Nexus

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Capítulo X

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Capítulo X

Era evidente, incluso para un pobre iluso como yo, que nunca llegaríamos los tres juntos a París. Por eso, cuando recibí una carta de Tony Marella en la que me decía que al cabo de pocos días debía presentarme en el trabajo, aproveché la oportunidad para explicarles con claridad mi punto de vista. En una conversación franca, como hacía tiempo que no celebrábamos, sugerí que podía ser más prudente que ellas diesen el salto, en cuanto hubiera dinero, y que yo las siguiese después. Ahora que el trabajo era una realidad, podía ir a vivir con mis padres y así podía ahorrar dinero para mi pasaje. O, si se presentaba la necesidad, podía enviarles algo de pasta. En realidad, no nos veía a ninguno de nosotros viviendo en Europa en los próximos meses. Tal vez nunca.

No hacía falta ser adivino para ver el alivio que sintieron de que yo no fuera a acompañarlas. Por supuesto, Mona intentó disuadirme de que fuese a vivir con mis padres. Si tenía que ir a vivir con alguien, debía, según ella, instalarse por un tiempo en casa de Ulric. Dije, aunque no era cierto, que me lo pensaría.

El caso es que nuestra conversación franca pareció hacerlas renacer, Todas las noches volvían con buenas noticias. Todos sus amigos, así como los primos, habían prometido escotar a fin de juntar el dinero para el pasaje. Stasia había comprado un librito de conversación francesa; yo hacía de monigote con quien practicaba sus expresiones meningíticas. «Madame, avez-vous une chambre à louer? A quel prix, s’il vous plaît? Y a-t-il de l’eau courante? Et du chauffage central? Oui? C’est chic. Merci bien, madame?». Y cosas así. O me preguntaba si sabía la diferencia entre une facture y l’addition. L’oeil era el singular de ojo; les yeux, el plural. Extraño, ¿eh? Y el adjetivo sacré tenía un significado muy diferente, según fuera delante o detrás del nombre. ¿Qué sabía yo de eso? Muy interesante, ¿verdad? Pero a mí me importaban un comino esas sutilezas. Yo aprendería cuando llegara el momento y a mi modo.

En el reverso del plano de calles que Stasia había comprado figuraba un mapa de las líneas del Metro. Eso me fascinaba. Me mostró dónde estaba Montmartre y Montparnasse. Probablemente fuesen primero a Montparnasse, porque allí era donde se reunían la mayoría de los americanos. También me señaló la Torre Eiffel, el Jardín de Louxembourg, el mercado de las pulgas, el abattoir y el Louvre.

«¿Dónde está el “Moulin Rouge”?», pregunté.

Tuvo que buscarlo con el índice.

«Y la guillotina…, ¿dónde la conservan?».

A eso no supo responderme.

Noté que muchas calles llevaban nombres de escritores. Cuando estaba solo, desplegaba el plano y seguía las calles con nombres de escritores famosos: Rabelais, Dante, Balzac, Cervantes, Víctor Hugo, Villon, Verlaine, Heine… Después las que tenían nombres de filósofos, historiadores, científicos, pintores, músicos…, y, por último, los grandes guerreros. ¡Qué educación, pensaba para mis adentros, dar un simple paseo por una ciudad así! ¡Imagínate que te encuentras una calle o place o implasse, o lo que fuere, con el nombre de Vercingétorix! (En América nunca había visto una calle con el nombre Daniel Boone, aunque puede que existiera en un lugar como Dakota del Sur).

Hubo una calle de las que Stasia había señalado que se me quedó grabada en la chola; era aquella en que se encontraba la escuela de Bellas Artes. (Dijo que esperaba estudiar en ella algún día). Se llamaba Bonaparte. (No me imaginaba entonces que ésa iba a ser la primera calle en que iba a vivir yo al llegar a París). En otra cercana —la rué Visconti— había tenido en tiempos Balzac una imprenta, aventura que lo arruinó para muchos años. En otra de las calles que dan a la rué Bonaparte, había vivido en tiempos Oscar Wilde.

Llegó el día de presentarme al trabajo. El recorrido hasta la oficina del Departamento de Parques era muy largo. Tony me estaba esperando con los brazos abiertos.

«No tienes que matarte», dijo, refiriéndose a mi cargo de enterrador. «Simplemente haz la prueba. Nadie te va a vigilar». Me dio una palmada cordial en la espalda. «Tienes bastante fuerza para manejar una pala, ¿verdad? ¿O para transportar tierra en una carretilla?».

«Pues claro», dije. «Pues claro que sí».

Mi presentó al capataz, le dijo que no me hiciera trabajar demasiado y volvió a la oficina. Dijo que al cabo de una semana estaría trabajando a su lado, en el despacho del teniente de alcalde.

Los compañeros eran tan amables conmigo, probablemente por mis delicadas manos. Sólo me daban los trabajos más ligeros. Hasta un niño podría haber hecho mi trabajo.

Aquel día disfruté mucho. ¡Qué bueno era el trabajo manual! Y el aire fresco, el olor a tierra, los pájaros que pasaban cantando. Una visión nueva de la muerte. ¿Qué se debe de sentir al cavar la tumba propia? Lástima, pensé, que no nos viéramos todos obligados a hacerlo en un momento u otro de nuestra vida. Podría uno sentirse más cómodo en una tumba cavada con sus propias manos.

¡Qué apetito tenía cuando llegué del trabajo a casa aquella tarde! Aunque nunca me había faltado, la verdad. Era extraño volver del trabajo, como cualquier Tom, Dick o Harry, y encontrar una buena comida esperando para ser devorada. Había flores en la mesa y también una botella del mejor vino francés. Pocos enterradores habría que al llegar a casa encontraran semejante banquete. Un enterrador emeritus, eso era yo. Un enterrador shakesperiano. Prosit!

Por supuesto, fue la primera y la última comida de esa clase. Aun así, fue un detalle hermoso. Al fin y al cabo, no merecía respeto ni atención especiales por el honorable trabajo que estaba desempeñando.

Cada día el trabajo se volvía más duro. El gran momento se produjo cuando me encontré en el fondo del agujero lanzando paladas de tierra sobre el hombro. Un trabajo de primera. ¿Un agujero en el suelo? Hay agujeros y agujeros. Aquél era un agujero consagrado. Un agujero especial, de Adán Cadmo a Adán Omega.

Quedé exhausto el día que bajé al fondo. Había sido el enterrador y el enterrado. Sí, en el fondo de la tumba, con la pala en la mano, fue donde comprendí que había algo simbólico en mis esfuerzos. Aunque el cuerpo de otro hombre iba a ocupar ese agujero, aun así me sentía como si fuera mi propio entierro. (J’aurai un bel enterrement). Libro gracioso, ese Tendré un entierro hermoso. Pero no era gracioso estando parado en el agujero sin fondo, presa de un presentimiento. Tal vez estuviera cavando mi propia tumba, hablando simbólicamente. En fin, uno o dos días más y habría acabado mi iniciación. Podía resistirlo. Además, pronto iba a recibir mi primera paga. ¡Qué acontecimiento! No es que representara una gran suma. No, pero la había ganado «con el sudor de mi frente».

Ese día era jueves. Después, viernes. Y después el día de cobro.

El jueves, aquel día de presentimiento, había algo nuevo en la atmósfera de la casa. No podía decir qué era exactamente lo que me inquietaba. Desde luego, no que fueran presa de una alegría desusada. Con frecuencia se encontraban en esa vena. La única forma como puedo expresarlo es que estaban más que ansiosas ante algo. Pero ¿qué? Y su forma de sonreírme: la clase de sonrisas que significaban: «Espera, espera: ¡no tardarás en saber de qué se trata!». Lo más inquietante era que nada de lo que yo decía las irritaba. Nada podía conmover su solícita actitud.

La noche siguiente, la del viernes, volvieron a casa con boinas. «¿Qué les pasa?», me dije. «¿Es que se creen que ya están en París?». Se entretuvieron más que de costumbre en sus abluciones. Y volvían a cantar, cantaban como locas: una en la bañera, la otra bajo la ducha. Let me call you sweetheart, I’m in love… oo-oo-oo. A lo que siguió Tipperay. Más alegres que unas castañuelas. ¡Cómo se reían! Rebosantes de felicidad, pobrecitas mías.

No pude resistir la tentación de echar un vistazo. Stasia estaba de pie en la bañera frotándose la almejita. No dio un grito ni dijo siquiera: «Oh». En cuanto a Mona, acababa de salir de la ducha, con una toalla a la cintura.

«Voy a frotarte», le dije, al tiempo que cogía la toalla.

Mientras la frotaba y le daba palmaditas, ella no cesaba de ronronear como una gata. Al final, le rocié todo el cuerpo con agua de colonia. También eso la hizo disfrutar mucho.

«Eres tan maravilloso…», dijo. «Te quiero, Val. De verdad». Me abrazó con cariño. «Mañana te pagan, ¿verdad?», dijo. «Me gustaría que me comprases un sostén y un par de medias. Los necesito con urgencia».

«Por supuesto», respondí. «¿Te gustaría que te comprase alguna otra cosa?».

«No, eso es todo, Val querido».

«¿Seguro? Puedo comprarte lo que necesites… mañana».

Me miró tímida.

«De acuerdo: sólo otra cosa más».

«¿El qué?».

«Un ramo de violetas».

Completamos aquella escena de felicidad conyugal con un polvo de muerte, interrumpido dos veces por Stasia, que fingía estar buscando no sé qué y siguió paseándole por el pasillo aun después de que nos hubiéramos calmado.

Entonces ocurrió algo de verdad extraño. Justo cuando estaba quedándome dormido, va Stasia, se acerca al borde de mi cama, se inclina con ternura y me da un beso en la frente.

«Buenas noches», dijo. «¡Qué tengas sueños agradables!».

Yo estaba demasiado agotado para calentarme la cabeza con interpretaciones de ese gesto extraño. «Se siente sola: ¡eso es lo que le pasa!», fue lo único que se me ocurrió en aquel momento.

Por la mañana ya estaban levantadas antes de que yo me hubiera restregado los ojos. Seguían alegres y deseosas de contentarme. ¿Sería que se les había subido a la cabeza el salario que iba a traer a casa? ¿Y por qué fresas para desayunar? Fresas con nata. ¡Madre mía!

Entonces ocurrió otra cosa inhabitual. Cuando me marchaba, Mona se empeñó en acompañarme hasta la calle.

«¿Qué ocurre?», dije. «¿Por qué haces esto?».

«Quiero verte partir, nada más». Me lanzó una de esas sonrisas… de madre indulgente.

Se quedó parada en la barandilla, con su bata ligera, mientras yo me alejaba. A media manzana me volví para ver si seguía allí. En efecto. Me dijo adiós con la mano. Le respondí del mismo modo.

En el tren me acomodé para echar un sueñecito. ¡Qué modo tan hermoso de empezar el día! (Y ya no tenía que cavar más tumbas). Fresas para desayunar. Mona diciéndome adiós con la mano. Todo tan chachi, como debía ser. Más de lo imaginable. Por fin me sonreía la vida…

Los sábados trabajábamos sólo media jornada. Recogí mi paga, comí con Tony mientras éste me explicaba cuáles iban a ser mis deberes, después dimos un paseo por el parque y, por fin, me marché para casa. Por el camino compré dos pares de medias, un sostén, un ramo de violetas… y una tarta de queso alemán. (La tarta de queso era un obsequio para mí).

Cuando llegué delante de la casa, ya estaba oscuro. No había luces dentro. Qué curioso, pensé. ¿Estarían jugando al escondite conmigo? Entré, encendí un par de velas y eché un vistazo rápido a mi alrededor. Había algo extraño. Por un momento pensé que nos habían visitado los ladrones. Un vistazo en la habitación de Stasia no hizo sino aumentar mi aprensión. Su baúl y su maleta habían desaparecido. En realidad, habían desaparecido todas sus pertenencias. ¿Se habría largado? ¿Me habría dado por eso el beso por la noche? Inspeccioné las demás habitaciones. Algunos de los cajones de la cómoda estaban abiertos y había ropa tirada por todos lados. El estado de desorden indicaba que la evacuación había sido alocada y repentina. Volví a ser presa de la sensación de hundimiento que había experimentado en el fondo de la tumba.

En el escritorio, junto a la ventana, me pareció ver un trozo de papel…, una nota tal vez. Ya lo creo, bajo un pisapapeles había una nota garabateada a lápiz. La letra era de Mona.

«Querido Val», decía. «Hemos zarpado esta mañana en el Rochambeau. No tuve valor para decírtelo. Escribe a American Express de París. Te quiero».

Volví a leerla. Siempre se vuelve a leer, cuando se trata de un mensaje fatídico. Después me desplomé en la silla junto al escritorio. Al principio, las lágrimas salieron despacio, gota a gota, por así decir. Después acudieron a borbotones. No tardé en encontrarme sollozando. Sollozos terribles que me desgarraban de la cabeza a los pies. ¿Cómo podía hacerme eso? Sabía que se iban a ir sin mí…, pero no así. Escaparse como chicas traviesas. Y la comedia hasta el último minuto: «¡Tráeme un ramo de violetas!». ¿Por qué? ¿Para despistar? ¿Era necesario eso? ¿Es que me había vuelto como un niño? Sólo a un niño se trata así.

Pese a los sollozos, mi ira aumentó. Alcé mi puño y las maldije, al tiempo que las llamaba putas traidoras; deseé que el barco se hundiera, juré que no les enviaría ni un céntimo, nunca, aun cuando se estuvieran muriendo de hambre. Después, para aliviar la angustia, me puse en pie y tiré el pisapapeles contra la foto que había sobre el escritorio. Cogí un libro y destrocé otra foto. Fui de habitación en habitación, haciendo añicos todo lo que veía. De repente, vi un montón de ropa desechada en un rincón. Era de Mona. Recogí todas las prendas —bragas, sostén, blusa— y las olí como un autómata. Todavía exhalaban el perfume que ella usaba. La amontoné y las metí bajo mi almohada. Después me puse a gritar. Venga gritar y gritar. Y cuando acabé de gritar, me puse a cantar: «Let me call you sweetheart… I’m in love with you-ou-ou…». La tarta de queso me miraba a la cara. «¡Vete a la mierda!», exclamé y, levantándola por encima de mi cabeza, la aplasté contra la pared.

En ese momento fue cuando se abrió despacio la puerta y apareció, con las manos cruzadas sobre el pecho, una de las hermanas holandesas del piso de arriba.

«Pobrecito, pobrecito mío», dijo, al tiempo que se acercaba y hacía como si fuera a abrazarme. «Por favor, por favor, ¡no se lo tome tan a pecho! Comprendo cómo se siente…, sí, es terrible, muy terrible. Pero regresarán».

Esas pocas palabras tiernas hicieron brotar las lágrimas otra vez. Me rodeó con los brazos y me besó en ambas mejillas. No me opuse. Después me condujo a la cama y me sentó, atrayéndome hacia sí.

Pese a mi pena, no pude por menos de notar su aspecto desaliñado. Sobre su raído pijama —al parecer, lo llevaba puesto todo el día— se había echado una bata cubierta de manchas. Las medias le caían sobre los tobillos; de las greñas enmarañadas le colgaban horquillas. Era un pendón, no cabía duda. Sin embargo, fuera o no fuese pendón, su pena y su preocupación por mí eran sinceras.

Con un brazo en torno a mi hombro me dijo, con cariño y tacto, que hacía tiempo que sabía lo que sucedía.

«Pero tenía que callarme», dijo. De vez en cuando hacía una pausa para permitirme desahogar mi pena. Al final, me aseguró que Mona me amaba. «Sí», dijo, «lo ama tiernamente».

Iba a protestar contra esas palabras, cuando volvió a abrirse la puerta despacio y apareció la otra hermana. Ésa iba mejor vestida y era más atractiva. Se acercó y, tras pronunciar unas palabras emotivas, se sentó al otro lado junto a mí. Ahora las dos me tenían cogidas las manos. ¡Qué cuadro debíamos de formar!

¡Qué solicitud! ¿Se imaginarían que estaba a punto de volarme los sesos? Me aseguraron una y mil veces que lo habían hecho con la mejor intención. ¡Paciencia, paciencia! Al final todo saldría bien. Decían que era inevitable. ¿Por qué? Porque yo era una persona tan generosa. Dios me estaba poniendo a prueba, y nada más.

«Muchas veces», dijo una de ellas, «queríamos bajar a consolarlo, pero no nos atrevíamos a entrometernos. Sabíamos cómo se sentía usted. Sabíamos cuándo estaba recorriendo la casa para arriba y para abajo, para arriba y para abajo. Era desconsolador, pero ¿qué podíamos hacer?».

Estaba empezando a cansarme tanta compasión. Me levanté y encendí un pitillo. En ese momento la desaliñada se disculpó y se fue arriba.

«Volverá dentro de un instante», dijo la otra. Se puso a contarme su vida en Holanda. Algo que dijo, o el modo de decirlo, me hizo reír. Dio palmadas encantada. «¿Ve? A fin de cuentas, no es tan grave, ¿verdad? Aún puede usted reírse».

Entonces me eché a reír con mayor fuerza, mucha mayor fuerza. Era imposible saber si estaba riendo o llorando. No podía parar.

«Vamos, vamos», dijo apretándome contra sí y arrullándome. «Ponga la cabeza sobre mi hombro. Así. ¡Dios mío, qué corazón más tierno!».

Aunque fuera ridículo, me sentí bien reposando la cabeza sobre su hombro. Incluso sentí una ligera excitación sexual, enlazado en su abrazo maternal.

Entonces reapareció su hermana con una bandeja en que había una garrafa, tres vasos y unas galletas.

«Esto le hará sentirse mejor», dijo, al tiempo que me servía aguardiente.

Chocamos los vasos, como si estuviéramos celebrando un acontecimiento feliz, y bebimos. Era aguardiente puro.

«Tómese otro», dijo la otra hermana, y volvió a llenar los vasos. «¿A que sienta bien? Quema, ¿eh? Pero anima».

Tomamos dos o tres más en rápida sucesión. Todas las veces decían: «¿A que se siente mejor ahora?».

Mejor o peor, no podía decirlo. Lo único que sabía era que me ardían las entrañas. Y entonces la habitación empezó a girar.

«Túmbese», me pidieron y, cogiéndome de los brazos, me acostaron en la cama. Me estiré cuan largo era, indefenso como un niño de pecho. Me quitaron la chaqueta, luego la camisa y después los pantalones y los zapatos. No protesté. Me dieron la vuelta y me metieron entre las sábanas.

«Duerma un rato», dijeron. «Luego vendremos a verlo. Tendremos la cena preparada, cuando se despierte».

Cerré los ojos. Ahora la habitación giraba a mayor velocidad aún.

«Nosotros lo cuidaremos», dijo una.

«Lo atenderemos bien», dijo la otra.

Salieron de la habitación de puntillas.

Me desperté a primera hora de la mañana. Me pareció que estaban sonando las campanas de la iglesia. (Exactamente lo que mi madre decía, cuando intentaba recordar la hora de mi nacimiento). Me levanté y volví a leer la nota. Para entonces ya llevaba tiempo en alta mar. Me sentía hambriento. Encontré un trozo de la tarta de queso y la engullí. Me sentía aún más sediento que hambriento. Me bebí varios vasos de agua uno tras otro. La cabeza me dolía un poco. Después volví a meterme en la cama. Pero ya no podía dormir más. Hacia el despuntar del día me levanté, me vestí y salí. Era mejor caminar que quedarme tumbado pensando. Caminaría y caminaría, pensé, hasta que cayera rendido.

No dio el resultado que esperaba. Descansado o fatigado, la cabeza no cesa de pensar. Das mil vueltas siempre por el mismo terreno, siempre volviendo al mismo punto muerto: el inaceptable presente.

No recuerdo en absoluto cómo pasé el resto del día. Lo único que recuerdo es que el dolor de cabeza fue haciéndose cada vez peor. Nada podía calmarlo. No era algo en mi interior, era yo. Yo era el dolor. Un dolor que caminaba y hablaba. Si al menos hubiera podido arrastrarme hasta el matadero y hacer que me derribaran como a un buey… habría sido un acto de misericordia. Un simple golpe rápido… entre los ojos. Eso, y sólo eso, podía acabar con el dolor.

El lunes por la mañana me presenté al trabajo, como de costumbre. Tuve que esperar una buena hora antes de que Tony apareciera. Cuando llegó, me miró despacio y dijo: «¿Qué ha ocurrido?».

Se lo dije en pocas palabras. Él, todo amabilidad, dijo: «Vamos a tomar una copa. No hay nada demasiado urgente. Su Señoría no va a venir hoy, conque no hay de qué preocuparse».

Tomamos un par de copas y después comimos. Una buena comida seguida de un buen puro. En ningún momento pronunció una palabra de reproche para Mona.

Sólo se permitió una observación inofensiva, mientras volvíamos a la oficina.

«No me lo explico, Henry. Yo tengo la tira de problemas, pero nunca de esta clase».

En la oficina, volvió a explicarme mis deberes. «Mañana te presentaré a los muchachos», dijo. (Cuando hayas podido dominarte, quería decir). Añadió que no me iba a resultar difícil llevarme bien con ellos.

Así pasó aquel día y el siguiente.

Conocí a los otros miembros de la oficina, todos pelotas, todos esperando la pensión al pie del arco iris. Casi todos eran de Brooklyn, todos tipos vulgares, todos hablaban con el espantoso acento de Brooklyn. Pero todos ellos estaban deseosos de ayudar.

Había un tipo, un contable, con el que en seguida me encariñé. Se llamaba Paddy Mahoney. Era un católico irlandés, intolerante como sólo ellos saben serlo, discutón, camorrista, todo lo que me desagrada, pero como yo procedía del Distrito XIV —él había nacido y se había criado en Greenpoint— nos llevábamos divinamente. En cuanto Tony y el teniente de alcalde se marchaban, ya lo tenía en mi escritorio listo para pasarse el resto del día cascando.

El miércoles por la mañana me encontré sobre el escritorio un radiograma. «Necesitamos cincuenta dólares antes de tocar tierra. Por favor, cablegrafía en seguida».

Enseñé el mensaje a Tony, cuando apareció.

«¿Qué vas a hacer?», me preguntó.

«Eso es lo que me gustaría saber», dije.

«No irás a enviarles dinero, ¿verdad…?, después de lo que te hicieron».

Lo miré desvalido.

«Me temo que no me va a quedar más remedio», respondí.

«No seas tonto», dijo. «Ellas se lo han buscado; déjales que se las arreglen solas».

Yo había esperado que me dijera que podía cobrar por adelantado mi salario. Volví abatido a mi trabajo. Mientras trabajaba, no cesaba de preguntarme cómo y dónde podría obtener esa cantidad.

Tony era mi única esperanza. Pero no tenía valor para apremiarlo. No podía: ya había hecho por mí más de lo que me merecía.

Después de la comida, que Tony solía compartir con sus camaradas políticos en un bar cercano del Village, entró con un gran puro en la boca y oliendo bastante fuerte a alcohol. Traía una ancha sonrisa en la cara, la que solía poner en la escuela, cuando estaba maquinando alguna travesura.

«¿Cómo va?», dijo. «Le vas cogiendo el tranquillo, ¿eh? No es mal sitio para trabajar, ¿verdad?».

Se inclinó el sombrero, se arrellanó en su sillón giratorio y puso los pies sobre la mesa. Tras dar una buena calada y volverse ligeramente hacia mí, dijo: «Supongo que no entiendo a las mujeres demasiado, Henry. Soy un solterón inveterado. Tú eres diferente. A ti no te importan las complicaciones, me imagino. En fin, cuando me has contado lo del cable esta mañana, he pensado que eras un bobo. Ahora no pienso así. Necesitas ayuda y yo soy el único que puede ayudarte, supongo. Mira, déjame prestarte lo que necesitas. No puedo conseguirte un adelanto del sueldo…, eres demasiado nuevo aquí para eso. Además, daría pábulo a preguntas innecesarias». Se metió la mano en el bolsillo y sacó un fajo de billetes. «Puedes pagarme cinco pavos a la semana, si quieres. Pero ¡no les dejes que te chupen la sangre! ¡Ponte duro!».

Unas palabras más y se preparó para marcharse.

«Me parece que me voy a ir ahora. Ya he acabado mi trabajo por hoy. Si tienes algún problema, llámame».

«¿Dónde?», le pregunté.

«Paddy te lo dirá».

Con el paso de los días, el dolor se atenuó. Tony me mantenía ocupado, a propósito, sin duda. También se ocupó de presentarme al jardinero jefe. Iba a tener que escribir un librito un día sobre las plantas, arbustos y árboles del parque, según dijo. El jardinero me pondría al corriente.

Todos los días esperaba otro cable. Sabía que una carta tardaría días en llegarme. Como ya estaba endeudado y aborrecía tener que volver cada día al escenario de mi congoja, decidí pedir a mis viejos que me dieran alojamiento. Aceptaron bastante solícitos, aunque no se dejaron engañar por la conducta de Mona. Por supuesto, les expliqué que lo habíamos planeado así, que yo iba a seguirla más adelante, y demás. Ellos sabían que no era cierto, pero no quisieron humillarme más.

Conque me mudé a su casa. La calle de las Primeras Penas. El mismo escritorio que tenía de niño. (Y que nunca usaba). Todo lo que poseía iba en la maleta. No llevé ni un solo libro conmigo.

Me costó otros cuantos dólares cablegrafiar a Mona en relación con el cambio de dirección y para advertirle que me escribiera o telegrafiase a la oficina.

Como Tony había supuesto, no pasó mucho tiempo antes de que llegara otro cable. Esa vez necesitaban dinero para comida y alojamiento. De momento no había trabajo a la vista. Al poco llegó una carta, muy breve, en la que me decían que estaban felices, que París era maravilloso y que debía encontrar el modo de reunirme con ellas pronto. Ni la menor alusión a cómo les iba.

«¿Se lo están pasando bien?», preguntó Tony un día. «No habrán pedido más pasta, ¿verdad?».

No le había hablado del segundo cablegrama. Mi tío, el revendedor de localidades, había sido quien había apoquinado esa cantidad.

«A veces», dijo Tony, «tengo la sensación de que me gustaría ver París a mí también. Podríamos pasarlo bien allí juntos, ¿eh?».

Aparte del trabajo habitual de la oficina, teníamos toda clase de tareas raras. Por ejemplo, los discursos, que el teniente de alcalde tenía que preparar para esta o aquella ocasión y que nunca tenía tiempo de hacer personalmente. Era misión de Tony escribir esos discursos para él. Cuando Tony había hecho todo lo que había podido, yo añadía unas pinceladas.

Aquellos discursos eran un trabajo aburrido. Prefería con mucho mis charlas con el jardinero. Ya había empezado a tomar notas para el librito sobre «arboricultura», como yo lo llamaba.

Al cabo de un tiempo, el trabajo aflojó. A veces Tony no aparecía por la oficina en toda la jornada. En cuanto se marchaba el teniente de alcalde, todo el mundo dejaba de trabajar. Al quedar dueños del local —sólo éramos siete más o menos—, pasábamos el tiempo jugando a las cartas, a los dados, cantando, contando chistes verdes, a veces jugando al escondite. Para mí esos períodos eran peores que estar ahogado de trabajo. Era imposible sostener una conversación inteligente con ninguno de ellos, salvo Paddy Mahoney. Éste era el único con quien disfrutaba hablando. No es que habláramos nunca de algo edificante. Hablábamos, sobre todo, de la vida en el Distrito XIV, donde él iba a jugar al billar con sus amigos, a beber y a jugar. Nombrábamos todas las calles: Maujer, Ten Eyck, Conselyea, Devoe, Humboldt, las vivíamos, volvíamos a jugar a los juegos a que nos habíamos entregado de niños bajo un sol abrasador, en frescos sótanos, bajo el débil resplandor de los faroles de gas, en los muelles junto al río que pasaba rápido…

Lo que inspiraba a Paddy amistad y devoción hacia mí, más que nada, era mi talento de escribidor. Cuando me encontraba escribiendo a máquina, aunque sólo fuera una carta, se quedaba parado en la puerta y me contemplaba como si fuese un fenómeno.

«¿Qué? Dándole a la máquina, ¿eh?», decía. Quería decir: otro cuento.

A veces se quedaba así, esperaba un rato y después decía: «¿Estás muy ocupado?».

Si yo decía: «No, ¿por qué?», me respondía: «Estaba pensando… ¿Recuerdas el bar de la esquina de White Avenue y Grand?».

«Pues claro. ¿Por qué?».

«Pues es que había un tipo que solía parar allí…, un escritor, como tú. Escribía seriales. Pero primero tenía que pimplar de lo lindo».

Una observación así sólo era un preludio. Tenía ganas de hablar.

«El viejo que vive en tu manzana… ¿cómo se llama? Martin. Sí, ése es. Siempre llevaba un par de hurones en los bolsillos de la chaqueta, ¿recuerdas? Se ganaba una pasta gansa con los hurones de la leche. En tiempos trabajó para todos los mejores hoteles de Nueva York, espantando a las ratas. Qué oficio, ¿eh? Me dan miedo esos bichos… te pueden arrancar los huevos de un mordisco… ¿entiendes? Era un tipo de lo más raro. ¡Y cómo le daba a la priva! Aún lo veo tambaleándose por la calle… y los hurones de la leche sobresaliéndole en los bolsillos. ¿Dices que ya no le da a la priva? Me parece increíble. Solía tirar el dinero como un idiota: en ese salón de que te hablaba hace un rato».

De eso podía pasar a hablar del padre Flanagan o Callaghan, ya no recuerdo cuál. El cura que se ponía como una cuba los sábados por la noche. Había que tener cuidado, cuando estaba curda. Le gustaba dar por culo a los niños del coro. Había podido tener a cualquier mujer que hubiera querido, pues era muy apuesto y de modales encantadores.

«Casi me cagaba en los pantalones, cuando iba a confesarme», dijo Paddy. «Sí, se conocía todos los pecados habidos y por haber, el muy cabrón». Al decir eso, hizo la señal de la cruz. «Tenías que contarle todo…, incluso cuántas veces te la cascabas a la semana. Lo peor era que se te tiraba pedos en la cara. Pero, si tenías problemas, debías recurrir a él. Nunca decía que no. Sí, había muchos tipos buenos en aquel barrio. Algunos de ellos están cumpliendo condena ahora, los pobres…».

Había pasado un mes y lo único que había recibido de Mona habían sido dos cartas cortas. Vivían en la rué Princesse en un hotelito encantador, muy limpio, muy barato. El Hotel Princesse. Si lo viera, ¡cuánto me gustaría! Entretanto habían conocido a varios americanos, la mayoría artistas y muy pobres. Esperaban salir pronto de París y ver algo de las provincias. Stasia estaba loca por visitar el Midi. Eso era el sur de Francia, donde había viñas y olivares y corridas de toros y demás. Oh, sí, un escritor, un austríaco loco, había cogido mucho cariño a Stasia. Pensaba que era una genio.

«¿Cómo les va?», me preguntaban los viejos de vez en cuando.

«Muy bien», decía yo.

Un día anuncié que habían admitido a Stasia en la escuela de Bellas Artes con una beca. Eso para tenerlos tranquilos por un tiempo.

Entretanto yo frecuentaba al jardinero. ¡Qué agradable era su compañía! Su mundo estaba libre de las luchas y conflictos humanos; sólo tenía que ocuparse del tiempo, la tierra, los insectos y los genes. Dondequiera que pusiese la mano, se producía crecimiento. Se movía en un reino de belleza y armonía, donde imperaban la paz y el orden. Yo lo envidiaba. ¡Qué gratificante dedicar su tiempo y energía a las plantas y los árboles! ¡Sin celos, ni rivalidad, sin empujones ni engaños ni mentiras! El pensamiento recibía la misma atención que el rododendro; la lila no era mejor que la rosa. Algunas plantas eran débiles de nacimiento, otras florecían en cualquier circunstancia. Todo ello era fascinante para mí, sus observaciones sobre la naturaleza del suelo, la variedad de los fertilizantes, el arte del injerto. En verdad, el tema era inacabable. La función del insecto, por ejemplo, o el milagro de la polinización, el incesante trabajo del gusano, el uso y abuso del agua, los diferentes tamaños de crecimiento, las mutaciones, la naturaleza de las hierbas malas y otras plagas, la lucha por la supervivencia, las invasiones de langostas y saltamontes, el servicio divino de las abejas…

¡Qué contraste entre ese reino humano y aquel en que se movía Tony! Las flores frente a los políticos; la belleza frente a la astucia y el engaño. Pobre Tony, estaba haciendo tantos esfuerzos para conservar las manos limpias… Siempre engañándose con la idea de que un funcionario público es un benefactor para su país. Leal, justo, sincero y tolerante por naturaleza, las tácticas empleadas por sus camaradas le asqueaban. Cuando llegara a senador, gobernador o lo que quiera que soñase con ser, cambiaría las cosas. Lo creía tan sinceramente, que yo ya no podía reírme de él. Pero le resultaba difícil. Aunque él no hacía nada que le remordiera la conciencia, aun así tenía que cerrar los ojos ante los actos y las prácticas que le repugnaban. Además, tenía que gastar la tira de dinero. No obstante, pese a estar gravemente endeudado, se las había arreglado para regalar a sus padres la casa en que vivían. Además, estaba pagando los estudios universitarios a sus dos hermanos menores. Como dijo un día: «Henry, aunque quisiera casarme no podría. No puedo mantener a una esposa».

Un día, cuando estaba contándome sus tribulaciones, dijo: «La mejor época de mi vida fue cuando era presidente del club de atletismo. ¿Recuerdas? Nada de política entonces. Oye, ¿recuerdas cuando corrí el maratón y tuvieron que llevarme al hospital? Entonces estaba en forma». Se miró al ombligo y se frotó la panza. «Esto es de pasar las noches sentado con los muchachos. Nunca me acuesto antes de las tres o las cuatro de la mañana. Luchando con las resacas todo el tiempo. Dios mío, si mis viejos supieran lo que estoy haciendo para hacerme un nombre, me repudiarían. Eso es lo que pasa por ser un hijo de inmigrante. Como era un pobre italiano, tenía que demostrar lo que valía. Tú tienes suerte por no padecer ambición. Lo único que quieres de la vida es ser escritor, ¿verdad?

»Henry, chico, a veces pierdo las esperanzas. Muy bien, un día llego a ser Presidente…, ¿y qué? ¿Tú crees que podría cambiar las cosas de verdad? Ni siquiera yo lo creo, para serte sincero. No te imaginas lo complicado que es este oficio. Estás obligado para con todo el mundo, te guste o no. Hasta Lincoln. No, yo sólo soy un simple chaval siciliano que, si los dioses son bondadosos, tal vez llegue hasta el Congreso un día. Aun así, tengo mis sueños. Eso es lo único que puedes tener en este oficio: sueños.

»Sí, aquel club de atletismo…, la gente me apreciaba mucho entonces. Yo era la lumbrera del barrio. El hijo del zapatero que se había alzado de la nada. Cuando me levantaba para pronunciar un discurso, se quedaban embelesados antes de que abriera la boca».

Hizo una pausa para volver a encender el puro. Echó una calada, hizo un gesto de desagrado y lo tiró.

«Ahora todo es diferente. Ahora soy parte de la máquina. La mayoría de las veces tengo que decir que sí, aunque no quiera. Esperando mi oportunidad y hundiéndome cada día más en el agujero. Chico, si tú tuvieras mis problemas tendrías el pelo gris a estas alturas. Tú no sabes lo que es conservar la pequeña integridad que tienes entre todas las tentaciones que te rodean. Un pequeño desliz y quedas catalogado. Todos intentan sacar algo a los demás. Eso es lo que los mantiene unidos, supongo. Unos cabrones despreciables, ¡eso es lo que son! Me alegro de no haber llegado a ser juez…, porque si tuviera que dictar sentencia contra esos granujas, no tendría piedad. No comprendo cómo puede prosperar un país con la intriga y la corrupción. Debe haber poderes superiores velando por esta República nuestra…». Se interrumpió. «¡Olvídalo!», dijo. «Me estoy desahogando simplemente. Pero tal vez ahora comprendas que mi situación no es tan envidiable».

Se levantó y cogió el sombrero.

«Por cierto, ¿cómo andas de pasta? ¿Necesitas más? No dudes en pedirme, si es así. Aunque sea para tu mujer. Por cierto, ¿qué tal le va? ¿Sigue en la Ciudad Luz?».

Le respondí con una ancha sonrisa.

«Tienes suerte, Henry, chaval. Tienes suerte de que esté allí, y no aquí. Así disfrutas de un respiro. Volverá, no temas. Tal vez antes de lo que te imaginas… Oh, por cierto, quería decírtelo antes… El teniente de alcalde tiene muy buena opinión de ti. Yo también. Bueno, ¡hasta luego!».

Por las noches después de cenar solía dar un paseo…, bien en dirección del Cementerio Chino o en la otra dirección, el camino que pasaba por delante de la casa de Una Grifford. En la esquina, apostado como un centinela, se encontraba el viejo Martin todas las noches, en verano o en invierno. Era difícil pasar por delante de él sin cambiar unas palabras, por lo general sobre los males de la bebida, el tabaco y demás.

A veces, demasiado desanimado para molestarme en estirar las piernas, me limitaba a dar la vuelta a la manzana. Antes de retirarme, puede que leyese un pasaje de la Biblia. Era el único libro de la casa. Y, además, un libro de cuentos muy bueno para antes de dormir. Sólo los judíos podrían haberlo escrito. Un goy se pierde en él, entre el laberinto genealógico, el incesto, la mutilación, la numerología, el fratricidio y el parricidio; las playas, la abundancia de comida, esposas, guerra, asesinatos, sueños, profecías… Carece de coherencia lógica. Sólo un estudiante de teología puede aclararse. No tiene sentido. La Biblia es el Antiguo Testamento más los Apócrifos. El Nuevo Testamento es un libro de adivinanzas… «sólo para cristianos».

En fin, lo que quiero decir es que le había cogido gusto al Libro de Job. «¿Dónde estabas tú, cuando puse los cimientos de la tierra? Dilo, si tienes inteligencia». Ése era un pasaje que me gustaba; armonizaba con mi amargura, con mi angustia. En particular me gustaba el aditamento: «Dilo, si tienes inteligencia». Nadie tiene esa clase de inteligencia. Jehová no se contenta con cargar a Job con forúnculos y otras aflicciones; además, tenía que proponerle adivinanzas. Una y otra vez, tras la confusión de Reyes, Jueces, Números y otras secciones soporíferas relativas a la cosmogonía, la circuncisión y las calamidades de los condenados, volvía a Job y me consolaba con la idea de que yo no era uno de los elegidos. Al final, si recordáis, Job recupera su situación anterior. Mis zozobras eran insignificantes; apenas mayores que un orinal.

Unos días después, como se suele decir, por la tarde, me parece, llegó la noticia de que Lindbergh había cruzado el Atlántico en avión. Todos se habían precipitado a la calle a gritar, aplaudir, silbar y felicitarse unos a otros. Por todo el país reinaba una alegría histérica. Era una hazaña homérica y habían hecho falta millones de años para que un común mortal la realizara.

Mi entusiasmo era más mitigado. Había quedado ligeramente apagado por la llegada de una carta aquella misma mañana, una carta en que se me notificaba, por así decir, que Mona iba camino de Viena con algunos amigos. Me enteré de que la querida Stasia estaba en alguna parte de África del Norte; se había ido con ese austríaco loco que la consideraba maravillosa. Por su tono, daban ganas de pensar que había ido a Viena para contrariar a alguien. Como es natural, no daba explicación alguna de cómo conseguía realizar ese milagro. Me resultaba más fácil comprender la conquista del aire por Lindbergh que el viaje de Mona a Viena.

Dos veces leí la carta de arriba abajo para intentar descubrir quiénes eran sus compañeros. La solución del misterio era que su acompañante era un americano rico, ocioso, joven y apuesto. Lo que más me irritaba era que no me diese una dirección en Viena a la que pudiera escribirle. Sencillamente, iba a tener que esperar. Espera y desespera.

La magnífica victoria de Lindbergh sobre los elementos sólo sirvió para poner de relieve mi propia frustración. Ahí me teníais encerrado en una oficina, realizando tareas absurdas, privado incluso de dinero para pequeños gastos, recibiendo sólo breves respuestas a mis cartas largas y desgarradoras, y ella pindongueando por ahí, volando de ciudad en ciudad como un ave del paraíso. ¿Qué sentido tenía intentar llegar a Europa?

¿Cómo iba a encontrar un trabajo allí cuando tenía tales dificultades en mi propio país? ¿Y por qué fingir que ella iba a morirse de alegría al verme llegar?

Cuanto más pensaba en la situación más taciturno me ponía. Hacia las cinco de esa tarde, presa de absoluta desesperación, me senté a la máquina para esbozar el libro que, según me dije, iba a escribir un día. Mi Domesday Book[1]. Era como escribir mi propio epitafio.

Escribí rápido, en estilo telegráfico, empezando por la noche que la conocí. Por alguna razón inexplicable, me descubrí consignando por orden cronológico, y sin esfuerzo, la larga cadena de acontecimientos que llenaban el espacio de tiempo comprendido entre aquella noche fatídica y el presente. Produje página tras página y siempre había más que anotar.

Muerto de hambre, me interrumpí para ir al Village a comer un bocado. Cuando volví a la oficina, me senté a la máquina. Mientras escribía, reía y lloraba. Aunque sólo estaba tomando notas, parecía como si estuviera escribiendo el libro en realidad; volví a vivir toda la tragedia paso a paso, día tras día.

Acabé mucho después de medianoche. Por completo exhausto, me tumbé en el suelo y me quedé dormido. Me desperté temprano, volví a dirigirme al Village a comer algo, y después regresé caminando despacio para reanudar el trabajo.

Unas horas después, ese mismo día, leí lo que había escrito por la noche. Sólo tenía que hacer pequeñas intercalaciones. ¿Cómo es que había recordado con tanta exactitud los mil y un detalles que había consignado en el papel? Y, si debía ampliar esas notas telegráficas para formar un libro, ¿no iba a necesitar varios volúmenes para tratar el tema de modo exhaustivo? La simple idea de la inmensidad de esa tarea me daba vértigo. ¿Cuándo iba a tener valor para emprender una obra de esas dimensiones?

Al meditar sobre esto, de repente se me ocurrió una idea espantosa. Era ésta: nuestro amor ha muerto. Sólo podía significar eso la concepción de semejante obra. Sin embargo, me negué a aceptar esa conclusión. Me dije que mi objetivo auténtico era simplemente —«¡simplemente!»— relatar la historia de mis infortunios. Pero ¿es posible escribir sobre los sufrimientos propios cuando aún se está sufriendo? Abelardo lo había hecho, desde luego. Entonces se me ocurrió una idea sentimental. Iba a escribir el libro para ella —para ella— y, al leerlo, ella entendería, se le abrirían los ojos, me ayudaría a enterrar el pasado, iniciaríamos una nueva vida, una vida en común…, una comunión auténtica.

¡Qué ingenuo! ¡Como si el corazón de una mujer, una vez cerrado, pudiera abrirse de nuevo!

Acallé esas voces interiores, rechacé esas incitaciones interiores, que sólo el diablo podía inspirar. Estaba más hambriento que nunca de su amor, mucho más desesperado que nunca. Entonces recordé una noche años atrás en que, sentado a la mesa de la cocina (mientras mi mujer dormía en el cuarto de arriba), le había hecho de todo corazón una súplica desesperada, suicida. Y la carta había dado resultado. La había conmovido. ¿Por qué no habría de surtir un efecto aún mayor un libro? ¿Sobre todo un libro en que revelase lo que llevaba en el corazón? Recordé la carta que uno de los personajes de Hamsun había escrito a su Victoria, la que redactó con «Dios mirando por encima de su hombro». Recordé las cartas que habían intercambiado Abelardo y Eloísa y que el tiempo nunca pudo empañar. ¡Oh, el poder de la palabra escrita!

Aquella noche, mientras mis viejos leían sus periódicos, le escribí una carta tal, que habría conmovido el corazón de un buitre. (La escribí en el mismo escritorio que había tenido de niño). Le conté el plan del libro y que lo había esbozado entero de una sentada. Le dije que el libro era para ella, que era ella. Le dije que la esperaría, aunque tardase mil años.

Era una carta colosal y, cuando la hube acabado, me di cuenta de que no podía enviarla…, porque ella había olvidado darme su dirección. Me puse furioso. Era como si me hubiera cortado la lengua. ¿Cómo podía haberme hecho una jugada tan vil? Dondequiera que estuviese, en brazos de quien quiera que fuese, ¿no sentía que yo me esforzaba por llegar hasta ella? A pesar de las maldiciones con que la colmé, mi corazón decía: «Te amo, te amo, te amo…».

Y al meterme en la cama, repitiendo esas palabras imbéciles, gemía, gemía como un granadero herido.

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