Nexus

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Capítulo IV

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Capítulo IV

Y así, yendo y viniendo en la oscuridad o quedándome horas quieto como un perchero en un rincón de la habitación, me hundía cada vez más en el abismo. La histeria se convirtió en la norma. La nieve nunca se fundió.

Al tiempo que urdía los planes más diabólicos para volver loca de verdad a Stasia y librarme así de ella para siempre, también soñaba con el más necio plan de campaña para un segundo galanteo. En todos los escaparates de tiendas delante de los que pasaba veía regalos que quería comprarle. Las mujeres adoran los regalos, sobre todo si son costosos. También les gustan cositas de nada, según su estado de ánimo. Entre un par de pendientes antiguos, muy caros, y una gran vela negra, podía pasar todo el santo día pensando cuál le llevaría. Nunca reconocía que el objeto caro estaba fuera de mi alcance. No, si llegaba a convencerme de que los pendientes le gustarían más, también podía convencerme de que encontraría el modo de comprarlos. Digo que podía convencerme de ello porque en el fondo de mi corazón sabía que nunca llegaría a decidirme. Era un pasatiempo. Es cierto que podría haber pasado el tiempo mejor reflexionando sobre problemas más elevados: por ejemplo, si el alma era corruptible o incorruptible, pero para la máquina mental un problema es tan válido como otro. Con ese mismo estado de ánimo podía provocarme la necesidad urgente de caminar cinco o diez kilómetros para pedir un dólar prestado y sentirme tan triunfante, si lo que conseguía sacar era diez o incluso cinco centavos. Lo que pudiere hacer con un dólar carecía de importancia: lo que contaba era el esfuerzo que aún era capaz de hacer. Significaba, en mi deteriorada forma de ver las cosas, que aún andaba de pies a tierra.

Sí, era de auténtica importancia recordarme esa clase de cosas de vez en cuando y no seguir como el Akond de Swot. También estaba bien darles un sobresalto de vez en cuando, decirles, cuando volvían a casa a las tres de la mañana y con las manos vacías: «No os preocupéis, voy a ir a comprar un bocadillo». Desde luego, a veces sólo me comía un bocadillo imaginario. Pero me sentía bien haciéndolas creer que no carecía del todo de recursos. Una o dos veces las convencí incluso de que me había comido un filete. Lo hice para enfurecerlas, por supuesto. (¿Qué derecho tenía yo a comerme un filete, cuando ellas habían pasado horas sentadas en una cafetería esperando que alguien les ofreciera un bocado?).

A veces las recibía con estas palabras: «Conque, ¿habéis conseguido algo para comer?».

La pregunta siempre parecía desconcertarlas.

«Pensaba que os estabais muriendo de hambre», les decía.

Entonces me decían que no les interesaba pasar hambre. Y no dejaban de añadir que tampoco había razón para que yo pasara hambre. Lo hacía sólo para atormentarlas.

Si estaban de buen humor, se extendían sobre este tema. ¿Qué nueva diablura estaba yo planeando? ¿Había visto a Kronski hacía poco? Y entonces se iniciaba la cháchara que hacía de cortina de humo: sobre sus nuevos amigos, los tugurios que habían descubierto, las incursiones a Harlem, el estudio que Stasia iba a alquilar, y patatín y patatán. Oh, sí, y se les había olvidado hablarme de Barley, el amigo poeta de Stasia, con quien se habían tropezado la otra noche. Iba a pasarse por casa una tarde. Quería conocerme.

Una noche Stasia se puso a contar recuerdos. Recuerdos verídicos, por lo que me pareció. Sobre los árboles contra los que solía frotarse a la luz de la luna, sobre el millonario perverso que se enamoró de ella por sus peludas piernas, sobre la chica rusa que intentó hacer el amor con ella, pero a la que rechazó porque era demasiado vulgar. Además, entonces estaba viviendo una aventura con una mujer casada y, para que el marido no sospechara nada, le dejaba que se la follara…, no es que disfrutase, pero lo hacía porque la esposa, a la que amaba, consideraba que había que hacerlo.

«No sé por qué os cuento todas esas cosas», dijo. «A no ser que…».

De repente, recordó por qué. Era a causa de Barley. Barley era un tipo raro. Ella no podía entender cuál era la atracción entre ellos. Él siempre fingía que quería tirársela, pero nunca pasaba nada. En cualquier caso, era un poeta muy bueno, de eso estaba segura. De vez en cuando, dijo, ella componía un poema delante de él. Después hizo un comentario curioso:

«Podría seguir escribiendo mientras él me masturbaba».

Risitas.

«¿Qué te parece?».

«Parece una página de Krafft-Ebing», observé.

A eso siguió una larga discusión sobre los méritos relativos de Krafft-Ebing, Freud, Forel, Stekel, Weinninger et alia, que acabó con la observación de Stasia de que todos ellos estaban chapados a la antigua.

«¿Sabes lo que voy a hacer por ti?», exclamó. «Voy a dejar a tu amigo Kronski examinarme».

«¿Qué quieres decir con eso de examinarte?».

«Explorarme la anatomía».

«Creía que te referías a la cabeza».

«También eso sabe hacerlo», dijo, tan fresca.

«Y si no te encuentra nada anormal, es que eres una simple polimorfa perversa, ¿no es así?».

La expresión, tomada de Freud, las hizo troncharse. A Stasia le gustó tanto, que prometió escribir un poema con ese título.

Fiel a su palabra, llamó a Kronski para que viniera a examinarla. Éste llegó de buen humor, frotándose las manos y haciendo crujir los nudillos.

«¿De qué se trata esta vez, señor Miller? ¿Tienes vaselina a mano? Si no me equivoco, debe estar bastante estrecho. No es mala idea, de todos modos. Al menos sabremos si es una hermafrodita o no. Tal vez descubramos una cola rudimentaria…».

Stasia se había quitado ya la blusa y estaba enseñando sus hermosos pechos con pezones color coral.

«Nada anormal en ellos», dijo Kronski, al tiempo que los palpaba. «Ahora, ¡fuera el pantalón!».

A eso se negó. «¡Aquí, no!», gritó.

«Donde quieras», dijo Kronski. «¿Qué te parece en el retrete?».

«¿Por qué no realizas el examen en su habitación?», dijo Mona. «No es una exhibición pública».

«Oh, ¿no?», dijo Kronski, al tiempo que les echaba una mirada de reojo. «Pensaba que era eso lo que queríais».

Fue a la habitación contigua a recoger su maletín negro.

«Para que sea más oficial, he traído mis instrumentos».

«¿No irás a hacerle daño?», gritó Mona.

«No, si no se resiste», respondió él. «¿Has encontrado la vaselina? Si no tienes, aceite de oliva irá bien… mantequilla».

Stasia torció el gesto.

«¿Es necesario todo esto?», preguntó.

«De ti depende», dijo Kronski. «De lo sensible que seas. Si te quedas tumbada y quieta y te portas bien, no habrá dificultad. Si te da gusto, puedo introducirte otra cosa».

«Oh no, ¡no se te ocurra!», gritó Mona.

«¿Qué pasa? ¿Estás celosa?».

«Te hemos mandado llamar en calidad de médico. Esto no es un burdel».

«Mejor os iría, si fuera una casa de putas», dijo Kronski despectivo. «Al menos a ella… Vamos, ¡acabemos de una vez!».

Acto seguido, cogió a Stasia de la mano y la llevó al cuartito contiguo al retrete. Mona quería acompañarlos, para asegurarse de que no le hacía daño a Stasia. Pero Kronski ni quiso oír hablar de eso.

«Ésta es una visita profesional», dijo. Se frotó las manos alegre. «En cuanto a usted, señor Miller», y me lanzó una mirada de inteligencia, «yo que usted, me iría a dar un paseíto».

«No, ¡quédate!», me pidió Mona. «No me fío de él».

Conque Mona y yo nos quedamos recorriendo la habitación de un extremo a otro y sin dirigirnos una palabra.

Pasaron cinco minutos, después diez. De repente, de la habitación contigua llegó un grito desgarrador:

«¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que me viola!».

Irrumpimos en el cuarto. Ya lo creo, ahí estaba Kronski con los pantalones bajados y la cara colorada como un tomate. Intentando montarla. Como una tigresa, Mona se abalanzó sobre él y lo sacó de la cama. Entonces Stasia se levantó de un salto y se montó sobre él a horcajadas. Lo arañó y golpeó con todas sus fuerzas. El pobre diablo quedó tan estupefacto ante la embestida, que no pudo defenderse. Si no hubiera intervenido yo, le habrían arrancado los ojos.

«¡Cabrón!», gritó Stasia.

«¡Sádico!», gritó Mona.

Armaron tan estruendo, que creí que la casera bajaría con un hacha.

Tras ponerse de pie tambaleándose, con el pantalón aún por las caderas, Konski consiguió farfullar: «¿A qué viene tanto alboroto? Es normal, como pensaba yo. En realidad, es demasiado normal. Eso es lo que me ha excitado. ¿Qué hay de malo en eso?».

«Exacto. ¿Qué hay de malo en eso?», tercié yo mirando a una y luego a la otra.

«¡Échalo de aquí!», gritaron.

«¡Calma! ¡No os pongáis así!», dijo Kronski, poniendo tono de voz suave. «Me habéis pedido que la examine, y sabíais tan bien como yo que no tiene ninguna anormalidad física. Donde necesita un examen es en la chola, no en las partes íntimas. Puedo hacerlo también yo, pero hace falta tiempo. ¿Y qué queréis que demuestre? ¡Respondedme a eso, si podéis! ¿Sabéis lo que os digo? Podría mandaros encerrar a los tres». Nos chascó los dedos en la cara. «¡Así!», dijo, chascando los dedos de nuevo. «¿Por qué? Por depravación moral, así se llama. No ibais a poder defenderos ninguno de los tres».

Hizo una pausa por un momento para ver qué impresión causaba eso.

«Sin embargo, no soy tan mezquino como para hacer una cosa así. Soy un amigo demasiado bueno, ¿verdad, señor Miller? Pero no intentes echarme por hacerte un favor».

Stasia estaba de pie y del todo desnuda, con las bragas en torno a un brazo. Por fin, se sintió cohibida y empezó a ponerse el pantalón. Al hacerlo, se escurrió y se cayó. Mona corrió al instante en su ayuda, pero se vio rechazada vigorosamente.

«¡Déjame en paz!», gritó Stasia. «Puedo hacerlo sola. No soy una niña».

Al decir eso, se levantó. Se quedó erguida un momento y, después, inclinándose hacia delante, se miró en el centro mismo de su anatomía. Acto seguido, se echó a reír a carcajadas, carcajadas de demente.

«Conque soy normal», dijo, riéndose más fuerte. «¡Qué chiste! Normal porque hay aquí un agujero lo bastante grande como para meterle algo dentro. A ver, ¡dadme una vela! Os voy a enseñar lo normal que soy».

Acto seguido, se puso a hacer los gestos más obscenos, retorciendo la pelvis, culebreando como si estuviera a punto de tener un orgasmo.

«¡Una vela!», gritó. «¡Dadme una negra, grande y gruesa! ¡Os voy a enseñar lo normal que soy!».

«Por favor, Stasia, deja eso, ¡te lo ruego!», gritó Mona.

«¡Sí, basta ya!», dijo Kronski, severo. «No tienes que hacernos una exhibición».

La palabra exhibición pareció exasperarla aún más.

«Ésta es mi exhibición», gritó. «Y esta vez es gratis. Normalmente me pagan por hacer la imbécil, ¿verdad?». Se dirigió a Mona. «¿No es así?», dijo siseando. «¿O no le has contado cómo juntamos el dinero para el alquiler?».

«¡Por favor, Stasia, por favor!», le rogó Mona. Tenía lágrimas en los ojos.

Pero ahora nada podía detener a Stasia. Cogió una vela de la cómoda y se la metió en la entrepierna, al tiempo que giraba, frenética, la pelvis.

«¿Es que no vale esto cincuenta dólares?», gritó. «Ése…, ¿cómo se llama?…, pagaría aún más, pero entonces tendría que dejarle mamarme y no me gusta que me mamen. Al menos, un perverso no».

«¡Déjalo ya! ¡Déjalo ya o me marcho!», exclamó Mona.

Se calmó. La vela cayó al suelo. Entonces apareció en su semblante una expresión nueva. Mientras se ponía la blusa, dijo muy tranquila, dirigiéndose a mí:

«Ya ves. Val, si alguien tiene que quedar herido o humillado, soy yo, no tu querida esposa. No tengo sentido moral. Sólo tengo amor. Si se necesita dinero, siempre estoy dispuesta a actuar. Como estoy loca, no importa». Hizo una pausa y después se volvió hacia el aparador situado en el otro extremo de la habitación. Abrió un cajón y sacó un sobre. «¿Ves esto?», dijo, agitando el sobre en el aire. «Aquí hay un cheque que me han enviado mis tutores. Lo bastante para pagar el alquiler de este mes. Pero» —y se puso con calma a romper el sobre en trozos— «no queremos esta clase de dinero, ¿verdad? Sabemos arreglárnoslas… haciendo exhibiciones…, fingiendo que somos lesbianas…, fingiendo que somos falsas lesbianas. Fingiendo y fingiendo…, estoy harta. ¿Por qué no fingimos que somos simples seres humanos?».

Entonces fue Kronski quien habló.

«Por supuesto, que eres un ser humano, y muy poco corriente. En algún momento de tu vida te echaste a perder: cómo, es algo que no sé. Es más: no quiero saberlo. Si creyera que me escucharías, te instaría a largarte de aquí, a dejar en paz a estos dos». Lanzó una mirada despectiva a Mona y a mí. «Sí, déjales que resuelvan sus problemas solos. No te necesitan, y, desde luego, tú no los necesitas a ellos. Nueva York no es sitio para ti. La verdad es que no encajas en ninguna parte… Pero lo que quiero decir es esto…, he venido aquí como amigo. Necesitas a un amigo. En cuanto a estos dos, no conocen el significado de esa palabra. De los tres probablemente tú seas la más sana. Y también tienes genio…».

Pensé que iba a seguir indefinidamente. Sin embargo, de pronto recordó en voz alta que tenía que hacer una visita urgente y se marchó sin despedirse.

Más tarde, esa misma noche —habían decidido no salir—, ocurrió algo curioso. Era justo después de cenar, en medio de una conversación agradable. Se habían acabado los cigarrillos y Mona me había pedido que mirara en su bolso. Solía haber uno extraviado en el fondo del bolso. Me levanté, fui hasta el aparador sobre el que estaba el bolso y, al abrirlo, vi un sobre escrito por Stasia y dirigido a Mona. En un segundo Mona estaba a mi lado. Si no hubiera dado ella semejantes muestras de pánico, yo podría no haber hecho caso del sobre. Incapaz de contenerse, cogió el sobre. Se lo arrebaté de la mano. Ella volvió a agarrarlo y se produjo un forcejeo en el que el sobre se rompió y cayó al suelo. Stasia lo atrapó y se lo devolvió a Mona.

«¿Por qué tanto alboroto?», dije, repitiendo sin darme cuenta las palabras de Kronski.

Las dos contestaron a la vez: «Ocúpate de tus asuntos».

No dije nada más. Pero habían despertado mi curiosidad. Tenía el presentimiento de que la carta volvería a aparecer. Era mejor fingir la más absoluta falta de interés.

Más tarde, esa misma noche, al ir al retrete, descubrí trocitos del sobre flotando en la taza. Me reí entre dientes. ¡Qué modo más ingenuo de decirme que habían destruido la carta! Yo no me dejaba engañar tan fácil. Saqué los trozos de sobre la taza y los examiné en detalle. Ahora estaba seguro de que habían guardado la carta, de que la habían escondido en algún sitio, en algún lugar en que nunca se me ocurriría mirar.

Unos días después me enteré de una noticia curiosa. Se desprendió de una acalorada discusión entre ellas dos. Estaban en el cuartito de Stasia, donde solían retirarse a hablar de sus asuntos secretos. Por no saber que yo me encontraba en casa, o tal vez por estar demasiado excitadas como para bajar la voz, dijeron cosas que nunca deberían haber llegado hasta mis oídos.

Por lo que pude entender, Mona estaba armándole escándalo a Stasia porque ésta había estado tirando el dinero con un idiota. ¿Qué dinero?, me pregunté. ¿Habría heredado una fortuna? Al parecer, lo que ponía furiosa a Mona era que Stasia hubiera dado a un pobre imbécil —no pude entender el nombre— mil dólares. La instaba a hacer un esfuerzo para recuperar por lo menos parte del dinero. Y Stasia no dejaba de repetir que ni se le ocurriría, que no le importaba lo que el imbécil hiciera con su dinero.

Entonces oí a Mona decir: «Si no te andas con ojo, una noche te asaltarán».

Y Stasia dijo inocente: «No tendrán suerte. No me queda nada de dinero».

«¿Que no te queda nada de dinero?».

«¡Claro que no! Ni un centavo».

«¡Estás loca!».

«Ya lo sé. Pero ¿para qué sirve el dinero sino para tirarlo?».

Ya había oído bastante. Decidí dar un paseo. Cuando volví, Mona no estaba.

«¿Adónde ha ido?», pregunté, no alarmado, sino curioso.

La respuesta fue un gruñido.

«¿Estaba enfadada?».

Otro gruñido, seguido por: «Supongo. No te preocupes, volverá».

Su actitud indicaba que en secreto le agradaba. Normalmente habría estado preocupada, o se habría ido en busca de Mona.

«¿Quieres que te haga un café?», preguntó. Era la primera vez que me lo proponía.

«¿Por qué no?», dije, lo más afable que pude.

Me senté a la mesa, enfrente de ella. Había decidido tomarse su café de pie.

«Una mujer extraña, ¿no?», dijo Stasia, saltándose los preliminares. «¿Qué sabes de ella en realidad? ¿Has conocido a sus hermanos o a su madre o a su hermana? Dice que su hermana es mucho más guapa que ella. ¿Lo crees? Pero la odia. ¿Por qué? Te cuenta un montón de cosas y después te deja con un palmo de narices. Todo tiene que convertirlo en misterio, ¿has notado?».

Hizo una pausa por un momento para sorber el café.

«Tenemos mucho de que hablar, si alguna vez se presenta la oportunidad. Tal vez entre los dos pudiéramos atar cabos».

Yo estaba a punto de observar que era inútil intentarlo siquiera, cuando reanudó su monólogo.

«Supongo que la habrás visto en el escenario».

Asentí con la cabeza.

«¿Sabes por qué te lo pregunto? Porque no me parece actriz. Ni tampoco escritora. Nada encaja con nada. Todo es parte de una gran invención, incluida ella misma. Lo único que es real en ella es su simulación. Y… su amor por ti».

Esto último me sobresaltó.

«¿De verdad crees eso?».

«¿Creerlo?», repitió. «Si no te tuviera a ti, no tendría razón para existir. Eres su vida…».

«¿Y ? ¿Cuál es tu papel?».

Me dedicó una sonrisa extraña.

«¿Yo? Soy otra simple pieza de la irrealidad que crea a su alrededor. O un espejo tal vez en que vislumbra su yo auténtico de vez en cuando. Deformado, por supuesto». Después, pasando a un terreno más familiar, dijo: «¿Por qué no la haces cesar esa búsqueda de dinero? No es necesaria. Además, es repugnante cómo lo hace. No sé qué es lo que la mueve a hacerlo. No es dinero lo que busca. El dinero es sólo un pretexto para otra cosa. Es como si se burlara de alguien para despertar interés en ella. Y en cuanto alguien demuestra auténtico interés por ella, lo humilla. Hasta al pobre Ricardo lo torturó; lo hizo retorcerse como una anguila… Tenemos que hacer algo, tú y yo. Esto tiene que acabar».

«Si tú cogieras un trabajo», prosiguió tras una breve pausa, «ella no tendría que ir todas las noches a ese lugar horrible ni escuchar a esos tipos asquerosos que la adulan. ¿Qué es lo que te lo impide? ¿Temes que sería desgraciada si llevara una vida monótona? ¿O tal vez crees que soy yo la que la lleva por el mal camino? ¿Es así? ¿Crees que me gusta esa clase de vida? Pienses lo que pienses de mí, seguro que comprenderás que no tengo nada que ver con eso».

Se interrumpió de repente.

«¿Por qué no hablas? ¡Di algo!».

Justo cuando iba yo a abrir el pico va y entra Mona… llevando un ramo de violetas. Una ofrenda de paz.

Pronto la atmósfera se volvió tan plácida, tan armoniosa, que casi no las reconocía. Mona sacó sus zurcidos y Stasia su caja de pinturas. Me pareció como si todo ello estuviera sucediendo en un escenario.

En menos que canta un gallo Stasia me había hecho un retrato con bastante parecido… en la pared que yo tenía delante. Aparecía como un mandarín chino, vestido con una chaqueta china azul, que recalcaba la expresión austera, de sabio, que había puesto.

A Mona le pareció encantador. También me alabó, maternal, por permanecer sentado y tan quieto y por mostrarme tan amable con Stasia. Ella siempre había pensado que un día llegaríamos a conocemos y a ser amigos. Y cosas así.

Estaba tan contenta, que con la emoción dejó caer sin darse cuenta el contenido del bolso sobre la mesa buscando un cigarrillo y cayó la carta. Para su asombro, la recogí y se la entregué sin el menor intento de leer una línea o dos.

«¿Por qué no le dejas leerla?», dijo Stasia.

«Ya se la dejaré», dijo, «pero ahora no. No quiero estropear este momento».

Stasia dijo: «No hay nada en ella de qué avergonzarse».

«Ya lo sé», dijo Mona.

«Olvídalo», dije. «Ya no siento curiosidad».

«¡Sois maravillosos, los dos! ¿Cómo podría alguien no amaros? Os amo a los dos, con locura».

Ante ese arrebato, Stasia, ahora con talante ligeramente demoníaco, respondió: «Dinos: ¿a quién amas más?».

La respuesta llegó sin la menor vacilación: «No podría amar a uno más que al otro. Os amo a los dos. Mi amor por uno no tiene nada que ver con mi amor por el otro.

Cuanto más te amo a ti, Val, más amo a Stasia».

«Así se responde», dijo Stasia, al tiempo que cogía el pincel para seguir con mi retrato.

Por unos momentos hubo un silencio y después habló Mona:

«¿De qué habéis estado hablando, mientras yo estaba fuera?».

«De ti, por supuesto», dijo Stasia. «¿Verdad, Val?».

«Sí, estábamos comentando lo maravillosa que eres. Sólo que no podíamos entender por qué intentas ocultarnos cosas».

Mona saltó al instante.

«¿Qué cosas? ¿Qué quieres decir?».

«Dejémoslo de momento», dijo Stasia, sin dejar el pincel. «Pero pronto deberíamos sentarnos los tres y aclarar las cosas, ¿no crees?».

Dicho eso, se dio la vuelta y miró a Mona en los ojos.

«Por mí no hay inconveniente», fue la fría respuesta de Mona.

«¿Ves? Ya se ha enfadado», dijo Stasia.

«No entiende», dije yo.

De nuevo un estallido de cólera.

«¿Qué es lo que no entiendo? ¿A qué viene esto? ¿Adonde queréis llegar, los dos?».

«La verdad es que no hemos tenido demasiado que decir, mientras estabas fuera», añadí. «Estábamos hablando de la verdad y de la sinceridad más que nada… Como sabes, Stasia es una persona muy sincera».

Mona esbozó una débil sonrisa. Iba a decir algo, pero la interrumpí.

«No debes preocuparte. No vamos a someterte a un interrogatorio».

«Sólo queremos ver lo sincera que puedes ser», dijo Stasia.

«¡Ni que os estuviera engañando!».

«Exacto», dijo Stasia.

«Conque, ¿es eso? Os dejo solos unos minutos y me ponéis de vuelta y media. ¿Qué he hecho yo para que me tratéis así?».

En ese punto perdí el hilo de la conversación. Sólo podía pensar en la última observación: ¿Qué he hecho yo para que me tratéis así? Era la expresión favorita de mi madre, cuando estaba afligida. Solía acompañarla de un movimiento hacia atrás de la cabeza, como si se dirigiese al Todopoderoso. La primera vez que la oí —era un niño— me llenó de terror y repugnancia. Más que las palabras, lo que me molestaba era el tono de voz. ¡Tan cargada de razón! ¡Tanta autocompasión! Como si Dios la hubiera elegido, a ella, modelo de virtud, para un castigo injusto.

Al oírla ahora, en labios de Mona, tuve la sensación de que la tierra se había abierto bajo mis pies. «Entonces, eres culpable», dije para mis adentros. Culpable de algo que no me esforcé por definir. Culpable, y se acabó.

De vez en cuando Barley se presentaba en casa por la tarde, se encerraba con Stasia en su cuartito, ponía unos huevos (poemas) y después se marchaba precipitadamente. Cada vez que venía, se oían sonidos extraños, procedentes del cuarto. Gritos animales, en que se combinaban el miedo y el éxtasis. Como si nos hubiera visitado un gato extraviado.

Una vez vino a vernos Ulric, pero la atmósfera le pareció tan deprimente, que supe que nunca repetiría la visita. Me habló como si yo estuviese atravesando una nueva «fase». Su actitud era la siguiente: cuando salgas del túnel, ¡ven a verme! Era demasiado discreto como para hacer comentario alguno sobre Stasia. Lo único que dejó caer fue: «Una tía rara».

Para seguir con el galanteo, un día decidí comprar entradas para el teatro. Quedamos en que nos encontraríamos en la puerta del teatro. Llegó la noche. Esperé, paciente, hasta media hora después de que se alzara el telón, pero ni rastro de Mona. Como un colegial, había comprado un ramo de violetas para regalárselas. Al vislumbrar un reflejo de mi figura en un escaparate, con las violetas en la mano, de repente me sentí tan absurdo, que tiré las violetas y me marché. Al acercarme a la esquina, me volví justo a tiempo para ver a una niña en el acto de recoger las violetas. Se las llevó a la nariz, las olió y las tiró.

Al llegar a la casa, noté que todas las luces estaban encendidas. Me quedé fuera unos minutos, atónito ante las canciones que se oían dentro. Por un instante me pregunté si habría visitantes. Pero no, estaban ellas dos solas. Desde luego, estaban de muy buen humor.

La canción que estaban cantando a pleno pulmón era: «Let Me Call You Sweetheart».

«Vamos a cantarla otra vez», dije, al entrar.

Y lo hicimos, los tres.

«Let me call you sweetheart, I’m love with you…».

La cantamos otra vez, y otra vez. La tercera vez levanté la mano.

«¿Dónde estabas?», grité.

«¿Qué dónde estaba?», dijo Mona. «Pues aquí».

«¿Y nuestra cita?».

«No pensaba que lo dijeras en serio».

«¿Que no?».

Y, dicho eso, le di un buen bofetón en la jeta.

«Mira, chica, la próxima vez te llevo arrastrando de la cola».

Me senté en la mesa de las confesiones y me quedé mirándolas un buen rato. Mi cólera se disipó.

«No quería hacerte tanto daño», dije, al tiempo que me quitaba el sombrero. «Esta noche, cosa rara, estáis muy alegres. ¿Qué ha ocurrido?».

Me cogieron del brazo y me llevaron hasta la parte trasera de la casa, donde solían estar las tinas de la colada.

«Ahí tienes», dijo Mona, señalando una pila de comestibles. «Tenía que estar aquí para cuando llegaran. No había forma de avisarte a tiempo. Por eso no he ido a la cita».

Se hundió en la pila y sacó una botella de Benedictine. Stasia había seleccionado ya un poco de caviar negro y galletas.

No me molesté en preguntar cómo habían conseguido ese botín. Ya se sabría más adelante.

«¿No hay vino?», pregunté.

¿Vino?

Ya lo creo que había. ¿Cuál me apetecía: Burdeos, vino del Rin, Mosela, Chianti, Borgoña…?

Abrimos una botella de vino del Rin, un tarro de salmón ahumado y una lata de galletas inglesas… las más finas. Volvimos a ocupar nuestros sitios en torno a la mesa de las confesiones.

«Stasia está embarazada», dijo Mona. Como si hubiera dicho: «Stasia se ha comprado un vestido nuevo».

«¿Es eso lo que estabais celebrando?».

«Por supuesto que no».

Me dirigí a Stasia.

«Cuenta», dije. «Soy todo oídos».

Se puso colorada y miró sin saber qué hacer a Mona.

«Que te lo cuente ella», dijo.

Me volví hacia Mona.

«A ver, ¿qué?».

«Es una larga historia, Val, pero voy a abreviar. La atacó una banda de gángsteres en el Village. La violaron».

«¿Cuántos eran?».

«Cuatro», dijo Mona. «¿Recuerdas la noche que no vinimos a casa? Ésa fue».

«Entonces, ¿no sabes quién es el padre?».

«¿El padre?», repitieron. «No nos importa quién sea el padre».

«Me encantaría cuidar del rorro», dije yo. «Lo único que necesito aprender es a producir leche».

«Hemos hablado con Kronski», dijo Mona. «Ha prometido encargarse del asunto. Pero primero tiene que examinarla».

«¿Otra vez?».

«Tiene que asegurarse».

«¿Os habéis asegurado vosotras?».

«Stasia sí. No le ha venido la regla».

«Eso no quiere decir nada», dije yo. «Se necesita una prueba mejor».

Esta vez habló Stasia.

«Los pechos se me están hinchando». Se desabrochó la blusa y sacó uno. «¡Mira!». Lo apretó con suavidad. Salieron una o dos gotas de lo que parecía pus amarillo. «Eso es leche», dijo.

«¿Cómo lo sabes?».

«Lo he probado».

Pedí a Mona que se apretara los pechos a ver qué pasaba, pero se negó. Dijo que era violento.

«¿Violento? Te sientas con las piernas cruzadas y nos enseñas todo lo que tienes, pero no puedes sacarte los pechos. Eso no es violento, es perverso».

Stasia se echó a reír.

«Es verdad», dijo. «¿Qué hay de malo en enseñarnos los pechos?».

«Tú eres la que está embarazada, no yo», dijo Mona.

«¿Cuándo va a venir Kronski?».

«Mañana».

Me serví otro vaso de vino y lo levanté. «¡Por el que ha de nacer!», dije. Después, bajando la voz, pregunté si habían dado parte a la policía.

No hicieron caso. Como para darme a entender que no había nada más que hablar de esa cuestión, anunciaron que estaban pensando en ir al teatro pronto. Les gustaría que las acompañara, si quería.

«¿A ver qué?», pregunté.

«La cautiva», dijo Stasia. «Es una obra francesa. Todo el mundo habla de ella».

Durante la conversación Stasia había estado intentando cortarse las uñas de los pies. Era tan torpe, que le pedí que me dejara hacerlo. Cuando hube acabado, le propuse que me dejara peinarla. Estaba encantada.

Mientras la peinaba, ella iba leyendo de El barco ebrio. Como yo había estado escuchando con placer evidente, se puso en pie de un salto y fue a su habitación a buscar una biografía de Rimbaud. Era Una temporada en el infierno de Carré. Si los acontecimientos no hubieran intervenido para impedirlo, en ese preciso instante me habría convertido en un fanático de Rimbaud.

Debo decir que no era frecuente que pasáramos así una noche juntos, o que acabara con una nota tan buena.

Con la llegada de Kronski el día siguiente y los resultados negativos del examen, las cosas empezaron a torcerse de verdad. A veces yo tenía que ahuecar el ala, mientras recibían a un amigo muy especial, por lo general un benefactor que traía suministro de vituallas o que dejaba un cheque sobre la mesa. Al hablar delante de mí, lo hacían con medias palabras, o se intercambiaban notas que escribían delante de mis narices. O se encerraban en la habitación de Stasia y pasaban cuchicheando un rato interminable. Hasta los poemas que escribía Stasia se iban volviendo cada vez más ininteligibles. Al menos, los que se dignaba enseñarme. Por influencia de Rimbaud, decía. O de la taza del retrete, que no cesaba de hacer un gorgoteo.

Las visitas ocasionales de Osiecki, que había descubierto una taberna clandestina encima de una empresa de pompas fúnebres, a pocas manzanas de allí, eran un alivio. Me tomaba unas cervezas con él… hasta que se le ponían los ojos brillantes y empezaba a rascarse. A veces se me metía en la cabeza ir a Hoboken y, mientras erraba por allí desesperado, intentaba convencerme de que era un pueblo interesante. Weehawken era otro lugar abandonado de la mano de Dios al que iba a veces, por lo general para ver un espectáculo erótico. Cualquier cosa con tal de escapar a la atmósfera lunática de aquel sótano, las continuas canciones de amor —¡les había dado por cantar en ruso, alemán e incluso yiddish!—, las charlas misteriosas en la habitación de Stasia, las mentiras descaradas, las pesadas conversaciones sobre drogas, los combates de lucha libre…

Sí, de vez en cuando organizaban un combate de lucha libre para mí. ¿Eran verdaderos combates de lucha? Era difícil de decir. A veces, simplemente para variar la monotonía, cogía el pincel y las pinturas y hacía una caricatura de Stasia.

Siempre en las paredes. Ella hacía lo mismo conmigo. Un día pinté una calavera y huesos cruzados en su puerta. El día siguiente descubrí un cuchillo de trinchar sobre la calavera y los huesos.

Un día sacó un revólver con culata de nácar.

«Por si acaso», dijo.

Ahora me acusaban de entrar a hurtadillas en la habitación de Stasia y registrar.

Una noche, que paseaba mi soledad por la sección polaca de Manhattan, entré en unos billares, donde, para mi gran sorpresa, me encontré a Curley y a un amigo de su banda. Era un joven extraño, ese amigo, y acababa de salir de la cárcel. Muy excitable y lleno de imaginación. Se empeñaron en volver a la casa conmigo para darnos una panzada a charlar.

En el Metro conté a Curley cómo era Stasia. Reaccionó como si la situación le fuera del todo familiar.

«Hay que hacer algo», observó lacónico.

Su amigo parecía ser de la misma opinión.

Cuando di la luz, se sobresaltaron.

«¡Debe de estar loca!», dijo Curley.

Su amigo fingió asustarse con las pinturas. No podía quitarles los ojos de encima.

«Ya las había visto», dijo, refiriéndose al manicomio.

«¿Dónde duerme ella?», dijo Curley.

Les enseñé su habitación. Estaba en un estado de completo desorden: libros, toallas, bragas, pedazos de pan diseminado por la cama y el suelo.

«¡Chalada! ¡Chalada de remate!», dijo el amigo de Curley.

Entretanto, Curley se había puesto a fisgonear. Estuvo abriendo un cajón tras otro, sacando el contenido y volviendo a meterlo.

«¿Qué estás buscando?», pregunté.

Me miró y sonrió.

«Nunca se sabe», dijo.

Luego fijó la vista en el gran baúl del rincón, bajo el lavabo.

«¿Qué hay ahí?».

Me encogí de hombros.

«Vamos a averiguarlo», dijo. Abrí las aldabas, pero la tapa estaba cerrada. Volviéndose a su amigo, dijo: «¿Dónde está tu palanca? ¡Manos a la obra! Tengo el presentimiento de que vamos a encontrar algo interesante».

En un instante su amigo había abierto el cerrojo forzándolo con la palanca. De un tirón levantaron la tapa del baúl. El primer objeto que apareció ante nuestros ojos fue un cofrecito de hierro, una caja de joyas, sin duda. No se abría. El amigo volvió a sacar su palanca. Abrir el cofrecito fue cosa de un instante.

Entre una pila de cartas de amor —de amigos desconocidos—, descubrimos la nota que, en apariencia, habían tirado al retrete. Por supuesto, la letra era de Mona. Empezaba así: «Desesperada, mi amor…».

«Guárdatela», dijo Curley. «Puedes necesitarla más adelante». Se puso a meter de nuevo las otras cartas en el cofrecito. Después se volvió hacia su amigo y le aconsejó que dejara el cerrojo como estaba antes. «Procura que el cerrojo del baúl funcione también», añadió. «No deben sospechar nada».

Después, como un par de tramoyistas, se pusieron a dejar la habitación en su estado original de desorden, cuidando hasta la distribución de los mendrugos de pan. Discutieron unos minutos sobre si un libro había estado tirado en el suelo abierto o sin abrir.

Al salir de la habitación, el joven insistió en que la puerta había estado entornada, no cerrada.

«¡Qué leche!», dijo Curley. «No van a recordar eso».

Intrigado por esa observación, dije: «¿Qué te hace estar seguro de eso?».

«Es un simple presentimiento», respondió. «A no ser que tuvieras una razón para dejar la puerto entornada, ¿ibas tú a recordar eso? ¿Qué razón podría tener? Ninguna. Es sencillo».

«Es demasiado sencillo», dije. «A veces se recuerdan cosas triviales sin motivo».

Respondió que quien vivía en un estado de suciedad y desorden no podía tener buena memoria. «Mira, un ladrón», dijo, «sabe lo que está haciendo, hasta cuando comete un error. Recuerda los detalles. Tiene que hacerlo o si no se le puede caer el pelo. ¡Pregunta a este chaval!».

«Tiene razón», dijo su amigo. «El error que yo cometí fue ser demasiado cuidadoso». Quería contarme su historia, pero les insté a que se fueran. «Guárdala para la próxima vez», dije.

Al salir a la calle, Curley se volvió para comunicarme que podía contar con su ayuda en cualquier momento.

«Se va a enterar ésa», dijo.

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