Nexus

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Capítulo XII

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Capítulo XII

Al llegar a la oficina el lunes por la mañana, me encontré un cablegrama sobre el escritorio. Decía ni más ni menos que su barco llegaba el jueves y que fuera a esperarla al muelle.

No dije nada a Tony, quien lo habría interpretado sólo como una calamidad. No dejaba de repetirme el mensaje para mis adentros una y mil veces; parecía casi increíble.

Tardé horas en serenarme. Al abandonar la oficina aquella tarde, volví a leer el mensaje para estar seguro de que no lo había interpretado mal. No, llegaba el jueves, no había duda. Sí, el próximo jueves, no el otro, ni el de la semana pasada. Este jueves. Era increíble.

Lo primero que había que hacer era encontrar un lugar para vivir. Un cuartito acogedor en alguna parte, y no demasiado caro. Eso significaba que tendría que volver a pedir dinero prestado. ¿A quién? Desde luego, a Tony, no.

Mis viejos no se volvieron locos de alegría precisamente ante la noticia. El único comentario de mi madre fue: «Espero que no dejes el empleo, ahora que ella vuelve».

Llegó el jueves y yo me encontraba en el muelle, una hora antes de tiempo. Había cogido un transatlántico alemán. Llegó el barco, con un poco de retraso, desembarcaron los pasajeros, pero ni rastro de Mona ni de Stasia. Presa del pánico, corrí a la oficina, donde tenían la lista de pasajeros. Su nombre no figuraba en la lista, y el de Stasia tampoco.

Volví al cuartito que había alquilado, con el alma en los pies. Podría haber enviado un mensaje, ¿no? Era una crueldad, una absoluta crueldad.

La mañana siguiente, poco después de llegar a la oficina, recibí una llamada de la oficina de telégrafos. Tenían un cablegrama. «¡Léalo!», grité. (¡Serían imbéciles! ¿A qué estaban esperando?).

Mensaje: «Llego el sábado en el Bereganria. Te quiero».

Esa vez era de verdad el McCoy. La vi bajar por la pasarela. Ella, ella. Y más cautivadora que nunca. Además de un baulito de metal, traía una maleta y una caja de sombreros llena de cosas. Pero ¿dónde estaba Stasia?

Stasia seguía en París. No sabía cuándo regresaría.

¡Maravilloso!, pensé para mis adentros. No hay necesidad de averiguar nada más.

En el taxi, cuando le hablé de la habitación que había cogido, pareció encantada.

«Ya encontraremos un sitio mejor», observó. («¡Huy, la Virgen, no!», me dije. «¿Por qué un sitio mejor?»).

Me moría por hacerle miles de preguntas, pero me contuve. Ni siquiera le pregunté por qué había cambiado de barco. ¿Qué importaba lo que hubiera ocurrido ayer, hace un mes, hace cinco años? Había vuelto: eso era bastante.

No había por qué hacer preguntas: se moría de ganas de contarme cosas. Tuve que pedirle que no corriera tanto, que no soltase todo de una vez.

«Deja algo para después», dije.

Mientras ella rebuscaba en el baúl —había traído toda clase de regalos, incluidos cuadros, tallas y álbumes de arte—, no pude resistir el deseo de hacer el amor con ella. Le dimos al asunto en el suelo entre los papeles, libros, cuadros, vestidos, zapatos y qué sé yo. Pero ni siquiera esa interrupción pudo detener el torrente de palabras. Tenía tanto que contar, tantos nombres que citar. Para mí resultaba un embrollo de locura.

«Dime una cosa», la interrumpí de pronto. «¿Estás segura de que me gustaría París?».

Su rostro adquirió una expresión de éxtasis absoluto.

«¿Que si te gustaría? Val, es lo que has soñado toda tu vida. Tu sitio está allí. Está todo lo que estás buscando y nunca encontrarás aquí. Todo».

Vuelta a empezar: las calles, el aspecto que tenían, las costanillas zigzagueantes, los pasadizos, los callejones sin salida, las encantadoras placitas, las grandes avenidas anchas, como las que partían de Étoile, y luego los mercados, las carnicerías, los tenderetes de libros, los puentes, los polis en bicicleta, los cafés, los cabarets, los parques, las fuentes, hasta los urinarios. Sin parar, como una excursión en la agencia Cook. Lo único que yo podía hacer era poner los ojos en blanco, menear la cabeza, dar palmas. «Aunque sólo sea la mitad de bueno», pensé para mis adentros, «va a ser maravilloso».

Sólo había un detalle desagradable: las mujeres francesas. Debía saber que no eran guapas, la verdad. Atractivas, sí. Pero no bellezas, como nuestras mujeres americanas. En cambio, los hombres eran interesantes y animados, aunque se pegaban como lapas. Le parecía que me iban a gustar los hombres, aunque esperaba que no adquiriera sus costumbres, en lo relativo a las mujeres. Según ella, tenían una concepción «medieval» de la mujer. Un hombre tenía derecho a pegar a una mujer en público.

«Es un espectáculo horrible», exclamó. «Nadie se atreve a intervenir. Hasta los polis miran hacia otro lado».

Lo creí con reservas, como de costumbre. La opinión de una mujer. En cuanto a lo de la belleza americana, América podía guardarse sus bellezas. A mí nunca me habían atraído.

«Tenemos que volver», dijo, olvidando que aún no «habíamos» ido juntos. «Es la única vida para ti, Val. Allí escribirás, te lo prometo. Aunque pasemos hambre. Allí nadie parece tener dinero. Y, sin embargo, van tirando… cómo es algo que no sé. De todos modos, estar sin blanca allí no es lo mismo que estarlo aquí. Aquí es feo. Allí es… en fin, romántico, supongo que dirías tú. Pero cuando volvamos no vamos a estar sin blanca. Ahora tenemos que trabajar de lo lindo, ahorrar dinero, con el fin de tener por lo menos para dos o tres días, cuando vayamos».

Me gustaba oírla hablar tan en serio del «trabajo». El día siguiente, domingo, lo pasamos paseando y hablando. Sólo planes para el futuro. Para economizar, decidió buscar un lugar con cocina. Algo más hogareño que la habitación que yo había alquilado.

«Un lugar donde puedas trabajar», ésas fueron sus palabras.

Yo ya me conocía esa canción. Que haga lo que quiera, pensé. Lo va a hacer de todos modos.

«Debe de ser para morirse de aburrimiento, ese empleo», observó.

«No es demasiado malo». Sabía lo que ella iba a decir a continuación.

«Me imagino que no irás a quedarte para siempre».

«No, querida. Pronto me pondré a escribir otra vez».

«Allí», dijo, «la gente parece arreglárselas mejor que aquí. Y con mucho menos. Si uno es pintor pinta; si es escritor escribe. No aplazan las cosas hasta que todo sea de color de rosa». Hizo una pausa, pensando sin duda que me mostraría escéptico. «Ya sé, Val», prosiguió, con otro tono de voz, «ya sé que detestas verme hacer lo que hago para poder vivir. Tampoco a mí me gusta. Pero tú no puedes trabajar y escribir, eso está claro. Si alguien tiene que hacer un sacrificio, que sea yo. De verdad, no es sacrificio lo que hago. Para lo único que vivo es para verte hacer lo que quieres hacer. Deberías confiar en mí, confiar en que haré lo mejor para ti. En cuanto lleguemos a Europa, las cosas irán de otro modo. Allí te sentirás estimulado, estoy segura. La vida que llevamos aquí es tan pobre, tan mezquina. ¿Te das cuenta, Val, de que apenas tienes un amigo que tengas ganas de ver? ¿Es que no es eso revelador? Allí basta con que te sientes en un café y haces amigos al instante. Además, hablan de las cosas de que a ti te gusta hablar. Ulric es el único amigo con que alguna vez hablas así. Con los demás eres un simple payaso. ¿A ver si no es verdad?».

Tuve que reconocer que tenía más razón que un santo. Hablando así, con sinceridad, me hacía pensar que tal vez supiera mejor que yo lo que me convenía y lo que no. Nunca había estado más deseoso de encontrar una solución apropiada para nuestros problemas. Sobre todo el problema de dar el callo. El problema de ponernos de acuerdo.

Había vuelto con unos centavos en el bolsillo. La falta de dinero fue la causa del cambio en el último momento, según dijo. Eso no era todo, por supuesto, y dio otras explicaciones más, de lo más detalladas, pero tan rápidas y embrolladas, que me perdí. Lo que sí me sorprendió fue que en un abrir y cerrar de ojos había encontrado un nuevo alojamiento… en una de las calles más bonitas de todo Brooklyn. Había encontrado exactamente lo que necesitábamos, había pagado un mes por adelantado, había alquilado una máquina de escribir para mí, había llenado la despensa y yo qué sé qué más. Sentía curiosidad por saber cómo se había agenciado la pasta.

«No me preguntes», dijo. «Cuando la necesitemos, habrá más».

Recordé mis torpes esfuerzos para conseguir unos cochinos dólares. Y la deuda que aún tenía con Tony.

«Mira», dijo, «todo el mundo está tan feliz de verme de vuelta, que no me pueden negar nada».

Yo «todo el mundo» lo traduje por «alguien». Sabía que a continuación vendría: «¡Anda, deja ese horrible empleo!».

Tony también lo sabía. «Sé que no te quedarás con nosotros mucho tiempo», dijo un día. «En cierto modo te envidio. Cuando por fin te vayas, a ver si no nos perdemos de vista. Te voy a echar de menos, cabroncete».

Intenté decirle lo agradecido que estaba por todo lo que había hecho por mí, pero no quiso darle importancia.

«Tú harías lo mismo», dijo, «si estuvieras en mi lugar. Oye, ahora en serio, ¿te vas a poner a escribir ahora? Espero que sí. En cualquier momento podemos conseguir enterradores, pero un escritor, no. ¿No te parece?».

Pasó una semana apenas antes de que me despidiera de Tony. Fue la última vez que lo vi. Con el tiempo le pagué, pero gota a gota. Otros a quienes debía dinero no cobraron hasta quince o veinte años después. Algunos habían muerto antes de que les llegara el turno. Así es la vida: «la universidad de la vida», como Gorki la llamó.

El nuevo alojamiento era divino. La parte trasera de un segundo piso de una casa antigua. Con todas las comodidades, incluidas alfombras blandas, mantas de lana espesa, frigorífico, baño y ducha, despensa enorme, cocina eléctrica y demás. En cuanto a la casera, se quedó prendada de nosotros. Una judía de ideas liberales y apasionada del arte. Tener a un escritor y a una actriz —Mona había declarado esa profesión— era un doble triunfo para ella. Hasta la repentina muerte de su marido, había sido maestra… con veleidades de escritora. El seguro que había cobrado por la muerte de su marido le había permitido dejar la escuela. Esperaba ponerse a escribir pronto. Tal vez yo pudiera darle algunas claves… cuando tuviera tiempo, claro está.

Desde cualquier punto de vista la situación era chachi. ¿Cuánto duraría? Ésa era la pregunta que siempre me hacía. Más que ninguna otra cosa, me encantaba ver llegar a Mona cada tarde con la bolsa de la compra llena. Era tan agradable verla cambiarse, ponerse un delantal, hacer la cama. La imagen de una esposa feliz. Y mientras se hacía la cena, un nuevo disco para oír: siempre algo exótico, algo que yo no podía costearme. Tras la cena, un licor excelente, con café. De vez en cuando una película para rematarlo. Si no, un paseo por los aristocráticos alrededores. Un veranillo de San Martín, en todos los sentidos de la expresión.

Por eso, cuando un día en un arranque de confianza me dijo que había un viejo rico que se había encariñado de ella, que tenía fe en ella —¡como escritora!—, escuché con paciencia y sin la menor muestra de conmoción ni irritación.

Pronto quedó clara la razón de aquel arranque de confidencia. Si podía demostrar a ese admirador —¡era maravilloso como podía variar el substantivo!— que era capaz de escribir un libro, una novela, por ejemplo, él se ocuparía de que se publicara. Más aún: se ofrecía a pagar un estipendio semanal bastante generoso, mientras lo escribiera. Por supuesto, esperaba que le enseñara unas páginas cada semana. Era justo, ¿no?

«Y eso no es todo, Val. Pero el resto te lo contaré más adelante, cuando te hayas puesto con el libro. Me cuesta no contártelo, créeme, pero debes fiarte de mí. ¿Qué me dices?».

Estaba demasiado sorprendido como para saber qué pensar.

«¿Puedes hacerlo? ¿Vas a hacerlo?».

«Puedo intentarlo. Pero…».

«Pero ¿qué, Val?».

«¿Es que no va a saber sin vacilar que es obra de un hombre y no de una mujer?».

«No, Val, estoy segura de que no», fue su rápida respuesta.

«¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan segura?».

«Porque ya lo he puesto a prueba. Ha leído parte de tu obra —se la he presentado como si fuera mía, por supuesto— y no ha sospechado en absoluto».

«Vaya, vaya. Te las sabe todas, ¿eh?».

«Mira, se mostró muy interesado. Dijo que no había duda de que yo tenía talento. Iba a enseñar las páginas a un editor amigo suyo. ¿Te basta con eso?».

«Pero una novela… ¿de verdad crees que puedo escribir una novela?».

«¿Por qué no? Puedes hacer cualquier cosa que te propongas. No tiene que ser una novela convencional. Lo único que le importa es descubrir si tengo perseverancia. Dice que soy excéntrica, inestable, caprichosa».

«Por cierto», añadí, «¿sabe dónde vivimos… quiero decir… vives?».

«¡Por supuesto que no! ¿Crees que estoy loca? Le he dicho que vivo con mi madre, que está inválida».

«¿Cómo se gana la vida?».

«Se dedica al negocio de las pieles, creo».

Mientras me daba esta respuesta, yo estaba pensando qué interesante sería saber cómo lo conoció y, aún más, cómo había conseguido hacer tantos progresos en tan poco tiempo. Pero ante esa clase de preguntas sólo recibiría respuestas como «por el mar corren las liebres, por el monte las sardinas».

«También juega a la Bolsa», añadió. «Probablemente tenga varios negocios».

«Conque, ¿cree que eres soltera y que vives con tu madre, que está inválida?».

«Le he dicho que estuve casada y me divorcié. Le he dado mi nombre de teatro».

«Parece que lo tienes todo atado y bien atado. En fin, por lo menos no tendrás que correr por ahí por las noches, ¿no?».

A lo que respondió: «Él es como tú: detesta el Village y todos esos disparates bohemios. En serio, Val, es una persona con cierta cultura. Le apasiona la música, entre otras cosas. Creo que en tiempos tocaba el violín».

«Ah, ¿sí? ¿Y cómo lo llamas, a ese viejales?».

«Pop».

«¿Pop?».

«Sí, eso: Pop».

«¿Qué edad tiene… más o menos?».

«Oh, anda por los cincuenta, supongo».

«Eso no es ser muy viejo, ¿no?».

«Pues, no. Pero es de costumbres sedentarias. Parece más viejo».

«En fin», dije, para acabar con ese tema, «todo eso es muy interesante. ¿Quién sabe? Tal vez dé algún resultado. ¿Te apetece dar un paseo?».

«Desde luego», dijo. «Lo que tú quieras».

Lo que tú quieras. Ésa era una expresión que no había oído de sus labios desde hacía muchas lunas. ¿Habría producido un cambio mágico el viaje a Europa? ¿O estaba tramando algo que aún no podía contar? Yo no estaba deseando alimentar dudas. Pero no podía olvidar el pasado con todas las cicatrices provocadas por sus cuentos. Ahora esa propuesta de Pop… todo parecía sincero, auténtico. Y, desde luego, se había metido en eso para beneficiarme a , no a ella. ¿Y si le hacía ilusión que la tomaran por escritora en lugar de actriz? Lo hacía para que yo me lanzara. Era su forma de resolver mi problema.

Había un aspecto de la situación que me intrigaba enormemente. Más delante caí en la cuenta, al oírle contar ciertas conversaciones que había tenido con Pop. Conversaciones relativas a «la obra» de ella. Al parecer, Pop no era ningún tonto. Le hacía preguntas. Difíciles, a veces. Y ella, como no era escritora, no podía saber que, ante una pregunta directa —«¿Por qué has dicho esto?»—, la respuesta podría ser: «No lo sé». Pensando que debía saberlo, daba las explicaciones más asombrosas, explicaciones de las que podrían enorgullecer a un escritor, si tuviera talento para pensar tan rápido. A Pop le encantaban esas respuestas. Al fin y al cabo, él tampoco era escritor.

«¡Cuéntame más!», le decía yo.

Y ella me obedecía, si bien es probable que la mayor parte de lo que me contaba fuera inventado. Yo me arrellanaba en el asiento y me moría de risa. En cierta ocasión me gustó tanto, que observé: «¿Cómo sabes que no podrías también tú ser escritora?».

«Oh, no, Val, yo no. Nunca seré escritora. Soy actriz, nada más».

«¿Quieres decir que eres una farsante?».

«Quiero decir que no tengo auténtico talento para nada».

«No siempre has pensado así», dije, algo apenado por haber forzado semejante reconocimiento por su parte.

«Pero ¡sí que lo pensaba!», saltó. «Me hice actriz… o, mejor dicho, trabajé en los escenarios… sólo para probar a mis padres que era más de lo que pensaban de mí. En realidad, no amaba el teatro. Cada vez que aceptaba un papel, me sentía aterrada. Me sentía como una tramposa. Cuando digo que soy una actriz, quiero decir que siempre estoy fingiendo. No soy una actriz de verdad, y tú lo sabes. ¿Es que no me calas siempre? Tú siempre descubres lo falso o pretencioso. A veces me pregunto cómo puedes resistir la vida conmigo. Sinceramente, Val…».

Extrañas palabras, procedentes de sus labios. Aun entonces, al mostrarse tan sincera, tan franca, estaba actuando. Estaba fingiendo que siempre fingía. Como tantas mujeres con talento histriónico, cuando su personalidad auténtica estaba en cuestión o bien se quitaba importancia a sí misma o se atribuía una importancia exagerada. Sólo podía mostrarse natural, cuando quería causar impresión a alguien. Era su forma de desarmar al adversario.

¡Qué no habría yo dado por acertar a oír alguna de esas conversaciones con Pop! En particular, cuando hablaban de literatura. De la literatura de ella. Tal vez el viejales, como ella lo llamaba de mala gana, la hubiera calado. Tal vez se limitara a fingir que la estaba poniendo a prueba (con esa tarea literaria) para facilitarle la aceptación del dinero con que la colmaba. Posiblemente pensaba él que, al permitirle creer a ella que se ganaba ese dinero, se libraba de la violencia de la situación. Por lo que pude deducir, no era la clase de persona capaz de sugerirle a las claras que se hiciera su querida. Ella nunca lo dijo así de claro, pero insinuó que físicamente era algo repulsivo. (¿De qué otro modo podía decirlo una mujer?). Pero sigamos con esa idea… Tal vez al ver halagada su personalidad —¿y qué podía ser más halagador para una mujer de su clase que verse tomada en serio como artista?—, adoptara el papel de querida sin que se lo pidiera. Por pura gratitud. Una mujer que está agradecida de verdad por las atenciones que recibe casi siempre ofrece su cuerpo.

Por supuesto, era muy probable que estuviese correspondiendo a lo que recibía, y eso desde el principio.

Las especulaciones de esa clase no perturbaban en absoluto la serena relación que habíamos establecido. Es asombroso lo lejos que puede viajar la mente, cuando las cosas salen bien, sin dañar al espíritu.

Yo disfrutaba con los paseos después de cenar. Eran algo nuevo en nuestra vida. Hablábamos con libertad, con mayor espontaneidad. El hecho de que tuviéramos dinero en el bolsillo también ayudaba: nos permitía pensar y hablar sobre las cosas sin los apuros habituales. Las calles de los alrededores eran anchas, elegantes, expansivas. Las antiguas mansiones, que envejecían con elegancia, dormían en el polvo del tiempo. Aún conservaban un aire de grandeza. Delante de algunas de ellas había negros de bronce, los postes de atar a los caballos en otro tiempo. Las calzadas estaban sombreadas por enramadas, los viejos árboles cubiertos de rico follaje; los céspedes, siempre limpios y cortados, centelleando con un verde eléctrico. Sobre todo, una calma serena envolvía las calles; se podían oír las pisadas a una manzana de distancia.

Era una atmósfera que invitaba a escribir. De las ventanas traseras de nuestra casa, contemplaba un jardín bello en el que había dos enormes árboles umbrosos. Por la ventana abierta llegaban con frecuencia notas de buena música. De vez en cuando llegaba hasta mis oídos la voz de un cantante —Sirota o Rosenblat, por lo general—, pues la casera había descubierto que yo adoraba la música de sinagoga. A veces llamaba a la puerta para ofrecerme un trozo de tarta casera o de strudel hecho por ella. Paseaba largo rato la mirada por mi mesa de trabajo, siempre cubierta de libros y papeles, y se marchaba corriendo, agradecida, al parecer, por el privilegio de haber echado un vistazo al cuarto de trabajo de un escritor.

En uno de nuestros paseos nocturnos nos detuvimos en la papelería de la esquina, donde también vendían helados y refrescos, para comprar cigarrillos. Era un establecimiento antiguo regentado por una familia judía. Nada más entrar, me encariñé con el lugar; tenía el aspecto marchito y somnoliento de las tiendecitas a las que solía ir de niño a comprar una pastilla de chocolate o una bolsa de cacahuetes. El dueño de la tienda estaba sentado en una mesa en un rincón obscuro de la tienda, jugando al ajedrez con un amigo. El modo como estaban encorvados sobre el tablero me recordó cuadros célebres, en particular los jugadores de Cézanne. El hombre grueso, de cabello gris y con una gran gorra calada sobre los ojos siguió estudiando el tablero, mientras el dueño nos despachaba.

Compramos los cigarrillos y después decidimos tomar un helado.

«No quiero distraerlo de su juego», dije, cuando nos hubo despachado. «Ya sé lo que es que le interrumpan a uno la partida».

«Entonces, ¿juega usted también al ajedrez?».

«Sí, pero mal. He perdido más de una noche con él».

Después, aunque no tenía intención de entretenerlo, hice algunas observaciones sobre el club de ajedrez de la Segunda Avenida que había frecuentado en tiempos, el Café Royal, y demás.

Entonces el hombre de la gran gorra se levantó y se nos acercó. Su forma de saludarnos me hizo comprender que nos había tomado por judíos. Tuve una sensación de cordialidad.

«Así, ¿que también usted juega al ajedrez?», dijo. «Estupendo. ¿Por qué no juega una partida con nosotros?».

«Esta noche, no», respondí. «Hemos salido a tomar el aire».

«¿Viven ustedes en el barrio?».

«En esa misma calle», respondí. Le di la dirección.

«Pero, hombre, si es la casa de la señora Skolsky», dijo. «La conozco muy bien. Tengo una tienda de artículos para caballero a una manzana de aquí más o menos… en Myrtle Avenue. ¿Por qué no se pasa usted por allí algún día?».

Acto seguido, extendió la mano y dijo: «Me llamo Essen. Sid Essen». Después estrechó la mano a Mona.

Dijimos nuestro nombre y volvimos a darnos la mano. Parecía extrañamente encantado.

«Entonces, ¿no es usted judío?», dijo.

«No», dije yo, «pero con frecuencia me toman por tal».

«Pero su esposa es judía, ¿verdad?». Miró a Mona fijamente.

«No», dije, «es en parte gitana y en parte rumana. De Bukovina».

«¡Maravilloso!», exclamó. «Abe, ¿dónde están los puros? Pasa la caja al señor Miller, ¿quieres?». Se volvió hacia Mona. «¿Y qué tal estaría un pastel para la señora?».

«No olvide su partida…», dije.

«¡Al diablo!», dijo. «Estábamos matando el tiempo simplemente. Es un placer hablar con alguien como usted… y su encantadora esposa. Es actriz, ¿verdad?».

Dije que sí con la cabeza.

«Se ve a simple vista», dijo.

Así empezó la conversación. Debimos de seguir hablando durante una hora o más. Evidentemente, lo que le intrigaba era mi interés por las cosas judías. Tuve que prometerle que iría a visitarlo pronto a su tienda. Podíamos echar una partida de ajedrez allí, si me apetecía. Explicó que el lugar se había convertido en una especie de depósito de cadáveres: sólo quedaban un puñado de clientes. Después, al darnos la mano de nuevo, dijo que esperaba le hiciésemos el honor de conocer a su familia. Dijo que éramos vecinos casi contiguos.

«Tenemos un nuevo amigo», comenté, mientras paseábamos por la calle.

«Te adora, lo he notado», dijo Mona.

«Era como un perro que quiere que lo acaricien y le den palmaditas, ¿verdad?».

«Un hombre muy solo, desde luego».

«¿No ha dicho que tocaba el violín?».

«Sí», dijo Mona. «¿No recuerdas que ha dicho que el cuarteto de cuerda se reunía en su casa una vez a la semana… en tiempos?».

«Es cierto. Dios mío, ¡cómo les gusta el violín a los judíos!».

«Sospecho que piensa que llevas una gota de sangre judía en las venas, Val».

«Tal vez sea así. Desde luego, no me avergonzaría de ello, si así fuera».

Siguió un silencio embarazoso.

«No quería decir lo que has interpretado», dije por fin.

«Ya lo sé», respondió Mona. «No te preocupes».

«Todos ellos saben jugar al ajedrez». Era como si hablara conmigo mismo. «Y les gusta hacer regalos, ¿no has notado?».

«¿Es que no podemos hablar de otra cosa?».

«Pues, ¡claro! ¡Claro que sí! Lo siento. Lo que pasa es que me apasionan. Siempre que me tropiezo con un judío auténtico, tengo la sensación de encontrarme de vuelta en casa. No sé por qué».

«Porque son cordiales y generosos… como tú», dijo Mona.

«Es porque son un pueblo antiguo, eso es lo que yo creo».

«Tú estás hecho para otro mundo, no para América, Val. Te llevas a las mil maravillas con cualquier pueblo, menos con el tuyo. Eres un desarraigado».

«Y , ¿qué? Tampoco éste es tu sitio».

«Ya lo sé», dijo. «En fin, escribe la novela y nos largamos. Me da igual donde me lleves, pero primero tienes que conocer París».

«¡De acuerdo! Pero me gustaría ver también otros sitios… Roma, Budapest, Madrid, Viena, Constantinopla. Me gustaría visitar tu Bukovina algún día. Y Rusia: Moscú, San Petersburgo, Nijni-Novgorod… Ah, caminar por la Perspectiva Nevski… ¡tras los pasos de Dostoievski! ¡Qué sueño!».

«Eso es fácil, Val. No hay razón para que no podamos ir adonde quiera que deseemos… a cualquier lugar del mundo».

«¿Tú crees, de verdad?».

«Lo sé». Después, impulsivamente, soltó: «Me pregunto dónde estará Stasia ahora».

«¿No lo sabes?».

«Pues claro que no. No he tenido noticias de ella desde que regresé. Tengo la impresión de que tal vez no vuelva a saber nada de ella nunca».

«No te preocupes», dije. «Seguro que tendrás noticias de ella. Algún día aparecerá: ¡de repente!».

«Allí era una persona distinta».

«¿Qué quieres decir?».

«No sé exactamente. Eso, distinta. Más normal, tal vez. Algunos tipos de hombres parecían atraerla. Como ese austríaco del que te hablé. Le parecía tan amable, tan considerado, tan comprensivo».

«¿Supones que había algo entre ellos?».

«¿Quién sabe? Estaban todo el tiempo juntos, como si estuvieran locamente enamorados».

«Como si, dices. ¿Qué quieres decir?».

Vaciló, después, excitada, como si aún le doliera: «¡Ninguna mujer podría enamorarse de una persona así! La halagaba, comía en su mano. Y ella adoraba eso. Tal vez la hacía sentirse femenina».

«Eso no me recuerda a Stasia», dije. «¿A que no crees que haya cambiado de verdad?».

«No sé qué pensar, Val. Me siento triste, nada más. Tengo la sensación de haber perdido a una gran amiga».

«¡Tonterías!», dije. «No se pierde a una amiga tan fácilmente».

«Decía que yo era demasiado posesiva, demasiado…».

«Tal vez lo fueras… con ella».

«Nadie la entendía mejor que yo. Lo único que deseaba era verla feliz. Feliz y libre».

«Eso es lo que dice todo el que está enamorado».

«Era más que amor, Val. Mucho más».

«¿Cómo puede haber algo más que amor? El amor lo es todo, ¿no?».

«Tal vez en el caso de las mujeres haya algo más. Los hombres no son lo bastante sutiles para captarlo».

Temiendo que la conversación degenerara en discusión, cambié de tema con la mayor habilidad que pude. Por último, fingí estar hambriento. Para mi sorpresa, ella dijo: «Yo también».

Volvimos a casa. Tras una buena cena fría —pâté de foie gras, pavo frío, ensalada de col, regada con un Mosela delicioso—, me sentí capaz de ir a ponerme ante la máquina y escribir de verdad. Tal vez fuera la conversación, la referencia a los viajes, a las ciudades exóticas… a una nueva vida. O que había logrado impedir que nuestra conversación degenerara en riña. (Stasia era un tema tan delicado). O tal vez fuese el judío, Sid Essen, y los recuerdos raciales que me había suscitado. O quizá la simple comodidad de nuestra casa, la sensación de bienestar, de tener un hogar.

El caso es que, mientras ella recogía la mesa, dije: «Si pudiera uno escribir como habla… ¡escribir como Gorki, Gogol o Knut Hamsun!».

Me lanzó la mirada que a veces una madre dirige al niño que sostiene en los brazos.

«¿Por qué escribir como ellos?», dijo. «Escribe como eres tú, es mucho mejor».

«Ojalá pensara yo así. ¡La Virgen! ¿Sabes lo que me pasa? Soy un camaleón. Quiero imitar a todos los autores de que me enamoro. ¡Si pudiese imitarme a mí mismo!».

«¿Cuándo me vas a enseñar algunas páginas?», dijo. «Me muero por ver lo que has hecho hasta ahora».

«Pronto», dije.

«¿Trata de nosotros?».

«Supongo que sí. ¿De qué otra cosa podría escribir?».

«Podrías escribir sobre cualquier cosa, Val».

«Eso es lo que tú crees. Nunca pareces advertir mis limitaciones. No sabes los esfuerzos que hago. A veces me siento del todo derrotado. A veces me pregunto de dónde saqué la idea de que podía ser escritor. Sin embargo, hace unos minutos estaba escribiendo como un loco. En la cabeza, una vez más. Pero en cuanto me siento a la máquina me convierto en un zoquete. Me vence, me supera». «¿Sabías», dije, «que hacia el final de su vida Gogol fue a Palestina? Un tipo extraño, Gogol. ¡Imagínate a un ruso loco como ése muriendo en Roma! Me pregunto dónde me moriré yo».

«¿Qué te pasa, Val? ¿De qué estás hablando? Tú tienes aún por delante ochenta años. ¡Escribe! No hables de morir».

Sentí que debía contarle algo de la novela.

«¡Adivina qué nombre me he dado en el libro!», dije. No lo supo. «He adoptado el nombre de tu tío, el que vive en Viena. Me dijiste que estaba en los húsares, me parece. No sé por qué, pero no consigo imaginarlo de coronel de un regimiento con la calavera en el estandarte. Y judío. Pero me gusta… me gusta todo lo que me has contado de él. Por eso he adoptado su nombre…».

Pausa.

«Lo que me gustaría hacer con esta maldita novela —aunque tal vez Pop podría no ser de la misma opinión— es cargar con ella como un cosaco borracho. Rusia, Rusia, ¿hacia dónde te diriges? ¡Adelante, adelante, como el torbellino! Sólo puedo ser auténtico destruyendo cosas. Nunca escribiré un libro para agradar a los editores. He escrito demasiados libros. Libros de sonámbulo. Ya sabes lo que quiero decir. Millones y millones de palabras… todo en la cabeza. Resuenan en ella, como monedas de oro. Estoy cansado de hacer monedas de oro. Estoy harto de esas cargas de caballería… en la obscuridad. Ahora cada palabra que escriba debe ser una flecha que vaya derecha al blanco. Una flecha envenenada. Quiero acabar con los libros, los escritores, los editores, los lectores. Escribir para el público no me interesa lo más mínimo. Lo que me gustaría es escribir para locos… o para los ángeles».

Hice una pausa y una sonrisa curiosa apareció en mi rostro ante la idea que se me había ocurrido.

«Me pregunto qué pensaría nuestra casera, si me oyese hablar así. Es demasiado buena para nosotros, ¿no crees? No nos conoce. Nunca creería que soy un pogrom ambulante. Tampoco tiene la menor idea de por qué me chifla tanto Sirota y esa puñetera música de sinagoga». Me detuve en seco. «De todos modos, ¿qué tendrá que ver Sirota con esto?».

«Sí, Val, estás excitado. Ponlo en el libro. ¡No desaproveches las energías hablando!».

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