Nexus

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Capítulo XIV

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Capítulo XIV

Muchas veces, cuando salía a tomar un poco de aire fresco, iba a ver a Sid Essen para charlar con él. Sólo una vez vi a un cliente entrar en la tienda. Tanto en invierno como en verano, dentro estaba oscuro y hacía fresco… La temperatura adecuada para conservar cadáveres. Los dos escaparates estaban atestados de camisas descoloridas por el sol y cubiertas de manchitas de moscas.

Solía estar en la trastienda, leyendo bajo una bombilla mortecina, colgada del techo mediante una larga cuerda de la que pendían hojas de papel matamoscas. Se había hecho un sillín cómodo montando un asiento de coche sobre dos cajas de embalar. Junto a las cajas había una escupidera, que utilizaba cuando masticaba tabaco. Por lo general, tenía entre los dientes una pipa sucia y a veces un puro. La enorme gorra sólo se la quitaba cuando se iba a la cama. Tenía siempre el cuello de la chaqueta blanco de caspa y cuando se sonaba la nariz, cosa que hacía con frecuencia —como un elefante trompeteando—, usaba un pañuelo azul de un metro de ancho.

En el mostrador, a su lado, había pilas de libros, revistas y periódicos. Pasaba de uno a otro, según su humor. Además de ese material de lectura, siempre había una caja de turrón, en la que metía la mano, cuando se entusiasmaba. Por el tamaño de su cintura resultaba evidente que era un comilón. Según me dijo varias veces, su mujer era una cocinera divina. Por lo que pude deducir, era su aspecto más atractivo. Aunque él siempre añadía que era muy instruida.

A cualquier hora del día que pasara por allí, siempre sacaba una botella. «Un traguito», decía, blandiendo un frasco de aguardiente o una botella de vino. Yo echaba un trago para complacerlo. Si yo ponía una mueca, él decía: «No le gusta demasiado, ¿verdad? ¿Por qué no echa un traguito de rye?».

Una mañana, tras tomar un trago de rye, repitió su deseo de enseñarme a conducir.

«Le bastará con tres lecciones», dijo. «Es absurdo tener el coche ahí muerto de risa. Cuando le coja el tranquillo, le chiflará. Mire, ¿por qué no se aviene a dar una vuelta conmigo el sábado? Dejaré a alguien a cargo de la tienda».

Se mostró tan deseoso e insistente, que no pude negarme.

El sábado me reuní con él en el garaje. El gran sedán de cuatro puertas estaba aparcado junto a la acera. Me bastó un vistazo para saber que era demasiado para mí. Sin embargo, tuve que seguir hasta el final. Me coloqué en el asiento del conductor, manipulé las velocidades, me familiaricé con el acelerador y los frenos. Una breve lección. Una vez que saliéramos de la ciudad, iba a darme más instrucciones.

Al volante, Reb se convirtió en otra persona. Un rey ahora. Yo no sabía adonde nos dirigíamos; lo que sé es que íbamos a toda velocidad. A la mitad del camino ya me dolían las piernas, de tanto frenar.

«¿Ve?», dijo, soltando las dos manos del volante para gesticular. «No tiene misterio. Anda solo». Levantó el pie del acelerador y me mostró cómo se usaba el dispositivo del aire. Igual que conducir una locomotora.

En los suburbios de la ciudad, nos parábamos de vez en cuando a cobrar alquileres. Era dueño de unas cuantas casas por allí y más adelante. Todas en barrios pobres y ocupadas por familias de negros. Me explicó que había que ir a cobrar todas las semanas. La gente de color no sabía administrar el dinero.

En un solar cerca de una de esas casuchas me dio más instrucciones. Esa vez me enseñó a dar la vuelta, a frenar bruscamente, a aparcar. Y a dar marcha atrás. Muy importante, lo de dar marcha atrás, según dijo.

Con la tensión, al instante me encontré sudando.

«Vale», dijo, «vámonos. Pronto llegaremos a la carretera y allí la voy a soltar. Corre como el viento…, ya verá usted… Ah, por cierto, si alguna vez le entra pánico y no sabe qué hacer, simplemente desconecte el motor y apriete los frenos».

Cuando llegamos a la carretera, se le puso una cara radiante. Se caló la gorra sobre los ojos. «¡Agárrese!», dijo, y, zuum, nos lanzamos a toda velocidad. Me parecía que apenas tocábamos el suelo. Eché un vistazo al cuentakilómetros: ciento veinte. Apretó el acelerador. «Puede ir a ciento cincuenta sin sentirlo. No se preocupe, que no se me escapa».

No dije nada: me limité a armarme de valor y entornar los ojos. Cuando salimos de la carretera, le propuse que parara unos minutos para que pudiéramos estirar las piernas.

«Divertido, ¿eh?».

«¡Ni que lo jure!».

«Un domingo», dijo, «después de cobrar los alquileres, le llevaré a un restaurante que conozco, donde hacen unos patitos deliciosos. O podríamos ir a un restaurante polaco del East Side. ¿O qué le parecería algo de cocina judía? Lo que quiera. Es tan agradable su compañía…».

En Long Island City, nos desviamos para comprar unas vituallas: arenque, esturión ahumado, roscas de pan, salmón curado, embutidos, pan de maíz, mantequilla dulce, miel, picanas, nueces, cebollas rojas grandes, ajo, etc.

«Aunque no hagamos otra cosa, comemos bien», dijo. «Buena comida, buena música, buena conversación: ¿qué más se necesita?».

«Una buena esposa, tal vez», dije, un poco irreflexivo.

«Yo tengo una buena esposa, sólo que nuestros caracteres no armonizan. Soy demasiado corriente para ella. Demasiado vulgar».

«A mí no me lo parece usted», dije.

«Ahora me contengo…, supongo que me estoy haciendo viejo. En tiempos era bastante hábil con los puños. Eso me creaba muchos problemas. También jugaba mucho. Mala cosa, si se tiene una mujer como la mía. Por cierto, ¿apuesta usted a los caballos? Yo aún apuesto de vez en cuando. No puedo prometer hacerlo millonario, pero puedo doblarle el dinero. Avíseme cuando quiera; su dinero está seguro conmigo, recuérdelo».

Estábamos entrando en Greenpoint. La vista de los depósitos de gas me produjo una punzada de recuerdos sentimentales. De vez en cuando, una iglesia igualita a las de Rusia. Los nombres de las calles se volvían cada vez más familiares.

«¿Le importaría parar delante de Devoe Street, 181?», le pregunté.

«Sí. ¿Cómo no? ¿Conoce a alguien allí?».

«Hace tiempo. Mi primer amor. Me gustaría echar un vistazo a la casa, nada más».

Automáticamente, apretó el acelerador con fuerza. Nos encontramos ante un semáforo. Pasó sin parar.

«Los semáforos no cuentan para mí», dijo, «pero no siga mi ejemplo».

En el 181, bajé del coche, me quité el sombrero (como si visitara una tumba) y me acerqué a la verja, delante del jardincillo. Alcé la vista para mirar a las ventanas del salón; las persianas estaban echadas, como siempre. El corazón empezó a latirme con fuerza, como años atrás, cuando, al alzar la vista hacia las ventanas, rezaba con la esperanza de vislumbrar su sombra al pasar. Sólo me quedaba unos instantes y después me marchaba. A veces daba la vuelta a la manzana dos o tres veces… por si acaso. («Pobre diablo», me dije para mis adentros, «aún sigues dando vueltas a esta manzana»).

Cuando me di la vuelta para volver al coche, la puerta de la planta baja chirrió. Una anciana asomó la cabeza. Me acerqué a ella y, casi temblando, le pregunté si aún vivía allí alguno de los Giffords.

Me miró fijamente —como si hubiera visto una aparición, me pareció— y después respondió: «¡Huy, Dios mío, no! Hace años que se mudaron».

Eso me dejó helado.

«¿Por qué?», dijo. «¿Los conocía usted?».

«A una, sí; pero no creo que me recordase. Se llamaba Una. ¿Sabe usted qué ha sido de ella?».

«Fueron a Florida». (Fueron, no fue).

«Gracias. ¡Muchísimas gracias!». Me quité el sombrero, como si me encontrara ante una Hermana de la Caridad.

En el momento en que ponía la mano en la portezuela del coche, la anciana me llamó: «¡Señor! Señor, si quiere usted saber algo más de Una, una señora que vive más abajo podría darle noticias de ella…».

«No se preocupe», dije. «No tiene importancia».

Aunque fuera absurdo, me rodaban lágrimas por las mejillas.

«¿Qué ocurre?», dijo Reb.

«Nada, nada. Recuerdos, nada más».

Abrió la guantera y sacó un frasco. Eché un trago del remedio para todos los males; era aguardiente puro. Me quedé sin aliento.

«Nunca falla», dijo. «¿Se siente mejor ahora?».

«Ni que lo jure». Y a continuación me vi diciendo: «¡La Virgen! Pensar que pueda uno sentir aún estas cosas. Es algo que me destroza. ¿Qué habría pasado, si hubiera aparecido… con su hijo? Duele. Aún duele. No me pregunte por qué. Era mía, es lo único que puedo decir».

«Debió de ser toda una aventura». La palabra «aventura» me irritó.

«No», dije, «fue un puro aborto. Un asesinato. Igual podría haber estado enamorado de la reina Ginebra. No tuve valor, ¿comprende? Fue horrible. Supongo que nunca me recobraré. ¡Qué leche! ¿Para qué hablar de ello?».

Guardó silencio, el bueno de Reb. Miró hacia adelante y apretó el acelerador.

Al cabo de un rato, dijo con toda sencillez: «Debería usted escribir sobre eso algún día». A lo que respondí: «¡Nunca! Nunca podría encontrar palabras para describirlo».

En la esquina, donde estaba la papelería, me apeé.

«Vamos a repetirlo, ¿eh?», dijo Reb, al tiempo que extendía su manaza velluda. «La próxima vez le presentaré a mis amigos de color».

Caminé por la calle, pasé por delante de los antiguos postes de atar caballos, los amplios céspedes, las grandes barandas. Seguía pensando en Una Gifford. Si al menos fuera posible volver a verla una sola vez…, una mirada, nada más. Después cerrar el libro… para siempre.

Seguí caminando, por delante de más figuras de negros de hierro con boca rosa sandía y blusa de rayas, de más mansiones majestuosas, más soportales y barandas cubiertos de hiedra. Florida, nada menos. ¿Por qué no Cornualles, o Avalon, o el Castillo de Carbonek? Me puse a cantar para mis adentros… «Nunca hubo en este mundo caballero tan noble, tan generoso…». Y después me vino un recuerdo terrible. ¡Marco! Del techo de mi cerebro colgaba Marco, quien se había ahorcado. Mil veces había hablado a Mona de su amor; mil veces había hecho el payaso; mil veces le había advertido que se mataría, si ella no le correspondía. Y ella se había reído de él, lo había ridiculizado, despreciado, humillado. A pesar de lo que ella dijera o hiciese, él seguía envileciéndose, seguía prodigándole regalos; ante la simple vista de ella, o ante el sonido de su risa burlona, se ponía, servil, a adularla y halagarla. Y, sin embargo, nada podía acabar con su amor, su adoración. Cuando ella lo despedía, volvía a su buhardilla a escribir chistes. (Se ganaba la vida, el pobre diablo, vendiendo chistes a revistas). Y hasta el último céntimo que ganaba se lo entregaba a ella, y ella lo cogía sin siquiera darle las gracias. («¡Ahora lárgate, chucho!»). Una mañana lo encontraron colgado de una alfarda de su miserable buhardilla. No dejó mensaje alguno. Un simple cuerpo balanceándose en la oscuridad y el polvo. Su último chiste.

Y cuando Mona me dio la noticia, dije: «¿Marco? ¿Qué tengo yo que ver con Marco?».

Derramó lágrimas muy amargas. Lo único que pude decir para consolarla fue: «De todos modos lo habría hecho tarde o temprano. Era esa clase de persona».

Y ella me había respondido: «Eres cruel, no tienes corazón».

Era cierto, yo no tenía corazón. Pero había otros a los que daba un trato igualmente abominable. Con mi cruel y despiadado carácter, le había recordado los demás, así: «¿Cuál será el siguiente?». Salió corriendo de la habitación tapándose los oídos con las manos. Horrible. Demasiado horrible.

Al tiempo que aspiraba la fragancia de las celindas, de las buganvillas, de las rosas rojas, pensaba para mis adentros: «Tal vez ese pobre diablo de Marco la amara como yo amé en tiempos a Una Gifford. Tal vez creyera que por milagro el desprecio y el desdén de ella se convertirían un día en amor, que lo vería como era, un gran corazón sangrante y rebosante de ternura y perdón. Tal vez todas las noches, cuando regresaba a su habitación, se arrodillaba y rezaba. (Pero sin respuesta). ¿Acaso no había gemido yo todas las noches al meterme en la cama? ¿Es que no rezaba yo también? ¡Y de qué modo! Era vergonzoso, ¡unos rezos, unas súplicas, unos gimoteos! Si al menos una Voz hubiera dicho: “No hay esperanza: tú no eres el hombre para ella”. Podría haber abandonado, podría haber abierto paso para otra. O, al menos, podría haber maldecido al Dios que me había asignado semejante destino».

¡Pobre Marco! Rogando no que lo amaran, sino que le permitieran amar. ¡Y condenado a hacer chistes! Sólo ahora comprendo lo que sufriste, lo que soportaste, querido Marco. Ahora puedes disfrutar de ella…, desde arriba. Puedes contemplarla día y noche. Si en la vida nunca te vio como eras, al menos tú puedes verla ahora como es. Tenías demasiado corazón para un cuerpo tan frágil. La propia Ginebra fue indigna del gran amor que inspiró. Pero es que una reina pisa con tal suavidad, hasta cuando aplasta a un piojo…

La mesa estaba puesta y la cena estaba esperando, cuando entré. Mona estaba de un buen humor inhabitual.

«¿Cómo ha ido? ¿Lo has pasado bien?», gritó, al tiempo que me rodeaba con los brazos.

Noté las flores en el jarrón y la botella de vino junto a la fuente. El vino favorito de Napoleón, que bebía hasta en Santa Elena.

«¿Qué significa esto?», le pregunté.

Estaba radiante de alegría.

«Significa que Pop considera maravillosas las primeras cincuenta páginas. Estaba entusiasmado».

«Ah, ¿sí? Cuenta. ¿Qué ha dicho exactamente?».

Ella misma estaba tan pasmada, que ahora no conseguía recordar gran cosa. Nos sentamos a comer.

«Come un poco», dije, «ya te acordarás».

«Oh, sí», exclamó. «Recuerdo esto… Ha dicho que le recordaba un poco a los primeros libros de Melville… y también a Dreiser».

Me atraganté.

«Sí, y a Lafcadio Hearn».

«¡Cómo! ¿También lo ha leído?».

«Ya te dije, Val, que ha leído mucho».

«No estaría burlándose, ¿verdad?».

«En absoluto. Lo dijo muy en serio. Te digo que está intrigado de verdad».

Serví el vino.

«¿Ha comprado Pop esto?».

«No, he sido yo».

«¿Cómo sabes que era el vino favorito de Napoleón?».

«El hombre que me lo ha vendido me lo ha dicho».

Eché un buen trago.

«¿Qué tal?».

«En mi vida he probado algo mejor. ¿Y Napoleón bebía esto todos los días? ¡Feliz mortal!».

«Val», dijo, «tienes que prepararme un poco para que pueda comprender a algunas de las preguntas que me hace Pop».

«Pensaba que conocías todas las respuestas».

«Hoy estaba hablando de gramática y retórica. No tengo ni idea de gramática ni de retórica».

«Para serte franco, yo tampoco. Fuiste a la escuela, ¿no? Una licenciada de Wellesley debería saber algo…».

«Tú sabes que no he ido a la Universidad».

«Dijiste que habías ido».

«Tal vez cuando te conocí. No quería que me consideraras una ignorante».

«¡Qué leche!», dije. «No me habría importado que no hubieras acabado el bachillerato. No siento respeto por el saber. Eso de la gramática y la retórica es una gilipollez. Cuanto menos sepas de esas cosas, mejor. Sobre todo si eres escritor».

«Pero supongamos que señala errores. Entonces, ¿qué?».

«Dile: “Tal vez tengas razón. Lo pensaré”. O, mejor aún, le dices: “¿Cómo lo redactarías ?”. Entonces lo tendrás a la defensiva, ¿te das cuenta?».

«Ojalá estuvieras tú en mi lugar».

«Ojalá. Entonces sabría si es sincero o no el ando va».

«Hoy», dijo ella, sin hacer caso de mi comentario, «estaba hablando de Europa. Era como si estuviese leyendo mis pensamientos. Hablaba de escritores americanos que habían vivido y estudiado en el extranjero. Decía que era importante vivir en esa atmósfera, que alimentaba el alma».

«¿Qué más ha dicho?».

Vaciló un momento antes de soltarlo.

«Ha dicho que, si terminaba el libro, me daría el dinero para que pudiera vivir en Europa uno o dos años».

«Maravilloso», dije. «Pero ¿y tu madre inválida? En otras palabras, yo».

También había pensado en eso.

«Probablemente tendré que matarla». Añadió que seguro que lo que apoquinase sería suficiente para los dos. Pop era generoso.

«Como ves», dijo, «no me equivoqué respecto a Pop. Val, no quiero apremiarte, pero…».

«Te gustaría que me apresurara a acabar el libro, ¿verdad?».

«Sí. ¿Cuánto crees que tardarás?».

Dije que no tenía la menor idea.

«¿Tres meses?».

«No sé».

«¿Tienes claro lo que vas a hacer?».

«No».

«¿No es eso un problema?».

«Por supuesto. Pero ¿qué puedo hacer? Avanzo lo más rápido que puedo».

«¿No perderás el hilo?».

«Si es así, volveré a recuperarlo. En fin, eso espero».

«No quieres ir a Europa, ¿verdad?».

La miré fijamente antes de responder.

«¿Que si quiero ir a Europa? Mira, chica, quiero ir a todas partes… Asia, África, Australia, Perú, México, Siam, Arabia, Java, Borneo…, al Tíbet también y a China. Una vez que despeguemos, quiero quedarme fuera para siempre. Quiero olvidarme de que nací aquí. Quiero seguir en movimiento, errando, vagabundeando por el mundo. Quiero ir hasta el final de todos los caminos…».

«¿Y cuándo escribirás?».

«Sobre el terreno».

«Val, eres un soñador».

«Ya lo creo que lo soy. Pero soy un soñador activo. No es lo mismo». Después añadí: «Todos somos soñadores, sólo que algunos de nosotros nos despertamos a tiempo para escribir unas palabras. Desde luego, quiero escribir. Pero no creo que sea el summum. ¿Cómo te lo diría? Escribir es como la caca que haces en sueños. Caca deliciosa, desde luego, pero primero viene la vida y después la caca. La vida en cambio, movimiento, búsqueda…, avanzar al encuentro de lo desconocido, lo inesperado. Sólo unos pocos hombres pueden decir de sí mismos: “¡He vivido!”. Por eso existen los libros…, para que los hombres puedan vivir por delegación. Pero ¡cuando también el autor vive por delegación…!».

Me interrumpió.

«A veces cuando te escucho, Val, tengo la sensación de que quieres vivir mil vidas en una. Estás eternamente insatisfecho: con la vida tal como es, contigo, con casi todo. Eres un mongol. Tu lugar son las estepas de Asia Central».

«Mira», dije, excitándome, «una de las razones por las que me siento tan incoherente es que en mí hay un poco de todo. Puedo colocarme en cualquier período y sentirme como en casa en él. Cuando leo sobre el Renacimiento, me siento como un hombre renacentista; cuando leo sobre una de las dinastías chinas, me siento exactamente como un chino de la época. Sea cual sea la raza, la época, el pueblo, egipcio, azteca, hindú o caldeo, me siento uno de ellos en todo, y siempre se trata de un mundo rico, cuyas maravillas son inagotables. Eso es lo que anhelo: un mundo creado humanamente, un mundo que responda a las ideas, los sueños y los deseos del hombre. Lo que me pone enfermo de esta vida nuestra, esta vida americana, es que matamos todo lo que tocamos. Hablando de los mongoles y los hunos…, comparados con nosotros, eran unos caballeros… Ésta es una tierra horrible, vacía, desolada. Veo a mis compatriotas con los ojos de mis antepasados. Los atravieso con la mirada…, y están huecos, carcomidos…».

Cogí la botella de «Gevrey-Chambertin» y volví a llenar las copas. Había bastante para un buen trago.

«¡Por Napoleón!», dije. «Un buen hombre que vivió una vida plena».

«Val, a veces me asustas con tu forma de hablar sobre América. ¿Tanto la odias?».

«A lo mejor es amor», dije. «Amor invertido. No sé».

«Espero que no se trasluzca nada de eso en la novela».

«No te preocupes. La novela será casi tan irreal como la tierra de la que procede. No tendré que decir: “Todos los personajes de este libro son imaginarios”, o lo que quiera que se ponga en el frontispicio de los libros. Nadie reconocerá a nadie, al autor menos que a nadie. Una cosa buena es que irá firmado por ti. ¡Qué broma, si resultara un best-seller! ¡Si los periodistas llamasen a la puerta para entrevistarte a ti!».

Esa idea le aterró. No le hacía la menor gracia.

«Oh», dije, «hace un momento me has llamado soñador. Déjame leerte un pasaje —es corto— de La montaña de los sueños. Deberías leer ese libro; es un sueño de libro».

Me acerqué a la estantería y abrí el libro por el pasaje a que me refería.

«Acaba de hablar de Lycidas de Milton, de por qué era probablemente la obra literaria más pura existente. Después dice Machen: “La literatura es el arte sensual de causar impresiones exquisitas mediante las palabras”. Pero éste es el pasaje…, sigue inmediatamente a eso: “Y, sin embargo, había algo más; además del pensamiento lógico, que con frecuencia era un obstáculo, un accidente fastidioso pero inseparable, además de la sensación, siempre placentera y deliciosa, además de eso, había las imágenes indefinibles, inexpresables, que toda buena literatura evoca.

Así como el químico se asombra a veces en sus experimentos al descubrir elementos desconocidos e inesperados en el crisol o el alambique, así como el mundo de las cosas materiales es considerado por algunos un delgado velo del universo inmaterial, así también quien lee prosa o versos maravillosos es consciente de sugerencias que no pueden expresarse con palabras, que no proceden del sentido lógico, que más que estar en conexión con el deleite de los sentidos son paralelas a él. El mundo así revelado es más que nada el mundo de los sueños, más que nada el mundo en que a veces viven los niños, que aparece en un instante y en un instante se desvanece, ni del intelecto ni de los sentidos…”».

«Es bonito», dijo, mientras yo dejaba el libro. «Pero no intentes escribir así. Deja a Arthur Machen que escriba así, si quiere. Tú escribe a tu modo».

Volví a sentarme a la mesa. Junto a mi café había una botella de «Chartreuse». Mientras me servía un poquito del ardiente y verde licor en el vaso, dije: «Ahora sólo falta una cosa: un harén».

«Pop ha comprado el “Chartreuse”», dijo Mona. «Estaba tan encantado con esas páginas…».

«Esperemos que las cincuenta siguientes le gusten tanto».

«No estás escribiendo el libro para él, Val. Lo estás escribiendo para nosotros».

«Eso es verdad», dije. «A veces lo olvido».

Se me ocurrió entonces que aún no le había contado nada sobre el boceto del libro auténtico.

«Tengo que contarte una cosa», empecé a decir. «Aunque no sé si debo hacerlo. Tal vez debería reservármelo algún tiempo más».

Me rogó que no la hiciera rabiar.

«Muy bien, te lo contaré. Es sobre un libro que tengo intención de escribir un día. Ya tengo escritas las notas. Te escribí una carta larga sobre él, cuando estabas en Viena o Dios sabe dónde. No pude enviártela porque no me diste una dirección. Sí, éste sería el libro auténtico…, voluminoso. Sobre tú y yo».

«¿No has guardado la carta?».

«No. La hice pedazos. ¡Por tu culpa! Pero tengo las notas. Sólo que aún no te las voy a enseñar».

«¿Por qué?».

«Porque no quiero comentarios. Además, si hablamos de él puede que nunca llegue a escribirlo. Tampoco me gustaría que conocieras ciertas cosas hasta que las haya escrito».

«Puedes confiar en mí», dijo.

Se puso a suplicarme.

«Es inútil», dije. «Vas a tener que esperar».

«Pero ¿y si se perdieran las notas?».

«Podría escribirlas de nuevo. Eso no me preocupa lo más mínimo».

Ahora se estaba enfadando. Al fin y al cabo, si el libro era tanto sobre ella como sobre mí… y tal y cual. Pero me mantuve inflexible.

Como sabía perfectamente que revolvería la casa para encontrar las notas, le di a entender que las había dejado en casa de mis padres.

«Las guardé en un lugar donde nunca las encontrarán», dije. Por la mirada que me dirigió vi que no se había dejado engañar en absoluto. Fuera cual fuese su intención, fingió resignarse, no volver a pensar en eso.

Para suavizar el ambiente, le dije que si algún día llegaban a escribir el libro, si llegaba algún día a publicarse, se vería inmortalizada. Y como eso sonaba un poco gradilocuente, añadí: «Puede que no siempre te reconozcas, pero una cosa te prometo: cuando acabe tu retrato, no se te podrá olvidar».

Pareció emocionada.

«Pareces tan seguro de ti mismo…», dijo.

«Tengo razones para ello. Es un libro que he vivido. Puedo empezar por cualquier parte y orientarme. Es como un césped con mil irrigadores: lo único que necesito es abrir el grifo». Me di una palmada en la cabeza. «Está todo aquí, en tinta invisible… quiero decir, indeleble».

«¿Vas a contar la verdad… sobre nosotros?».

«Desde luego que sí. Sobre todo el mundo, no sólo sobre nosotros».

«¿Y crees que habrá editor para semejante libro?».

«No he pensado en eso», respondí. «Primero tengo que escribirlo».

«Espero que acabes primero la novela».

«Por supuesto. Tal vez la obra de teatro también».

«¿La obra de teatro? Oh, Val, eso sería maravilloso».

Con eso acabó la conversación.

Una vez más me vino la idea inquietante: ¿cuánto durará esta paz y tranquilidad? Era casi demasiado bueno, cómo estaban saliendo las cosas. Me acordé de Hokusai, sus altibajos, sus novecientos cuarenta y siete cambios de domicilio, su perseverancia, su increíble producción. ¡Qué vida! Y yo me encontraba sólo en el umbral. Sólo si llegaba a vivir hasta los noventa o cien años, tendría algo que mostrar a cambio de mis esfuerzos.

Se me ocurrió otra idea casi igualmente inquietante. ¿Escribiría alguna vez algo aceptable?

La respuesta que acudió al instante a mis labios fue: ¡Jódete y baila!

Se me ocurrió otra idea. ¿Por qué estaba yo tan obsesionado con la verdad?

Y también la respuesta a eso llegó clara y transparente. Porque sólo existe la verdad y nada más que la verdad.

Pero una vocecita puso esta objeción: «La literatura es algo más también».

Entonces, ¡al diablo con la literatura! El libro de la vida, eso era lo que iba yo a escribir.

¿Y con qué nombre lo firmarás?

Con el de El Creador.

Eso parecía zanjar la cuestión.

La idea de abordar un día semejante libro —el libro de la vida— me tuvo dando vueltas toda la noche. Estaba allí, antes de que cerrara los ojos, como la Fata Morgana de la leyenda. Ahora que había prometido hacerlo realidad, aparecía mucho mayor, mucho más difícil de realizar que cuando había hablado de él. Parecía abrumador, la verdad. No obstante, de una cosa estaba seguro: una vez que empezara, iba a salir como un chorro inagotable. No iba a ser cosa de sacarlo a gotas y chorritos. Recordé el primer libro que había escrito, sobre los doce repartidores de telegramas. ¡Qué fracaso! Había progresado un poco desde entonces, aun cuando nadie sino yo lo supiera. Pero ¡qué desperdicio de material había sido! El tema debería haber sido todos los que había contratado —de ochenta a cien mil— y despedido durante aquellos febriles años cosmocócicos. No era de extrañar que perdiese la voz a cada momento. El simple hecho de hablar a tanta gente era una hazaña. Pero no era sólo la conversación, sino también sus caras, las expresiones que comunicaban —pena, ira, superchería, astucia, malicia, falsedad, gratitud, envidia, etcétera—, como si, en lugar de con seres humanos, estuviera tratando con criaturas totémicas: el zorro, el lince, el chacal, el cuervo, la urraca, la paloma, el buey almizcleño, la serpiente, el cocodrilo, la hiena, la mangosta, el búho… Sus imágenes estaban aún frescas en mi memoria, los buenos y los malos, los fulleros y los mentirosos, los lisiados, los maníacos, los vagos, los jugadores, los gorrones, los perversos, los santos, los mártires, todos ellos, los corrientes y los extraordinarios. Hasta cierto teniente de la Guardia Montada, cuyo rostro había quedado tan mutilado —por los rojos o los negros—, que cuando reía lloraba y cuando lloraba exultaba. Siempre que se dirigía a mí —por lo general para quejarse—, se ponía firme, como si fuera el caballo y no el guardia. Y el griego de larga cara equina, un erudito sin duda, que quería leerme pasajes de Prometeo encadenado… —¿o del Liberado?—. ¿Por qué sería que, pese a lo mucho que me gustaba, siempre me inspiraba desdén y burla? ¡Cuánto más interesante y adorable era aquel egipcio de ojos saltones y con el sexo en el cerebro! Siempre apurado, sobre todo si no había podido cascársela una o dos veces al día. Y aquella lesbiana, Ilíada, como se llamaba a sí misma —¿por qué Ilíada?—, tan encantadora, tan tímida, tan reservada…, músico excelente, además. Lo sé porque una noche trajo el violín a la oficina y tocó para mí. Y, tras haber interpretado su repertorio de Bach, Mozart, Paganini, va y tiene el descaro de contarme que está cansada de ser lesbiana y quiere ser puta y me pregunta si haría el favor de encontrarle un edificio de oficinas mejor, donde pueda conseguir clientes.

Ahí los tenía, desfilando ante mí, como en otro tiempo, con sus tics, sus gestos, sus súplicas, sus truquitos solapados. Todos los días me los descargaba, al parecer, de un enorme saco sobre el escritorio: ellos y sus preocupaciones, sus problemas, sus aflicciones y dolores. Tal vez cuando me seleccionaron para aquel odioso empleo, alguien hubiera aconsejado al Metomentodo: «¡Mantén ocupado a este hombre! ¡Métele los pies en el lodo de la realidad, ponle los pelos de punta, aliméntalo con ajenjo, destruye hasta su última ilusión!». Y, se lo hubieran aconsejado o no, el Metomentodo lo había hecho. Eso y un poco más. Me había dado a conocer la pena y el dolor.

Sin embargo…, de entre los millares que iban y venían, que rogaban, silbaban y lloraban ante mí desnudos, hacían la última llamada, por así decir, antes de entregarse al matadero, de vez en cuando aparecía un muchacho que era una joya, por lo general procedente de muy lejos, de Turquía o de Persia. Y así apareció un día aquel Alí no sé cuántos, un mahometano, que había aprendido una caligrafía divina en algún lugar del desierto y, cuando llegó a conocerme, a saber que yo estaba dispuesto a escuchar lo que me contaran, va y me escribe una carta, una carta de treinta y dos páginas, sin un solo error, sin que faltara una coma ni un punto y coma, y en ella explicaba (como si fuera importante que yo lo supiese) que los milagros de Cristo —los repasaba uno por uno— no fueron milagros en absoluto, que habían sido todos, hasta la Resurrección, obra de hombres desconocidos, hombres que conocían las leyes de la Naturaleza, leyes que, según recalcaba, nuestros científicos desconocían por completo, pero que eran leyes eternas y podía demostrarse que producían los llamados milagros siempre que aparecía la persona adecuada… y él, Alí, tenía en su poder el secreto, pero yo no debía darlo a conocer, porque él, Alí, había decidido ser repartidor y «llevar la insignia de la servidumbre» por una razón sólo conocida por él y por Alá, bendito sea su nombre, pero cuando llegara el momento bastaría con que yo pronunciara la palabra y patatín y patatán…

¿Cómo me las arreglé para omitir a todos aquellos monstruos divinos y el alboroto que creaba constantemente, lo que hacía que me llamaran la atención cada cierto tiempo y tuviese que explicar esto y lo otro, como si yo hubiera instigado su comportamiento peculiar, inexplicablemente descabellado? Sí, hombre, qué trabajo intentar convencer al jefazo (con cerebro de hormiga) que la flor de América procedía de los lomos de aquellos chiflados, aquellos monstruos, aquellos idiotas de cabeza dura que, independientemente de sus travesuras, tenían extraños talentos como la capacidad para leer la Cábala al revés, multiplicar diez columnas de cifras al mismo tiempo o sentarse en una barra de hielo y manifestar señales de fiebre. Por supuesto, ninguna de esas explicaciones podía mitigar el horrendo acontecimiento: una anciana había sido violada la noche anterior por un diablo de tez oscura que iba a entregar un telegrama.

Era duro. Nunca podía hacerle ver las cosas claras. Como tampoco podía presentar la defensa de Tobachinikov, el estudioso del Talmud, que era lo más parecido a Cristo que caminara jamás por las calles de Nueva York con telegramas de Felices Pascuas en la mano. ¿Cómo podía decir a aquel mochuelo de jefe: «Ese diablo necesita ayuda. Su madre está muriendo de cáncer, su padre se pasa el día vendiendo por la calle cordones para zapatos, las palomas están cojas. (Las que solían convertir la sinagoga en su hogar). Necesita un aumento. Necesita llenar el vientre con comida.»?

Para asombrarlo o intrigarlo, a veces le contaba anécdotas sobre mis repartidores, siempre usando el tiempo pasado, como si hablara de personas que ya habían abandonado los servicios (aunque seguían en ellos, ocultos, a salvo en una oficina lejana, como Px o FU). Sí, le decía, era el acompañante de Johanna Gadski, cuando iban de gira por la Selva Negra. Sí (refiriéndome a otro), en tiempos trabajó con Pasteur en el famoso instituto de París. Sí (otro más), regresó a India para acabar su Historia del mundo en cuatro lenguas. Sí (último disparo), fue uno de los mayores jockeys que hayan existido; hizo una fortuna luego de dejarnos, después se cayó por el hueco de un ascensor y se rompió la crisma.

¿Y cuál era la respuesta invariable?

«Muy interesante, la verdad. Siga con su excelente labor. Recuerde: no contrate sino a muchachos buenos y agradables y de buena familia. Nada de judíos, ni de lisiados, ni de expresidiarios. Queremos estar orgullosos de nuestro cuerpo de repartidores».

«¡Sí, señor!».

«Y, por cierto, procure eliminar a todos esos negros que ha contratado. No queremos que nuestros clientes se lleven un susto mortal».

«¡Sí, señor!».

¿Y cuál era la respuesta invariable? «Muy interesante», le reñía un poco, pero nunca despedía a uno, ni aun cuando fuese tan negro como el as de espadas.

¿Cómo me las arreglé para omitir del libro sobre los repartidores todos aquellos encantadores casos de demencia praecox, aquellos vagabundos bajo las estrellas, aquellos epilépticos marcados con cicatrices, ladrones, proxenetas, putas, curas expulsados y estudiosos del Talmud, la Cábala y los Libros Sagrados de Oriente? ¡Novelas! Como si se pudiera escribir sobre estas cuestiones, esos especímenes, en una novela. ¿Dónde, en una obra así, colocaría uno el corazón, el hígado, el nervio óptico, el páncreas o la vesícula biliar? No eran ficticios, estaban vivos, todos y cada uno de ellos, y, además de ser presa de las enfermedades, comían y bebían todos los días, orinaban, defecaban, fornicaban, robaban, asesinaban, daban falso testimonio, traicionaban a sus semejantes, mandaban a trabajar a sus hijos, a sus hermanas a hacer de putas, a sus madres a pedir limosna, a sus padres a vender por la calle cordones para zapatos o botones y a que trajeran a casa colillas, periódicos viejos y unas monedas de la lata del ciego. ¿Qué lugar hay en una novela para semejante conducta?

Sí, era hermoso salir de Town Hall una noche nevada, después de haber oído la Pequeña Sinfonía. Tan civilizado, unos aplausos tan discretos, unos comentarios tan inteligentes. Y ahora el ligero roce de la nieve, taxis que se detenían y volvían a arrancar, las luces centelleantes, fragmentadas como carámbanos, y Monsieur Barrére y su grupito saliendo a hurtadillas por la puerta trasera para dar un recital privado en la casa de algún ciudadano adinerado de Park Avenue. Mil senderos que parten de la sala de conciertos y en cada uno de ellos una figura trágica sigue en silencio su sino. Senderos que se entrecruzan por todos lados: los humildes y los poderosos, los pacientes y los tiránicos, los opulentos y los indigentes.

Sí, más de una noche asistí a un recital en uno de esos consagrados depósitos de cadáveres musicales y siempre que salí pensaba, no en la música que había escuchado, sino en uno de mis incluseros, uno de los desdichados miembros del equipo cosmocócico que había contratado o despedido ese día y cuyo recuerdo ni Haydn, Bach, Scarlatti, Beethoven, Beelzebub, Schubert, Paganini ni ninguna de las orquestas de viento, cuerda, cuerno ni címbalo podía disipar. Veía al pobre diablo abandonando la oficina con su traje de repartidor envuelto en un papel de estraza y dirigiéndose a la estación del tren elevado en Brooklyn Bridge, donde montaría en un tren para Fresh Pond Road o Pitkin Avenue, o tal vez Kosciusko Street, donde se apearía para mezclarse con el gentío, coger un pepinillo en vinagre, esquivar una patada en el culo, pelar patatas, limpiar de piojos la ropa de la cama y pronunciar una oración por su bisabuelo, muerto a manos de un polaco borracho porque la vista de una barba flotando al viento era anatema para él. También me veía a mí mismo caminando por Pitkin Avenue, o Kosciusko Street, en busca de cierta choza, ¿o sería una perrera?, y pensando para mis adentros en la suerte que tenía por haber nacido gentil y hablar tan bien inglés. (¿Es esto aún Brooklyn? ¿Dónde estoy?). A veces olía las almejas en la bahía, o tal vez fuera el agua de las alcantarillas. Y dondequiera que fuese, en busca de los perdidos y condenados, siempre había escaleras contra incendios atestadas de ropa de cama y de ésta caía, como querubines heridos, un surtido de piojos, chinches, escarabajos, cucarachas y los asquerosos pellejos del salami de ayer. De vez en cuando me daba el placer de comerme un sabroso pepinillo en vinagre o un arenque envuelto en papel de periódico. ¡Qué buenos eran aquellos bizcochos enormes! Todas las mujeres tenían las manos rojas y los dedos azules… del frío, de fregar, lavar y aclarar. (Pero el hijo, ya un genio, tendría dedos largos y afilados con las puntas callosas. Pronto iba a tocar en «Carnegie Hall»). Nunca me había tropezado, en el tamizado mundo gentil del que procedía yo, con un genio ni un aprendiz de genio siquiera. Hasta una librería era difícil de encontrar. Calendarios, sí, montones de ellos, regalados por el carnicero o el tendero. Nunca un Holbein, un Carpaccio, un Hiroshige, un Giotto, ni un Rembrandt siquiera. Whistler, posiblemente, pero sólo el retrato de su madre, esa criatura de aspecto plácido, vestida completamente de negro y con las manos enlazadas, tan resignada, tan eminentemente respetable. No, entre nosotros, deprimentes cristianos, nunca nada que oliera a arte. Sino toneladas de carne de cerdo, con tripas y entrañas de todas las variedades. Y, por supuesto, linóleos, escobas, macetas. Todo lo procedente de los reinos animal y vegetal, además de quincallería, pastel de queso alemán, knackwurst y sauerkraut. Una iglesia en cada manzana, de aspecto deprimente, como sólo los luteranos y presbiterianos pueden sacarlas de las profundidades de su fe esterilizada. ¡Y Cristo era carpintero! Había construido una iglesia, pero no de estacas y piedras.

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