacerlo. Vagaba de un lado para otro, como un perro callejero. Cuando llegaba ante un farol, levantaba la pata trasera y meaba sobre él. ¡Guau, guau! ¡Guau!

Así sucedía con frecuencia que me encontrara a la puerta de The Iron Cauldron, junto a la valla que protegía el asqueroso terreno de césped, ahora cubierto por una capa de dos pies de nieve negra, observando las idas y venidas. Las dos mesas más próximas a la ventana eran las de Mona. La veía ir y venir a la débil luz de las velas, sirviendo la comida, siempre con un cigarrillo pegado a los labios y la cara deshaciéndose en sonrisas al recibir a los clientes o tomar sus pedidos. De vez en cuando Stasia se sentaba a la mesa, siempre de espaldas a la ventana, con los codos apoyados en la mesa y la cabeza entre las manos. Por lo general, seguía allí sentada hasta que hubiera salido el último cliente. Entonces se le unía Mona. A juzgar por la expresión en la cara de ésta, siempre era una conversación animada la que mantenían. A veces se reían con tantas ganas, que se tronchaban. En esos casos, si uno de sus favoritos intentaba unírseles, se lo quitaban de encima como si fuera una mosca.

Ahora bien, ¿qué podían estar hablando esas dos criaturas encantadoras que fuera tan apasionante? ¿Y tan gracioso como para troncharse? Respondedme a eso y os escribiré la historia de Rusia de una sentada.

En cuanto sospechaba que se preparaban para marcharse, ponía pies en polvorosa. Vagaba lento y triste asomando la cabeza en todas las tascas, hasta que llegaba a Sheridan Square. En una esquina de la plaza, y siempre iluminada como una taberna antigua, se encontraba la guarida de Minnie Douchebag. Allí sabía que acabarían parando las dos. Lo único que esperaba era asegurarme de que se habían sentado. Después un vistazo al reloj y calculaba que al cabo de dos o tres horas por lo menos una de ellas estaría de vuelta en la guarida. Al echar una última mirada hacia donde se encontraban, era consolador ver que ya eran objeto de atenciones solícitas. Consolador —¡qué palabra!— saber que recibirían la protección de las amables personas que tan bien las entendían y siempre acudían en su ayuda. También era divertido pensar, al entrar en el Metro, que con una ligera adaptación de la ropa hasta a un experto en el sistema de Bertillon le habría resultado difícil determinar cuál era el chico y cuál la chica. Los chicos siempre estaban listos para morir por las chicas… y viceversa. ¿No estaban todos en el mismo orinal infecto al que van a parar todas las almas puras y decentes? Eran tan encantadores, toda la pandilla. Unos cielos, de verdad. ¡Y menudo cómo podían emperifollarse, señor! Todos, los chicos en particular, eran artistas natos. Hasta las criaturas tímidas que se escondían en un rincón para morderse las uñas.

¿Fue por contacto con esa atmósfera en que reinaban el amor y el entendimiento mutuo por lo que a Stasia se le ocurrió la idea de que algo no iba bien entre Mona y yo? ¿O se debió a los golpes de almádena que daba yo en momentos de verdad y sinceridad?

«No deberías acusar a Mona de engañarte y mentirte», va y me dice una noche. No puedo imaginar cómo fue que estuviéramos solos. Puede que esperara en cualquier momento la aparición de Mona.

«¿De qué preferirías que la acusase?», respondí, al mismo tiempo que me preguntaba qué vendría a continuación.

«Mona no es una mentirosa y tú lo sabes. Inventa, deforma, imagina… porque es más interesante. Cree que te gusta más, cuando complica las cosas. Te respeta demasiado como para mentirte de verdad».

No intenté replicar.

«¿Es que no lo sabes?», dijo, alzando la voz.

«¡No, la verdad!», dije.

«¿Quieres decir que te tragas todos esos cuentos fantásticos que te endilga?».

«Si quieres decir que considero todo eso un jueguecito inocente, te diré que no».

«Pero ¿por qué habría de querer engañarte, cuando te ama tanto? Tú sabes que lo eres todo para ella. Sí, todo».

«¿Es ésa la razón por la que estás celosa de mí?».

«¿Celosa? Estoy indignada de que la trates como lo haces, de que estés tan ciego y seas tan cruel, tan…».

Alcé la mano. «¿Adónde quieres ir a parar?», pregunté: «¿A qué juegas?».

«¿Cómo que a qué juego?». Se levantó como una zarina indignada y presa del mayor asombro. No se daba cuenta de que tenía la bragueta abierta y le salía un faldón de la camisa.

«Siéntate», dije. «Anda, toma otro cigarrillo».

Se negó a sentarse. Se empeñó en pasearse para arriba y para abajo.

«Vamos a ver: qué prefieres creer», empecé a decir. «¿Que Mona me ama tanto, que tiene que mentirme noche y día? ¿O que te ama tanto a ti, que no tiene valor para decírmelo? ¿O que la amas tanto, que no puedes verla sufrir? O, déjame preguntarte esto primero: ¿sabes lo que es el amor? Dime: ¿has estado enamorada alguna vez de un hombre? Sé que en tiempos tenías un perro al que amabas, o así me lo contaste, y sé que has hecho el amor con los árboles. También sé que amas más que odias, pero… ¿sabes lo que es el amor? Si conocieras a dos personas que estuviesen locamente enamoradas, tu amor por una de ellas… ¿aumentaría su amor o lo destruiría? Voy a decirlo de otro modo. Tal vez así lo veas claro. Si te consideraras a ti misma sólo como objeto de compasión y alguien te demostrara afecto auténtico, amor auténtico, ¿habría alguna diferencia para ti en que esa persona fuese hombre o mujer, casada o soltera? Quiero decir: ¿te contentarías, o podrías contentarte, aceptando simplemente ese amor? ¿O lo querrías en exclusiva para ti?».

Pausa. Pausa cargada.

«¿Y qué», continué, «es lo que te hace pensar que eres digna del amor? ¿O incluso que eres amada? O, si crees que es así, ¿que eres capaz de corresponder? ¿Quieres hacerme el favor de sentarte? Mira, podríamos tener una charla interesante de verdad. Podríamos incluso aclarar algo. Podríamos llegar a la verdad. Estoy dispuesto a intentarlo». Me lanzó una extraña mirada de sobresalto. «Dices que Mona piensa que me gustan los seres complicados.

Para serte sincero, te diré que no. Tú, por ejemplo, eres una persona muy simple… íntegra, como se suele decir, ¿no es cierto? Estás tan de acuerdo contigo misma y con el mundo entero, que, simplemente para asegurarte de ello, te has ofrecido al examen de observación. ¿Soy demasiado cruel? Anda, ríete, si quieres. Las cosas parecen extrañas, cuando se las pone del revés. Además, no fuiste a la Sala de Observación de motu proprio, ¿verdad? Otro cuento de Mona, ¿eh? Desde luego, me lo tragué todo… porque no quería destruir vuestra amistad. Ahora que has salido, gracias a mis esfuerzos, quieres demostrarme tu gratitud. ¿No es eso? No quieres verme infeliz, sobre todo cuando estoy viviendo con alguien próximo y querido para ti».

Se puso a lanzar risitas pese a estar muy irritada.

«Mira, si me hubieras preguntado si estaba celoso de ti, pese a lo mucho que detesto reconocerlo, habría dicho que sí. No me da vergüenza confesar que me humilla la idea de que alguien como, tú pueda ponerme celoso. No te pareces en nada al tipo de persona que yo habría elegido para rival. No me gustan los hermafroditas, como no me gustan las personas con pulgares de doble articulación. Tengo prejuicios. Soy burgués si prefieres. Nunca amé, pero tampoco odié, a un perro. He conocido maricas divertidos, inteligentes, talentosos, pero debo decir que no me gustaría vivir con ellos. No estoy hablando de moral, como comprenderás, sino de gustos y aversiones. Hay cosas que me fastidian. Me siento de lo más desgraciado, por no decir algo peor, porque mi mujer sienta tan fuerte atracción por ti. Parece ridículo, ¿verdad? Casi literario. Lo que quiero decir es que es una lástima que no eligiese a un hombre de verdad, si debía traicionarme, aunque fuera alguien que yo despreciase. Pero … pero, joder, si es que me deja totalmente indefenso. Tiemblo sólo de pensar que alguien me diga: “¿Qué es lo que no carbura en ti?”. Porque debe haber algo que no carbura en un hombre —al menos, eso piensa la gente—, cuando su mujer siente una violenta atracción hacia otra mujer. He hecho lo imposible para intentar descubrir qué es lo que no carbura en mí, en caso de que haya algo, pero no consigo dar con ello. Además, si una mujer es capaz de amar a otra mujer, así como al hombre al que está unida, no hay nada malo en ello, ¿verdad? No tiene la culpa de estar dotada con una excepcional capacidad de afecto, ¿no es así? Sin embargo, supongamos que uno, como marido de una persona tan extraordinaria, tenga dudas sobre la excepcional capacidad de su mujer para amar: entonces, ¿qué? Supongamos que el marido tenga razones para creer que en esas extraordinarias dotes para el amor hay una mezcla de farsa y realidad. Supongamos que, para preparar a su marido, para influirle, por decirlo así, ella se esfuerza astuta y capciosamente para envenenarle el pensamiento, inventa o urde las historias más fantásticas, todas inocentes, por supuesto, sobre experiencias con amigas antes de casarse. Sin reconocer nunca a las claras que se acostó con ellas, pero dando a entender, insinuando siempre, que tal vez lo hiciera. Y en el momento en que el marido… en otras palabras, yo… muestra temor o alarma, ella niega con violencia algo así, insiste en que debe de haber sido la imaginación de uno la que ha creado ese panorama… ¿Me entiendes? ¿O se está volviendo demasiado complicado?».

Se sentó, con expresión seria de repente. Se sentó al borde de la cama y me miró inquisitiva. De pronto, esbozó una sonrisa, una sonrisa satánica, y exclamó: «Conque, ¡a eso es a lo que juegas tú! ¡Ahora quieres envenenarme el pensamiento a mí!». Y acto seguido los ojos se le llenaron de lágrimas y se puso a sollozar.

Quiso la suerte que Mona llegara en aquel preciso instante.

«¿Qué le estás haciendo?». Ésas fueron sus primeras palabras. Rodeó con un brazo a la pobre Stasia, le acarició el pelo y la consoló con palabras tranquilizadoras.

Una escena conmovedora. Demasiado sincera, sin embargo, como para conmoverme de verdad.

Resultado: Stasia no debe intentar irse a casa. Debe quedarse y descansar bien toda la noche.

Stasia me mira inquisitiva.

«¡Claro! ¡Claro!», digo. «No echaría ni a un perro en una noche como ésta».

Lo más extraño de la escena, ahora que lo pienso, fue la aparición de Stasia con un camisón ligero y transparente. Si al menos hubiera llevado una pipa en la boca, habría estado perfecta.

Volvamos a Feodor… A veces me irritaban con sus eternos disparates sobre Dostoievski. Yo mismo nunca he pretendido entender a Dostoievski. En cualquier caso, no todo lo de él. (Lo conozco, como se conoce a un alma gemela). Tampoco he leído toda su obra, ni siquiera hoy. Siempre he tenido la idea de dejar los últimos bocados para leerlos en mi lecho mortuorio. Por ejemplo, no estoy seguro de si he leído El sueño de un hombre ridículo o si me lo han contado. Tampoco estoy del todo seguro de saber quién era Marción o qué es el marcionismo. Hay muchas cosas relativas a Dostoievski, como a la vida misma, que me contento con dejar en la sombra del misterio. Me gusta imaginar a Dostoievski como alguien rodeado por un aura impenetrable de misterio. Por ejemplo, nunca puedo imaginarlo tocado con sombrero… como los ángeles de Swedenborg. Además, siempre me fascina enterarme de lo que otros han dicho sobre él, aun cuando sus opiniones carezcan de sentido para mí. El otro día, sin ir más lejos, me encontré una nota que había apuntado en una libreta. Probablemente de Berdiaev. Dice así: «Después de Dostoievski, el hombre que ya no fue lo mismo que había sido antes». Idea alentadora para una humanidad enferma.

En cuanto a lo siguiente, desde luego sólo Berdiaev podría haberlo escrito: «En Dostoievski había una actitud compleja hacia el mal. En gran medida, puede parecer que andaba descarriado. Por una parte, el mal es el mal, y hay que exponerlo y acabar con él. Por otro lado, el mal es una experiencia espiritual del hombre. Forma parte del hombre. La experiencia del mal puede enriquecer al hombre, pero es necesario entenderla correctamente. No es el mal en sí lo que enriquece al hombre; lo enriquece la fuerza espiritual que despierta en él para vencer el mal. El hombre que dice: Voy a entregarme al mal para enriquecerme, nunca se enriquece; perece. Pero el mal es lo que pone a prueba la libertad del hombre…». Y ahora otra cita (también de Berdiaev), porque nos hace avanzar un paso hacia el Cielo: «La Iglesia no es el Reino de Dios; la Iglesia ha aparecido en la historia y ha actuado en la historia; no significa la transfiguración del mundo, la aparición de un cielo y una tierra nuevos. El Reino de Dios es la transfiguración del hombre individual, pero también la transfiguración de lo social y lo cósmico; y eso es el fin del mundo, el mundo de la injusticia y la fealdad, y es el comienzo de un nuevo mundo, un mundo de justicia y belleza. Cuando Dostoievski dijo que la belleza salvaría el mundo, pensaba en la transfiguración del mundo y en la llegada del Reino de Dios, y ésa es la esperanza escatológica…».

En lo que a mí respecta, debo decir que, si alguna vez tuve esperanzas, escatológicas o de otra clase, Dostoievski fue quien les destruyó. O tal vez debería modificar esto diciendo que «volvió insignificantes» las aspiraciones culturales engendradas por mi educación occidental. Lo que en mí hay de asiático, de mongol, en una palabra, ha permanecido intacto y seguirá siempre intacto. Ese aspecto mío mongol nada tiene que ver con la cultura ni la personalidad; representa la raíz cuya savia se remonta hasta una rama ancestral y eterna del árbol genealógico. Ese depósito insondable se ha tragado todos los elementos caóticos de mi naturaleza y del patrimonio americano, como el océano se traga los ríos que desembocan en él. Cosa bastante curiosa, he entendido a Dostoievski, o, mejor dicho, sus personajes y los problemas que los atormentaban mejor, siendo americano, que si hubiera sido europeo. La lengua inglesa, a mi parecer, es más idónea para traducir a Dostoievski (en caso de que haya que leerlo traducido) que el francés, el alemán, el italiano o cualquier otra lengua no eslava. Y la vida americana, desde el nivel del pistolero hasta el nivel intelectual, tiene, paradójicamente, afinidades tremendas con la multilateral vida cotidiana rusa de la época de Dostoievski. ¿Qué mejor prueba se puede presentar que la ciudad de Nueva York, en cuyo conglomerado suelo crecen como la maleza toda clase de ideas lascivas, innobles y demenciales? Basta con pensar en el invierno en ella, en lo que significa estar hambriento, solo, desesperado en ese laberinto de calles monótonas bordeadas por casas monótonas atestadas de individuos monótonos atracados de ideas monótonas. ¡Monótonos y al mismo tiempo ilimitados!

Aunque millones de americanos nunca han leído a Dostoievski ni reconocerían siquiera su nombre, aun así millones de ellos parecen salidos de sus obras y llevan la misma vida extraña y «lunática» aquí, en América, que las criaturas de Dostoievski en la Rusia de su imaginación. Si bien ayer podría haberse considerado que tenían una existencia humana mañana su mundo poseerá un carácter más fantástico y endemoniado que ninguna o que todas las creaciones de El Bosco. Hoy se mueven junto a nosotros, sin sobresaltar a nadie, al parecer, por su aspecto antediluviano. En realidad, algunos siguen su vocación —predicar el Evangelio, vestir cadáveres, atender a los dementes— como si nada importante hubiera sucedido. No tienen la más ligera sospecha de que «el hombre ya no es lo que había sido antes».

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