Nexus

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Capítulo V

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V

Estaba empezando a parecerse a las secuencias de un colocón con cocaína, entre la lectura de las entrañas, la aclaración de mentiras, las borracheras con Osiecki, los vagabundeos en solitario de noche por los muelles, los encuentros con los «maestros» en la biblioteca pública, las pinturas en las paredes, los diálogos en la obscuridad con mi otro yo, etcétera. Nada podía ya sorprenderme, ni siquiera la llegada de una ambulancia. A alguien, Curley lo más seguro, se le había ocurrido la idea para librarme de Stasia. Por fortuna, estaba yo solo cuando se detuvo la ambulancia. En esta dirección no había ninguna loca, dije al conductor. Pareció desilusionado. Alguien había telefoneado para que acudiera a llevársela. Un error, dije.

De vez en cuando, las dos hermanas holandesas propietarias del edificio se pasaban por allí para ver si todo andaba bien. Nunca se quedaban más de uno o dos minutos. Siempre las vi sucias y despeinadas. Una llevaba medias azules y la otra medias con franjas blancas y rosas. Las franjas subían en espiral, como las de las peluquerías.

Pero a propósito de

La cautiva… Fui a ver la obra por mi cuenta, sin decírselo. Una semana después fueron ellas a verla y volvieron con violetas y cantando. Esa vez era: «

Just a Kiss in the Dark».

Después, una noche —¿cómo pudo suceder?— los tres fuimos a comer a un restaurante griego. Allí se fueron de la lengua, sobre

La cautiva, que si era una obra maravillosa y que si yo debería ir a verla, tal vez así dejaría de ser tan estrecho de miras.

«Pero ¡si la he visto!», dije. «La vi hace una semana». Entonces surgió una discusión sobre los méritos de la obra, que acabó en una pelea de lo lindo, porque yo no estaba del todo de acuerdo con ellas, porque interpretaba todo de modo prosaico y vulgar. En plena discusión saqué la carta extraída del cofrecito. En lugar de sentirse abatidas o humilladas, se lanzaron contra mí con tan mala leche, armaron tal alboroto y escándalo, que pronto se desencadenó un tumulto en todo el restaurante y nos pidieron, con malos modos, que nos fuéramos.

A modo de reparación, el día siguiente Mona propuso que la sacara una noche, sin Stasia. Al principio puse reparos, pero siguió insistiendo. Pensé que tal vez tuviera una razón particular, que saldría a relucir en el momento adecuado, conque accedí. Decidimos que sería dos noches después.

Llegó esa noche, pero, justo cuando íbamos a salir, empezó a vacilar. Desde luego, yo había estado fastidiándola con críticas sobre su aspecto: el rojo de labios, el verde de los párpados, los polvos blancos en las mejillas, la capa que arrastraba por el suelo, la falda que sólo le llegaba a las rodillas, y, sobre todo, el muñeco, ese Conde Bruga de expresión socarrona y degenerada que quería llevar consigo.

«¡Huy, la Virgen! No», dije. «

Eso, no».

«¿Por qué?».

«Porque no… hostia, porque no».

Entregó el Conde a Stasia, se quitó la capa y se sentó a pensarlo. La experiencia me decía que ése era el fin de nuestra noche. Sin embargo, para mi sorpresa, Stasia se nos acercó, nos rodeó a los dos con ambos brazos —como una hermana mayor enteramente— y nos rogó que no nos peleáramos. «¡Id!», dijo. «¡Id a divertiros! Yo limpiaré la casa mientras estáis fuera». Nos empujó hasta fuera con suavidad y, mientras salíamos, seguía gritando: «¡Que os divirtáis! ¡Que lo paséis bien!».

No era un comienzo alegre, pero habíamos decidido seguir hasta el final. Cuando apretamos el paso —¿por qué?, ¿adonde corríamos?—, tuve la sensación de que iba a explotar. Pero no pude pronunciar palabra, tenía la lengua trabada. Allí íbamos, cogidos del brazo «a pasarlo bien», pero no habíamos planeado nada concreto. ¿Estábamos sólo tomando el aire?

Entonces me di cuenta de que íbamos hacia el Metro. Entramos, esperamos un tren, subimos, nos sentamos. Aún no nos habíamos dicho una palabra. En Times Square nos levantamos, como robots movidos por la misma longitud de onda, y subimos las escaleras. Broadway. El mismo viejo Broadway, el mismo fuego de neón como del infierno. Por instinto, nos dirigimos hacia el norte. La gente se paraba a mirarnos. Fingíamos no advertirlo.

Por fin, llegamos frente al restaurante de Chin Lee. «¿Subimos?», preguntó. Asentí con la cabeza. Va y se dirige derecha hacia el compartimento que habíamos ocupado aquella primera noche… mil años antes.

En el momento en que nos sirven la comida, se le desata la lengua. Todo vuelve en cascada: la comida que tomamos, cómo estábamos sentados uno frente al otro, la música que escuchamos, las cosas que nos dijimos… Ni un detalle olvidado.

A medida que se sucedían los recuerdos, nos pusimos cada vez más sentimentales. «Enamorándome de nuevo… nunca lo quise… ¿qué voy a hacer…?». Era como si nada hubiese ocurrido entretanto: ni Stasia, ni la vida en el sótano, ni los malentendidos. Sólo nosotros dos, dos tortolitos con una vida eterna por delante.

Un ensayo general, eso era. Mañana representaríamos nuestros papeles… ante un teatro lleno.

Si me hubiesen preguntado cuál era la realidad auténtica, ese sueño de amor, esa canción de cuna o el drama grabado en cobre que lo inspiraba, habría respondido: «

Esto. ¡Es esto!».

Sueño y realidad… ¿no son intercambiables?

Nos sentimos transportados y se nos desató la lengua, nos miramos con nuevos ojos, ojos más hambrientos y ávidos que nunca antes, creyendo, prometiendo, como si aquélla fuera nuestra última hora sobre la tierra. Por fin nos habíamos descubierto mutuamente el uno al otro, nos entendíamos y nos amaríamos por siempre jamás.

Aún radiantes, aún aturdidos con los vapores de la felicidad, salimos cogidos del brazo y nos pusimos a vagar por las calles. Nadie se detuvo a mirarnos.

En un café brasileño volvimos a sentamos y reanudamos el diálogo. Entonces la corriente dio señales de fluctuar. Se produjeron las confesiones vacilantes con culpabilidad y remordimiento. Todo lo que ella había hecho, y había hecho cosas peores de las que yo imaginaba, lo había hecho por miedo a perder mi amor. Como un bobalicón que era, insistí en que exageraba, le rogué que olvidara el pasado, declaré que carecía de importancia, que fuera verdadero o falso, real o imaginado. Juré que nunca amaría a otra sino a ella.

La mesa en que estábamos sentados tenía la forma de un corazón. A ese corazón de ónice dirigimos nuestros juramentos de fidelidad eterna.

Al final, no pude resistirlo más. Ya había oído demasiado.

«Vámonos», le pedí.

Volvimos a casa en un taxi, demasiado exhaustos como para cambiar una palabra más.

Al entrar, encontramos el decorado transformado. Todo estaba en orden, lustrado, reluciente. Estaba puesta la mesa para tres. En el centro de la mesa había un gran jarrón del que salía un enorme ramo de violetas.

Todo habría sido perfecto, de no haber sido por las violetas. Su presencia pesaba más que todas las palabras que habíamos cambiado. Su silencioso lenguaje era elocuente e irrefutable. Sin despegar los labios siquiera nos decían con claridad que el amor es algo que hay que compartir. «Ámame como yo te amo». Ése era el mensaje.

Se acercaba la Navidad y por deferencia hacia el espíritu de la estación decidieron invitar a Ricardo a visitarnos. Llevaba meses rogando que le concedieran ese privilegio; yo no lograba entender cómo se las habían arreglado para disuadir durante tanto tiempo a un pretendiente tan tenaz.

Como habían hablado muchas veces de mí a Ricardo —yo era su excéntrico amigo escritor, ¡tal vez un genio!—, quedamos en que yo me presentaría poco después de que él llegara. Aquella estrategia tenía dos fines, pero la idea principal era asegurarse de que Ricardo se marcharía cuando ellas se marcharan.

Al llegar, me encontré a Ricardo remendando una falda. La atmósfera era la de un cuadro de Vermeer. O una portada de la

Saturday Evening Post que representara la actividad de las Damas de la Caridad.

Ricardo me gustó al instante. Era todo lo que decían de él, más algo que las antenas de ellas no podían captar. Nos pusimos a hablar en seguida, como si hubiéramos sido amigos toda la vida. O hermanos. Habían dicho que era cubano, pero no tardé en descubrir que era un catalán que había emigrado a Cuba de joven. Como otros de su raza, era serio, casi triste, de aspecto. Pero en cuanto sonreía descubrías el corazón de niño. Su marcado acento gutural hacía que sus palabras parecieran rasgueos de guitarra. Físicamente, se parecía mucho a Casals. Era profundo, pero no mortalmente serio, como me habían hecho creer.

Al observarlo inclinado sobre su costura, recordé lo que en cierta ocasión había dicho Mona de él. Sobre todo las palabras que él había pronunciado con tanta calma: «Un día te mataré».

Desde luego, era un hombre capaz de hacer una cosa así. Cosa bastante extraña, tuve la sensación de que cualquier cosa que Ricardo decidiera hacer estaría del todo justificada. Matar, en su caso, no podría considerarse un crimen; sería un acto de justicia. Aquel hombre era incapaz de hacer algo impuro. Era un hombre de corazón, todo corazón, en verdad.

A intervalos sorbía el té que le habían servido. Pensé que, si hubiera sido aguardiente, lo habría sorbido con la misma calma y tranquilidad. Era un rito que estaba celebrando. Hasta su forma de hablar daba la impresión de formar parte del rito.

En España había sido músico y poeta; en Cuba se había hecho zapatero remendón. Aquí no era nadie. Sin embargo, ser un don nadie le iba perfecto. Era nadie y todo el mundo. Nada que demostrar, nada que lograr. Del todo realizado, como una roca.

Era feo como un pecado, pero de cada poro de su ser sólo irradiaba amabilidad, compasión e indulgencia. ¡Y ése era el hombre al que ellas se imaginaban estar haciendo un gran favor! ¡Qué poco sospechaban la sutil inteligencia de aquel hombre! Les resultaba imposible creer que, aun conociéndolo todo, no pudiera dar sino afecto. O que no esperase de Mona otra cosa que el privilegio de encender aún más su loca pasión.

«Un día», va y dice con calma, «me casaré contigo. Entonces todo esto será como un sueño».

Alza los ojos despacio, primero hacia Mona, después hacia Stasia, luego hacia mí. Como diciendo: «Ya me habéis oído».

«Qué hombre de suerte», dice, al tiempo que me clava su serena y amable mirada. «Qué hombre de suerte es usted por disfrutar de la amistad de estas dos. A mí todavía no me han admitido al círculo íntimo». Después, dirigiéndose a Mona, dice: «Pronto te cansarás de mostrarte siempre misteriosa. Es como pasarse el día delante del espejo. El misterio no está en lo que haces, sino en lo que eres. Cuando te saque de esta vida malsana, te encontrarás desnuda como una estatua. Ahora tu belleza es como un mobiliario. Se la ha mudado demasiado de sitio. Debemos colocarla de nuevo en el lugar que le corresponde: el montón de basura. En tiempos pensaba que todo había que expresarlo poética o musicalmente. No comprendía que había un lugar y una razón para las cosas feas. Para mí lo peor era la vulgaridad. Pero la vulgaridad puede ser sincera, agradable incluso, como descubrí. No tenemos por qué elevar todo hasta el nivel de las estrellas. Todo tiene su cimiento de arcilla. Hasta Helena de Troya. Nadie, ni siquiera la más bella de las mujeres, debe ocultarse tras su belleza».

Mientras hablaba así, a su modo calmo y regular, seguía con su costura. «Ahí está el auténtico sabio», pensé para mis adentros. «Masculino y femenino en proporciones iguales; apasionado y, sin embargo, tranquilo y paciente; indiferente y, sin embargo, entregándose por entero; penetrando hasta el alma misma de su amada, constante, ferviente, casi idólatra, y, sin embargo, consciente hasta de sus defectos más leves. Una auténtica alma bondadosa, como diría Dostoievski».

¡Y ellas creían que yo disfrutaría conociendo a ese individuo porque tenía debilidad por los idiotas!

En lugar de hablar con él, lo atosigaban con preguntas, preguntas tontas destinadas a revelar la absurda inocencia de su naturaleza. A todas sus preguntas contestaba con el mismo humor. Las respondía como si lo hiciese ante las observaciones absurdas de niños. Si bien era del todo consciente de la indiferencia de ellas ante sus explicaciones, que dilataba a propósito, hablaba como el hombre sabio hace con frecuencia al tratar con un niño: plantaba en sus inteligencias las semillas que más adelante brotarían y, al hacerlo, les recordarían su crueldad, su obstinada ignorancia y la virtud curativa de la verdad.

En efecto, no eran tan insensibles como su conducta habría hecho pensar. Se sentían atraídas hacia él, casi podríamos decir que lo amaban, de un modo que para ellas era único en su género. No conocían a nadie que hubiese podido inspirar afecto tan sincero, respeto tan profundo. No ridiculizaban ese amor, si tal era. Se sentían desconcertadas ante él. Era el tipo de amor que por lo general sólo un animal es capaz de inspirar. Pues sólo los animales, al parecer, son capaces de manifestar esa aceptación total del género humano que provoca una entrega del ser total: una entrega incondicional, además, tal como raras veces realiza un ser humano ante otro.

Para mí era más extraño que semejante escena sucediese en torno a una mesa donde constantemente se intercambiaba tanta cháchara sobre el amor. En verdad, por esas continuas erupciones habíamos llegado a llamarla la mesa de las confesiones. ¿En qué otro lugar, me preguntaba con frecuencia, podía darse ese revuelo incesante, ese infierno de la emoción, esa cháchara devastadora sobre el amor que siempre acababa con una nota discordante? Sólo ahora, con la presencia de Ricardo, se mostraba la realidad del amor. Cosa bastante curiosa, apenas se mencionaba la palabra. Pero era amor, nada más, lo que se manifestaba en todos sus gestos, lo que vertía cada vez que abría la boca.

Digo amor. También podría haber sido Dios.

Ese mismo Ricardo, según me habían dado a entender, era un ateo convencido. Igual podrían haber dicho: un criminal convencido. Tal vez los mayores amantes de Dios y del hombre hayan sido ateos convencidos, criminales convencidos. Los lunáticos del amor, por decirlo así.

Ricardo no daba la menor importancia a la opinión que se tuviera de él. Podía inspirar la ilusión de ser lo que quiera que uno desease que fuera. Y, sin embargo, no dejaba de ser él mismo para siempre.

Si no vuelvo a verlo nunca más, pensé, tampoco lo olvidaré nunca. Aunque sólo una vez tengamos ocasión de encontrarnos con un ser humano entero y auténtico de verdad, es bastante. Más que suficiente. No era difícil entender por qué un Cristo o un Buda podía, mediante una simple palabra, una mirada, o un gesto, afectar profundamente a la naturaleza y el destino de las almas atormentadas que se movían dentro de sus círculos. También podía entender por qué algunas permanecían sordas.

En medio de esas reflexiones se me ocurrió que tal vez hubiera desempeñado yo un papel semejante, si bien en mucho menor grado, en aquellos días inolvidables, cuando, implorando una pizca de comprensión, una señal de indulgencia, un poquito de gracia, inundaba mi despacho una corriente constante de hombres, mujeres y muchachos desventurados de todas clases. Desde mi sillón, de director de personal, debí de parecerles o bien una deidad benéfica o bien un juez severo, tal vez un verdugo incluso. Tenías poder no sólo sobre sus propias vidas, sino también sobre sus seres queridos. Poder sobre sus propias almas, parecía. Cuando me buscaban al salir del trabajo, muchas veces me daban la impresión de ser criminales que pasaban a hurtadillas hasta el confesonario por la puertecita trasera de la iglesia. No sabían que al pedirme misericordia me desarmaban, me despojaban de mi poder y autoridad. No era yo quien los ayudaba en esos momentos, eran ellos los que me ayudaban a mí. Me volvían humilde y compasivo, me enseñaban a darme.

Cuántas veces, tras una escena desconsoladora, me sentía obligado a pasear por el puente… para recobrarme. ¡Qué desconcertante, qué frustrante era que lo consideraran a uno todopoderoso! ¡Qué irónico y absurdo también que, en el cumplimiento de mis deberes rutinarios, me viera obligado a desempeñar el papel de un pequeño Cristo! A medio camino del recorrido me detenía y me inclinaba sobre la barandilla. La vista de las obscuras aguas grasientas de abajo me consolaba. Vaciaba mis agitados pensamientos y emociones en la corriente.

Aún más sedante y fascinante para mi espíritu eran los reflejos coloreados que danzaban abajo sobre la superficie de las aguas. Danzaban como farolillos de fiesta balanceándose con el viento; se burlaban de mis sombríos pensamientos e iluminaban los profundos abismos de sufrimiento que se abrían en mi interior. Suspendido en lo alto por encima de la corriente del río, tenía la sensación de estar separado de todos los problemas, aligerado de todas las preocupaciones y responsabilidades. Ni siquiera una vez se detuvo el río a meditar o preguntar, ni siquiera una vez intentó modificar su curso. Siempre hacia delante, hacia delante, lleno y constante. Al mirar hacia la orilla, ¡qué parecidos a bloques de juguete eran los rascacielos que ensombrecían la ribera del río! ¡Qué efímeros, qué insignificantes, qué vanos y arrogantes! En esas tumbas grandiosas hombres y mujeres bregaban día tras día matándose el alma para ganarse el pan, vendiéndose a sí mismos, vendiendo a Dios incluso, algunos de ellos, y hacia la noche salían en masa, como hormigas, atascaban los arroyos de las calles, se sumergían en el Metro o escapaban con paso presuroso para enterrarse de nuevo, no en tumbas grandiosas esa vez, sino, como pobres diablos agotados, consumidos y derrotados que eran, en chozas y conejeras que llamaban «el hogar». De día, el camposanto de sudor y la desesperación. Y esas criaturas que tan bien habían aprendido a correr, rogar, venderse a sí mismos y a sus semejantes, a bailar como osos o actuar como perros amaestrados, siempre traicionando su naturaleza, esas mismas criaturas miserables se desplomaban de vez en cuando, lloraban como fuentes de aflicción, se arrastraban como culebras, emitían sonidos concebibles sólo en animales heridos. Lo que querían expresar con esas payasadas horribles era que ya no podían más, que los poderes de arriba los habían abandonado, que si no hablaba con ellos alguien que entendiera su lenguaje de angustia estaban perdidos, deshechos y traicionados para siempre. Alguien tenía que responder, alguien reconocible, alguien tan poco importante que ni siquiera…

Y yo era esa clase de gusano… El gusano perfecto. Derrotado en el terreno del amor, equipado no para librar batalla, sino para sufrir insultos y agravios, era yo quien había sido elegido para hacer de Consolador. Qué burla que a mí, que me había visto condenado y expulsado, a mí, que era incompetente y carecía por completo de ambición, se me hubiera asignado la posición de juez, se me hubiese hecho castigar y premiar, hacer de padre, de sacerdote, de benefactor… ¡o de verdugo! Yo que había recorrido el país de arriba abajo, siempre atizado por el látigo, yo que podía subir las escaleras de Woolworth al galope —si podía sacar a alguien una comida gratis—, yo que había aprendido a bailar a cualquier son, a simular todas las habilidades, todas las capacidades, yo que había recibido tantas patadas en el culo sólo para volver por más, yo que nada entendía de la demencial organización salvo que era equivocada, perversa y de locura, yo, precisamente yo, era el convocado para administrar prudencia, amor y comprensión. El propio Dios no habría podido escoger mejor cabeza de turco. Sólo un miembro de la sociedad despreciado y solitario habría sido apto para ese delicado papel. ¿He hablado de

ambición hace un momento? Por fin, la sentí, la ambición de salvar lo que pudiera del naufragio. Hacer por aquellos pobres diablos lo que

no habían hecho por mí. Infundir un poco de espíritu en sus desinfladas almas. Liberarlos de la esclavitud, honrarlos como seres humanos, hacerlos amigos.

Y mientras esos pensamientos (como de otra vida) se agolpaban en mi cabeza, no podía por menos de comparar

aquella situación, pese a lo difícil que parecía, con la actual. Entonces mis palabras tenían peso, mis consejos eran oídos; ahora nada de lo que hiciera o dijese tenía el menor peso. Me había convertido en la personificación del idiota. Lo que quiera que intentara, lo que quiera que propusiese quedaba descartado de antemano. Aun cuando me retorciera en el suelo para protestar o echase espuma por la boca como un epiléptico, sería en vano. Era un simple perro ladrando a la luna.

¿Por qué no había aprendido a entregarme por completo, como Ricardo? ¿Por qué no había conseguido alcanzar un estado de humildad completa? ¿Por qué me empeñaba en seguir librando aquella batalla perdida?

Mientras contemplaba la farsa que las dos estaban representando ante Ricardo, iba comprendiendo cada vez mejor que él no se dejaba engañar lo más mínimo. Cada vez que me dirigía a él, ponía de manifiesto mi actitud. La verdad es que no era necesario, pues, según veía, él sabía que yo no deseaba engañarlo. Qué poco sospechaba Mona que nuestro amor mutuo por ella era lo que nos unía y lo que volvía absurdo y ridículo aquel juego.

El héroe del amor, pensaba para mis adentros, no puede ser nunca engañado ni traicionado por su amigo del alma. ¿Qué tienen que temer, dos espíritus fraternos? Sólo el miedo de la mujer, su farsa de autoconfianza, puede poner en peligro semejante relación. Lo que la amada no llega a comprender es que no puede haber rastro de traición ni deslealtad por parte de sus amantes. No llega a comprender que es su propia tendencia femenina a engañar lo que une a sus amantes con tanta firmeza, lo que refrena sus posesivos yoes y les permite compartir lo que nunca compartirían, si no estuvieran dirigidos por una pasión mayor que la pasión del amor. Presa de dicha pasión, el hombre conoce la entrega total. En cuanto a la mujer que es objeto de semejante amor, para mantenerlo tiene que ejercer otra cosa que una prestidigitación espiritual. A su alma interior es a la que corresponde responder. Y su alma se desarrolla en la medida en que es inspirada.

Pero ¡si el objeto de esa sublime adoración no es digno de ella! Raras veces es el amor el que es víctima de esas dudas. Tampoco es su naturaleza femenina la única culpable, sino más bien cierta carencia espiritual que, hasta verse puesta a prueba, no se había puesto de manifiesto en ningún momento. Los auténticos poderes de atracción de esa clase de personas, sobre todo cuando están dotadas de una belleza incomparable, siguen sin revelarse: están ciegas para todo lo que sea el atractivo de la carne. La tragedia, para el héroe del amor, radica en el despertar, muchas veces brutal, ante el hecho de que la belleza, pese a ser un atributo del alma, puede estar ausente en todo menos en las líneas y facciones de la amada.

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