Nexus

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Capítulo XI

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Capítulo XI

El día siguiente, mientras buscaba en la papelera una carta perdida, me encontré una carta arrugada que, evidentemente, el teniente de alcalde había tirado en ella asqueado. La caligrafía era fina y temblorosa, como si la hubiera escrito un anciano, pero legible a pesar de las elaboradas volutas con que iba adornada. Le eché un vistazo y después me la metí en el bolsillo para leerla con tranquilidad.

Aquella carta, ridícula y patética a su modo, fue lo que me salvó. Si el teniente de alcalde la había arrojado allí y entonces, debía de haber sido a petición de mi ángel guardián.

«Honorable señor:…», comenzaba, y ya con las palabras siguientes se me quitó un peso de encima. Vi no sólo que podía reírme como antes, sino que, además, podía reírme de mí mismo, lo que era muchísimo más importante.

«Honorable señor: Espero que se encuentre bien y disfrute de buena salud en esta época de tiempo variable que estamos teniendo. Por mi parte, yo me encuentro muy bien en la actualidad y me alegro de comunicárselo».

Después, sin más rodeos, el autor de ese curioso documento se lanzaba a una perorata arbórico-solipsista. Estas son sus palabras:

«Le ruego tenga la bondad de hacerme un favor muy especial y es que tenga la amabilidad de ordenar a los empleados del Departamento de Parques y Jardines que, empezando por los límites municipales de los distritos de Queens y Kings y continuando hacia el Este y después, de vuelta, en dirección del Oeste y, asimismo, hacia el Norte y el Sur, retiren todos los numerosos árboles muertos y agonizantes, árboles del todo abiertos por la base y por el tronco y árboles inclinados y doblados, y a punto de caer y causar daños a las personas, a sus miembros y a su propiedad, y que den a todos los árboles sanos, tanto de tamaño grande como pequeño, una buena poda extraordinaria, concienzuda, atinada, sistemática y simétrica y que los recorten y monden por completo y de la base a la cima.

»Le ruego tenga la bondad de hacerme un favor muy especial y es que ordene a los empleados del Departamento de Parques y Jardines que reduzcan en gran medida la altura de todos los árboles de copa demasiado grande para que no excedan los ocho metros y que acorten drásticamente la longitud de todas las ramas y cepas y que aligeren todas las partes de los árboles, desde la base hasta la copa, con lo que darán mucha más luz, más luz natural, más aire, más belleza y mucha mayor seguridad a los peatones, a las vías públicas generales y a los alrededores a lo largo de calles, avenidas, plazas, calzadas, carreteras, bulevares (calles llamadas callejones, costanillas, etc.) y de los parques por dentro y por fuera.

»Me tomo la libertad de rogarle con el debido respeto que las ramas y cepos se poden, recorten y monden con urgencia a una distancia de cuatro a cinco metros de las fachadas, así como de las paredes laterales y traseras, de todas las casas y edificios de todas clases y no se permita que las rocen, pues muchas de ellas se estropean en gran medida con ese contacto, con lo que habría mucha más luz, más luz natural, más aire, más belleza y mucha más seguridad.

»Deseo que tenga la amabilidad de ordenar a los empleados del Departamento de Parques y Jardines que poden, recorten y monden las ramas y cepos a una distancia de cuatro a cinco metros por encima de las aceras, enlosados, encintados, etc., y no las dejen seguir colgando hasta muy abajo, como ocurre ahora con muchas de ellas, con lo que habrá más espacio para caminar por debajo de las mismas…».

Seguía y seguía con el mismo tono, siempre detallada y explícita, sin el menor cambio de estilo. Un párrafo más:

«Le ruego tenga la bondad de ordenar que se poden, recorten y monden las ramas y cepos muy por debajo de los techos de las casas y demás edificios y no se las deje sobresalir por encima de las casas y demás edificios ni cubrirlos, apoyarse en ellos, cruzarse sobre ellos o rozarlos y que se mantengan bien separadas las ramas y cepos de todos y cada uno de los árboles y no dejen que las ramas y cepos se sobrepongan, se apoyen, se entrelacen, entrecrucen y arracimen sobre los árboles contiguos o los rocen, con lo que darían mucha más luz, más luz natural, más aire, más belleza y mucha más seguridad a los peatones, las vías públicas y a los alrededores de todo el distrito de Queens, de Nueva York…».

Como digo, al acabar la carta, me sentí del todo calmado, reconciliado con el mundo y con extraordinaria indulgencia para con mi propia y preciosa persona. Era como si parte de esa luz —esa «luz más natural»— hubiese invadido mi ser. La bruma de desesperación que me envolvía se había disipado. Había más aire, más luz, más belleza en todos los alrededores: mis alrededores internos.

Así, pues, el sábado a mediodía fui derecho a la isla de Manhattan; en Times Square subí a la superficie, me tomé un piscolabis en el Automat y después dirigí mi proa hacia el baile más próximo. No se me ocurrió pensar que estaba repitiendo un recorrido que me había conducido a mi presente estado de abatimiento. Sólo cuando me abrí paso por el inmenso portal del Salón de Baile Itchigumi en la planta baja de un edificio de aspecto demencial, a este lado del «Café Mozambique», me di cuenta de que con estado de ánimo semejante a aquel del que ahora era presa había subido tambaleándome las escaleras, empinadas y destartaladas, de otro baile de Broadway y había encontrado a la amada. Desde entonces no había vuelto a pensar en esos antros donde según vas bailando vas pagando ni en los ángeles misericordiosos que despluman a sus clientes, hambrientos de sexo. En lo único que pensaba ahora era en escapar por unas horas al aburrimiento, en olvidar por unas horas… y conseguirlo lo más barato posible. No temía enamorarme de nuevo ni echar un palo siquiera, aunque me moría de ganas. Lo único que ansiaba era convertirme en un común mortal, en un calzonazos, si queréis, que se deja llevar por la corriente. Lo único que pedía era poder sumergirme y chapotear en un estanque de carne arremolinada y fragante bajo un arco iris subacuático de luces mortecinas y embriagadoras.

Al entrar en el local, me sentí como un campesino que acaba de llegar a la ciudad. Al instante me sentí deslumbrado por el mar de caras, por el calor fétido que exhalaban centenares de cuerpos sobreexcitados, por el estruendo de la orquesta, por el remolino calidoscópico de luces. Todo el mundo parecía como a tono con el diapasón febril. Todos tenían expresión intensamente atenta y alerta. El aire crepitaba con aquel deseo eléctrico, aquella concentración extenuante. Mil perfumes diferentes se mezclaban y contrarrestaban unos con otros y con el calor de la sala, con el sudor y la transpiración, la fiebre, la lascivia de los internados, pues no me cabía la menor dura de que eran internados de un tipo o de otro. Internados tal vez en el vestíbulo vaginal del amor. Internados pegajosos que avanzaban unos en dirección de los otros con labios entornados, con labios secos, cálidos, labios hambrientos, labios que temblaban, que suplicaban, que gemían, que imploraban, que mordían y maceraban otros labios. Serios, además, todos. Serios como piedras. Demasiado serios, la verdad. Serios como delincuentes a punto de dar un golpe. Todos convergiendo unos sobre los otros en un gran remolino, con las luces de colores jugando sobre sus rostros, sus bustos, sus caderas, cortándolos en jirones en los que se enredaban y enmarañaban, si bien siempre se liberaban con habilidad, al tiempo que giraban por la sala, cuerpo contra cuerpo, mejilla contra mejilla, labio contra labio.

Había olvidado lo que era esa manía del baile. Había estado demasiado solo, demasiado atento a la pena, demasiado destrozado por el pensamiento. Allí se daba el abandono con su rostro anónimo y sus sueños mutilados. Era la tierra de los pies centelleantes, de las nalgas sartinadas, de suéltese la melena, señorita Victoria-Nyanza, pues Egipto ya no existe, ni Babilonia, ni Gehena. Allí los babuinos en pleno celo se deslizan por el vientre del Nilo en busca del fin de todas las cosas; allí estaban las antiguas ménades, renacidas con los gemidos del saxo y el trombón; allí las momias de los rascacielos sacan a ventilar sus ovarios inflamados, mientras la incesante música envenena los poros, anestesia la inteligencia, abre las compuertas. Con el sudor y la transpiración, con el nauseabundo y penetrante tufo de perfumes y desodorantes discretamente absorbidos por los ventiladores, el olor eléctrico a lascivia flotaba como una aureola suspendida en el espacio.

Pasando una y mil veces junto a las tabletas de chocolate con almendras, apiladas unas sobre otras como lingotes preciosos, me rozo con el rebaño. Llueven mil sonrisas de todas las direcciones; alzo la cara como para atrapar las relucientes gotas de rocío diseminadas por una brisa suave. Sonrisas, sonrisas. Como si no fuera la vida y la muerte, una carrera hasta el útero y vuelta otra vez. Palpitación y frufrú, alcanfor y croquetas de pescado, aceite Omega…, alas desplegadas y con las plumas arregladas, miembros desnudos al tacto, palmas húmedas, frentes relucientes, lenguas colgando, dientes brillantes como en los anuncios, ojos despiertos, ojos que se pasean por los cuerpos y los desnudan… ojos penetrantes, unos en busca de oro, otros de un polvo, otros para matar, pero todos brillantes, inocentes y desvergonzados, como las rojas fauces del león, y fingiendo, sí, fingiendo, que es un sábado por la tarde, una pista de baile como cualquier otra, un coño es un coño, sin boleto no hay nada que arrascar, cómprame, tómame, apriétame, todo va bien en Itchigumi, no me pises, hace calor, ¿verdad?, sí, me encanta, la verdad que me encanta, muérdeme otra vez, más fuerte, más fuerte…

Entrando y saliendo de la masa, valorándolos —tamaño, peso, textura—, rozando los costados, midiendo pechos, traseros, talles, observando peinados, narices, posturas, devorando bocas entornadas, cerrando otras…, entrelazándose, acercándose furtivamente, empujando, frotándose, y por todas partes un mar de caras, un mar de carne esculpida por rayos de luz semejantes a cimitarras, el rebaño entero pegado en un enorme estofado terpsícoreo. Y sobre esa carne caliente y conglomerada girando en el caldero del pastel, el lamento de los trombones, los saxofones coagulándose, las agudas trompetas, todo como fuego líquido que va directo a las glándulas. A lo largo de las paredes, inmóviles como centinelas sedientos, enormes jarros boca abajo de naranjada, limonada, zarzaparrilla, Coca Cola, cerveza, leche de burra y pulpa de anémonas marchitas. Por encima de todo ello, el zumbido casi inaudible de los ventiladores que absorben el olor acre y rancio a carne y perfume y lo lanzan sobre las cabezas de las multitudes que pasan por la calle.

¡Encontrar a alguien! Sólo podía pensar en eso. Pero ¿a quién? Daba vueltas y más vueltas por la sala, pero nada me convenía. Algunas eran maravillosas, encantadoras… para un polvo, por así decir. Quería algo más. Era un bazar, un bazar de la carne… ¿por qué no elegir y coger? La mayoría tenían la mirada vacía propia de las almas vacías que eran. ¿Y cómo no iba a ser así, si sólo manejaban mercancías, dinero, etiquetas, insignias, platos y recibos de embarque un día tras otro? ¿Podían tener también personalidad? Algunas, como aves rapaces, tenían la expresión indescriptible de algas secas sacudidas por una tormenta: ni rameras, ni putas, ni dependientas, ni griseldas. Otras parecían flores marchitas o cañas cubiertas con toallas mojadas. Otras, puras como pamplinas, parecían esperar que las violasen, pero sin hacerles daño. La buena carnada viva estaba en la pista, contoneándose, serpenteando, con sus elocuentes caderas brillando como muaré.

En un rincón junto a la taquilla se reunían las tanguistas. Frescas y brillantes, como si acabaran de salir de la bañera. Todas con peinados y vestidos preciosos. Esperando que las compraran y, si había suerte, que las invitasen a beber y a cenar. Esperando que se presentase el tipo conveniente, el millonario ahíto que en un momento de despiste les propusiera el matrimonio.

Parado en la barandilla, las contemplé con frialdad. Si fuera el Yoshiwara… Si cuando miraras hacia ellas se desnudasen, hicieran unos gestos obscenos, te llamaran con voz ronca. Pero el Itchigumi sigue otro programa. Sugiere que tengas la amabilidad de escoger la flor de tu gusto, la conduzcas hasta el centro de la pista, peles la pava, mordisquees y engullas, te contonees y retuerzas, compres más boletos, lleves a la chica a tomar una copa, hables con corrección, vuelvas la semana que viene, escojas otra bonita flor, gracias, muy amable, buenas noches.

La música se interrumpe por unos momentos y los bailarines se funden como copos de nieve. Una chica con vestido amarillo claro vuelve a la cabina de las esclavas. Parece cubana. Bastante baja, con buen tipo y boca insaciable.

Espero un momento para dejarle secarse, por así decir, y después me acerco. Parece que tenga dieciocho años y acabe de llegar de la jungla. Ébano y marfil. Su saludo es cálido y natural… no una sonrisa estereotipada, sonrisa de cajera. Me cuenta que es nueva en el oficio y cubana. (¡Qué maravilloso!). En resumen, no le importa demasiado que la magreen, que la mordisqueen, etcétera; aún combina el placer con el negocio.

Empujados hasta el centro de la pista, apretados en él, nos quedamos moviéndonos como orugas, el censor está profundamente dormido, las luces están muy bajas, la música se insinúa como una puta a sueldo de cromosoma en cromosoma. Llega el orgasmo y ella se aparta por miedo a que le manche el vestido.

De vuelta en la barricada, estoy temblando como una hoja. Ahora sólo puedo oler coños y nada más que coños. Es inútil seguir bailando esta tarde. Debo volver el sábado que viene. ¿Por qué no?

Y eso es lo que hago exactamente. El tercer sábado me encuentro con una recién llegada en la cabina de las esclavas. Tiene un cuerpo maravilloso, y su rostro, picado aquí y allá como una estatua antigua, me excita. Tiene un poco más de inteligencia que las otras, lo que no es inconveniente, y no está ansiosa de dinero. Eso es sencillamente extraordinario.

Cuando no trabaja, la llevo a un cine o a un baile barato de otro barrio. Le da igual donde vayamos. Basta con que haya un poco de priva, nada más. No es que quiera coger una curda, no… piensa que suaviza las cosas. Es una chica campesina del norte del estado.

Nunca hay tensión con ella. Se ríe con facilidad, disfruta con todo. Cuando la acompaño hasta casa —vive en una pensión—, tenemos que quedarnos de pie en el corredor y darle al asunto como podemos. Es algo que me crispa los nervios, con los huéspedes entrando y saliendo toda la noche.

A veces, al despedirme de ella, me pregunto cómo es que nunca he congeniado con esta clase de chica, la apacible, en lugar de con las difíciles. Esta chica no tiene ni pizca de ambición; nada le preocupa, nada la inquieta. Ni siquiera le preocupa quedar preñada. (Probablemente tenga habilidad para usar la aguja de zurcir).

No hace falta pensar demasiado para comprender que la razón por la que soy inmune es que no tardaría en morirme de aburrimiento. El caso es que no hay peligro de que me una a ella de modo estable. Yo también soy un pensionista, capaz de coger dinero suelto del monedero de la patrona.

He dicho que tenía un físico maravilloso, aquella cabeza a pájaros, y es cierto. Estaba llenita y era ágil y suave como una foca. Pasarle las manos por el culo era suficiente para hacerme olvidar todos mis problemas, Nietzsche, Stirner, Bakunin también. En cuanto a su jeta, si bien no era lo que se dice hermosa, era atractiva y cautivadora. Tal vez su nariz fuera un poco larga, un poco ancha, pero convenía a su personalidad, quiero decir que convenía a su risueño coño. Pero en cuanto me ponía a comparar su cuerpo con el de Mona, sabía que era inútil seguir adelante. Cualesquiera que fuesen las cualidades de carne y sangre de esta chica, no dejaban de ser carne y sangre. No había más de lo que se podía ver y tocar, oír y oler. Con Mona era otra historia muy distinta. Cualquier parte de su cuerpo servía para encenderme. Su personalidad se manifestaba tanto en su teta izquierda, por así decir, como en el meñique de su pie derecho. La carne hablaba desde cualquier punto. Cosa extraña, su cuerpo no era perfecto. Pero era melodioso y provocativo. Su cuerpo hacía eco a sus humores. No necesitaba ostentarlo ni menearlo; bastaba con que lo habitara, con que lo fuese.

Otra cosa del cuerpo de Mona era que siempre estaba cambiando. Qué bien recuerdo cuando vivíamos con el médico y su familia en el Bronx, cuando siempre nos duchábamos juntos, nos enjabonábamos uno al otro, nos abrazábamos, follábamos como podíamos —bajo la ducha—, mientras una multitud de cucarachas subían y bajaban corriendo por las paredes. Entonces, aunque me encantaba, su cuerpo era desproporcionado. La carne le caía de la cintura como pliegues, los pechos le colgaban, el culo era demasiado liso, como de niño. Y, sin embargo, ese mismo cuerpo, enfundado en un vestido de muselina con lunares, tenía todo el encanto y seducción del de una soubrette. El cuello era lleno, un cuello columnario, como yo lo llamaba siempre, y convenía a la rica voz, vibrante y misteriosa, que salía de él. Con el paso de los meses y los años, ese cuerpo experimentó toda clase de cambios. A veces se volvía tenso, ligero, como la superficie de un tambor. Casi demasiado tenso, demasiado ligero. Y después volvía a cambiar, y cada cambio registraba su transformación interior, sus fluctuaciones, sus humores, anhelos y frustraciones. Pero nunca dejaba de ser provocativo: lleno de vida, sensible, palpitante de amor, ternura y pasión. Cada día parecía hablar un lenguaje nuevo.

Así, pues, ¿qué poder iba a ejercer el cuerpo de otra? En el mejor de los casos, débil, transitorio. Yo había encontrado el cuerpo, no necesitaba otro. Ningún otro me satisfaría nunca del todo. No, las del tipo risueño no eran para mí. Penetrabas en esa clase de cuerpo como un cuchillo a través de cartón. Lo que yo anhelaba era el evasivo. (El basilisco evasivo, así lo llamaba yo). Evasivo e insaciable a un tiempo. Un cuerpo como el de Mona, que cuanto más lo poseías más poseído te encontrabas. Un cuerpo que podía traer consigo todas las plagas de Egipto… y sus maravillas, sus prodigios.

Probé en otro baile. Todo era perfecto: la música, las chicas, hasta los ventiladores. Pero en mi vida he sentido más soledad, más desolación. Desesperado, bailaba con una tras otra, todas complacientes, condescendientes, dúctiles, maleables, todas graciosas, encantadoras, satinadas y crepusculares, pero yo era presa de la desesperación, cargaba con un peso que me aplastaba. A medida que pasaba la tarde, me embargaba una sensación de náusea. En particular, la música me repugnaba. ¡Cuántos millares de veces había oído esos sones apagados, débiles, por completo imbéciles, con sus nauseabundas palabras de cariño! La progenie de chulos de puta y soplones, que nunca habían conocido las punzadas del amor. «Embriónico», no dejaba de repetirme. La música de embriones hecha para embriones. El calípedes llamando a su pareja sumergido en un estanque de agua de alcantarilla; la comadreja llorando a su pareja perdida y ahogándose en su propio pipí. Romántico: la copulación de la violeta y el cardo. ¡Te amo! Escrito en papel higiénico sedoso por mil peines superfinos. Rimas inventadas por pederastas sarnosos; letra compuesta por Albúmina y sus muchachos. ¡Uf!

Al escapar del local, recordé los discos de música africana que había tenido en tiempos, recordé el latir de la sangre, uniforme e incesante, que animaba a esa música. Sólo el ritmo uniforme, reiterativo y machacón del sexo… pero ¡qué refrescante, qué puro, qué inocente!

Me encontraba en tal estado, que sentí deseos de sacar la polla, en el medio de Broadway, y cascármela. ¡Imaginaos un maníaco sexual sacándose la picha —un sábado por la tarde— delante del Automat!

Presa de la cólera y la rabia, me fui hasta Central Park y me arrojé a la hierba. Acabado el dinero, ¿qué podía hacer? La manía del baile… seguía pensando en eso. Seguía subiendo aquella escalera empinada hasta la taquilla, donde estaba sentado cogiendo el dinero el peludo griego. («Sí, no tardará en llegar. ¿Por qué no bailas con las otras chicas?»). Muchas veces no aparecía. En un rincón, en un estrado, los músicos negros tocando como furias, sudando, jadeando, resollando; dando el callo hora tras hora sin apenas descansos. No se divertían ésos, ni las chicas tampoco, aun cuando se mojaran las bragas de vez en cuando. Había que estar chiflado para frecuentar semejante tugurio.

Cediendo a una sensación de somnolencia deliciosa, estaba a punto de cerrar los ojos, cuando, salida de no sé dónde, apareció una joven cautivadora y se sentó en un montículo un poco más arriba de donde me encontraba. Tal vez no se diera cuenta de que, en la postura que había adoptado, enseñaba totalmente sus partes íntimas. Tal vez no le importase. Tal vez fuera su forma de sonreírme o de hacerme un guiño. No había nada descarado ni vulgar en ella; era como una gran ave delicada que se hubiese posado a descansar de su vuelo.

Estaba tan ajena a mi presencia, tan inmóvil, tan absorta en sus sueños, que, por increíble que parezca, cerré los ojos y me quedé dormido. A continuación lo primero que sentí fue que ya no me encontraba en esta tierra. Así como se tarda tiempo en acostumbrarse al otro mundo, así ocurría en mi sueño. Lo más extraño era acostumbrarse a que nada de lo que deseara requiriese el menor efecto. Si deseaba correr, rápido o despacio, lo hacía sin perder aliento. Si deseaba saltar un lago o una colina, me limitaba a saltar. Si quería volar, volaba. Todo, lo que quiera que probase, era así de sencillo.

Al cabo de un tiempo advertí que no estaba solo. Alguien iba a mi lado, como una sombra, moviéndose con la misma facilidad y seguridad que yo. Mi ángel de la guarda, lo más probable. Aunque no encontraba nada que se pareciera a criaturas terrestres, me veía conversando, también sin esfuerzo, con lo que quiera que se cruzara en mi camino. Si era un animal, le hablaba en su lengua; si era un árbol, hablaba en el lenguaje del árbol; si era una roca, hablaba como una roca. Atribuí ese don de lenguas a la presencia del ser que me acompañaba.

Pero ¿hasta qué reino me acompañaba? ¿Y para qué fin?

Poco a poco fui notando que sangraba, que era, en realidad, una masa de heridas, de la cabeza a los pies. Entonces fue cuando, presa del pavor, me desmayé. Cuando por fin abrí los ojos, vi asombrado que el Ser que me había acompañado estaba lavándome las heridas con ternura, untándome el cuerpo con aceite. ¿Estaría a punto de morir? ¿Era el Ángel de la Misericordia el que se inclinaba tan solícito sobre mí? ¿O ya había cruzado yo la Gran Divisoria?

Miré implorante a los ojos de mi Consolador. La inefable expresión de piedad que iluminaba sus facciones me tranquilizó. Ya no me importaba saber si yo era aún de este mundo o no. Una sensación de paz embargó mi ser y volví a cerrar los ojos. Poco a poco y sin interrupción un nuevo vigor empezaba a correr por mis miembros; salvo una extraña sensación de vacío en la región del corazón, me sentía del todo restablecido.

Tras abrir los ojos y descubrir que estaba solo, aunque no abandonado, fue cuando instintivamente alcé una mano y la coloqué sobre el corazón. Para mi horror, había un agujero profundo donde debía estar el corazón. Un agujero del que no manaba sangre. «Entonces estoy muerto», murmuré. Y, sin embargo, no lo creí.

En ese extraño momento, muerto sin estar muerto, las puertas de la memoria se abrieron de par en par y por los corredores del tiempo contemplé lo que a ningún hombre debe permitirse ver hasta que esté preparado para entregar el alma: vi en todas las fases y momentos de su lastimosa debilidad el absoluto infeliz que yo había sido, el bribón, nada menos, que se había esforzado de modo tan inútil e ignominioso por proteger su miserable corazoncito. Vi que nunca se me había partido, como había imaginado, pero que, paralizado por el miedo, había encogido casi hasta desaparecer. Vi que las graves heridas que me había hecho caer tan bajo las había recibido todas en un absurdo intento de impedir que ese corazón consumido se partiera. El corazón mismo no se había visto afectado en ningún momento; se había consumido de no usarlo.

Ahora había desaparecido, ese corazón, sin duda me lo había cogido el Ángel de la Misericordia. Había quedado curado y restablecido para que yo pudiera vivir con él en la muerte como nunca había vivido en la vida. Puesto que ya no era vulnerable, ¿qué necesidad había de un corazón?

Allí tendido, con todo mi vigor y fuerza recuperados, la atrocidad de mi destino me aplastaba como una roca. La sensación de absoluta vaciedad de la existencia me abrumaba. Había alcanzado la invulnerabilidad, era mía para siempre, pero la vida —si eso era la vida— había perdido cualquier significado. Mis labios se movían como si estuviera rezando, pero me faltaba sentimiento para expresar la angustia. Sin corazón, había perdido la capacidad de comunicar, aun con mi Creador.

Entonces apareció ante mí, una vez más, el Ángel. En sus manos, que dibujaba un cáliz, sostenía esa pobre cosa encogida que había sido mi corazón. Tras dirigirme una mirada cargada de la mayor compasión, sopló sobre aquella pavesa de aspecto apagado hasta que se hinchó y se llenó de sangre, hasta que palpitó entre sus dedos como un corazón humano y vivo.

Al devolverlo a su lugar, sus labios se movían como si pronunciaran la bendición, pero no emitían sonido alguno. Mis pecados habían quedado perdonados; tenía libertad para pecar de nuevo, para arder con la llama del espíritu. Pero en ese momento supe, y nunca, nunca olvidaría, que el corazón es el que dirige, el corazón es el que ata y protege. Tampoco iba a morir nunca, ese corazón, pues su custodia quedaba en manos más altas.

¡Fui presa de tal alegría! ¡De confianza tan completa y absoluta!

Me puse en pie, como nuevo ser enteramente, tendí los brazos para abrazar el mundo. Nada había cambiado; era el mundo que siempre había conocido. Pero ahora lo veía con otros ojos. Ya no intentaba escapar de él, evitar sus males o modificarlo en el menor sentido. Era por completo de él y estaba unido a él. Había atravesado el valle de la sombra de la muerte; ya no me avergonzaba de ser humano, demasiado humano.

Había encontrado mi lugar. Me hallaba donde me correspondía. Estaba en mi medio. Mi lugar era el mundo, en medio de la muerte y la corrupción. Mis compañeros eran el sol, la luna y las estrellas. Mi corazón, limpio de sus iniquidades, había perdido todos los temores; ahora ansiaba ofrecerse al primer venido. En realidad, tenía la impresión de ser todo corazón, un corazón que nunca podría partirse, ni herirse, pues era para siempre inseparable de lo que lo había engendrado.

Y así, al avanzar e internarme en el mundo, allí donde se había desencadenado el saqueo y sólo reinaba el pánico, grité con todo el fervor que abrigaba mi alma: «¡Ánimo, hermanos y hermanas! ¡Ánimo!».

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