Nexus

Nexus


Capítulo VI

Página 9 de 26

Más cerca aún de casa, pasamos por delante de donde vivía la familia Gross. A los dos hijos de los Gross les iba bien también, me dijo. Uno era capitán del Ejército, el otro comodoro. Mientras le oía seguir divagando, no me imaginaba que uno de ellos llegaría a ser general un día. (La idea de un general nacido en nuestro barrio, en aquella calle, era inconcebible).

«¿Qué fue de aquel tipo loco que vivía en esta calle más arriba?», le pregunté. «Donde estaban los establos».

«Un caballo le mordió una mano y se le declaró la gangrena».

«¿Quieres decir que murió?».

«Hace mucho», dijo mi padre. «En realidad, todos murieron, todos los hermanos. A uno le cayó encima un rayo, otro resbaló en el hielo y se rompió la crisma… Oh, sí, y al otro tuvieron que ponerle la camisa de fuerza… murió poco después, de una hemorragia. El padre fue el que más vivió. Como recordarás era ciego. Hacia el final, se volvió un poco chiflado. Se pasaba el día haciendo ratoneras».

Me pregunté por qué no se me había ocurrido nunca ir de casa en casa, calle arriba y calle abajo, y escribir una crónica de las vidas de sus habitantes. ¡Qué libro habrían compuesto! El libro de los horrores. Horrores tan familiares, además. Esas tragedias cotidianas que nunca llegan a los titulares. De Maupassant habría estado en su elemento aquí…

Al llegar, nos encontramos a todas despiertas y charlando amablemente. Mona y Stasia estaban sorbiendo café. Probablemente lo hubieran pedido; a mi madre no se le hubiera ocurrido nunca servir café entre las comidas. El café era sólo para el desayuno, las partidas de cartas y las tertulias. Sin embargo…

«¿Habéis dado un buen paseo?».

«Sí, madre. Hemos ido hasta el cementerio».

«Muy bien. ¿Se hallan en buen estado las tumbas?».

Se refería al panteón familiar. Y muy en particular a la tumba de su padre.

«También hay un sitio para vosotros dos», dijo. «Y para Lorette».

Eché una mirada a hurtadillas a Stasia para ver si se mantenía seria. Entonces habló Mona. Hizo una observación de lo más inoportuna.

«Henry nunca morirá», fueron sus palabras.

Mi madre puso una mueca de desagrado, como si hubiera mordido una ciruela agria. Después sonrió compasiva, primero hacia Mona, después hacia mí. La verdad es que estaba a punto de echarse a reír, cuando respondió: «No te preocupes, se irá como todos nosotros. Míralo… ya está calvo y sólo tiene treinta y tantos años. No se cuida. Ni tú tampoco». Ahora puso expresión de reproche bondadoso.

«Val es un genio», dijo Mona, metiendo la pata todavía más. Estaba a punto de ampliar esa idea, pero mi madre la interrumpió.

«¿Hay que ser un genio para escribir cuentos?», preguntó.

«No», dijo Mona, «pero Val sería un genio, aunque no escribiera».

«Ya, ya. Desde luego, para hacer dinero no es un genio».

«No tiene por qué pensar en el dinero», fue la rápida respuesta de Mona. «De eso me preocupo yo».

«Mientras él se queda en casa garabateando, ¿no?». El veneno empezaba a manar. «Y tú, una joven guapa como tú, tienes que salir y coger un empleo. Los tiempos han cambiado. Cuando yo era joven, mi padre pasaba de la mañana a la noche sentado en el banco. Él ganaba el dinero. No necesitaba inspiración… ni genio. Estaba demasiado atareado manteniéndonos sanos y felices a nosotros, sus hijos. No teníamos madre… estaba en el manicomio. Pero lo teníamos a él…, y lo amábamos profundamente. Era padre y también madre para nosotros. Nunca nos faltó de nada». Hizo una pausa por un momento, para apuntar bien. «Pero este pájaro», y me indicó con la cabeza, «este genio, como tú lo llamas, es demasiado vago para coger un trabajo. Espera que su esposa se haga cargo de él… y de su otra mujer y su hija. Si ganara algo con lo que escribe no me importaría. Pero seguir escribiendo y no llegar a nada, eso es lo que no entiendo».

«Pero, madre…», empezó a decir Mona.

«Mira», dije yo, «¿no sería mejor que dejáramos el tema? Ya hemos hablado de esto docenas de veces. Es inútil. No espero que entiendas. Pero deberías comprender esto: Tu padre no llegó a ser un sastre de primera de la noche a la mañana, ¿no? Tú misma me has dicho que pasó por un largo y duro aprendizaje, que viajó de ciudad en ciudad, por toda Alemania, y, por fin, para no hacer el servicio militar, se fue a Londres. Lo mismo ocurre con la literatura. Se tardan años en adquirir maestría. Y más años aún para llegar a ser conocido. Cuando tu padre hacía un abrigo, había alguien listo para ponérselo; no tenía que ir ofreciéndolo por ahí hasta que alguien lo admirara y lo comprase…».

«Eso sólo son palabras», dijo mi madre. «Ya he oído bastante». Se levantó para irse a la cocina.

«¡No se vaya!», le rogó Mona. «Escúcheme, por favor. Conozco los defectos de Val. Pero también sé lo que lleva dentro. No es un soñador ocioso, trabaja de verdad. Trabaja más con sus escritos que en ningún empleo. Ése es su oficio, garabatear, como usted dice. Ha nacido para eso. Yo desearía con toda el alma tener una vocación, algo en lo que creyese absolutamente. Sólo de verlo trabajar me pongo contenta. Es otra persona, cuando está escribiendo. A veces ni siquiera lo reconozco. Se pone tan serio, tan lleno de ideas, tan encerrado en sí mismo… Sí, yo también tuve un buen padre, un padre al que amaba profundamente. También él quería ser escritor. Pero su vida fue demasiado difícil. Éramos una familia numerosa, inmigrantes, muy pobres. Y mi madre era muy exigente. Yo sentía más afecto por mi padre que por mi madre. Tal vez sólo porque él era un fracasado. Entiéndame, para mí no era un fracasado. Yo lo amaba. No me importaba lo que fuera o lo que hiciese. A veces, igual que Val, hacía el payaso…».

Entonces mi madre se sobresaltó un poco, miró a Mona con ojos curiosos, y dijo:

«¡Oh! Evidentemente, nadie había hablado nunca de ese aspecto de mi personalidad. que tiene sentido del humor, pero… ¿payaso?».

«Es sólo una forma de hablar», terció mi viejo.

«No», dijo Mona, obstinada, «quiero decir eso exactamente… payaso».

«No he oído hablar nunca de un escritor que también fuera un payaso», fue la observación sentenciosa y estúpida de mi madre.

Llegado a ese punto, cualquier se habría dado por vencido. Mona, no. Me asombraba con su persistencia. Esa vez estaba de lo más seria. (¿O estaba aprovechando esa oportunidad para convencerme de su lealtad y devoción?). El caso es que decidí dejarla despacharse a gusto. Mejor era una discusión, cualquiera que fuese el riesgo, que la otra cháchara meningítica. Al menos, era revivificante.

«Cuando hace el bufón», dijo Mona, «suele ser porque se siente herido. Es que, miren, es sensible. Demasiado sensible».

«Yo pensaba que tenía la piel bastante dura», dijo mi madre.

«¿Habla usted en broma? Es el ser más sensible que existe. Todos los artistas son sensibles».

«Eso es cierto», dijo mi padre. Tal vez estuviera pensando en Rushkin… o en ese pobre diablo de Ryder, cuyos paisajes eran de una sensibilidad morbosa.

«Mire, madre, no importa lo que Val tarde en llegar a ser conocido y valorado. Siempre me tendrá a . Y yo no lo dejaré pasar hambre ni sufrir». (Sentí que mi madre volvía a ponerse rígida). «Vi lo que le ocurrió a mi padre y a Val no va a sucederle. Va a hacer lo que le gusta. Yo tengo fe en él. Y seguiré teniéndola, aun cuando el mundo entero se la niegue». Hizo una larga pausa, y después, aún más seria, continuó: «No comprendo por qué no quieren ustedes que escriba. No puede ser porque no se gana la vida con ello. Eso es sólo cosa suya y mía, ¿no? No quiero que se molesten con lo que digo, pero tengo que decirlo: si no lo aceptan como escritor, lo perderán como hijo. ¿Cómo van a entenderlo, si no conocen ese aspecto suyo? Tal vez hubiera podido ser otra cosa, algo que les gustara más, si bien resulta difícil saber qué, conociéndolo…, al menos, tal como yo lo conozco. ¿Y de qué le serviría demostrar a ustedes o a mí o a quien sea que puede ser como todo el mundo? Se preguntan ustedes si es buen marido, buen padre y demás. Lo es, se lo aseguro. Pero ¡es mucho más! Lo que puede ofrecer pertenece al mundo entero, no sólo a su familia, sus hijos, su madre o su padre. Tal vez esto les parezca extraño. O cruel».

«¡Fantástico!», dijo mi madre y pareció un latigazo.

«De acuerdo, fantástico. Pero es que así es. Un día puede que lean lo que haya escrito y se sientan orgullosos de que sea su hijo».

«¡Yo, no!», dijo mi madre. «Preferiría verlo cavando pozos».

«Puede que tenga que hacer también eso… algún día», dijo Mona. «Algunos artistas se suicidan antes de ser conocidos. Rembrandt acabó su vida en las calles, de mendigo. Y uno de los más grandes…».

«¿Y qué me dices de Van Gogh?», exclamó Stasia.

«¿Quién es ése?», dijo mi madre. «¿Otro garabateador?».

«No, un pintor. Y, además, loco». Stasia estaba levantando la voz.

«Todos me parecen chiflados», dijo mi madre.

Stasia se echó a reír. Cada vez se reía con carcajadas más fuertes… «Y yo, ¿qué le parezco?», gritó. «¿No sabe que yo también soy una chiflada?».

«Pero adorable», dijo Mona.

«Estoy loca de remate, ¡ya ve usted!», dijo Stasia, sin dejar de reír. «Todo el mundo lo sabe».

Yo notaba que mi madre estaba atemorizada. Podía pasar que se usara en broma la palabra chiflado, pero eso de confesar que estaba uno loco era otro cantar.

Mi padre fue quien salvó la situación.

«Uno es un payaso», dijo, «la otra una chiflada. Y , ¿qué?». Se dirigía a Mona. «¿Eres normal?».

Ella sonrió y respondió animada: «Soy perfectamente normal. Eso es lo malo que tengo».

Entonces mi padre se dirigió a mi madre. «Los artistas son todos iguales. Tienen que estar un poco locos para pintar… o escribir. ¿Qué me dices de nuestro viejo amigo John Imhof?».

«¿Qué quieres que te diga?», respondió mi madre, mirándolo sin comprender. «¿Acaso tenía que escaparse con otra mujer, abandonar a su esposa y a sus hijos para demostrar que era un artista?».

«No es eso lo que quiero decir». Se estaba irritando cada vez más con ella, pues sabía de sobra lo cabezota y obtusa que podía ser. «¿No recuerdas la expresión de su cara, cuando lo sorprendíamos manos a la obra? Ahí lo teníamos, en aquel cuartito, pintando acuarelas después de que todo el mundo se hubiera ido a la cama». Se dirigió a Lorette. «Ve arriba y trae ese cuadro que está colgado en el salón, ¿quieres? Ya sabes: el de un hombre y una mujer en el bote de remos… el hombre tiene un haz de heno detrás de la espalda».

«Sí», dijo mi madre, pensativa, «era un buen hombre, John Imhof, hasta que su mujer se dio a la bebida. Aunque la verdad es que no mostró demasiado interés por sus hijos. Sólo pensaba en su arte».

«Era un buen artista», dijo mi padre. «Su obra es hermosa. ¿Recuerdas las vidrieras de color que hizo para la pequeña iglesia de la esquina? ¿Y qué obtuvo por su trabajo? Apenas nada. No, siempre recordaré a John Imhof, hiciera lo que hiciese. Lo único que desearía es tener más cuadros suyos».

Entonces apareció Lorette con el cuadro. Stasia lo cogió y lo examinó, con gran interés, al parecer. Yo temía que dijese que era demasiado académico, pero no, dio muestras de mucho tacto y discreción. Observó que la realización era muy bella…, muy diestra.

«No es un tipo de pintura fácil», dijo. «¿Pintaba óleos alguna vez? No soy muy buen juez de acuarelas. Pero veo que sabía lo que hacía». Hizo una pausa. Después, como si hubiera adivinado lo que convenía decir, añadió: «Un acuarelista que me gusta de verdad es…».

«¡John Singer Sargent!», exclamó mi padre.

«¡Exacto!», dijo Stasia. «¿Cómo lo sabía? Quiero decir: ¿cómo sabía que estaba pensando en él?».

«Sólo hay un Sargent», dijo mi padre. Era una declaración que había oído muchas veces en boca de su predecesor, Isaac Walker. «Sólo hay un Sargent, como sólo hay un Beethoven, un Mozart, un Da Vinci… ¿Verdad?».

Stasia puso expresión radiante. Se sentía animada a hablar con libertad ahora. Me lanzó una mirada, al abrir la boca, que significaba: «¿Por qué no me has contado esto sobre tu padre?».

«Los he estudiado a todos», dijo, «y ahora estoy intentando descubrir mi estilo. No estoy tan loca como he dicho antes. Lo que me pasa es que sé más cosas de las que podría asimilar nunca. Tengo talento, pero no genio. Sin genio, nada importa. Y quiero ser un Picasso…, un Picasso femenino. No una Marie Laurencin. ¿Comprende lo que quiero decir?».

«¡Desde luego!», dijo mi padre.

Por cierto, que mi madre había abandonado la habitación. La oía trajinar con las ollas y las sartenes. Había sufrido una derrota.

«La copió de un cuadro famoso», dijo mi padre, indicando la acuarela de John Imhof.

«No importa», dijo Stasia. «Muchos artistas han copiado las obras de los autores que amaban… Pero ¿qué era lo que decía usted que le ocurrió… a ese John In…?».

«Se escapó con otra mujer. Se la llevó a Alemania, donde la había conocido de niño. Entonces estalló la guerra y no volvimos a saber nada de él. Probablemente lo mataran».

«Y la obra de Rafael, ¿le gusta a usted?».

«Nunca hubo dibujante más grande», se apresuró a responder mi padre. «Y Correggio…, ése fue otro gran pintor. ¡Y Corot! Un buen Corot no se puede superar, ¿verdad? Gaingsborough nunca me gustó demasiado. Pero Sisley…».

«Parece usted conocerlos a todos», dijo Stasia, dispuesta ahora a seguir el juego toda la noche. «Y los modernos… ¿le gustan también?».

«Se refiere usted a John Sloan, George Luks…, ¿gente así?».

«No», dijo Stasia, «me refiero a hombres como Picasso, Miró, Matisse, Modigliani…».

«No los he seguido», dijo mi padre. «Pero sí que me gustan los impresionistas, lo que he visto de su obra. Y Renoir, por supuesto. Pero es que no es un moderno, ¿verdad?».

«En cierto sentido, sí», dijo Stasia. «Ayudó a preparar el camino».

«Desde luego, amaba la pintura, eso es evidente», dijo mi padre. «Y era un buen dibujante. Todos sus retratos de mujeres y niños son de una belleza impresionante; no los puede uno olvidar. Y además las flores y los trajes…, todo tan alegre, tan tierno, tan vivo. Pintó su época, hay que reconocerlo. Y fue una época hermosa: el alegre París, las meriendas a la orilla del Sena, el “Moulin Rouge”, jardines hermosos…».

«Me hace usted recordar a Toulouse-Lautrec», dijo Stasia.

«Monet, Pissarro…».

«¡Poincaré!», tercié.

«¡Strindberg!». Esto lo dijo Mona.

«Sí, ése sí que fue un loco adorable», dijo Stasia.

En ese momento mi madre asomó la cabeza.

«¿Seguís hablando de locos? Creí que habíais acabado con ese tema». Nos miró uno a uno y vio que lo estábamos pasando bien y se dio media vuelta. Era el colmo para ella. La gente no tenía derecho a estar alegre hablando de arte. Además, la simple mención de todos esos extraños nombres extranjeros la molestaba. No eran americanos.

Así fue pasando la tarde, mucho mejor de lo que yo había esperado, gracias a Stasia. Desde luego, le había caído en gracia a mi viejo. Hasta cuando éste, de buen humor, dijo que Stasia debería haber sido un hombre, nadie le dio importancia.

Cuando de repente sacaron el álbum de la familia, Stasia entró casi en éxtasis. ¡Qué galaxia de tipos estrafalarios! El tío Theodore de Hamburgo: un capullo vestido de lechuguino. George Schindler de Bremen: una especie de Beau Brummell de Hesse, que se mantuvo fiel al estilo de la década de 1880 hasta el final de la Primera Guerra Mundial. Heinrich Müller, el padre de mi padre, de Baviera: la imagen viva del emperador Francisco José. George Insel, el idiota de la familia, que miraba como un macho cabrío loco con sus bigotes retorcidos a lo káiser Guillermo. Las mujeres eran más enigmáticas. La madre de mi madre, que se había pasado la mitad de su vida en el manicomio: podría haber sido la protagonista de una de las novelas de Walter Scott. La tía Lizzie, el monstruo que se había acostado con su propio hermano: una bruja de aspecto alegre con postizos en el pelo y una sonrisa que cortaba como un cuchillo. La tía Annie, con bañador de antes de la guerra, con el aspecto de un payaso de película de Mack Sennett a punto de meterse en la perrera. La tía Amelia, la hermana de mi padre: un ángel de ojos castaños y dulces…, toda beatitud. La señora Kicking, la antigua ama de llaves: completamente majareta, más fea que un pecado, con la jeta cubierta de verrugas y forúnculos…

Lo que nos llevó al tema de la genealogía… En vano los atosigué a preguntas. Lo anterior a sus padres era vago y dudoso.

Pero ¿es que no habían hablado nunca sus padres de sus parientes?

Sí, pero ahora les costaba recordarlo.

«¿Había alguno pintor?», preguntó Stasia.

Ni mi madre ni mi padre lo creían.

«Pero había poetas y músicos», dijo mi madre.

«Y capitanes de barco y campesinos», dijo mi padre.

«¿Estás seguro de eso?», pregunté.

«¿Por qué te interesa tanto eso?», dijo mi madre. «Todos murieron hace ya mucho».

«Quiero saberlo», respondí. «Algún día iré a Europa y lo averiguaré por mí mismo».

«Una quimera», replicó.

«No me importa. Me gustaría saber más sobre mis antepasados. Tal vez no fueran todos alemanes».

«Sí», dijo Mona, «tal vez haya algo de sangre eslava en la familia».

«A veces Henry parece un mongol enteramente», dijo Stasia inocente.

A mi madre eso le pareció del todo ridículo. Para ella un mongol era un idiota.

«Es americano», dijo. «Ahora todos somos americanos».

«Sí», pió Lorette.

«¿Cómo que sí?», dijo mi padre.

«Él también es americano», dijo Lorette. Y añadió: «Pero lee demasiado».

Todos nos echamos a reír.

«Y ya no va a la iglesia».

«Basta», dijo mi padre. «Tampoco nosotros vamos a la iglesia, pero somos cristianos igual».

«Tiene demasiados amigos judíos».

Otra explosión de risa general.

«Vamos a comer algo», dijo mi padre. «Estoy seguro de que quieren volver a casa pronto. Mañana será otro día».

Volvieron a poner la mesa. Una cena fría, esa vez, con té y más budín de ciruela. Lorette se la pasó lloriqueando.

Una hora después nos despedíamos de ellos.

«No cojáis frío», dijo mi madre. «Hay tres manzanas hasta la estación del tren elevado». Sabía que cogeríamos un taxi, pero ésta era una palabra, como arte, que detestaba pronunciar.

«¿Volveréis pronto?», preguntó Lorette en la puerta.

«Creo que sí», dije yo.

«¿Para Año Nuevo?».

«Tal vez».

«No tardéis mucho en volver», dijo mi padre cariñoso. «¡Y buena suerte con la literatura!».

En la esquina llamamos a un taxi.

«¡Uf!», dijo Stasia, cuando montábamos.

«No ha sido demasiado terrible, ¿verdad?», dije yo.

«Qué va, qué va. Gracias a Dios, yo no tengo parientes a quienes visitar».

Nos acomodamos en los asientos. Stasia se quitó los zapatos.

«¡Ese álbum!», dijo Stasia. «Nunca he visto una colección semejante de imbéciles. Es un milagro que tú seas normal, ¿te das cuenta?».

«La mayoría de las familias son así», respondí. «El árbol de la humanidad no es sino un enorme Tannenbaum resplandeciente de maníacos maduros y relucientes. El propio Adán debió de ser un monstruo desproporcionado y de un solo ojo… Lo que necesitamos es echar un trago. Me pregunto si quedará algo de Kümmel».

«Me gusta tu padre», dijo Mona. «Tienes muchos rasgos de él, Val».

«Pero ¿y su madre?».

«¿Qué?», dije yo.

«Yo la habría estrangulado hace años», dijo Stasia.

A Mona le hizo gracia eso. «Una mujer extraña», dijo. «Me recuerda un poco a la mía. Hipócritas. Y cabezotas como mulas. Tiránicas también y de estrechas miras. No hay nada de amor en ellas, ni una pizca».

«Yo nunca seré madre», dijo Stasia. Todos nos reímos. «Tampoco seré esposa. Joder, ya es bastante difícil ser mujer. ¡Detesto a las mujeres! Todas son unas putas malvadas, hasta las mejores. Yo seré lo que soy: alguien que interpreta el papel de mujer. Y no volváis a hacerme vestir así, por favor. Me siento como una completa imbécil… y una impostora».

De vuelta en el sótano, sacamos las botellas. Ya lo creo que había Kümmel, y coñac, ron, Benedictine, Cointreau. Hicimos un extraño café muy fuerte, nos sentamos a la mesa de las confesiones y nos pusimos a charlar como amigos. Stasia se había quitado el corsé. Colgaba sobre el respaldo de la silla, como una reliquia del museo.

«Si no os importa», dijo, «me voy a dejar colgando los pechos». Se los acarició con cariño. «No están mal, ¿verdad? Podrían estar un poco más llenitos tal vez… Todavía soy virgen. ¿No ha sido extraño, que tu padre citara a Correggio? ¿Tú crees que sabe algo de verdad sobre Correggio?».

«Es posible», dije. «Solía asistir a las subastas con Isaac Walker, anterior dueño de la sastrería. También podría ser que conociera a Cimabue o Carpaccio.

¡Tendrías que oírlo hablar a veces de Tiziano! Pensarías que lo ha estudiado».

«Estoy confusa», dijo Stasia, al tiempo que se tomaba otro coñac. «Tu padre habla de pintores, tu hermana de música y tu madre del tiempo. Ninguno de ellos, sabe nada de nada, en realidad. Son como hongos hablando juntos… Debe de haber sido un paseo espeluznante, el que habéis dado por el cementerio. Yo me habría vuelto loca».

«A Val eso no le importa», dijo Mona. «Puede soportarlo».

«¿Por qué?», dijo Stasia. «¿Porque es escritor? Más material, ¿no?».

«Tal vez», dije yo. «Tal vez haya que atravesar ríos de mierda para encontrar un germen de realidad».

«Yo, no», dijo Stasia. «Prefiero el Village, aunque sea falso. Al menos allí puedes decir lo que piensas».

Entonces habló Mona. Acababa de ocurrírsele una idea brillante.

«¿Por qué no nos vamos todos a Europa?».

«Sí», dijo Stasia alegre, «¡vámonos!».

«Podemos salir adelante», dijo Mona.

«Desde luego», dijo Stasia. «En último caso, puedo pedir prestado dinero para el pasaje».

«¿Y cómo viviríamos, una vez allí?», pregunté yo.

«Como aquí», dijo Mona. «Es muy sencillo».

«¿Y qué lengua hablaríamos?».

«Todo el mundo sabe inglés Val. Además hay montones de americanos en Europa. Sobre todo, en Francia».

«Y nosotros viviríamos a su costa, ¿no?».

«No he dicho eso. Digo que si de verdad quieres ir, siempre hay un medio».

«Podemos posar como modelos», dijo Stasia. «O Mona podría hacerlo. Yo tengo demasiado vello».

«Y yo, ¿qué haría?».

«¡Escribir!», dijo Mona. «Eso es lo único que puedes hacer».

«Ojalá fuera verdad», dije. Me levanté y me puse a recorrer la habitación.

«¿Qué es lo que te preocupa?», me preguntaron.

«¡Europa! Me la agitáis delante como un cebo. Vosotras sois las soñadoras, ¡no yo! Ya lo creo que me gustaría ir. No sabéis lo que siento cuando oigo esa palabra. Es como la promesa de una nueva vida. Pero ¿cómo ganarse la vida allí? No sabemos ni una palabra de francés, no somos hábiles…, sólo sabemos desplumar a la gente. Y ni siquiera eso lo hacemos bien».

«Tú eres demasiado serio», dijo Mona. «¡Utiliza la imaginación!».

«Sí», dijo Stasia, «tienes que arriesgarte. ¡Acuérdate de Gauguin!».

«¡O de Lafcadio Hearn!», dijo Mona.

«¡O de Jack London!», dijo Stasia. «No se puede esperar hasta que todo sea de color de rosa».

«Ya lo sé, ya lo sé». Me senté y hundí la cabeza en las manos.

De repente, Stasia exclamó: «Ya lo tengo…; iremos nosotras primero, Mona y yo, y te llamaremos cuando todo esté listo. ¿Qué te parece?».

Me limité a gruñir. Estaba escuchando a medias. No iba detrás de ellas, las había precedido. Estaba ya vagando por las calles de Europa, charlando con los transeúntes, sorbiendo una bebida en una terraza atestada de gente. Estaba solo, pero no me sentía solo en absoluto. El aire olía distinto, la gente tenía otro aspecto. Hasta los árboles y las flores eran diferentes. Cómo deseaba eso: ¡algo diferente! Poder hablar con libertad, ser entendido, ser aceptado. Una tierra de parientes auténticos, eso era Europa para mí. La patria del artista, del vagabundo, del soñador. Sí, Gauguin las había pasado negras, y Van Qogh aún peor. Sin duda, había millares que nunca conocimos, de quienes no oímos hablar, que fracasaron, que desaparecieron sin realizar nada…

Me levanté cansado, más exhausto ante la perspectiva de ir a Europa, aunque sólo con la imaginación, que por las tediosas horas pasadas en el seno de la familia.

«Aun así, llegaré a ir», me dije para mis adentros, mientras me preparaba para acostarme. «Si ellos pudieron hacerlo, yo también». (Con «ellos» me refería a los ilustres y a los fracasados). «Hasta los pájaros pueden».

Transportado por esa idea, me veía como un nuevo Moisés, conduciendo a mi pueblo fuera del desierto. ¡Detener la marea, invertir el proceso, iniciar una gran marcha hacia atrás, de regreso al origen! Vaciar ese vasto desierto llamado América, vaciarlo de todos los rostros pálidos, poner fin a todo el ajetreo y alboroto sin sentido…, devolver el Continente a los indios…, ¡qué triunfo sería eso! Europa contemplaría el espectáculo estupefacta. ¿Se han vuelto locos, para abandonar la tierra de la leche y la miel? Entonces, ¿era sólo un sueño América? ¡Sí!, exclamaría yo. Un mal sueño precisamente. Empecemos de nuevo. ¡Hagamos nuevas catedrales, cantemos de nuevo al unísono, hagamos poemas no de muerte sino de vida! Moviéndonos como una ola, codo con codo, haciendo sólo lo necesario y vital, construyendo sólo lo que vaya a durar, creando sólo para la alegría. Recemos de nuevo, al dios desconocido, pero en serio, con todo nuestro corazón y nuestra alma. Que la idea del futuro no nos convierta en esclavos. Que el día baste por sí solo. Abramos nuestros corazones y nuestros hogares. ¡No más crisoles de gentes! Sólo los metales puros, los más nobles, los más antiguos. Dadnos otra vez dirigentes, y jerarquías, gremios, artesanos, poetas, joyeros, estadistas, eruditos, vagabundos, charlatanes. Y espectáculos, no desfiles militares. Festivales, procesiones, cruzadas. Charla por gusto de la charla; trabajo por gusto del trabajo; honor por gusto del honor…

La palabra honor me hizo volver en sí. Era como un despertador sonándome en los oídos. Imaginaos, ¡el piojo en su hendidura hablando de honor! Me hundí aún más en la cama y, mientras me quedaba dormido, me vi sosteniendo una banderita americana y ondeándola: la buena y vieja bandera de las estrellas y las franjas. La sostenía con la mano derecha, orgulloso, al salir en busca de trabajo. ¿Es que no era privilegio mío exigir trabajo, yo, un americano de pura cepa, hijo de padres respetables, fiel adorador de la radio, rufián democrático consagrado al progreso, el prejuicio racial y el éxito? Avanzando hacia el empleo, con la promesa en los labios de hacer a mis hijos aún más americanos que sus padres, de convertirlos en cobayas, si fuera necesario, por el bien de nuestro gloriosa República. ¡Dadme un rifle y un blanco al que disparar! Demostraré si soy o no un patriota. América para los americanos, ¡maaarchen! ¡Dadme la libertad o la muerte! (¿Qué diferencia hay?). Una nación, indivisible, etcétera, etcétera. Visión 20-20, ambición ilimitada, pasado sin tacha, energía inagotable, futuro milagroso. Sin enfermedades, ni personas dependientes, ni complejos, ni vicios. Nacido para trabajar como un troyano, para formar, para saludar a la bandera —la bandera americana— y siempre listo para traicionar al enemigo. Lo único que pido, jefe, es una oportunidad.

«¡Demasiado tarde!», dice una voz desde las sombras.

«¿Demasiado tarde? ¿Cómo así?».

«¡Porque sí! Hay 26.595.493 más por delante de ti, todos ellos catalépticos de pies a cabeza y de acero inoxidable, en todos ellos firme el ademán, todos y cada uno aprobados por el Ministerio de Sanidad, la Sociedad de Acción Cristiana, las Hijas de la Revolución Americana y el Ku Klux Klan».

«¡Dadme un revólver!», suplico. «Dadme un fusil, ¡para que me pueda saltar la tapa de los sesos! Esto es ignominioso».

Y, en verdad, era ignominioso. Peor aún: eran disparates certificados.

«¡Que os den por culo!», chillé. «Conozco mis derechos».

Ir a la siguiente página

Report Page