Nexus

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Capítulo IX

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Conque lo llamé. Para mi asombro, está más que dispuesto a venir a verme. Dice que hace mucho que desea hacernos una visita, pero Mona no quiere ni hablar de ello. Parece listo, franco, muy

simpathique por teléfono. Como un niño, me dice que espera llegar a ser abogado pronto.

Un vistazo al museo extravagante en que vivimos y se siente horrorizado. Se pasea como en trance, contemplando esto y lo otro, moviendo la cabeza en señal de desagrado.

«Conque, ¿así viven?», repite una y mil veces. «Seguro que es idea de ella. Dios mío, mira que es rara».

Le ofrezco un vaso de vino, pero me dice que nunca prueba el licor. ¿Café? No, con un vaso de agua tiene bastante.

Le pregunto si Mona había sido siempre así. Responde que nadie de la familia supo nunca gran cosa sobre ella. Siempre fue independiente, siempre reservada, siempre fingiendo que las cosas eran distintas de como eran. Todo mentiras y nada más que mentiras.

«Pero, antes de ir a la Universidad…, ¿cómo era?».

«

¿A la Universidad? Nunca acabó el bachillerato. Se fue de casa, cuando tenía dieciséis años».

Insinué con el mayor tacto que probablemente la situación en la casa fuera deprimente.

«Tal vez no pudiese llevarse bien con una madrastra», añadí.

«

¿Madrastra? ¿Dijo que tenía madrastra? ¡Será puta!».

«Sí», dije, «siempre insiste en que no podía llevarse bien con su madrastra. En cambio, amaba tiernamente a su padre. Eso es lo que me dice: que se sentían muy cerca uno del otro».

«¿Qué más?». Tenía los labios apretados de rabia.

«Oh, muchas cosas. Por ejemplo, que su hermana la odiaba. Nunca supo

por qué».

«No me diga más», dijo. «¡Calle! Es justo lo contrario. No ha habido madre más afectuosa que la mía. Era su madre auténtica, no su madrastra. En cuanto a mi padre, solía ponerse tan furioso con ella, que le pegaba sin piedad. Sobre todo por sus mentiras… Su hermana, dice usted. Sí, es una persona normal, convencional, muy bella, además. Nunca ha sentido odio. Al contrario, hizo todo lo que pudo para volvernos la vida más fácil a todos nosotros. Pero nadie podía hacer carrera de una puta como ésa. Todo tenía que hacerse como ella dijese. Cuando no era así, amenazaba con escaparse».

«No entiendo», dije. «Sé que es mentirosa de nacimiento, pero… En fin, deformar las cosas hasta ese punto, ¿por qué? ¿Qué querrá demostrar?».

«Siempre se consideró superior a nosotros», respondió. «Éramos demasiado prosaicos, demasiado convencionales, para su gusto. Ella era alguien: un actriz, pensaba ella. Pero no tenía talento, ni el menor talento. Era demasiado teatral, ¿comprende lo que quiero decir? Pero debo reconocer que siempre sabía causar impresión favorable en otras personas. Tenía un don natural para engañar a la gente. Como ya le he dicho, sabemos poco o nada de su vida desde el momento en que se escapó. La vemos un día al año, tal vez, o menos. Siempre llega cargada de regalos, como una princesa. Y siempre una sarta de mentiras sobre las grandes cosas que está haciendo. Pero nunca se puede saber qué cosas exactamente».

«Hay una cosa que debo preguntarle», dije. «Dígame: ¿son ustedes judíos?».

«Claro que sí», respondió. «¿Por qué? ¿Ha intentado hacerle creer que no lo es? Ella era la única que sentía ser judía. Eso ponía frenética a mi madre. Supongo que no le habrá dicho su nombre auténtico. Mi madre lo cambió, verdad, al llegar a América. Significa “muerte” en polaco».

Ahora era él quien quería hacerme una pregunta. No sabía cómo enunciarla. Al final, la soltó, pero ruborizándose.

«¿Le causa problemas? Quiero decir, ¿problemas matrimoniales?».

«Oh», respondí, «tenemos nuestros problemas…, como todos los matrimonios. Sí, muchos problemas. Pero usted no tiene por qué preocuparse por eso».

«No andará por ahí… con otros hombres, ¿verdad?».

«Nooo, eso exactamente no». ¡La Virgen, si él supiera! «Me quiere y yo la quiero. A pesar de sus defectos, es la única… para

».

«Entonces, ¿qué ocurre?».

No sabía cómo decirlo para no escandalizarlo demasiado. Dije que era difícil de explicar.

«No tenga miedo de hablar», dijo. «No me voy a asustar».

«Bueno, pues… mire, aquí vivimos tres. Eso que ve usted en las paredes… es obra de la otra. Es una muchacha de la misma edad más o menos que su hermana. Una excéntrica a la que su hermana parece idolatrar». (Me resultaba extraño decir: «su hermana»). «A veces, tengo la sensación de que estima más a esa amiga que a mí. Llega a ser insoportable, ¿comprende usted?».

«Ya lo creo», dijo. «Pero ¿por qué no la echa usted?».

«Es que

no puedo. No es que no lo haya intentado. Pero no da resultado. Si se fuera, su hermana se iría con ella».

«No me sorprende», dijo. «Es muy propio de ella. No es que crea que sea lesbiana, verdad. Le gustan las complicaciones. Cualquier cosa para causar sensación».

«¿Por qué está usted tan seguro de que no podría estar enamorada de esa otra? Usted mismo dice que en los últimos años apenas la ha visto…».

«Es mujer para un solo hombre», dijo. «De eso estoy seguro».

«Parece usted muy seguro».

«Lo estoy. No me pregunte por qué. No olvide que, lo reconozca o no, lleva sangre judía en las venas. Las muchachas judías son leales, aun cuando sean extrañas y descarriadas, como ésta. Va en la sangre…».

«Me alegra oírle decir eso», dije. «Espero que sea cierto».

«¿Sabe lo que estoy pensando? Debería usted venir a vernos, tener una conversación con mi madre. Se alegraría mucho de conocerlo. No sabe con qué clase de persona se ha casado su hija. En cualquier caso, le aclararía las cosas. Ella se sentiría bien».

«Tal vez lo haga», digo. «La verdad no puede hacerme daño. Además, siento curiosidad por saber cómo es su madre auténtica».

«Bien», dijo, «fijémonos una cita».

Dije una fecha, para unos días más adelante. Nos dimos la mano.

Cuando estaba cerrando la puerta, dijo: «Lo que necesita es una buena azotaina. Pero usted no es capaz de dársela, ¿verdad?».

Unos días después llamé a su puerta. Era al anochecer y ya habían cenado. Vino a abrir su hermano. (No era probable que recordara que unos años antes, cuando yo había ido a ver si Mona vivía de verdad allí o si era una dirección falsa, me había dado con la puerta en las narices). Ahora yo estaba dentro. Iba temblando. ¡Cuántas veces había intentado representarme ese interior, ese hogar de ella, situarla en medio de la familia, de niña, de muchacha, de mujer!

Su madre acudió a saludarme. La misma mujer que yo había vislumbrado años atrás… tendiendo la ropa. La persona que describí a Mona, sólo para que se me riera en las narices. («¡Ésa era mi tía!»).

La madre tenía expresión triste, agobiada. Como si no hubiera reído ni sonreído durante años. Tenía un poco de acento, pero la voz era agradable. Sin embargo, no se parecía a la de su hija. Tampoco pude distinguir parecido alguno en las facciones.

Era muy propio de ella —

por qué es algo que no sé— ir directa al grano. ¿Era la madre auténtica o una madrastra? (Ése era el motivo de dolor más profundo). Se acercó al aparador y sacó unos documentos. Uno era su certificado de matrimonio. Otro era el certificado de nacimiento de Mona. Después fotografías… de toda la familia.

Me senté a la mesa y las estudié con atención. No es que pensara que fuesen falsas. Estaba conmovido. Por primera vez me encontraba ante hechos tangibles.

Anoté el nombre del pueblo de los Cárpatos donde habían nacido su madre y su padre. Estudié la foto de la casa donde habían vivido en Viena. Contemplé largo rato y amorosamente todas las fotos de Mona, empezando por la de la niña en pañales, después de la extraña niña extranjera con largos bucles negros y, por último, la de la Réjane o Modjeska de quince años cuya ropa parecía grotesca y, sin embargo, ponía de relieve su personalidad. Y también había una de su padre… ¡que tanto la amaba! Un hombre apuesto y de aspecto distinguido. Podría haber sido médico, ministro de Hacienda, compositor o erudito trotamundos. En cuanto a su hermana, sí, era aún más bella que Mona, no se podía negar. Pero era una belleza perdida en la placidez. Eran de la misma familia, pero una pertenecía a su raza, mientras que la otra era un fruto silvestre, engendrado por el viento.

Cuando por fin alcé los ojos, descubría a la madre llorando.

«Conque, ¿le dijo que yo era su madrastra? ¿Qué le haría decir semejante cosa? Y que era cruel con ella…, que me negaba a entenderla. No comprendo…, no».

Lloró amargamente. El hermano se acercó y la rodeó con los brazos.

«No te lo tomes a pecho, madre. Siempre fue extraña».

«Extraña, sí, pero esto…, esto es como una traición. ¿Es que se avergüenza de mí? ¿Qué he hecho, dime, para provocar semejante conducta?».

Sentí deseos de decir algo consolador, pero no encontré palabras.

«Lo compadezco a

usted», dijo su madre. «Debe usted de pasarlo muy mal, la verdad. Si no la hubiera parido yo, creería que es hija de otra, no mía. Créame, de niña no era así. No, era una niña buena, respetuosa, obediente, deseosa de agradar. El cambio se produjo de repente, como si hubiera sido presa del diablo. Nada de lo que dijéramos o hiciésemos le gustaba ya. Se volvió como una extraña entre nosotros. Lo intentamos todo, pero en vano».

Volvió a abatirse, se tapó la cara con las manos y lloró. Todo su cuerpo se estremecía con espasmos incontrolables.

Yo deseaba marcharme lo más pronto posible. Ya había oído bastante. Pero insistieron en servir té. Conque me senté y escuché. Escuché la historia de la vida de Mona, desde que era niña. No había nada extraordinario ni notable en ella, cosa bastante extraña. (Sólo un pequeño detalle me llamó la atención. «Siempre llevaba la cabeza muy alta»). En cierto modo, era bastante consolador enterarse de esos hechos sencillos. Ahora podía juntar las dos caras de la moneda… En cuanto al cambio repentino, no me parecía tan sorprendente. Al fin y al cabo, a mí también me había pasado. ¿Qué saben las madres de sus hijos? ¿Acaso invitan al descarriado a comunicar sus anhelos secretos? ¿Es que sondean el corazón de un hijo? ¿Acaso confiesan alguna vez que también ellas son monstruos? Y si una niña está avergonzada de su sangre, ¿cómo va a decírselo a su madre?

Al observar a aquella mujer, a aquella madre, al oírla, no conseguía descubrir en ella nada que, si yo hubiera sido hijo suyo, me hubiese atraído hacia ella. Ya su aspecto afligido me habría desviado de ella. Por no decir nada de su sentido del orgullo. Era evidente que sus hijos habían sido buenos con ella; los hijos judíos siempre lo son. Y una de las hijas, alabado sea Jehová, había tenido buen casamiento. Pero quedaba la oveja negra, una espina en su costado. Sólo de pensarlo, se sentía culpable. Había fracasado. Había dado un fruto malo. Y la rebelde la había repudiado. ¿Qué mayor humillación podía sufrir una madre que ser llamada madrastra?

No, cuanto más la escuchaba, cuanto más lloraba y sollozaba, más tenía yo la sensación de que ella no sentía auténtico amor por su hija. Si alguna vez la había amado, había sido cuando era niña. Nunca se esforzó por entender a su hija. En sus protestas había algo falso. Lo que deseaba era que su hija regresara y le pidiera perdón de rodillas.

«Tráigala aquí», suplicó, cuando estaba despidiéndome. «Que repita delante de usted esas cosas tan horribles, si se atreve. Por ser su esposa, tiene que concederle ese favor por lo menos».

Por su forma de hablar sospeché que no estaba en absoluto convencida de que fuéramos marido y mujer. Sentí la tentación de decir: «Sí, cuando vengamos, me traeré el certificado de matrimonio». Pero contuve la lengua.

Después, al tiempo que me apretaba la mano, rectificó lo dicho.

«Dígale que todo está olvidado», murmuró.

Ahora habla como una madre, pensé. Pero falsa, de todos modos.

Camino de la estación, di una vuelta por el barrio. Había cambiado, desde la última vez que habíamos estado por allí Mona y yo. Me costó trabajo localizar la casa contra cuya pared recosté a Mona en cierta ocasión. El descampado en que habíamos follado revolcándonos en el lodo ya no existía. Nuevos edificios, nuevas calles por todos lados. Aun así, seguí recorriendo el barrio. Esa vez era con otra Mona: la

tragédienne de quince años, cuya foto había visto por primera vez unos minutos antes. ¡Qué impresionante era incluso en esa edad del pavo! ¡Qué pureza en su mirada! Tan franca, tan penetrante, tan imperiosa.

Pensé en la Mona a la que yo había esperado a la puerta del baile. Intenté juntar las dos. No pude. Vagué por las lúgubres calles con una a cada brazo. Ninguna de las dos existía ya. Tampoco yo quizá.

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