Nexus

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Capítulo VI

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Capítulo VI

Durante días las consecuencias de la visita de Ricardo se cernieron sobre mí. Para aumentar mi angustia, se acercaba la Navidad. Era la época del año que no sólo detestaba, sino que, además, temía. Desde que había llegado a la edad adulta, nunca había conocido una Navidad buena. Por mucho que me opusiera, el Día de Navidad siempre me encontraba en el seno de la familia: el caballero melancólico envuelto en su negra armadura, obligado como cualquier otro idiota de la cristiandad a llenarse el buche y escuchar la cháchara del todo vacía de su parentela.

Aunque aún no había dicho nada sobre el acontecimiento que se acercaba —¡si al menos hubiera sido la celebración del nacimiento de un espíritu libre!—, no dejaba de preguntarme en qué circunstancias, en qué estado mental y afectivo nos encontraríamos los dos ese festivo día del juicio.

La visita más inesperada, la de Stanley, que había dado con nuestro paradero por casualidad, no hizo sino aumentar mi zozobra, mi desasosiego interior. Desde luego, no se había quedado mucho. Lo suficiente, sin embargo, para dejarme unas cuantas púas lacerantes clavadas en el costado.

Era casi como si hubiese venido a corroborar esa imagen de fracaso que yo siempre presentaba ante él. Ni siquiera se molestó en preguntar qué hacía, cómo nos iba, a Mona y a mí, o si escribía o no. Un vistazo al lugar fue suficiente para revelarle toda la historia. Lo resumió así: «¡Qué derrote!».

No intenté avivar la conversación. Me limité a rezar para que se fuera lo más rápido posible, antes de que las dos llegaran con uno de sus talantes pseudoextáticos.

Como digo, no intentó prolongar la visita. Justo cuando estaba a punto de marcharse, de repente una gran hoja de papel que yo había clavado en la pared junto a la puerta atrajo su atención. La luz era tan mortecina, que era imposible leer lo que había escrito.

«¿Qué es eso?», dijo, acercándose más a la pared y olfateando el papel como un perro.

«¿Eso? Nada», dije. «Ideas fortuitas».

Encendió una cerilla para cerciorarse. Encendió otra y otra. Por último, se retiró.

«Conque ahora escribes teatro. Hummm».

Creí que iba a escupir.

«Ni siquiera he empezado», dije, avergonzado. «Simplemente estoy acariciando la idea. Es probable que no lo escriba nunca».

«Eso es lo que yo pienso», dijo, poniendo la expresión de sepulturero que siempre tenía preparada. «Nunca escribirás teatro ni ninguna otra cosa de la que valga la pena hablar. Escribirás y escribirás y nunca llegarás a nada».

Debería haberme enfurecido, pero no. Estaba aplastado. Esperaba que arrojara un poco de leña al fuego: una o dos observaciones sobre la nueva «novela» que él estaba escribiendo. Pero no, nada de eso. En cambio, dijo: «He dejado de escribir. Ya ni siquiera leo. ¿Para qué?». Levantó una pierna y se dirigió hacia la puerta. Con la mano en el picaporte, dijo solemne y pomposo: «Yo que tú, nunca abandonaría, aunque tuviera todo en contra. No quiero decir que seas escritor, pero…». Vaciló un segundo, para encontrar la expresión adecuada. «Pero la fortuna está de tu parte».

Hizo una pausa, justo el tiempo de llenar el frasco con vitriolo. Después añadió: «Y nunca has hecho nada para solicitarla. Bueno, hasta luego», dijo, cerrando la puerta de un portazo.

«Hasta luego», dije.

Y eso fue todo.

Si me hubiera derribado de un puñetazo, no habría podido sentirme más aplanado. Estaba listo para enterrarme allí mismo. La poca resistencia que me quedaba se esfumó. Yo era una mancha de grasa, nada más. Una mancha en la superficie de la tierra.

Al volver a entrar en la penumbra, automáticamente encendí una novela y, como un sonámbulo, me planté frente a mi idea para obra de teatro. Debía ser en tres actos y para tres actores sólo. No hace falta decir quiénes eran, esos actores ambulantes.

Examiné el plan que había trazado para las escenas, los momentos culminantes, el fondo y qué sé yo. Me lo sabía todo de memoria. Esta vez lo leí como si ya hubiera escrito la obra. Vi lo que se podía hacer con el material. (Hasta oí el aplauso que seguía a cada bajada del telón). Estaba todo tan claro ahora. Claro como el as de espadas. Sin embargo, lo que era incapaz de ver era a mí mismo escribiéndola. Nunca podría escribirla con palabras. Tenía que escribirse con sangre.

Cuando tocaba fondo, como entonces, hablaba con monosílabos, o no hablaba. Me movía menos aún. Podía quedarme en un punto, en una posición, ya fuera sentado, inclinado o de pie, durante un período de tiempo increíblemente largo.

En ese estado inerte me encontraron, al llegar. Estaba de pie contra la pared, con la cabeza pegada a la hoja de papel de envolver. Sólo quedaba un trocito de vela goteando en la mesa. No habían notado mi presencia ahí, pegado a la pared, cuando irrumpieron. Pasaron unos minutos yendo de aquí para allá en silencio. De repente, Stasia me vio y lanzó un grito.

«Mira», exclamó. «¿Qué le pasa?».

Sólo moví los ojos. De lo contrario, podría haber sido una estatua. Peor aún: ¡un cadáver!

Me sacudió el brazo, que colgaba fláccido. Tembló y se estremeció un poco. Aun así, seguí sin chistar.

«¡Ven aquí!», dijo a Mona, quien acudió corriendo. «¡Míralo!».

Ya era hora de moverme. Sin cambiar de sitio ni de posición, solté la mandíbula y dije —pero como el hombre de la máscara de hierro—: «No pasa nada, chicas. No os alarméis. Estaba… pues… pensando».

«¿Pensando?», gritaron.

«Sí, angelitos, pensando. ¿Qué tiene eso de extraño?».

«¡Siéntate!», me pidió Mona, y se apresuró a acercar una silla.

Me dejé caer en ella como en una piscina de agua caliente. ¡Qué agradable hacer ese simple movimiento! Sin embargo, no quería sentirme bien. Quería disfrutar de mi depresión.

¿Sería por haber estado ahí de pie y pegado a la pared por lo que me había sobrevenido una calma tan agradable? Aunque mi cabeza seguía activa, era una actividad tranquila. Ya no se dejaba arrastrar a mi loca carrera. Los pensamientos venían y se iban, despacio, perezosos, dándome tiempo para acariciarlos. En ese delicioso flote a la deriva, un momento antes de su llegada había logrado ver con claridad el acto final de la obra. Había empezado a escribirse en mi cabeza, sin el menor esfuerzo por mi parte.

Sentado ahora, dándoles a medias la espalda, como los pensamientos, empecé a hablar como un autómata. No conversaba, me limitaba a pronunciar mis parlamentos, por decirlo así. Como un actor en su camerino, que sigue representando su papel, pese a que el telón ya ha bajado.

Sentí que les había sobrevenido una calma extraña. Por lo general, alborotaban mientras se ocupaban del cabello o de las uñas. Ahora estaban tan calladas, que las paredes me devolvían el eco de mis palabras. Podía hablar y escucharme al mismo tiempo. Delicioso. Una alucinación muy agradable, por así decir.

Comprendí que si dejaba de hablar por un momento se rompería el hechizo. Pero esa idea no me angustiaba. Seguiría, como me dije, hasta que me agotara. O hasta que «eso» se agotara.

Así, a través de la rendija de la máscara, seguí y seguí, siempre con el mismo tono uniforme, mesurado y hueco. Como se hace con la boca cerrada al acabar un libro que es increíblemente bueno.

Reducido a cenizas por las crueles palabras de Stanley, me había encontrado frente a frente con la fuente, con el origen mismo de la creación, podríamos decir. ¡Y qué absolutamente diferente era eso, ese sosegado flujo desde la fuente, del estridente acto de la creación, que es la escritura! «¡Zambúllete hasta las profundidades y nunca vuelvas a la superficie!», debería ser el lema de todos los que ansían crear con palabras. Pues sólo en las tranquilas profundidades nos es dado ver y oír, movernos y ser. ¡Qué bendición hundirse hasta las profundidades del ser propio y no moverse nunca!

Al volver en mí, miré despacio a mi alrededor como un gran bacalao perezoso y clavé mis inmóviles ojos en ellas. Me sentí exactamente como un monstruo de las profundidades que nunca ha conocido el mundo de los humanos, el calor del sol, la fragancia de las flores, los sonidos de aves, animales y hombres. Las miré con enormes globos velados y acostumbrados a mirar sólo hacia dentro. ¡Qué extraño y maravilloso era el mundo en ese instante! Vi a ellas y la habitación en que estaban sentadas con ojos insaciables: las vi en su eternidad, también la habitación, como si fuera la única habitación existente en el mundo entero; vi las paredes de la habitación alejarse y la ciudad, al otro lado de ellas, disolverse en la nada; vi campos arados hasta el infinito, lagos, mares, océanos disolverse en el espacio, un espacio tachonado de globos ígneos y en la luz pura, inmarcesible e ilimitada volaron zumbando ante mis ojos multitudes radiantes de criaturas divinas, ángeles, arcángeles, serafines, querubines.

Como si un vendaval hubiera disipado de repente una niebla, volví en mí con ambos pies y con esta idea, de absoluta intrascendencia, rondándome en la cabeza: que la Navidad era inminente.

«¿Qué vamos a hacer?», gemí.

«Sigue hablando», dijo Stasia. «Nunca te he visto así».

«¡La Navidad!», dije. «¿Qué vamos hacer para la Navidad?».

«¿La Navidad?», gritó. Por un momento pensó que yo estaba hablando simbólicamente. Cuando advirtió que había dejado de ser la persona que le había encantado, dijo: «¡Huy, la Virgen! No quiero oír ni una palabra más».

«Muy bien», dije yo, mientras se metía en su habitación. «Ahora podemos hablar».

«¡Espera, Val, espera!», gritó Mona, con los ojos húmedos. «No lo estropees, te lo ruego».

«Se acabó», respondí. «Acabado y requeteacabado. No hay más. Telón».

«Oh, pero hay, ¡tiene que haber más!», suplicó. «Mira, quédate quieto… ahí sentado… voy a buscarte una copa».

«Muy bien, ¡tráeme una copa! Estoy hambriento. ¿Dónde está esa Stasia? Venga, vamos a comer y a beber y a hablar hasta hartarnos. ¡A tomar por culo la Navidad! ¡A tomar por culo Santa Claus! Que Stasia sea Santa Claus, para variar».

Ahora las dos se apresuraron a complacerme. Estaban tan deseosas de satisfacer hasta el menor de mis caprichos… era casi como si un Elias se les hubiese aparecido desde el cielo.

«¿Queda algo de ese vino del Rin?», grité. «¡Sacadlo!». Tenía un hombre y una sed extraordinarias. Apenas si podía esperar a que me pusieran algo delante.

«¡Ese maldito polaco!», murmuré.

«¿Cómo?», gritó Stasia.

«¿De qué estaba yo hablando, de todos modos? Todo es como un sueño ahora… Lo que estaba pensando… ¿es eso lo que querías saber…?, es que… es lo maravilloso que sería… si…».

«Si… ¿qué?».

«Es igual… ya os lo diré después. ¡Daos prisa y sentaos!».

Estaba electrizado. Era un pez. Una anguila eléctrica, más bien. Todo chispas. Y hambriento. Tal vez por eso brillara y centellease así. Volvía a tener cuerpo. Oh, ¡qué bueno era estar de nuevo dentro de la carne! ¡Qué bueno comer y beber, respirar, gritar!

«Es extraño», empecé a decir, tras haber devorado unas viandas, «lo poco que revelamos de nuestro yo auténtico aun en nuestros mejores momentos. Supongo que os gustaría que siguiera donde me había interrumpido. Debe de haber sido apasionante, todo lo que he extraído del fondo. Ahora sólo queda el aura. Pero de una cosa estoy seguro: sé que no estaba fuera de mí. Estaba dentro, a mayor profundidad de lo que he estado nunca, pero es que nunca… echaba chorros como un pez, ¿habéis notado? No un pez corriente, sino de los que viven en el fondo del océano».

Eché un buen trago de vino. Vino maravilloso, vino del Rhin.

«Lo extraño es que todo se produjo a causa de ese esqueleto de obra de teatro que hay ahí en la pared. La vi y la oí entera. ¿Por qué escribirla? ¿Eh? Sólo había una razón por la que pensé en hacerlo, y era la de aliviar mi desdicha. Sabéis lo desdichado que soy, ¿verdad?». Nos miramos. Estáticos. «Tiene gracia, pero en ese estado en que me encontraba todo parecía exactamente como debía ser. No tenía que hacer el menor esfuerzo para entender: todo tenía sentido, justificación y realidad eterna. Tampoco vosotras erais los diablos que a veces os considero. Tampoco erais ángeles, porque vislumbré a los auténticos. Eran algo distinto también. No puedo decir que me gustaría ver las cosas así todo el tiempo. Sólo las estatuas…».

Stasia me interrumpió.

¿De qué modo?, me preguntó.

«Todo al mismo tiempo», dije. «Pasado, presente, futuro; tierra, aire, fuego y agua. Una rueda inmóvil. Una rueda de luz, me dan ganas de decir. Y la luz girando, no la rueda».

Cogió un lápiz, como si fuera a tomar nota.

«¡No lo hagas!», le dije. «Las palabras no pueden comunicar esa realidad. Lo que os digo no es nada. Estoy hablando porque no puedo evitarlo, pero sólo es hablar sobre. Lo que sucedió no podría en modo alguno contároslo… Es otra vez como la obra de teatro. La obra que vi y oí ningún hombre podía escribirla. Lo que se escribe es lo que se quiere que suceda. Por ejemplo, nosotros no hemos sucedido, ¿no? Nadie nos ha concebido. Somos, y se acabó. Siempre hemos sido. Hay diferencia, ¿eh?».

Me dirigí a Mona.

«Voy a buscar de verdad un trabajo pronto. No pensarás que voy a escribir nunca llevando esta clase de vida, ¿verdad? Ahora mi idea es ir por ahí a ver qué sale».

Se le escapó un susurro de los labios, como si fuera a protestar, pero al instante se apagó.

«Sí, en cuanto pasen las fiestas, saldré a la caza. Mañana voy a llamar a mis viejos para decirles que pasaremos la Navidad con ellos. No me falles, te lo ruego. No puedo ir solo. No iré. E intenta parecer natural por una vez, ¿quieres? Nada de maquillaje… ni de disfraces. Joder, ya es bastante difícil hacerles frente en las mejores condiciones».

«Tú también vienes», dijo Mona a Stasia.

«Huy, la Virgen, no», dijo Stasia.

«¡Tienes que venir!», dijo Mona. «No podría resistirlo sin ti».

«Sí», tercié yo, «¡acompáñanos! Contigo por allí no correremos el riesgo de quedarnos dormidos. Pero ponte un vestido o una falda, por favor. Y péinate con moño, si puedes».

Eso las hizo ponerse ligeramente histéricas. ¿Qué? ¿Stasia actuando como una dama? ¡Qué absurdo!

«Intentas convertirla en un payaso», dijo Mona.

«Yo no soy una dama, y se acabó», se quejó Stasia.

«No quiero que seas sino quien eres», dije. «Pero no te arregles como una lunática, nada más».

Como esperaba, hacia las tres de la mañana del día de Navidad, las dos llegaron tambaleándose y como cubas. El muñeco, que habían llevado consigo, parecía haber recibido una paliza. Tuve que desnudarlas y meterlas entre las sábanas. Cuando pensaba que estaban como un tronco, tuvieron que hacer pipí. Tambaleándose y bamboleándose, fueron a tientas hasta el retrete. Al hacerlo, se chocaron contra las mesas y las sillas, cayeron, se levantaron, gritaron, gimieron, gruñeron, jadearon, todo ello con estilo dipsomaníaco auténtico. Hasta vomitaron un poquito, para no quedarse cortas. Al meterse en la cama otra vez, les avisé que se apresuraran a dormir todo lo que pudieran. Les informé de que el despertador estaba puesto para las 9.30.

Yo apenas pegué ojo; pasé toda la noche dando vueltas inquieto.

A las 9.30 en punto sonó el despertador. Más fuerte de lo normal, me pareció. Al instante me encontraba de pie. Ahí estaban, las dos, como marmotas. Las sacudí y pellizqué y tiré de ellas; corrí de una a otra, dándoles cachetes, levantándoles la ropa de las camas, maldiciéndolas de lo lindo, amenazando con azotarlas, si no se movían.

Tardaron casi media hora en ponerse de pie, lo bastante despiertas como para no desplomarse en mis brazos.

«¡Daos una ducha!», grité. «¡Rápido! Yo voy a hacer café».

«¿Cómo puedes ser tan cruel?», dijo Stasia.

«¿Por qué no telefoneas y dices que iremos esta noche, a cenar?», dijo Mona.

«¡No puedo!», respondí a gritos. «¡Ni quiero! ¡Nos esperan para comer, a la una en punto, no esta noche!».

«¡Diles que estoy enferma!», me pidió Mona.

«Ni hablar. Y tú irás hasta el final, aunque te mueras, ¿entiendes?».

Mientras tomábamos el café, me hablaron de los regalos que habían comprado. Explicaron que se habían emborrachado a causa de los regalos. ¿Cómo así? Pues, que para juntar el dinero con que comprar los regalos habían tenido que andar por ahí con un bobo generoso que llevaba tres días de juerga. Así cogieron una curda. No era su intención. No, habían esperado escaquearse en cuanto hubieran comprado los regalos, pero el tío era un viejo zorro y no se dejaba engañar tan fácil. Confesaron haber tenido suerte por haber podido volver a casa simplemente.

Un cuento chino perfecto y probablemente cierto a medias. Me lo tragué con el café.

«Y ahora», dije. «¿Qué va a ponerse Stasia?».

Me miró tan indefensa y perpleja, que estuve a punto de decir: «¡Ponte lo que te dé la gana!».

«Yo me encargo de ella», dijo Mona. «No te preocupes. Déjanos en paz unos minutos, ¿quieres?».

«De acuerdo», respondí. «Pero, recuerda: ¡a la una en punto!».

Me pareció que lo mejor que podía hacer era dar un paseo. Sabía que haría falta por lo menos una hora para poner presentable a Stasia. Además, necesitaba respirar un poco de aire puro.

«Recordad», dije, al abrir la puerta para marcharme, «tenéis una hora justa, no más. Si para entonces no estáis listas, saldréis como estéis».

Hacía una mañana clara y fría. Durante la noche había caído una ligera nevada, suficiente para que fuera una Navidad limpia y blanca. Las calles estaban casi desiertas. Buenos y malos cristianos estaban reunidos todos en torno al árbol, abriendo los paquetes de regalos, abrazándose y besándose, lucharon con la resaca y fingiendo que todo era chachi. («Gracias a Dios, ¡ya se ha acabado!»).

Fui paseando sin prisa hacia los muelles para echar un vistazo a los transatlánticos alineados unos junto a otros como perros encadenados. Todo estaba tranquilo como una tumba. La nieve, centelleando como mica a la luz del sol, se pegaba a los aparejos como algodón en rama. La escena tenía algo de espectral.

Me dirigí hacia la parte alta y el barrio de los extranjeros. Allí no sólo era espectral, sino también espantoso. Ni siquiera el espíritu de Navidad había podido dar a aquellas chozas y chabolas aspecto de viviendas humanas. ¿A quién le importaba? La mayoría de ellos eran paganos: sucios árabes, chinos de ojos como ranuras, hindúes, chicanos, negros… El tipo que venía hacia mí, un árabe lo más probable. Vestido con mono ligero, gorra rota y raídas zapatillas de andar por casa. «¡Alabado sea Alá!», voy y susurro al pasar. Un poco más adelante me tropiezo con un par de mexicanos pendencieros, borrachos, demasiado borrachos como para poder asestarse puñetazos. Un grupo de niños andrajosos los rodean y los azuzan. ¡Duro ahí! ¡Rómpele la boca! Y ahora de la puerta lateral de un bar anticuado un par de zorras del aspecto más inmundo que imaginarse pueda salen tambaleándose a la clara y brillante mañana soleada de un día de Navidad limpio y blanco. Una se inclina para levantarse las medias y se cae de bruces; la otra la mira, como si no se lo creyera, y sigue adelante tambaleándose, con un pie calzado y el otro descalzo. Serena dentro de lo que cabe, va tarareando una canción.

Un día espléndido, la verdad. ¡Tan claro, tan estimulante, tan tonificante! ¡Si, al menos, no fuera Navidad! Me pregunto si estarán ya vestidas. Voy recuperando el humor. Puedo afrontarlo, me digo, con tal de que no hagan ninguna tontería. Por la cabeza me rondan toda clase de trolas: cuentos chinos que tendré que contar para tranquilizar a mis viejos, siempre tan preocupados por cómo nos va. Como cuando me preguntan: «¿Escribes algo estos días?», y yo diré: «Desde luego. He producido docenas de cuentos. Preguntadle a Mona». «Y a Mona, ¿le gusta su trabajo?». (Se me olvidaba. ¿Saben dónde trabaja? ¿Qué dije la última vez?). En cuanto a Stasia, no sé qué demonios inventaré al respecto. Una antigua amiga de Mona, tal vez. Alguien que conoció en la escuela. Una artista.

Entro y me encuentro a Stasia con lágrimas en los ojos, haciendo esfuerzos para calzarse un par de zapatos de tacón alto. Desnuda de cintura para arriba, con una enagua blanca que Dios sabe de dónde habrá salido, con las jarreteras colgando y el pelo enmarañado.

«No voy a poder», gime. «¿Por qué tengo que ir yo?».

A Mona le parece de lo más gracioso. Hay ropa tirada por todo el suelo y peines y horquillas.

«No vas a tener que andar», no deja de repetir. «Vamos a coger un taxi».

«¿Debo llevar también sombrero?».

«Ya veremos, cielo».

Intento ayudar, pero lo único que hago es empeorar las cosas.

«Déjanos tranquilas», me ruegan.

Conque me siento en un rincón y observo sus movimientos. Sin quitar ojo al reloj. (Van a ser ya las doce).

«Mira», le digo. «No te esfuerces demasiado. Péinala simplemente y ponle una falda».

Ahora están probando pendientes y pulseras. «¡Deja eso!», grito. «Parece un árbol de Navidad».

Cuando salimos a llamar a un taxi, son las doce y media. Ninguno a la vista, por supuesto. Nos ponemos a andar. Stasia va cojeando. Ha cambiado el sombrero por una boina. Ahora tiene aspecto casi aceptable. Bastante patético también. Para ella es algo muy penoso.

Por fin, conseguimos encontrar un taxi. «Gracias a Dios, sólo llegaremos unos minutos tarde», murmuro para mis adentros.

En el taxi Stasia se quita los zapatos. Se echan a reír como tontas. Mona quiere que Stasia se ponga un poco de carmín en los labios, para que parezca más femenina.

«Si parece más femenina», les aviso, «van a pensar que es fingido».

«¿Cuánto tiempo tenemos que quedarnos?», pregunta Stasia.

«No te puedo decir. Nos largaremos lo más pronto que podamos. Hacia las siete o las ocho, espero».

«¿Esta tarde?».

«Sí, esta tarde. No mañana por la mañana».

«¡Huy, la Virgen!», exclama. «No voy a poder resistir tanto».

Al acercarnos a nuestro destino, digo al taxista que pare en la esquina, no delante de la casa.

«¿Por qué?», pregunta Mona.

«Porque sí».

El taxi se detiene y salimos. Stasia anda descalza y lleva los zapatos en la mano.

«¡Póntelos!», le grito.

En la puerta de la funeraria de la esquina hay una gran caja de pino.

«Siéntate ahí y póntelos», le ordeno. Obedece como una niña. Tiene los pies mojados, por supuesto, pero no parece importarle. Al hacer esfuerzos para meterse los zapatos, se le cae la boina y se le deshace el peinado. Mona intenta a la desesperada colocárselo de nuevo en su sitio, pero no hay modo de encontrar las horquillas.

«¡Déjalo! ¿Qué más da?», gruño.

Stasia da una buena cabezada, como una chavala deportista, y su larga melena le cae sobre los hombros. Intenta ajustarse la boina, pero ahora parece ridícula, la ponga como la ponga.

«Vamos, en marcha. ¡Llévala en la mano!».

«¿Falta mucho?», pregunta, cojeando de nuevo.

«Es en la mitad de esta manzana. Y ahora, ¡calma!».

Así avanzamos, tres en línea, por la Calle de las Primeras Penas. Un trío un poco raro, como diría Ulric. Siento los ojos como puñales de los vecinos, que nos miran tras sus rígidos visillos almidonados, y les oigo decir: «El hijo de los Miller. Ésa debe de ser su mujer. ¿Cuál de las dos?».

Mi padre nos espera en la puerta. «Un poco tarde, como de costumbre», dice, pero con voz alegre.

«Sí. ¿Cómo estás? ¡Feliz Navidad!».

Me inclino a darle un beso en la mejilla, como siempre he hecho. Presento a Stasia como una antigua amiga de Mona. No podíamos dejarla sola, explico. Saluda cordial a Stasia y nos conduce dentro de la casa. En el vestíbulo, con los ojos ya bañados en lágrimas, se encuentra mi hermana.

«¡Feliz Navidad, Lorette! Te presento a Stasia».

Lorette besa, cariñosa, a Stasia.

«¡Mona!», grita. «¿Cómo estás? Pensábamos que nunca llegarías».

«¿Dónde está mamá?», le pregunto.

«En la cocina».

Entonces aparece mi madre, con su triste y pensativa sonrisa. Está más claro que el agua lo que está pensando: «Igual que siempre. Siempre con retraso. Siempre algo inesperado».

Nos abraza a todos por turno. «Sentaos, el pavo está listo». Después, con una de sus sonrisas burlonas y maliciosas, dice: «Supongo que habréis desayunado».

«Pues, claro, mamá. Hace varias horas».

Me lanza una mirada que significa: « que estás mintiendo», y se da media vuelta.

Entretanto Mona está entregando los regalos.

«No deberías haberte molestado», dice Lorette. Es una frase que ha aprendido de mi madre. «Es un pavo de siete kilos», añade. Y después a mí: «El pastor me ha dicho que te diera recuerdos, Henry».

Echo un vistazo rápido a Stasia para ver cómo se lo está tomando. En su rostro sólo aparece el más tenue rastro de una sonrisa bondadosa. Parece sinceramente conmovida.

«¿Os gustaría tomar una copa de oporto primero?», pregunta mi padre. Sirve tres copas llenas y nos las entrega.

«¿Y usted?», dice Stasia.

«Hace mucho tiempo que lo dejé», responde mi padre. Después, alzando una copa vacía, dice: «Prosit!».

Así empezó, la comida de Navidad. Feliz, pero que muy feliz Navidad, para todo el mundo, caballos, mulas, turcos, alcohólicos, sordos, mudos, lisiados, paganos y conversos. ¡Feliz Navidad! ¡Hosanna en las alturas! ¡Hosanna al Altísimo! Paz en la tierra… ¡y ver si os dais por culo y os matáis unos a otros hasta la llegada del Reino!

(Ése fue mi brindis en silencio).

Como de costumbre, empecé ahogándome con mi propia saliva. Una resaca procedente de la infancia. Mi madre estaba sentada frente a mí, como siempre, con el cuchillo de trinchar en la mano. A mi derecha estaba sentado mi padre, a quien solía yo mirar por el rabillo del ojo, temeroso de que con la borrachera explotara ante una de las pullas de mi madre. Ahora llevaba ya muchos años sin beber, pero aun así yo seguía atragantándome, aun sin tener comida en la boca. Todo lo que se decía se había dicho ya, y del mismo modo exactamente, mil veces. Mis respuestas eran también las mismas de siempre. Yo hablaba como si tuviera doce años y acabara de aprender a recitar el catecismo de memoria. Desde luego, ya no citaba, como cuando era un muchacho, nombres tan horrendos como Jack London, Karl Marx, Balzac o Eugene V. Debs. Ahora estaba algo nervioso porque, aunque yo me sabía todos los tabúes de memoria, Mona y Stasia seguían siendo «espíritus libres» y, quién sabe, podrían comportarse como tales. ¿Quién sería capaz de decir en qué momento podía Stasia sacar a relucir un nombre extravagante… como Kandinski, Marc Chagall, Zadkine, Brancusi o Lipschitz? Peor aún, podría incluso evocar nombres como Ramakrisna, Swami Vivekananda o Gautama el Buda. Yo rezaba con todo mi corazón para que ni siquiera piripi mencionara nombres como Emma Goldman, Alexander Berkman o Príncipe Koprotkin.

Por fortuna, mi hermana estaba recitando los nombres de nuevos comentaristas, locutores, cantantes populares, estrellas de la comedia musical, vecinos y parientes, toda la lista conectada e interconectada con infinidad de catástrofes que inevitablemente la hacían llorar, babear, moquear y resollar.

Se está portando muy bien, nuestra querida Stasia, pensé para mis adentros. Con unos modales excelentes en la mesa, además, ¿cuánto durará?

Por supuesto, poco a poco la pesada comida unida al excelente Mosela empezaron a hacerles mella. Habían dormido poco, las dos. Mona estaba ya haciendo esfuerzos para reprimir los bostezos, que se alzaban como olas.

Mi viejo, consciente de la situación, dijo: «Supongo que os habréis acostado tarde».

«No demasiado» yo me apresuré a contestar. «Mira, nunca nos acostamos después de las doce».

«Supongo que escribes por la noche», dijo mi madre.

Me sobresalté. Por lo general, nunca hacía la menor referencia a mi garabateo, a no ser que fuera acompañada de un reproche o una señal de desagrado.

«Sí», dije. «Entonces es cuando trabajo. Por la noche hay silencio. Puedo pensar mejor».

«¿Y durante el día?».

Iba a decir: «¡Trabajo, por supuesto!», pero comprendí al instante que hablar de un empleo sólo serviría para complicar las cosas. Conque dije: «Suelo ir a la biblioteca… tareas de investigación».

El turno de Stasia. ¿Qué hacía?

Para mi absoluto asombro, mi padre saltó: «Es una artista. ¡No hay más que verla!».

«¡Oh!», dijo mi madre, como si el sonido mismo de la palabra la asustara. «¿Y con eso se gana?».

Stasia sonrió indulgente. Con el arte no se ganaba demasiado… al principio… explicó con la mayor amabilidad. Y añadió que, por fortuna, sus tutores le enviaban pequeñas cantidades de vez en cuando.

«Supongo que tendrá usted un estudio», saltó mi viejo.

«Sí», dijo Stasia. «Tengo una buhardilla típica en el Village».

Entonces intervino Mona, con lo que yo me eché a temblar, y, a su modo habitual, se puso a dar detalles. La corté como mejor pude, porque mi viejo, que se lo estaba tragando todo, insinuó que iría a visitar a Stasia —a su estudio— un día. Dijo que le gustaba ver a los artistas manos a la obra.

No tardé en desviar la conversación hacia Winslow Homer, Bouguereau, Ryder y Sisley. (Sus favoritos). Stasia alzó las cejas al oír esos nombres. Pareció aún más asombrada, cuando el viejo se puso a citar los nombres de pintores americanos famosos cuyas obras, según explicó, estaban colgadas en la sastrería. (Es decir, antes de que su predecesor la vendiera). Para divertir a Stasia, ya que el juego seguía, le recordé a Rushkin… Las piedras de Venecia, el único libro que había leído en su vida. Después le hice contar sus recuerdos sobre P. T. Barnum, Jenny Lind y otras celebridades de su época.

Durante una pausa Lorette observó que a las tres y media iban a dar por la radio una opereta… ¿Nos gustaría oírla?

Pero era el momento de servir el budín de ciruela —con esa deliciosa salsa espesa— y Lorette se olvidó, por el momento, de la opereta.

Cuando dijo «las tres y media», me recordó que aún nos quedaba una larga sesión por soportar. Me pregunté cómo diablos nos las arreglaríamos para mantener animada la conversación hasta que fuera hora de marcharnos. ¿Y cuándo podríamos despedirnos sin parecer que nos largábamos corriendo? Yo ya estaba impaciente por pirármelas.

Al pensar en eso, me di cuenta cada vez mejor de que Mona y Stasia se morían de sueño. Era evidente que apenas podían mantener los ojos abiertos. ¿Qué tema podría sacar a colación que las desvelara sin hacerlas perder la cabeza? Algo trivial, pero no demasiado. (¡Despertaos, idiotas!) ¿Tal vez algo sobre los antiguos egipcios? ¿Por qué sobre ellos? No se me ocurría nada mejor para salir del apuro. ¡Prueba! ¡Prueba!

De repente, advertí que todos guardaban silencio. Hasta Lorette se había callado la boca. ¿Cuánto tiempo llevábamos así? ¡Piensa rápido! Cualquier cosa para salir del atolladero. ¿Qué? ¿Ramsés otra vez? ¡A tomar por culo Ramsés! ¡Piensa, rápido, idiota! ¡Piensa! ¡Cualquier cosa!

«¿Os había dicho que…?», empecé a decir.

«Disculpen», dijo Mona, al tiempo que se levantaba con dificultad y derribaba la silla al hacerlo, «¿Les importaría que me echara unos minutos? Tengo un dolor de cabeza muy fuerte».

El sofá estaba justo detrás de ella. Sin añadir una palabra más se dejó caer sobre él y cerró los ojos.

(Por el amor de Dios, ¡no empieces a roncar al instante!).

«Debe de estar agotada», dijo mi padre. Miró a Stasia; «¿Por qué no se echa una siestecita también usted? Le sentará bien».

No necesitaba que se lo dijeran dos veces, Stasia. En un santiamén se tendió junto a la inerte Mona.

«Ve a buscar una manta», dijo mi madre a Lorette. «La fina que está en el armario empotrado de arriba».

El sofá era un poco estrecho para contener a las dos con comodidad. Daban vueltas y serpenteaban, gemían, lanzaban risitas y bostezaban de modo vergonzoso. De repente, ¡zas!, los muelles cedieron y Stasia fue a dar con sus huesos en el suelo. A Mona le pareció divertidísimo. Se tronchaba de risa. Una risa demasiado ruidosa, para mi gusto. Pero es que, ¿cómo iba a saber ella que ese precioso sofá, que ya tenía cincuenta años, podría haber durado diez o veinte años más, tratándolo bien? En «nuestra» casa no se reía uno así, sin piedad, ante semejante contratiempo.

Entretanto, mi madre, pese a su afectación, se había puesto a cuatro patas para ver cómo y dónde había cedido el sofá. (El canapé, como lo llamaban). Stasia seguía en la posición en que había caído, como esperando instrucciones. Mi madre se movía alrededor de ella como un castor en torno a un árbol caído. Entonces apareció Lorette con la manta. Observó la escena estupefacta. (Nada semejante debería haber sucedido). Por su parte, mi viejo, que nunca había tenido maña para arreglar nada, había ido al patio a buscar ladrillos.

«¿Dónde está el martillo?», decía mi madre. Ver a mi padre cargando con un montón de ladrillos no le inspiró otra cosa que desprecio. Ella iba a arreglarlo como Dios manda… y en seguida.

«Luego», dijo el viejo. «Ahora quieren echar una siesta». Acto seguido, se puso a cuatro patas y metió los ladrillos bajo los muelles hundidos.

Entonces Stasia se levantó del suelo, lo justo para deslizarse de nuevo hasta el sofá y se volvió de cara a la pared. Dormían abrazadas y plácidas como ardillas exhaustas. Me senté a la mesa y observé el rito de quitar la mesa. Lo había contemplado mil veces, y la forma de hacerlo nunca variaba. En la cocina, lo mismo. Lo primero es lo primero…

«¡Qué astutas!», pensé para mis adentros. Eran ellas las que deberían estar quitando la mesa y lavando los platos. ¡Dolor de cabeza! Como si tal cosa. Ahora tendría que hacer frente a la situación yo solo. Mejor así, tal vez, pues conocía todos los pasos. Ahora no importaría el tema de conversación: los gatos muertos, las cucarachas del año pasado, las úlceras de la señora Schwabenhof, el sermón del domingo pasado, las escobas mecánicas, Weber y Fields y la canción del último trovador. Mantendría los ojos abiertos, aunque durara hasta medianoche. (¿Cuánto tiempo dormirían, esas borrachas?). Si descansaban, tal vez al despertar no les importara demasiado el tiempo que nos quedásemos. Yo sabía que tendríamos que tomar un bocado antes de marcharnos. No podía uno escabullirse a las cinco o las seis de la tarde. El día de Navidad, no. Tampoco podríamos escaparnos sin reunirnos en torno al árbol y cantar esa canción espantosa: «O Tannenbaum!». Y seguro que a eso seguiría una enumeración completa de todos los árboles que habíamos tenido y sus diferencias, o de lo deseoso que estaba yo, de niño, por ver los regalos amontonados para mí debajo del árbol de Navidad. (Nunca hablaban de Lorette, cuando era niña). ¡Qué maravilla de niño era yo! ¡Cómo leía y cómo tocaba el piano! Y las bicicletas que había tenido y los patines. Y el fusil de aire comprimido. (No mencionaba el revólver). ¿Seguiría en el cajón en que se guardaban los cuchillos y tenedores? Menudo susto nos dio mi madre la noche que fue a coger el revólver. Por fortuna, no había ni un cartucho en el tambor. Probablemente lo supiera. Aun así…

No, nada había cambiado. El reloj se había parado cuando yo tenía doce años. De nada servía que les susurraran al oído lo contrario: yo seguía siendo ese niño encantador que una día se haría hombre y sería todo un sastre. Todas esas locuras sobre la literatura… tarde o temprano las abandonaría. Y esa nueva esposa tan extraña… con el tiempo desaparecería también. Un día recuperaría el juicio. Como todo el mundo, antes o después. No temían que, como el querido tío Paul, me quitara de en medio. Yo no era de esa clase. Además, era listo. Bueno en el fondo, por así decir. Alocado y díscolo, nada más. Leía demasiado… tenía demasiados amigos indignados. Procurarían no mencionar el nombre, pero pronto, lo sabía, surgiría la pregunta, siempre furtiva, siempre en voz baja, mirando a derecha e izquierda: «¿Y cómo está la pequeña?». Refiriéndose a mi hija. Y yo, que no tenía la menor idea, que ni siquiera estaba seguro de que siguiese con vida, respondía tranquilo y como si tal cosa: «Está bien». «¿Sí?», diría mi madre. «¿Y has tenido noticias de ellas?». Con ellas incluía a mi exesposa. «Indirectas», respondería yo. «Stanley me habla de ellas de vez en cuando». «¿Y cómo está Stanley?». «Pues, bien…».

Cómo deseaba poder hablarles de Johnny Paul. Pero eso les parecería extraño, muy extraño. Pero, bueno, si no había visto a Johnny Paul desde que tenía siete u ocho años. Yo no negaba eso. Pero lo que ellos no sospechaban, sobre todo tú, mi querida madre, era que todos esos años había conservado vivo su recuerdo. Sí, a medida que pasan los años, Johnny Paul se destaca cada vez con mayor brillantez. A veces, y eso es algo que vosotros no podéis imaginar, a veces lo veo como un pequeño dios. Uno de los pocos que he conocido en mi vida. Supongo que no recordaréis que Johnny Paul tenía la voz más suave y dulce que un hombre puede tener. No sabéis que, aunque entonces yo era un simple chavalín, vi por sus ojos lo que nadie más me reveló nunca. Para vosotros sólo era el hijo del carbonero: un muchacho inmigrante, un pequeño italiano sucio que no hablaba inglés demasiado bien, pero que se quitaba, educado, el sombrero, siempre que pasabais. ¿Cómo podíais imaginar que semejante elemento fuera como un dios para vuestro querido hijo? ¿Supisteis alguna vez lo que pasaba por la cabeza de vuestro díscolo hijo? No os gustaban ni los libros que leía, ni los compañeros que elegía, ni las chicas de las que se enamoraba, ni los juegos a que se entregaba, ni las cosas que quería ser. Vosotros sabíais lo que le convenía, ¿verdad? Pero no lo apremiabais demasiado. Vuestro método era fingir no oír, no ver. A su debido tiempo superaría todas esas tonterías. Pero ¡no! Cada año empeoraba. Conque fingisteis que el reloj se había parado a la edad de doce años. Sencillamente, no podíais reconocer lo que era vuestro hijo. Elegisteis el Henry que os convenía. El de doce años de edad. Después de eso, el diluvio…

Y el año próximo, en esta misma estación atroz del año, probablemente me preguntaréis de nuevo si sigo escribiendo y yo diré que sí y vosotros haréis como si no hubierais oído o lo tomaréis como una gota de vino que cayó por accidente en vuestro mejor mantel. No queréis clavarme a la silla, hacerme escuchar la radio, que vomita gilipolleces. Queréis que me siente y escuche vuestro necio cotilleo sobre vecinos y parientes. Seguiríais haciéndolo aun cuando fuera lo bastante imprudente, o audaz, como para informaros en los términos más claros que de todo aquello de lo que habláis son disparates para mí. Aquí me tenéis sentado y con la mierda hasta la barbilla. Tal vez pruebe un nuevo plan: fingir que estoy loco por oírlo. «¿Cómo se llama esa opereta? ¡Qué voz más bella! ¡Bellísima! No me cansaría de oírla». O puedo escabullirme arriba y sacar esos discos viejos de Caruso. Tenía una voz tan preciosa, ¿verdad? («Sí, gracias, me fumaré un puro»). Pero no me ofrezcáis otra copa, por favor. Se me nublan los ojos de sueño; lo único que me mantiene despierto es la rebelión que viene de tan lejos. ¡Qué no daría por escabullirme al piso de arriba, a ese cuartito sucio, sin una silla, una alfombra ni un cuadro, y dormir el sueño de los muertos! ¡Cuántas, pero cuántas veces, cuando me arrojaba a aquella cama, rezaba para no volver a abrir nunca más los ojos! Una vez, ¿recuerdas, querida madre?, me arrojaste un balde de agua fría porque era un gandul. Es verdad, había pasado en la cama cuarenta y ocho horas. Pero ¿acaso era la pereza lo que me mantenía clavado al colchón? Lo que tú no sabías, madre, era que la causa era la angustia. Si hubiese cometido la tontería de confesártelo, te lo habrías tomado a risa. ¡Aquel cuartito horrible, tan horrible! Debí de morir mil veces en él. Pero también tenía en él sueños y visiones. Sí, rezaba incluso en aquella cama, con lagrimones corriéndome por las mejillas. (¡Cómo la necesitaba, a ella y sólo a ella!) Y cuando eso no daba resultado, cuando por fin era capaz de afrontar el mundo de nuevo, sólo había un compañero querido al que podía recurrir: mi bici. Aquellos largos paseos, interminables en apariencia, solo conmigo mismo, para eliminar los amargos pensamientos a fuerza de mover piernas y brazos, dando impulso, saliendo disparado, rodando como el viento por los caminos cubiertos de gravilla, pero en vano. Cada vez que me bajaba, tenía ante mí la imagen de ella y el dolor, las dudas, y el miedo consiguientes. Pero estar sobre el sillín, y no trabajando, eso era una bendición, desde luego. La bici era parte de mí, respondía a mis deseos. Ninguna otra cosa lo hacía. No, mis queridos padres ciegos y despiadados, nada de lo que me dijerais nunca, nada de lo que hicieseis por mí, me dio nunca la alegría y el consuelo que me proporcionaba aquella máquina. ¡Si al menos hubiera podido desmontaros, como hacía con mi bici, y engrasaros con cariño!

«¿No te gustaría dar un paseo con tu padre?».

La voz de mi madre me despertó de mi ensueño. No recordaba cómo había ido a parar al sillón. Tal vez hubiera echado una siestecita sin darme cuenta. El caso es que, al oír su voz, me puse de pie de un salto.

Restregándome los ojos, observé que me ofrecía un bastón. El de mi abuelo. Ébano macizo con mango de plata en forma de zorro… o tal vez de tití.

En un santiamén me encontraba de pie y poniéndome el abrigo. Mi padre estaba listo, blandiendo su bastón de puño de marfil.

«El aire te despejará», dijo.

Por instinto nos dirigimos hacia el cementerio. Le gustaba pasear por él, no por los muertos, sino por las flores y los árboles, los pájaros, y los recuerdos que la paz de los muertos siempre evocaba. En los senderos había bancos donde podía uno sentarse y comunicar con la Naturaleza o el dios del otro mundo, si le apetecía. No tenía que hacer un esfuerzo para mantener la conversación con mi padre; estaba acostumbrado a mis respuestas evasivas y lacónicas, mis endebles subterfugios. Nunca intentaba sonsacarme. Le bastaba tener a alguien a su lado.

Al regreso, pasamos por delante de la escuela a la que yo había ido de niño. Frente a la escuela había una hilera de casas de pisos de aspecto destartalado, todas con tiendas tan atractivas como una hilera de muelas picadas. Tony Marella se había criado en uno de esos pisos. No sé por qué, mi padre siempre esperaba que me entusiasmara, al oír el nombre de Tony Marella. Nunca dejaba de contarme, al citar su nombre, cada nuevo ascenso por la escalera de la fama que conseguía aquel hijo de italiano. Ahora Tony tenía un nuevo empleo en alguna rama de la administración pública; también era candidato para el cargo de congresista o algo así. ¿No lo había leído en los periódicos? Le parecía que habría estado bien que fuera a ver a Tony algún día…, nunca se sabía, podía serme útil.

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