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Empecemos con las marcas. En la polémica sobre su poder se funden dos críticas distintas: la primera es la más detallada: las grandes marcas hacen negocio explotando el trabajo de los países pobres. Como siempre, lo mejor es empezar con una pregunta elemental: ¿es cierto? Tengo que sintetizar, por lo que esbozo una respuesta: sí, es cierto, aunque cierta propensión a no plantearse demasiadas preguntas y a cerrar apresuradamente las investigaciones también sea destacable en todos los intentos de dar una descripción de los hechos.

bonus[11]:

CONTRATISTAS

El asunto es probablemente más complejo de lo que nos gustaría pensar, pero en definitiva no es erróneo afirmar que muchas multinacionales obtienen enormes beneficios también en virtud del hecho de que sus mercancías son producidas en los países más pobres, a costes bajísimos, en cierto modo ilógicos y, probablemente, inmorales.

Segunda crítica: las grandes marcas se han apoderado del imaginario colectivo, lo gestionan a su placer y transforman a los individuos en consumidores lobotomizados. Como no hay nadie que les cierre el paso, a estas alturas su presencia es tan invasiva que permite individuarlos como el verdadero Poder, bastante más eficaz, capilar y omnipresente que los poderes políticos, religiosos o civiles. Como es obvio, aquí la objeción sonará más irracional y evanescente. Pero, hay que decirlo, no está fundada en el aire. Una hermosa reconstrucción de todo este asunto la podréis encontrar efectivamente en el afortunado libro de Naomi Klein No logo: leed las primeras doscientas páginas y os haréis una idea. Con bastante lucidez se explican ahí los hechos, puros y simples. No todo será cierto, o no estará bien analizado, pero con que fuera real sólo la mitad de lo que hay dentro del libro, sería bastante para creerlo.

Pues bien, frente a hechos de este tipo, el instinto, obviamente, es el de plantarse y resistir. Muro contra muro, y ya veremos qué pasa. Como siempre sucede, para simplificar la lucha se endurecen las definiciones de las partes en conflicto: el complejo mundo de las marcas es reducido a unos pocos trazos despreciables y demonizado, y la gente es reducida a un único animal agredido, indefenso y destinado a sucumbir. Pero, una vez más, es necesario preguntarse: ¿de verdad es así? ¿Es posible que la pasión civil nos induzca a una mirada tan simplificadora como para ver un puro y simple duelo donde, como es evidente, tiene lugar una encrucijada bastante más compleja y difícil de entender? Es posible. Un ejercicio que habría que hacer es el de tomar todos esos hechos y mirarlos de cerca, e intentar pensar en ellos desde el principio. Sin prejuicios, a ser posible. Y con cierta valentía también. Veríamos cosas extraordinarias. Por ejemplo, se empezaría a ver este simple absurdo, objeto de una de las más espectaculares represiones de nuestro tiempo: pensamos las peores cosas de las grandes marcas, y sin embargo nos servimos de ellas sin ningún problema. Curioso, ¿verdad? Si no sois militantes antiglobalizadores, es posible que tengáis unas zapatillas Nike o Adidas, que fuméis Marlboro o Philip Morris, que llevéis a vuestros niños a ver las películas de Walt Disney, que comáis en McDonald’s y que en este momento llevéis puestos unos calzoncillos Calvin Klein.

bonus[12]:

ZAPATILLAS

Intentaré decirlo de un modo más exacto: es posible que a gran parte de nosotros el mundo montado en la red de las grandes marcas no nos parezca verdaderamente un lugar inhumano, sino todo lo contrario, un mundo vivo, rico, de algún modo, y en todo caso interesante para vivir. Es bastante normal que nos parezca un mundo esencialmente libre, una especie de carrusel en el que subimos cuando queremos, bajamos cuando queremos; subimos pensando «¡Qué porquería!», bajamos pensando «Mañana vuelvo». ¿Tenemos que llegar a pensar que estamos hasta tal punto tan lobotomizados que ya no comprendemos nada? Sería cómodo. Pero me temo que la verdad sea distinta. La verdad es que sólo estamos blandamente lobotomizados. Cuando participamos en la gran fiesta, estamos lúcidos, lo hacemos con el cerebro enchufado, con una parte de nuestro cerebro que no podemos disminuir, sino que en todo caso debemos comprender.

Nuestra inteligencia se mueve de este modo porque conoce ese terreno. Y cuando el instinto del moralismo no la detiene, deja de hacer trampas consigo misma y se atiene a los hechos. Los hechos son que cuando compráis una zapatillas Nike, pagáis cien euros por el nombre y cincuenta por las zapatillas. ¿Es que sois tontos? No. Estáis comprando un mundo, ¿qué demonios os importa lo que cuesten, en cuero, goma y trabajo, esas zapatillas? Compráis un mundo. Gente libre que corre, casi siempre hermosa, fundamentalmente elástica, como Michael Jordan; en todo caso, muy moderna. Y vosotros, en ese mundo. Por ciento cincuenta euros. Si os parece un gesto infantil o idiota, entonces pensad en lo siguiente. Id a un concierto. Beethoven. Música de Beethoven. Habéis pagado la entrada. ¿Qué habéis comprado? ¿Un poco de música? No, un mundo. Una marca. Beethoven es una marca, construida en el tiempo a partir de la figura de un genio sordo y rebelde, alimentada por dos generaciones de músicos románticos que crearon un mito. De él procede una marca todavía más potente: la música clásica. Un mundo. No habéis comprado un poco de música: en el precio está incluida la entrada a una cierta visión del mundo, la confianza en cierta dimensión espiritual del ser humano, la magia de un retorno provisional al pasado, la belleza y el silencio de una sala de conciertos, la gente que os rodea, la inscripción en un club más bien reservado y con tendencia a lo selectivo. Habéis alquilado un mundo. Para habitarlo. Os lo han construido con infinita habilidad, y vosotros lo compráis. ¿Lo construyeron porque eran buenos e inteligentes? Tal vez lo fueran, pero seguro que lo construyeron por la misma causa que ha empujado a Nike a construir el suyo: el dinero. Por lo yo que sé, Beethoven escribía por dinero, y desde él hasta el disco actual, y al pianista que está tocando para vosotros, lo que habéis comprado ha sido construido por gente que quería muchas cosas, pero, entre esas muchas, una: dinero.

Sé que suena mal al decirlo, pero lo que nos provoca aversión, tratándose de zapatillas o de hamburguesas, es una experiencia que aceptamos sin ninguna resistencia cuando están en juego cosas más nobles. Beethoven es una marca. Lo son los impresionistas franceses. Kafka lo es. Shakespeare lo es. Hasta Umberto Eco lo es. E incluso La Repubblica o Mickey Mouse o la Juventus. Son mundos. Que significan bastante más de lo que son. Tienen sus reglas, y nosotros las aceptamos. Quiero decir: nos convencemos de que las patatas fritas de McDonald’s son buenas con la misma ilógica maleabilidad con la que aceptamos que Beethoven no compuso nunca un fragmento malo e inútil, que todo Shakespeare es genial, que Mickey Mouse no tiene un papá ni una mamá, y que La Repubblica siempre escribe la verdad. Forma parte del juego. Y es un juego del que todos necesitamos. Nos vemos empujados a preferir todo lo que nos ofrecen con la fuerza orgánica de un mundo, no sólo con la pura presencia de un objeto, por muy bello que sea.

bonus[13]:

Y SIN EMBARGO

Estamos agradecidos a quienes consiguen sistematizar mundos. Son seguros contra el caos, son organizaciones salvíficas de la realidad. No creo que sea necesario apuntar hasta qué punto el mundo sistematizado por Kafka es más rico, complejo e inteligente que el estudiado por los McDonald’s. Lo sabemos. Pero esto no debe impedirnos comprender que el juego es el mismo, que el tipo de experiencia es la misma, que el mundo de Kafka no es más real que el de McDonald’s, que la visita a una exposición de los impresionistas franceses mueve nuestro cerebro exactamente como dar una vuelta por Niketown, y que, en resumen, nosotros conocemos esa experiencia, hacemos un uso abundante de la misma, la utilizamos para aplazar cosas dignísimas y, finalmente, no la tememos, no creemos que sea el demonio; si el demonio existe, está en otra parte.

Habrá quien diga: sí, pero Beethoven no explotaba indignamente a los indonesios para fabricar sus zapatillas. A lo que se podría objetar, si quisiéramos ser cínicamente polémicos, que gran parte de la música clásica nació gracias a que fue pagada por un mundo aristocrático que, a la hora de explotar, no bromeaba en absoluto. Pero la cuestión, en realidad, es otra. Si Nike explota a los trabajadores, se acaba con eso y punto. Pero hacer reverberar nuestra condena, tout court, sobre el concepto de marca, demonizando el tipo de experiencia que sugiere, es contraproducente: deja inservible una categoría, la de marca, que a pesar de todo está históricamente inserta en nuestra cultura, y que probablemente es indisociable de cualquier clase de idea de globalización, incluidas las más humanas y positivas. ¿Cómo podemos construir algo si echamos por tierra los instrumentos para hacerlo?

¿Puedo poner otro ejemplo incómodo? La homogeneización cultural. ¿Es cierto que la globalización conduce a un mundo monocultural, coagulado en el eje de una medianía, tirando a lo bajo? Probablemente es cierto. Si tenéis que hacer una película que, absurdamente, tiene que gustar a todo el planeta (es exactamente lo que hacen en Hollywood), tendréis que seguir estereotipos comprensibles para todo el mundo, tendréis que ser claros hasta la idiotez, tendréis que hablar un lenguaje universal, tendréis que sintetizar y simplificar hasta el absurdo. Cientos de películas de este tipo contribuirán a crear un determinado gusto en el público, alienándolo en el eje de una fácil medianía, y así se pone en marcha un círculo vicioso que, efectivamente, tiende a compendiar las infinitas diferencias del planeta en un sintético batiburrillo en el centro.

bonus[14]:

BOCELLI

Dicho esto, ahora intentad pensar. Homero. Ilíada y Odisea. Grandes enciclopedias en verso, en las que encontráis el índice completo del saber de los griegos, desde las recetas de cocina hasta las reglas de la guerra. Altísimas obras de arte, según dicen. El espejo exacto de una gran civilización. Justo. Pero ¿a qué precio? Pensadlo.

bonus[15]:

PLATÓN

Si tuvierais que explicar el Hombre Griego, está claro que ante todo tendríais que producirlo, tomando la infinita variedad y riqueza de los hombres griegos y compendiándola, simplificándola, sintetizándola en un único modelo típico. Lo que obtendréis al final es algo muy eficaz, pero irremediablemente reduccionista. ¿Y todos aquellos griegos a los que Aquiles les parecía un loco sanguinario, y la geografía de los dioses una cosa obsoleta, y el culto a la guerra una idiotez? ¿Adónde han ido a parar? ¿No existían? Pues claro que existían, y de qué forma. ¿Es posible que existiera sólo un modo de fabricar un escudo, o de vestirse, o de entender la vida? No. Grecia estaba llena de hombres que no se encuentran en Homero, como el mundo está lleno de gente que no está prevista en las películas de Hollywood. Homero es la cultura de los vencedores, de la mayoría, de los que habían triunfado. Resignaos: Homero era los americanos. Esto no nos impide considerar, y con razón, la Ilíada una obra de arte, y la Odisea uno de los pilares del imaginario occidental. ¿No resulta extraño?

Acusar a la globalización de disminuir la libertad colectiva, reduciendo la complejidad del mundo a unos pocos modelos compendiosos, es una forma de partir de premisas verdaderas para llegar a conclusiones falsas. Es cierto que la globalización tiende a moverse de ese modo, pero no es cierto que la cosa, en sí y por sí, sea demonizable. La historia de Occidente es, en definitiva, la historia de análogas reducciones de la libertad colectiva: una de las más deletéreas globalizaciones, la que obligó al arte de todo Occidente a ser arte sacro, desgajando por completo la vida real de sus sujetos, produjo al final cientos de obras de arte, y siglos de grandeza artística. El hecho (en sí mismo absurdo) de que sólo se pudieran pintar Vírgenes, ¿confuta la belleza de esas Vírgenes? Para nada. Y el vertiginoso refinamiento de la filosofía escolástica, ¿está de algún modo redimensionado por el hecho, en sí mismo absurdo, de que aquella inteligencia estuviera recluida en la prisión del pensamiento teológico? No lo creo. ¿Y la música clásica? El lenguaje armónico de Mozart, comparado con el de un polifonista flamenco del siglo XVI, suena como una simplificación de guardería infantil: pero, sin esa absurda contracción de las posibilidades expresivas, no habrían llegado nunca a acuñar un lenguaje lo bastante simple para hablar a todo el mundo, y lo bastante compacto para sostener el peso de lo que tenían en la cabeza: en menos de cien años, con aquella cosa de niños, consiguieron plasmar la historia de Don Giovanni y el Himno a la alegría, sin que nada saltara por los aires. Habían inventado la música clásica. Pero, cuando empezaron, habría sido poca cosa considerarlos unos bandidos que estaban achatando el gusto del público y destruyendo una tradición con siglos de antigüedad. Y, ya que estamos puestos, por mucho que nos guste pensar en La Traviata como una obra de arte, quizá sea el caso recordar que, cuando nació, era, en todo y por todo, un producto como podría ser hoy en día una película de Hollywood de buena calidad: respetaba las reglas de un determinado sistema industrial, estaba hecha para complacer a un vasto sector del público (en relación con el público de entonces), hablaba un lenguaje simple hasta la desolación, sintetizaba la Humanidad en unos pocos modelos más bien superficiales (objetivamente, no es que Alfredo, en cuanto a matices psicológicos, sea mejor que Rambo), y musicalmente no tenía miedo a exhibir pasajes que, para oídos habituados a Beethoven, tenían que sonar como una pura vulgaridad. Sobre el papel, era exactamente lo que hoy podemos temer como un producto medio de una industria cultural globalizada; pero conseguía ser un grafito exacto, elemental, universal, de todo un mundo, y lo hacía de una manera que emocionaba a la gente, y hacía que disfrutara. En este sentido, estaba tan bien construida que incluso hoy, un siglo y medio después, no ha dejado de funcionar. Por esto la consideramos una obra de arte y, de un modo más bien absurdo, la contraponemos, como prueba de cultura, a las infinitas Traviatas de hoy, que no son de Verdi, que no son óperas, que a lo mejor son cine, o televisión, o tebeo, y que, podemos apostar sobre ello, dentro de cien años serán bautizadas como obras de arte y legadas a los museos del alma.

Sé que todo esto es más que nada molesto. No es bonito pensar que Coca-Cola y Mozart tengan nada que ver entre ellos. O que Mozart guarde relación con Harry Potter. No es bonito pero, creedme, es útil. Es un modo laico de ver las cosas. Ayuda. En nuestro contexto, ayuda a comprender una cosa muy importante: las grandes marcas son una amenaza, y la homogeneización cultural es un peligro real, pero el mundo que tendría que sufrirlas no es tan monolítico, indefenso, rígido como uno piensa. El mundo conoce esas amenazas, las conoce desde siempre, podríamos decir que las lleva inscritas en su propio ADN, se puede decir incluso que casi las necesita para crecer, para generar sus propias metamorfosis. Y el hombre mantiene con esos posibles desastres una extraña relación, indeciso entre la resistencia pura y simple y el instinto de subirse sobre la fuerza de los mismos para construirse escenarios mejores. Simplificar todo esto, describiendo un choque sin alternativas, es inútil y nocivo. La relación entre Nike y la gente no es un duelo que la gente está perdiendo sin luchar: es algo bastante más complicado que todavía estamos lejos de llegar a comprender. La esquizofrenia que nos permite estar visceralmente atados a Hollywood, a pesar de despreciarlo, no es una prueba de nuestra idiotización, sino el síntoma de una relación que en modo alguno puede resumirse en un duelo que uno de los dos perderá. Las cosas son más complicadas de lo que parecen. La confortable perspectiva de un choque frontal, buenos contra malos, es una abstracción teórica, no tiene nada que ver con el mundo real, y tan sólo sirve para motivar a los soldaditos de un ejército obsoleto.

bonus[16]:

REGGIO CALABRIA

Quisiera dejarlo claro: con esto no estoy diciendo que es una tontería preocuparse, y que Nike o Hollywood son falsos problemas. No es esto. Estoy intentando sugerir que son problemas verdaderos de los cuales, no obstante, todavía sabemos poco, porque hemos estudiado mucho las zapatillas y las películas, pero no nos hemos estudiado suficientemente a nosotros mismos: conocemos todos los secretos de la estrategia de las multinacionales, pero no tenemos una idea clara del hombre que está frente a las mismas. Es probable que tendamos a infravalorarlo. O a comprenderlo con retraso. En este sentido, nuestra reacción a la agresividad de las marcas o al riesgo de la homogeneización cultural son síntomas de nuestra actitud más general ante la globalización: identificamos lúcidamente sus peligros, pero no estamos verdaderamente capacitados para valorar su impacto sobre el tejido social; y ello es debido a que ese tejido social nos resulta claro sólo hasta cierto punto. Nos falta la capacidad de imaginar, realmente, cuál será el escenario en que esas bombas estallarán. Prevemos lo peor, pero es una profecía que suena un poco automática, falsamente inteligente. Habría sido igualmente lógico, hace doscientos años, prever que, de seguir con el mismo ritmo de crecimiento demográfico y económico, en doscientos años íbamos a acabar sepultados por la mierda de caballo. Lógico, pero estúpido. Molesta decirlo, pero el peligro de hacer previsiones iguales es real.

Todo esto no aleja ni un milímetro la violencia, el sufrimiento y la injusticia que la globalización, junto con un buen montón de pasta, ha inoculado ya en el sistema sanguíneo del mundo. Ni los que promete verter en los próximos años. Pero puede ayudar a reconocer un camino posible para intentar traducir esa conmoción en un mundo habitable. Puedo equivocarme, pero el muro contra muro, hoy en día, sirve de poco. En los tiempos de la Revolución industrial, destruir las máquinas no llevaba muy lejos: el problema era más bien imaginar un nuevo y civilizado mundo del trabajo, e intentar hacerlo realidad. Hoy la situación no parece muy distinta. Es intuyendo un mundo nuevo como se puede soportar el impacto con la globalización: limitarse a defender lo viejo, ¿a qué puede llevarnos?

Por esto se me ocurre pensar que la idea de una globalización «limpia» tiene que pasar, necesariamente, a través de una especie de revolución cultural, que necesite que el mundo acepte pensar en el futuro, sin prejuicios, y esté dispuesto a dejar de defender un presente que ya no existe. No creo que, si existe una globalización «buena», ésta puedan realizarla cerebros que destruyen McDonald’s o sólo ven películas francesas. Pienso en algo distinto. Pienso en gente convencida de que la globalización, tal y como nos la están vendiendo, no es un sueño equivocado: es un sueño pequeño. Quieto. Bloqueado. Es un sueño en gris, porque procede directamente del imaginario de ejecutivos y banqueros. En cierto sentido, se trataría de empezar a soñar ese sueño en lugar de ellos, y de hacerlo realidad. Es una cuestión de fantasía, de tenacidad y de rabia. Es tal vez la misión que nos aguarda.

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