Nexus

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Capítulo III

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Capítulo III

Cuando una situación llega a ser tan mala que no parece haber solución posible, sólo queda el asesinato o el suicidio. O ambos. Si fallan, te conviertes en un bufón.

Es asombroso la actividad que puede uno desplegar, cuando no hay nada contra lo que luchar salvo la desesperación propia. Los acontecimientos se acumulan solos. Todo se convierte en drama… en melodrama.

El suelo empezó a ceder bajo mis pies con la lenta comprensión de que no había despliegue de enojo, amenazas, congoja, ternura o remordimiento, nada que yo dijera o hiciese, que le importara a ella. Lo que se suele llamar «un hombre» se habría tragado sin duda su orgullo o su pena y habría salido del escenario. Pero ¡este pequeño Belcebú, no!

Yo ya no era un hombre; era un ser que había vuelto al estado salvaje. Pánico perpetuo: ése era mi estado normal. Cuanto menos me deseaban verme, más me pegaba como una lapa. Cuanto más me herían y humillaban, más imploraba el castigo. Sin dejar de rezar para que sucediera un milagro, no hacía nada para provocarlo. Y lo que es más: me sentía impotente para echar la culpa a ella, o a Stasia, o a nadie, ni siquiera a mí, aunque a veces lo aparentaba. Tampoco podía, pese a mi inclinación natural, convencerme para creer que había «sucedido». Me quedaba suficiente juicio para comprender que una situación como aquella en la que estábamos no sucede porque sí. No, tenía que reconocer ante mí mismo que estaba preparándose desde hacía mucho tiempo. Además, yo había desandado el camino tantas veces, que lo conocía paso a paso. Pero, cuando estás frustrado hasta la desesperación absoluta, ¿de qué sirve saber dónde o cuándo se dio el traspiés fatal? Lo que importa —¡y cuánto, Dios mío!— es sólo el presente.

¿Cómo puede uno escapar de un torno?

Una y mil veces me golpeaba la cabeza contra la pared intentando resolver ese problema. Si hubiera podido, me habría sacado los sesos y los habría pasado por el escurridor. Hiciera lo que hiciese, pensara lo que pensase, intentara lo que intentase, no podía escapar de la camisa de fuerza.

¿Era el amor lo que me mantenía encadenado?

¿Cómo responder a esa pregunta? Mis emociones estaban tan confusas, eran tan calidoscópicas… Era como preguntar a un agonizante si tenía hambre.

Tal vez podría formularse la cuestión de otro modo. Por ejemplo: «¿Se puede recuperar lo que se ha perdido?».

El hombre razonable, el hombre con sentido común, dirá que no. Sin embargo, el idiota dice que sí.

¿Y qué es el idiota sino un creyente, un jugador con todo en contra?

No hay nada que se haya perdido y no se pueda recuperar.

¿Quién dice eso? El Dios que llevamos dentro. Adán, que sobrevivió al fuego y al diluvio. Y todos los ángeles.

¡Pensad un momento, burlones! Si la redención fuera imposible, ¿no desaparecería el amor mismo? ¿Hasta el amor propio?

Tal vez ese Paraíso que intentaba recuperar con tanta desesperación no sería el mismo… Una vez fuera del círculo mágico, la levadura del tiempo surte efecto con rapidez desastrosa.

¿Qué era, ese Paraíso que había perdido? ¿O de qué estaba hecho? ¿Era la simple capacidad de evocar un momento de felicidad de vez en cuando? ¿Era la fe que ella me había inspirado? (La fe en mí mismo, quiero decir). ¿O era que estábamos unidos como siameses?

¡Qué sencillo y claro me parece todo ahora! Unas pocas palabras bastan para contarlo: había perdido la facultad de amar. Una nube de tinieblas me envolvía. El miedo a perderla me cegaba. Me habría resultado más fácil aceptar su muerte.

Perdido y confuso, vagaba por las tinieblas que había creado, como perseguido por un demonio. En mi perplejidad, a veces me ponía a andar a cuatro patas y con las manos desnudas estrangulaba, mutilaba, aplastaba lo que quiera que amenazase nuestra guarida. A veces lo que atrapaba enloquecido era el muñeco, otras veces sólo una rata muerta. En cierta ocasión fue sólo un trozo de queso rancio. Día y noche asesinaba. Cuanto más asesinaba, mayor era el número de mis enemigos y asaltantes.

¡Qué vasto es el mundo de los fantasmas! ¡Qué inagotable!

¿Por qué no me maté? Lo intenté, pero resultó un fracaso. Descubrí que era más eficaz reducir la vida a un vacío.

Vivir en la inteligencia, sólo en la inteligencia… ése es el camino más seguro para convertir la vida en un vacío. Convertirse en la víctima de una máquina que nunca deja de girar, chirriar y triturar.

La máquina mental.

«Amar y odiar; aceptar y rechazar; codiciar y desdeñar; anhelar y despreciar: ésa es la enfermedad de la inteligencia».

Ni el propio Salomón podría haberlo formulado mejor.

«Si renuncias a la victoria y a la derrota», dice el Dhammapada, «duermes por la noche sin miedo».

¡Si…!

El cobarde, y eso era yo, prefiere la agitación mental incesante. Sabe, igual que el astuto amo al que sirve, que basta con que la máquina se detenga un instante para que explote como una estrella muerta. No la muerte… ¡la aniquilación!

Al describir al Caballero Andante, Cervantes dice: «El Caballero Andante explora todos los rincones del mundo, entra en los laberintos más complicados, realiza lo imposible a cada paso, soporta los terribles rayos del sol en desiertos deshabitados, la inclemencia del viento y el hielo en invierno; los leones no pueden acobardarlo ni los demonios atemorizarlo, pues buscar el ataque y vencerlo es la misión de su vida y su deber».

Es curioso lo que el idiota y el cobarde tienen en común con el Caballero Andante. El idiota cree pese a todo, cree frente a lo imposible. El cobarde arrostra todos los peligros, corre todos los riesgos, no teme nada, absolutamente nada, excepto la pérdida de aquello que se esfuerza, impotente, por retener.

Es una gran tentación decir que el amor nunca volvió cobarde a nadie. Tal vez el amor auténtico, no. Pero ¿quién de nosotros ha conocido el amor auténtico? ¿Quién es tan amoroso, confiado y creyente, que no vendería el alma al Diablo antes que ver a su amada torturada, asesinada o deshonrada? ¿Quién está tan seguro y se siente tan fuerte, que no bajaría de su trono para afirmar su amor? Es cierto que ha habido grandes figuras que han aceptado su suerte, que se han mantenido aparte en silencio y soledad y han sufrido amargamente. ¿Debemos admirarlas o compadecerlas? Ni siquiera el más grande de los amantes abandonados ha sido capaz nunca de pasearse jubiloso y exclamar: «¡Todo está bien en el mundo!».

«En el amor puro (que sin duda no existe excepto en nuestra imaginación)», dice alguien que admiro, «el que da no es consciente de que da ni sabe lo que da ni a quien lo da y menos aún sabe si quien lo recibe lo aprecia o no».

Con todo mi corazón, digo: D’acord! Pero nunca he conocido a una persona capaz de expresar semejante amor. Tal vez quienes ya no necesiten el amor puedan aspirar a ese papel.

Estar libre de la esclavitud del amor, arder como una vela, consumirse de amor: ¡qué dicha! ¿Es posible para seres como nosotros, débiles, orgullosos, vanidosos, posesivos, envidiosos, celosos, obstinados, implacables? Es evidente que no. Para nosotros, la lucha incesante unos contra otros: en el vacío de la mente. Para nosotros, la condena, la condena eterna. Creyendo que necesitamos amor, dejamos de dar amor, dejamos de ser amados.

Pero hasta nosotros, por despreciables y débiles que seamos, experimentamos en alguna ocasión algo de ese amor verdadero y desinteresado. ¿Quién de nosotros no se ha dicho con su ciega adoración de alguien inalcanzable: ¡Qué importa que no sea mía nunca! ¡Lo único que importa es que yo pueda adorarla e idolatrarla para siempre!? Y aunque esa visión elevada sea insostenible, el amante que razona así pisa terreno firme. Ha conocido un momento de amor puro. Ningún otro amor, por sereno y sufrido que sea, puede compararse con él.

Por efímero que sea ese amor, ¿podemos decir que ha habido una pérdida? La única pérdida posible —¡y qué bien lo sabe el amante auténtico!— es la falta de ese afecto imperecedero que la otra persona inspiraba. Qué día gris, deprimente, ominoso aquel en que el amante comprende de pronto que ha dejado de estar poseído, que está curado, por así decir, de su gran amor. Cuando lo califica, aun inconscientemente, de «locura». La sensación de alivio causada por ese despertar puede hacemos creer con toda sinceridad que hemos recuperado la libertad. Pero ¡a qué precio! ¡Qué libertad tan pobre! ¿Acaso no es una calamidad volver a mirar el mundo con la visión y cordura cotidianas? ¿Es que no es desgarrador verse rodeado de seres conocidos y vulgares? ¿Acaso no es aterrador pensar que debemos continuar, pero con piedras en el vientre y grava en la boca? ¿Descubrir cenizas, nada más que cenizas, donde en tiempos hubo soles abrasadores, maravillas, glorias, maravillas de maravillas, y todo ello creado espontáneamente como por arte de magia?

Si algo hay que merezca el calificativo de milagroso, ¿no es el amor? ¿Qué otro poder, qué otra fuerza misteriosa existe que pueda infundir a la vida esplendor tan innegable?

La Biblia está llena de milagros, y los han aceptado tanto pensadores como individuos irreflexivos. Pero el milagro que a todo el mundo le está permitido experimentar alguna vez en su vida, el milagro que no exige intervención, ni intercesor, ni ejercicio supremo de la voluntad, el milagro que está al alcance tanto del idiota y el cobarde como del héroe y el santo, es el amor. Nacido en un instante, vive eternamente. Si la energía es imperecedera, ¡cuanto más lo es el amor! Como la energía, que aún es un completo enigma, el amor está siempre ahí, siempre a mano. El hombre no ha creado nunca ni una pizca de energía, como tampoco ha creado el amor. El amor y la energía siempre han existido, siempre existirán. Tal vez en esencia sean una y la misma cosa. ¿Por qué no? Tal vez esa misteriosa energía, que se identifica con la vida del universo, que es Dios en acción, como alguien ha dicho, tal vez esa fuerza secreta, que todo lo invade, no sea sino la manifestación del amor. Pero aún es más pavoroso pensar que, si no hay nada en nuestro universo que no esté animado por esa fuerza inasible, en ese caso, ¿qué decir del amor? ¿Qué sucede cuando el amor (al parecer) desaparece? Pues éste es tan indestructible como aquélla. Sabemos que hasta la partícula más inerte de materia es capaz de producir energía explosiva. Y si un cadáver tiene vida, como sabemos que tiene, también la tiene el espíritu que en un tiempo lo hizo animado. Si Lázaro fue resucitado de entre los muertos, si Jesús se alzó de su tumba, entonces universos enteros que ahora cesan de existir pueden revivir, y sin duda revivirán, cuando llegue el momento, en otras palabras, cuando el amor venza a la cordura.

En ese caso, si cosas así son posibles, ¿cómo vamos a hablar —o incluso concebir— la pérdida del amor? Aunque logremos por un tiempo cerrar la puerta, el amor se abrirá paso. Aunque nos volvamos tan fríos y duros como minerales, no podemos permanecer para siempre indiferentes e inertes. Nada muere en verdad. La muerte es siempre fingida. La muerte es el simple cierre de una puerta.

Pero el Universo no tiene puertas. Desde luego, ninguna que no pueda abrir la fuerza del amor. Eso lo sabe en el fondo el idiota, que expresa su sabiduría quijotescamente. ¿Y qué otra cosa puede ser el Caballero Andante, que busca el asalto para vencer, sino un mensajero del amor? Y aquel que se está exponiendo de continuo al insulto y el agravio, ¿de qué huye sino de la invasión del amor?

En la literatura de la desolación absoluta hay siempre un único símbolo (al que puede darse expresión tanto matemática como espiritual) en torno al cual gira todo: el amor negativo. Pues la vida puede, y suele, vivirse en términos negativos más que positivos. Los hombres pueden luchar eternamente, y sin esperanza, una vez que han decidido eliminar el amor. Esa «profunda e insondable aflicción del vacío al que se podría verter toda la creación y seguiría siendo vacío», esa aflicción de Dios, como se lo ha llamado, ¿qué es sino una descripción del estado del alma sin amor?

Yo había entrado en algo lindante con ese estado y equipado con todos los instrumentos de tormento. Los acontecimientos se acumulaban por sí solos, pero de modo alarmante. Había algo de demencia en el ímpetu con que me deslizaba hacia abajo y hacia atrás. Lo que había tardado siglos en construirse se quedaba demolido en un abrir y cerrar de ojos. Todo se derrumbaba al tocarlo.

Para una máquina del pensamiento pensante es indiferente que un problema se exprese en términos negativos o positivos. Cuando un ser humano cae por el tobogán, sucede lo mismo. O casi. La máquina no conoce el pesar, ni el remordimiento, ni la culpabilidad. Da señales de conmoción, sólo cuando no se la ha alimentado adecuadamente. Pero a un ser humano dotado con la terrible máquina mental no se le da cuartel. Nunca, por insoportable que sea la situación, puede darse por vencido. Mientras le quede una chispa de vida, se ofrecerá como víctima al demonio que quiera poseerlo. Y si no hay nada, nadie, para atormentarlo, denunciarlo, degradarlo o destruirlo, se atormentará, traicionará, degradará y destruirá a sí mismo.

Vivir en el vacío de la inteligencia es vivir «a este lado del Paraíso», pero de modo tan total, tan completo, que hasta el rigor de la muerte parece un Baile de San Vito. Por deprimente y trillada que sea la vida cotidiana, nunca se acerca a esa clase de aflicción del vacío interminable por el que flotamos y nos deslizamos a la deriva con conciencia plena. En la tranquila realidad existe el sol y también la luna, el capullo y también la hoja muerta, el sueño y también la vigilia, el ensueño y también la pesadilla. Pero en el vacío de la muerte sólo hay un caballo muerto que corre con patas inmóviles, un espectro que agarra una nada insondable.

Y así, como un caballo muerto cuyo amo nunca se cansa de azotarlo, seguí galopando hasta los rincones más extremos del Universo sin encontrar en ninguna parte paz, consuelo ni descanso. ¡Extraños fantasmas encontré en esas carreras precipitadas! Monstruosas eran las semejanzas que presentábamos y, sin embargo, nunca la menor concordancia. La fina membrana de la piel que nos separaba servía de armadura magnética a través de la cual no podía pasar la corriente más potente.

Si existe una suprema diferencia entre los vivos y los muertos, es la de que los muertos han dejado de maravillarse. Pero, como las vacas en el campo, los muertos tienen tiempo inacabable para rumiar. Hundidos hasta las rodillas en los tréboles, siguen rumiando hasta cuando se pone la luna. Para los muertos existen universos tras universos por explorar. Universos de nada más que materia. Materia carente de sustancia. Materia a través de la cual avanza laboriosamente la máquina mental como si fuera nieve blanda.

Recuerdo la noche en que morí para el asombro. Kronski había venido y me había dado unas inocentes píldoras blancas. Me las tragué y, cuando se hubo ido, abrí de par en par las ventanas, retiré las mantas de la cama y me tumbé desnudo. Fuera la nieve se arremolinaba con furia. El gélido viento silbaba por las cuatro esquinas de la habitación como en un ventilador.

Dormí plácido como un chinche. Poco antes del amanecer abrí los ojos, asombrado de descubrir que no estaba en el gran más allá. Y, sin embargo, en modo alguno podía decir que seguía entre los vivos. No sé qué era lo que había muerto. Sólo sé esto: que todo lo que contribuye a formar lo que llamamos «la vida de uno» se había esfumado. Lo único que me quedaba era la máquina…, la máquina mental. Como el soldado que al fin consigue lo que tanto había implorado, me enviaron a retaguardia. «Aux autres de faire la guerre!».

Por desgracia, no habían indicado un destino particular a mi cadáver. Retrocedí y retrocedí, muchas veces con la velocidad de una bala de cañón.

Pese a que todo me parecía familiar, nunca había un punto donde entrar. Cuando hablaba, mi voz sonaba como una cinta magnetofónica funcionando al revés. Todo mi ser estaba desenfocado.

ET HAEC OLIM MEMISISSE IUVABIT

En aquella época tuve la suficiente clarividencia como para inscribir este verso de la Eneida en el estuche de aseo colgado por encima del catre de Stasia.

Tal vez ya haya descrito el lugar. Es igual. Mil descripciones no podrían transmitir la realidad de aquella atmósfera en que vivíamos y nos movíamos. Pues allí, como el prisionero de Chillón, como el divino Marqués, como el loco de Strindberg, di vida a mi locura. Una luna muerta que había dejado de presentar su cara auténtica.

Solía estar oscuro, eso es lo que mejor recuerdo. Las frías tinieblas de la tumba. Al entrar en ella durante una nevada, tuve la impresión de que el mundo entero fuera de nuestra puerta seguiría tapizado con una capa blanca y blanda. Los sonidos que llegaban hasta mi vacío cerebro quedaban ensordecidos siempre por la eterna capa de nieve. Era una Siberia mental donde yo vivía, sin lugar a dudas. Mis compañeros eran lobos y chacales, cuyos lastimeros aullidos sólo quedaban interrumpidos por el tintineo de cascabeles o el traqueteo de una carreta de leche destinada a la tierra de los niños huérfanos.

Por lo general, podía estar seguro de que hacia las primeras horas de la mañana las dos aparecían cogidas del brazo, frescas como margaritas, con las mejillas brillando por la escarcha y la emoción de un día rico en acontecimientos. De vez en cuando aparecía un cobrador, llamaba con fuerza y largo rato, y después desaparecía en la nieve. O el loco de Osiecki, que siempre llamaba con suavidad en el cristal de la ventana. Y siempre seguía cayendo la nieve, a veces en enormes copos húmedos, como estrellas fundentes, o en ráfagas de remolinos repletas de punzantes agujas hipodérmicas.

Mientras esperaba, me apretaba el cinturón. Tenía la paciencia no de un santo ni de una tortuga siquiera, sino la fría y calculadora paciencia de un criminal.

¡Matar el tiempo! ¡Matar el pensamiento! ¡Matar las punzadas del hambre! Una matanza larga y continua… ¡Sublime!

Si, al atisbar por el descolorido visillo, reconocía la silueta de un amigo, podía abrir la puerta, más para respirar un poco de aire fresco que para dar entrada a un alma hermana.

El diálogo inicial era siempre el mismo. Me acostumbré tanto a él, que solía repetírmelo a solas para mis adentros, cuando se habían ido. Siempre una apertura Ruy López.

«¿Qué haces?».

«Nada».

«Te vas a volver tarumba».

«¿Yo? ¡Estás loco!».

«Pero ¿qué haces todo el día?».

«Nada».

Seguía el inevitable sablazo de unos cuantos cigarrillos y un poco de calderilla, después una carrera a buscar un pastel de queso o una bolsa de buñuelos. A veces proponía que jugáramos una partida de ajedrez.

Pronto se agotaban los cigarrillos, luego las velas, después la conversación.

A solas de nuevo, me invadían los recuerdos más deliciosos y extraordinarios: de personas, lugares, conversaciones. Voces, muecas, gestos, columnas, albardillas, cornisas, prados, arroyos, montañas… pasaban sobre mí en oleadas, siempre inconexas, como coágulos de sangre que cayeran de un cielo despejado. Ahí aparecían in extenso mis locos compañeros: la colección más desolada, extravagante y extraña que hombre alguno pudiera reunir. Todos desplazados, todos visitantes procedentes de dominios misteriosos. Outlanders, todos y cada uno. ¡Y, sin embargo, qué tiernos y adorables! Como ángeles en ostracismo temporal, con las alas discretamente ocultas bajo sus deshilachados dominós.

Con frecuencia en la oscuridad, al doblar una esquina, estando las calles por completo desiertas y el viento silbando como loco, tropezaba con uno de esos don nadies. Puede que me hubiera llamado para pedirme fuego o una moneda de diez centavos. ¿Cómo es que al instante nos cogíamos del brazo, al instante comenzábamos a hablar en esa jerga que sólo usan los vagabundos, los ángeles y los parias?

Muchas veces lo que ponía las ruedas en movimiento era una simple confesión sin rodeos por parte del desconocido. (Asesinato, robo, violación, deserción… salían a relucir como tarjetas de vista).

«Comprendes, tuve que…».

«¡Por supuesto!».

«El hacha estaba allí, la guerra seguía, el viejo siempre borracho, mi hermana mendigando… Además, siempre quise escribir… ¿Entiendes?».

«¡Cómo no!».

«Y después las estrellas… Las estrellas de otoño. Y nuevos horizontes extraños. Un mundo tan nuevo y, sin embargo, tan viejo. Caminar, esconderse, saquear. Buscar, registrar, disimular…, echar una nueva piel tras otra. Todos los días un nombre nuevo, una nueva ocupación. Siempre huyendo de mí mismo. ¿Me entiendes?».

«¡Ya lo creo!».

«Por encima del Ecuador, por debajo del Ecuador…, sin descanso ni tregua. Nunca nada en ningún sitio. Mundos tan brillantes, tan llenos, tan ricos, pero rodeados de cemento y alambres de púas. Siempre el sitio siguiente, y el siguiente. Siempre con la mano extendida, pidiendo, implorando, suplicando. Sordo, el mundo. Sordo como una tapia. Fusiles chascando, cañones disparando, y hombres, mujeres y niños por todos lados tumbados e inertes sobre su propia sangre. De vez en cuando una flor. Una violeta, tal vez, y un millón de cadáveres en descomposición para fertilizar. ¿Me comprendes?».

«¡Por supuesto!».

«Me volví loco, pero es que loco».

«¡Es natural!».

Así, que coge el hacha, tan afilada, tan brillante, y se pone a tronchar…, aquí una cabeza, allí un brazo o una pierna, después dedos de manos y pies. Chas, chas, chas. Como quien corta espinas. Y, por supuesto, lo están buscando. Y cuando lo encuentren, le exprimirán el jugo. Se hará justicia. Por cada millón de sacrificados como cerdos, un solo monstruo miserable es ejecutado humanamente.

¿Entiendes? Perfectamente.

¿Qué es un escritor sino un criminal, un juez, un verdugo? ¿Es que no estaba ya versado en el arte del engaño desde niño? ¿Acaso no estoy acribillado de traumas y complejos? ¿Es que no he sido manchado con toda la culpabilidad y el pecado del monje medieval?

¿Hay algo más natural, más comprensible, más humano y perdonable que esos comportamientos monstruosos del poeta aislado?

Tan inexplicablemente como entraban en mi esfera salían de ella aquellos nómadas.

Vagar por las calles con el estómago vacío te coloca en el qui vive. Sabes por instinto dónde girar, qué dirección seguir, qué buscar: nunca dejas de reconocer a un compañero de viaje.

Cuando todo está perdido, el alma da un paso al frente…

Los he llamado ángeles disfrazados. Eso eran, pero por lo general lo comprendía cuando ya se habían marchado. Raras veces aparece el ángel arrastrando nubes de gloria. Sin embargo, de vez en cuando el bobalicón babeante que te paras a mirar de repente ajusta en la puerta como una llave.

Y la puerta se abre.

La puerta llamada Muerte era la que se abría de par en par y yo veía que no había muerte, ni tampoco jueces ni verdugos salvo en nuestra imaginación. ¡Con qué desesperación me esforzaba entonces para reparar!

Y hacía reparación. Plena y completa. El rajá quedándose desnudo. Sólo quedaba un yo, pero un yo inflado e hinchado como un horrendo sapo. Y entonces la absoluta demencia de todo aquello me abrumaba. Nada puede darse ni quitarse; nada se ha sumado ni restado, nada se ha aumentado ni disminuido. Nos encontramos en la misma playa ante el mismo océano poderoso. Ahí está… in perpetuum. Tanto en un capullo roto, en el estruendo de una catarata, en la caída en picado de un ave sobre una carroña como en la atronadora artillería del profeta. Nos movemos con los ojos cerrados y los oídos tapados: derribamos muros en los que hay puertas que esperan ser abiertas al tacto; buscamos a tientas escaleras, olvidando que tenemos alas; rezamos como si Dios estuviera sordo y ciego, como si estuviese en un espacio. No es de extrañar que no reconozcamos a los ángeles que andan entre nosotros.

Un día será agradable recordar estas cosas.

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