Nexus

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Capítulo VII

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Capítulo VII

La idea de que ellas pudieran dejarme atrás como a un perro y explorar Europa por su cuenta me consumía, me volvía irritable, más excéntrico que nunca, y a veces de comportamiento por completo diabólico. Un día salía en busca de trabajo, decidido a valerme por mí mismo y el siguiente me quedaba en casa y luchaba con la obra de teatro. Por las noches, cuando nos reuníamos en torno a la mesa de las confesiones, tomaba notas de la conversación.

«¿Para qué haces eso?», me preguntaban.

«Para comprobar vuestras mentiras», podía ser que respondiera yo. O: «Tal vez use algo de esto para la obra de teatro».

Esas observaciones servían para sazonar sus diálogos. Hacían todo lo posible para despistarme. A veces hablaban como Strindberg, otras veces como Maxwell Bodenheim. Para aumentar la confusión, les leía pasajes inquietantes de la libreta que ahora llevaba conmigo en mis peregrinaciones por el Village. A veces era una conversación (al pie de la letra) que había oído a la puerta de una cafetería o de un club nocturno, otras veces era una descripción de lo que sucedía en esos antros. Había observaciones fragmentarias —ingeniosamente intercaladas— que había oído, o fingía haber oído, sobre ellas dos. Solían ser imaginarias, pero también eran lo bastante reales como para preocuparlas o hacerles soltar la verdad, que era exactamente lo que yo pretendía.

Siempre que perdían el dominio de sí mismas, se contradecían y revelaban cosas que yo no debía oír. Al final, fingí estar de verdad absorto en la composición de la obra y les rogué que anotasen lo que yo dictaba: les dije que había decidido escribir primero el último acto: sería más fácil. Desde luego, el motivo auténtico era mostrarles cómo acabaría aquel ménage à trois. Me exigía hacer un poco de comedia y pensar rápido.

Stasia había decidido que ella tomaría las notas, mientras Mona escuchaba y hacía sugerencias. Para mejor hacer de dramaturgo, me paseaba por la habitación, fumaba cantidades infinitas de cigarrillos, echaba un trago de la botella de vez en cuando, mientras gesticulaba como un director de cine, representando los papeles, imitándolas por turno y, por supuesto, poniéndolas histéricas, en particular cuando desarrollaba escenas seudoamorosas en que las representaba sólo fingiendo estar enamoradas. A veces hacía una interrupción brusca para preguntarles si pensaba que esas escenas eran demasiado irreales, demasiado traídas por los pelos, y demás. A veces me interrumpían ellas para comentar la exactitud de mis retratos o mi diálogo, tras lo cual rivalizaban para facilitarme más indicaciones, pistas, sugerencias, al tiempo que hablábamos todos y representábamos nuestros papeles, cada cual a su manera, y sin tomar notas ninguno, ni conseguir recordar, cuando nos calmábamos, lo que el otro o la otra había dicho, qué venía primero y qué al final. A medida que avanzábamos, yo iba poco a poco introduciendo cada vez más realidad, recreando con astucia escenas que no había presenciado nunca, dejándolas estupefactas con sus propias confesiones, su propia conducta clandestina. Observé que algunos de esos disparos en la oscuridad las confundían y asombraban hasta tal punto, que no les quedaba más remedio que acusarse mutuamente de traición. A veces, ignorantes de las consecuencias de sus palabras, me acusaban de espiarlas, de escuchar por el ojo de la cerradura, y cosas así. Otras veces se miraban desconcertadas, incapaces de decir si de verdad habían dicho o hecho lo que yo les imputaba o no. Pero, por mucho que detestaran mi interpretación de sus acciones, se apasionaban, deseaban más y más. Era como si se vieran en el escenario representando sus papeles auténticos. Era irresistible.

En el momento culminante, yo cortaba a propósito, fingiendo que me dolía la cabeza o que me había quedado sin ideas o que la puñetera obra no valía, que era inútil desperdiciar más tiempo con ella. Eso las ponía muy nerviosas. Para ablandarme, llegaban a casa cargadas de cosas buenas de comer y beber. Hasta me traían puros habanos.

Para variar el tormento, yo fingía, justo cuando acabábamos de empezar a trabajar, que había tenido una experiencia extraordinaria ese día y, como distraído, hacía una digresión para darles una descripción detallada de una aventura mítica. Una noche les dije que tendríamos que aplazar el trabajo en la obra de teatro por un tiempo porque había cogido un empleo de acomodador en un teatro de revista. Se enfurecieron. Unos días después les dije que había dejado ese trabajo para coger otro de ascensorista. Eso les repugnó.

Una mañana me desperté con la firme intención de ir en busca de un empleo, un buen empleo. No tenía idea clara de qué clase de empleo, sólo que debía ser algo que valiera la pena, algo importante. Mientras me afeitaba, se me ocurrió ir a visitar al jefe de una cadena de grandes almacenes, y pedirle que me diera un puesto. No diría nada sobre empleos anteriores; me extendería sobre el hecho de ser escritor, escritor independiente, que deseaba poner su talento a su disposición. Un joven que había viajado mucho, cansado de dispersarse, deseoso de crearse una situación permanente, en una organización con futuro como la suya. (Esa cadena de almacenes estaba sólo en los comienzos). Si se me daba una oportunidad podría demostrar… En ese punto daba rienda suelta a mi imaginación.

Mientras me vestía, adorné el discurso que pensaba pronunciar ante el señor W. H. Higginbotham, presidente de la cadena de almacenes «Hobson and Holbein». (¡Recé para que no resultara ser sordo!).

Salí lleno de optimismo y más arreglado y animado que nunca. Me armé con una cartera de Stasia, sin molestarme en examinar lo que contenía. Cualquier cosa que me diera aspecto de «persona seria».

Era un día muy frío y el despacho del jefe estaba en un almacén cerca del Gowanus Canal. Tardé siglos en llegar y, al bajar del tranvía, eché a correr. Llegué a la entrada del edificio con las mejillas coloradas y el aliento helado. Al recorrer el tétrico vestíbulo advertí en el tablero un gran rótulo que decía: «El departamento de empleo cierra a las 9.30 de la mañana». Ya eran las once. Al examinar el tablero, advertí que el ascensorista me estaba mirando con insistencia. Al entrar en el ascensor, indicó el letrero con la cabeza y dijo: «¿No ha leído eso?».

«No vengo a buscar trabajo», dije. «Tengo una cita con el secretario del señor Higginbotham».

Me lanzó una mirada inquisitiva, pero no dijo nada más. Cerró la puerta con un portazo y el ascensor subió despacio.

«¡Octavo piso, por favor!».

«¡No es necesario que me lo diga! ¿Qué asunto le trae?».

El ascensor, que estaba subiendo, gemía y chirriaba como una marrana en pleno parto. Tuve la impresión de que había aminorado su velocidad a propósito.

Ahora me miraba severo, esperando mi respuesta. «¿Qué será lo que le inquieta?», me pregunté. ¿Sería simplemente sólo mi aspecto?

«Es difícil», empecé a decir, «explicar en pocas palabras lo que me trae aquí». Aterrado ante la mirada ceñuda que me dirigía, me detuve en seco. Hice todo lo posible por devolverle la mirada sin acobardarme. «Sí», proseguí, «es bastante dif…».

«¡Cállese la boca!», gritó, al tiempo que detenía el ascensor… entre dos pisos. «Si dice una palabra más…». Levantó una mano, como diciendo: «¡Lo estrangulo!».

Convencido de que me encontraba ante un maníaco, mantuve la boca cerrada.

«Habla usted demasiado», dijo. Tiró de la palanca y el ascensor reanudó la subida, estremeciéndose.

Guardé silencio y miré al frente. En el octavo piso abrió la puerta y salí, con cautela, como si esperara una patada en el culo.

Por fortuna, la puerta que tenía delante era la que buscaba. Al poner la mano en el picaporte, me di cuenta de que el ascensorista me estaba observando. Tenía el desagradable presentimiento de que estaría ahí para atraparme, cuando me echaran como un balde vacío. Abrí la puerta y entré. Me encontré frente a una muchacha situada en una vitrina, que me recibió con una sonrisa.

«Vengo a ver al señor Higginbotham», dije. Para entonces había recuperado el uso de la palabra y mis pensamientos se desplomaban como bolos.

Para mi asombro, no me hizo preguntas. Se limitó a coger el teléfono y pronunció unas palabras inaudibles ante el auricular. Cuando lo colgó, se volvió hacia mí y con la voz más dulce del mundo me dijo: «El secretario del señor Higginbotham lo recibirá dentro de un momento».

Al cabo de un instante, apareció el secretario. Era un hombre de unos cuarenta años y de aspecto agradable, cortés, afable. Le di mi nombre y lo seguí hasta su escritorio, que estaba al final de una larga habitación salpicada de escritorios y máquinas de todas clases. Se sentó detrás de una gran mesa bruñida que estaba casi vacía e indicó una silla cómoda enfrente de él en la que me dejé caer con una sensación momentánea de alivio.

«El señor Higginbotham está en África», empezó a decir. «No volverá hasta dentro de varios meses».

«Comprendo», dije, pensando para mis adentros que ésa era mi escapatoria, porque sólo podía confiarme al señor Higginbotham en persona. Aun así, comprendí que no sería prudente salir tan rápido: el ascensorista debía de estar esperando semejante eventualidad.

«Ha ido a una gran cacería», añadió el secretario, al tiempo que me observaba y se preguntaba sin duda si debía despacharme en seguida o tantear el terreno un poco más. Sin embargo, seguía mostrándose afable y, evidentemente, esperaba que le dijera lo que se me ofrecía.

«Comprendo», repetí. «Cuánto lo siento. Tal vez deba esperar hasta que vuelva…».

«No, no… a no ser que haya de decirle algo muy confidencial. Aunque estuviera aquí, tendría usted que hablar primero conmigo. El señor Higginbotham tiene muchos asuntos que atender; ésta es sólo una de sus empresas. Le aseguro que lo que desee usted comunicarle será objeto de mi atención y consideración más vivas».

Guardó silencio. Ahora me tocaba a mí.

«Pues, verá usted», empecé a decir vacilante, pero sintiéndome un poco más cómodo, «no es nada fácil explicar el objeto de mi visita».

«Discúlpeme», me interrumpió, «pero podría decirme a qué firma representa usted».

Se inclinó hacia delante como esperando que le pusiera una tarjeta en la mano.

«Me represento a mí mismo… señor Larrabee, así se llama usted, ¿verdad? Soy escritor… escritor independiente. Espero que no le parezca eso un inconveniente».

«¡En absoluto, en absoluto!», respondió.

(¡Piensa rápido ahora! ¡Algo original!).

«No vendrá usted a ofrecer una campaña de publicidad, ¿eh? La verdad es que nosotros…».

«¡Oh, no!», respondí. «¡Nada de eso! Sé que tienen ustedes muchos hombres capaces para eso». Esbocé una sonrisa. «No, se trata de algo más general… más experimental, diría yo».

Tardé un momento en lanzarme, como un pájaro que revolotea sobre una alcándara poco segura. El señor Larrabee se inclinó hacia delante aguzando el oído para captar ese «algo» tan importante.

«Se trata de lo siguiente», dije, sin saber qué diablos iba a decir después. «A lo largo de mi carrera he entrado en contacto con toda clase de hombres, toda clase de ideas. De vez en cuando se me ocurre una idea… No hace falta que le diga que a veces a los escritores se les ocurren ideas que los individuos prácticos consideran quiméricas. Es decir, que parecen quiméricas, hasta que se ponen a prueba».

«Eso es muy cierto», dijo el señor Larrabee, con su suave semblante dispuesto para recibir la impresión de mi idea, ya fuera quimérica o factible.

Era imposible continuar por más tiempo con la táctica dilatoria. «¡Desembucha!», me ordené a mí mismo. Pero ¿el qué?

En ese momento, por suerte, apareció un hombre del despacho contiguo, con un fajo de cartas en la mano.

«Le ruego que me disculpe», dijo, «pero me temo que deberá usted interrumpir por un momento para firmar estas cartas. Son muy importantes».

El señor Larrabee cogió las cartas y después me presentó a aquel hombre.

«El señor Miller es escritor. Ha venido a presentar un plan al señor Higginbotham».

Nos dimos la mano, mientras el señor Larrabee se enfrascaba con la correspondencia.

«Vaya, vaya», dijo el hombre —se llamaba McAuliffe, creo—. «La verdad es que no vemos demasiados escritores por aquí». Sacó una pitillera y me ofreció un Benson and Hedges.

«Gracias», dije, al tiempo que le permitía encendérmelo.

«Siéntese, por favor», dijo. «Espero que no le importe charlar un momento conmigo. No todos los días tiene uno oportunidad de conocer a un escritor».

Tras unos cuantos comentarios corteses más, me preguntó:

«¿Escribe usted libros o tal vez es corresponsal de un periódico?».

Fingí haber hecho un poco de todo. Lo dije así, como obligado por la modestia.

«Comprendo, comprendo», dijo. «¿Y novelas?».

Una pausa. Vi que deseaba más.

Dije que sí. «Hasta historietas policíacas de vez en cuando. Mi especialidad», añadí, «son los viajes y la investigación».

Dio un respingo, interesado. «¡Los viajes! Ah, daría mi brazo derecho por tener un año de permiso, un año para visitar lugares. ¡Tahití! ¡Ése es el sitio que quiero ver! ¿Ha estado usted alguna vez allí?».

«Pues sí, la verdad», respondí. «Aunque no por mucho tiempo. Sólo unas semanas. Volvía de las Carolinas».

«¿Las Carolinas?». Ahora parecía electrizado. «¿Qué hacía usted allí, si no es indiscreción?».

«Una misión bastante infructuosa, me temo». A continuación le expliqué que me habían engatusado para que me uniera a una expedición antropológica. No es que tuviese la menor preparación para eso. Pero el encargado de la expedición era un viejo amigo mío —un antiguo compañero de colegio— y me había convencido para que lo acompañara. Tenía absoluta libertad. Si salía un libro, estupendo. Si no… y demás.

«¡Ya, ya! ¿Y qué sucedió?».

«Al cabo de unas semanas caímos todos gravemente enfermos. Pasé el resto del tiempo en el hospital».

El teléfono del escritorio del señor Larrabee se puso a sonar imperioso. «Discúlpeme», dijo el señor Larrabee, al tiempo que descolgaba. Esperamos en silencio, mientras sostenía una larga conversación sobre tés importados. Acabada la conversación, se puso en pie de un salto, entregó la correspondencia firmada al señor McAuliffe y, como si le hubieran dado cuerda, dijo: «Sigamos con su plan, señor Miller…».

Me levanté para dar la mano al señor McAuliffe, que se marchaba, y sin más rodeos me lancé a una de mis extravagancias. Sólo que esa vez estaba decidido a decir la verdad. Iba a decir la verdad, nada más que la verdad, y después adiós, muy buenas.

A pesar de que aquel relato de mis aventuras y tribulaciones terrenales fue rápido y resumido, no obstante comprendí que estaba abusando del tiempo, por no hablar de la paciencia, del señor Larrabee. Lo que me animaba a seguir era su modo de escuchar, con el interés más vivo, como un sapo que te mirara desde el musgoso borde de una charca. A nuestro alrededor todos los empleados habían desaparecido; era la hora del almuerzo, bien avanzada. Hice una pausa por un momento para preguntarle si no le estaría impidiendo ir a almorzar. Desechó la pregunta con un gesto.

«Siga», me pidió. «Estoy por completo a su disposición».

Y así, tras haberlo puesto al corriente, pasé a hacer una confesión. Ni siquiera aunque el señor Higginbotham hubiese regresado repentina e inesperadamente de África, habría podido interrumpirme en ese momento.

«No tengo la menor excusa para haberle hecho perder su tiempo», empecé a decir. «La verdad es que no tengo plan ni proyecto que proponer. Sin embargo, no he entrado aquí para hacer el ridículo. Hay ocasiones en que pura y simplemente tiene uno que obedecer a sus impulsos. Aunque le parezca extraño… después de todo lo que le he contado de mi vida… aun así, creía que había de haber un lugar para alguien como yo en este mundo de la industria. El procedimiento habitual, cuando se intenta derribar la barrera, es pedir un sitio en la base. Sin embargo, mi idea es empezar cerca de la cumbre. He explorado la base… y no conduce a nada. Le hablo, señor Larrabee, como si hablara al propio señor Higginbotham. Estoy seguro de que podría ser útil de verdad a esta organización, pero no puedo decir en calidad de qué. Supongo que lo único que puedo ofrecer es mi imaginación… y mi energía, que es inagotable. En realidad, no es tanto un empleo lo que necesito cuanto la oportunidad de resolver mi problema inmediato, un problema puramente personal, lo reconozco, pero de importancia desesperada para mí. Podría arrojarme a cualquier cosa, sobre todo si me exigiera ejercer el ingenio. Creo que esa carrera tan rica en vicisitudes que le he trazado a grandes rasgos, debe haber servido para algo. No soy un individuo sin rumbo, ni inestable. Quijotil tal vez, y temerario a veces, pero trabajador nato. Y cuando mejor trabajo es cuando estoy atado al yugo. Lo que estoy intentando comunicarle, señor Larrabee, es que quien cree una plaza para mí nunca lo lamentará. Ésta es una organización inmensa, con mecanismos complicados. Como pieza de una máquina, yo sería inútil. Pero ¿por qué hacerme formar parte de la máquina? ¿Por qué no dejarme inspirar a la máquina? Aun cuando no tenga un plan que presentar, como reconozco plenamente, eso no quiere decir que mañana no se me ocurra uno. Créame, es de la mayor importancia que en esta coyuntura alguien dé muestras de confianza en mí. Nunca he traicionado a quien confiara en mí, se lo aseguro. No le pido que me contrate ahora mismo, sólo le sugiero que me dé alguna esperanza, que prometa ofrecerme una oportunidad, en caso de que sea mínimamente posible, para que yo le demuestre que lo que digo no son meras palabras».

Había dicho todo lo que quería decir. Me puse en pie y le tendí la mano.

«Ha sido usted muy amable», dije.

«Espere», dijo el señor Larrabee. «Permítame corresponder a su franqueza».

Miró por la ventana un buen momento y después se volvió hacia mí.

«Mire», dijo, «ni un hombre de entre diez mil habría tenido el valor, o el descaro, de hacerme semejante proposición. No sé si admirarlo o… Mire, a pesar de la vaguedad de todo esto, le prometo que me ocuparé de su petición. Por supuesto, no puedo hacer nada hasta que el señor Higginbotham regrese. Sólo él podría crear un puesto para usted…». Vaciló antes de continuar. «Pero, por mi parte, quiero decirle lo siguiente. Sé poco de escritores y de literatura, pero me parece que sólo un escritor podría haber hablado como lo ha hecho usted. Sólo un individuo excepcional, añadiría, habría tenido la audacia de hacer confidencias a un hombre de mi posición. Me siento en deuda con usted; me hace usted sentirme más grande y mejor de lo que pensaba. Usted puede estar desesperado, como dice, pero, desde luego, no carece de ingenio. Una persona como usted no puede fracasar. No va a ser fácil para mí olvidarlo. Pase lo que pase, espero que me considere un amigo. Sospecho que dentro de una semana esta entrevista será una historia vieja para usted».

Yo me estaba ruborizando hasta las raíces del cabello. Obtener semejante respuesta me satisfacía más que encontrar un rincón en las empresas Hobson y Holbein.

«¿Quiere hacerme un último favor?», le pregunté. «¿Le importaría acompañarme hasta el ascensor?».

«¿Ha tenido dificultades con Jim?».

«Entonces, ¿está usted al corriente?».

Me cogió del brazo.

«No debería estar a cargo de ese ascensor. Nunca se puede saber cuál será su reacción. Pero el jefe se empeña en mantenerlo. Es un veterano de guerra y pariente lejano de la familia, creo. Una auténtica amenaza, sin embargo».

Apretó el botón y el ascensor subió despacio. Jim, como llamó al maníaco, pareció sorprendido de vernos a los dos allí parados. Cuando entré en el ascensor el señor Larrabee me tendió la mano una vez más y dijo, evidentemente para que la oyera Jim: «No lo olvide, siempre que —y recalcó el siempre— vuelva usted a pasar por esta zona, venga a verme. Tal vez la próxima vez podríamos comer juntos. Oh, sí, escribiré al señor Higginbotham esta noche. Estoy seguro de que le interesará profundamente. Ahora, ¡adiós!».

«Adiós», dije, «¡Y muchas gracias por todo!».

Mientras el ascensor bajaba cansino, miré al frente sin pestañear. Puse expresión de estar absorto en mis pensamientos. Sin embargo, sólo pensaba en una cosa: ¿cuándo estallará? Tenía el presentimiento de que ahora el ascensorista sentía aún más inquina hacia mí… por haberme mostrado tan astuto. Yo estaba tan cauteloso y alerta como un gato. ¿Qué, me pregunté, haría… podría hacer yo… si de repente, entre dos pisos, detenía el ascensor y se lanzaba contra mí? No se movía ni pestañeaba. Llegamos a la planta baja, se abrió la puerta y salí… como un Pinocho con las dos piernas quemadas.

Noté que el vestíbulo estaba desierto. Me dirigí hacia la puerta, a unos metros de distancia. Jim siguió en su sitio, como si nada hubiera pasado. Al menos, me pareció que ésa era su actitud. A medio camino de la puerta, me volví obedeciendo a un impulso y retrocedí. La inescrutable expresión en el rostro de Jim me reveló que eso era lo que esperaba que yo hiciese. Al acercarme, vi que su rostro parecía de piedra. ¿Se había retirado dentro de su pétreo yo… o me estaba tendiendo una celada?

«¿Por qué me odia?», le dije, y lo miré a los ojos.

«No odio a nadie», fue su inesperada respuesta. Sólo se habían movido los músculos de su boca; hasta los globos de los ojos estaban fijos.

«¡Disculpe!», dije y di media vuelta, como para marcharme.

«No lo odio a usted», dijo, volviendo a la vida de repente. «¡Lo compadezco! No puede usted engañarme. Nadie puede».

Fui presa de un terror interior.

«¿Qué quiere usted decir?», balbuceé.

«Déjese de palabras», dijo. «Sabe usted muy bien lo que quiero decir».

Entonces un escalofrío me corrió por la espina dorsal. Era como si hubiese dicho: «Tengo doble vista. Puedo leer en su mente como en un libro».

«Bueno, ¿y qué?», dije, asombrado de mi atrevimiento.

«¡Váyase a casa y ponga en orden sus pensamientos!».

Me quedé pasmado. Pero lo que siguió nadie, como dijo el señor Larrabee, habría podido preverlo.

Hipnotizado, lo observé levantarse la manga para revelar la cicatriz horrible; se levantó el pantalón y aparecieron otras cicatrices; después se desabrochó la camisa. A la vista de su pecho, casi me desmayé.

«Todo esto fue necesario», dijo, «para abrirme los ojos. Váyase a casa y ponga en orden sus pensamientos. ¡Váyase antes de que lo mate!».

Me volví al instante y me encaminé hacia la puerta. Necesité todo mi valor para no salir corriendo. Alguien entraba de la calle. Ahora no me atacaría… ¿o sí? Seguí al mismo paso, que apreté al acercarme a la puerta.

¡Uf! Fuera dejé caer la cartera y encendí un cigarrillo. Me manaba sudor por todos los poros. Reflexioné sobre lo que debía hacer. Era un cobardía escapar corriendo con la cola entre las piernas. Y volver era suicida. Veterano o no, loco o no, lo que decía lo decía en serio. Es más: me había calado. Eso era lo que me consumía.

Me marché, murmurando por lo bajo. Sí, me había calado: un impostor, un charlatán, un hijo de puta infantil y que hacía perder el tiempo a los demás. Nadie me había hecho sentir tan bajo. Sentí deseos de escribir una carta al señor Larrabee para decirle que, por mucho que le hubiesen impresionado mis palabras, todo en mí era falso, fraudulento, indigno. Llegué a indignarme tanto conmigo mismo, que me salió un sarpullido por todo el cuerpo. Si hubiera aparecido ante mí un gusano y hubiese repetido las palabras de Jim, yo habría inclinado la cabeza avergonzado y habría dicho: «Tiene toda la razón del mundo, señor Gusano. Permítame que me coloque a su lado y me arrastre por la tierra».

En Borough Hall tomé a toda prisa un café y un bocadillo y después me dirigí por instinto a «The Star», un antiguo teatro de revista que había conocido tiempos mejores. El espectáculo había empezado ya, pero no importaba: nunca había nada nuevo, ni en chistes ni en muslamen. Al entrar en el teatro, me vino el recuerdo de mi primera visita. Mi viejo amigo Al Burger y su amiguete, Frank Schofield, me habían invitado a acompañarlos. Debíamos de tener entonces diecinueve o veinte años. Lo que recordé en particular fue la cordialidad y amistad que irradiaba aquel Frank Schofield. Lo había visto sólo dos o tres veces más. Para Frank, yo era alguien de lo más especial. Le encantaba oírme hablar, estaba pendiente de la menor palabra que yo pronunciara. En realidad, todo lo que yo dijera le fascinaba, no sé por qué. En cuanto a Frank, era una persona de lo más corriente, pero rebosante de afecto. Tenía una figura de mamut —pesaba entonces casi ciento cincuenta kilos—, bebía como un pez y siempre llevaba un puro en la boca. Se reía con facilidad, y cuando lo hacía el vientre se le agitaba como un flan.

«¿Por qué no te vienes a vivir con nosotros?», solía decirme. «Cuidaremos de ti. Me siento bien sólo de mirarte».

Palabras sencillas, pero sinceras. Ninguno de mis buenos compañeros de entonces tenían sus cualidades corrientes. Ningún gusano le roía el alma aún. Era inocente, tierno, generoso en exceso.

Pero ¿por qué me tenía tanto cariño? Eso es lo que me preguntaba, mientras avanzaba a tientas hasta un asiento en la platea. Pasé una revista rápida a mis amigos íntimos, al tiempo que me preguntaba qué pensaba de mí en realidad cada uno de ellos. Y entonces recordé a un compañero de escuela, Lester Faber, cuyos labios se curvaban en una mueca de desprecio cada vez que nos encontrábamos, lo que sucedía todos los días. No gustaba a ninguno de la clase ni tampoco a los profesores. Había nacido amargado. ¡A tomar por culo!, pensé. Me pregunto cómo se ganará la vida ahora. Y Lester Prink. ¿Qué habría sido de él? De repente, vi a la clase entera, tal como aparecíamos en la foto tomada el último día de clase. Recordé a cada uno de ellos, sus nombres, estatura, peso, posición social, dónde vivían, cómo hablaban, todo lo relativo a ellos. Era extraño que nunca me hubiese tropezado con ninguno…

El espectáculo era espantoso; casi me quedé dormido. Pero la sala era acogedora y se estaba calentito. Además, no tenía prisa por ir a ninguna parte. Había siete, ocho o nueve horas por matar antes de que las dos volvieran.

El frío había cedido un poco, cuando salí del teatro. Caía una ligera nevisca. Una necesidad urgente e inexplicable dirigió mis pasos hacia una tienda de armería situada calle arriba. En el escaparate había un revólver que no dejaba de mirar, cuando pasaba por allí. Era un arma de aspecto enteramente asesino.

Como de costumbre, me acerqué y pegué la nariz al escaparate. Una enérgica palmada en la espalda me sobresaltó. Creí que se había disparado el revólver. Al darme la vuelta, una voz cordial exclamó: «¿Qué diablos haces por aquí? Henry, chico, ¿cómo estás?».

Era Tony Marella. Llevaba un puro apagado en la boca y el sombrero ladeado con desenvoltura, y sus ojillos centelleaban como en otro tiempo.

Bien, bien, y demás. Los intercambios habituales, algunos recuerdos emotivos, y después la pregunta:

«¿Y qué haces ahora?».

En pocas palabras vacié el saco de calamidades.

«Cuánto lo siento, Henry. Huy, la Virgen, no sospechaba que te encontraras en semejante apuro. ¿Por qué no has venido a contármelo? Siempre estoy dispuesto a prestar algo, ya lo sabes». Me echó un brazo al hombro. «¿Qué te parece si tomamos una copa? Tal vez pueda ayudarte».

Intenté decirle que no tenía remedio.

«Perderás el tiempo», le dije.

«Vamos, vamos, no me digas eso», dijo. «Te conozco muy bien. ¿Es que no sabes que siempre te he admirado… y envidiado? Todos tenemos altibajos. Mira, aquí hay una tasca simpática. Vamos a entrar y a comer y beber algo».

Era un bar (que no se veía desde la calle), donde evidentemente lo conocían bien y estaba bien considerado. Me tuvo que presentar a todo el mundo, hasta al limpiabotas.

«Un antiguo compañero de la escuela», decía, al tiempo que me presentaba a todos, uno por uno. «Es escritor. ¿Qué os parece?». Me pasó un cóctel de champán. «A ver, ¡vamos a brindar! Joe, haznos un bocadillo de roastbeef curiosito, con mucha salsa… y cebolla cruda. ¿Qué te parece eso, Henry? Chico, no sabes lo que me alegro de volver a verte. Muchas veces me he preguntado qué harías. Pensaba que tal vez te hubieras largado a Europa. Tiene gracia, ¿eh? Y has estado ocultándote delante de mis narices».

Siguió así, alegre como una alondra, distribuyendo más copas, comprando puros, preguntando por los resultados de las carreras, saludando a los que entraban y presentándomelos, pidiendo dinero prestado al tabernero, haciendo llamadas por teléfono, y cosas así. Una dinamo. Un buen tío, todo el mundo podía notarlo de un vistazo. El amigo de todo el mundo, y desbordante de alegría y cordialidad.

Al poco, con un codo en la barra y un brazo en torno a mi hombro, dijo, bajando la voz: «Oye, Henry, vayamos al grano. Ahora tengo un trabajo cómodo. Si quieres, te puedo encontrar un sitio. Nada del otro mundo, pero puede sacarte del apuro. Hasta que encuentres algo mejor, quiero decir. ¿Qué me dices?».

«Por supuesto», dije. «¿De qué se trata?».

Un empleo en el Departamento de Parques, explicó. Él era secretario del director. Lo que significaba que él, Tony, se encargaba de los asuntos habituales, mientras el pez gordo hacía sus rondas. Cosas de la política. Un juego sucio, me confió. Siempre hay alguien deseando darte una puñalada por la espalda.

«No será mañana ni pasado mañana», prosiguió. «Tengo que hacer el paripé, verdad. Pero te pondré en la lista en seguida. Puede que tarde un mes en llamarte. ¿Puedes resistir tanto tiempo?».

«Creo que sí», dije.

«No te preocupes por el dinero», dijo. «Te puedo prestar lo que necesites hasta entonces».

«¡No, no!», dije. «Me las arreglaré perfectamente…».

«Eres un tipo curioso», dijo, al tiempo que me apretaba el brazo. «No tienes que andarte con reparos conmigo. A mí, me viene y se me va… ¡así como así! En esta profesión hay que tener posibles. No hay políticos pobres, ya lo sabes. El modo de conseguirlo es otra cuestión. Hasta ahora he sido honrado. No es cosa fácil… Entonces, de acuerdo. Si no coges nada ahora, ya sabes dónde me tienes, si lo necesitas. En cualquier momento, ¡recuérdalo!».

Le estreché la mano.

«¿Y si tomáramos otra copa antes de marcharnos?».

Asentí con la cabeza.

«Oh, se me olvidaba una cosa. Puede que tenga que colocarte de sepulturero… para empezar. ¿Te importa? Sólo por una semana o así. No tendrás que deslomarte, yo me encargo de eso. Después te trasladaré a la oficina. Me quitarás un peso de encima. ¡Menudo si voy a poder utilizarte! Eres un escritor de cartas nato… y en eso consiste la mitad de mi trabajo. ¡Tú fíjate!».

Al salir, añadió: «Sigue escribiendo, Henry. Naciste para eso. Yo nunca estaría en esta profesión, si tuviera tu talento. He tenido que luchar por todo lo que tengo. Ya sabes, el italianito».

Nos estrechamos las manos.

«No me dejarás colgado ahora, ¿eh? ¡Promételo! Y saluda a tu padre de mi parte. ¡Hasta la vista!».

«¡Hasta la vista, Tony!».

Lo vi llamar a un taxi y montar. Volví a decirle adiós con la mano.

«¡Qué suerte! Tony Marella, nada menos. ¡Y justo cuando pensaba que la tierra estaba lista para recibirme!».

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