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Al atardecer, el cubo de titanio que albergaba BioGen Research lanzaba un brillo rojizo deslumbrante y teñía el aparcamiento contiguo de un tono anaranjado oscuro. El presidente, Rick Diehl, salió del edificio, se detuvo para colocarse las gafas de sol y se dirigió a su Porsche Carrera SC de color plata recién estrenado. Le encantaba ese coche, lo había comprado la semana anterior para celebrar su inminente divorcio.

—¡Mierda!

No podía creer lo que veían sus ojos.

—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!

La plaza de aparcamiento estaba vacía. El coche había desaparecido.

«¡Esa zorra!».

No sabía cómo lo había logrado, pero estaba seguro de que había sido ella quien le había robado el coche. Era probable que hubiera liado a su novio para que lo hiciera. A fin de cuentas, aquel nuevo novio suyo se dedicaba a vender coches. Había progresado en comparación con el tenista. ¡Menuda zorra!

Volvió a entrar en el edificio a grandes zancadas. Bradley Gordon, el responsable de seguridad, se encontraba apoyado en el mostrador de recepción charlando con Lisa, la recepcionista. La chica era muy mona. Por eso la había contratado Rick.

—Mierda, Brad —dijo Rick Diehl—. Tenemos que revisar todas las grabaciones de seguridad del aparcamiento.

Brad se volvió.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Me han robado el Porsche.

—No joda —exclamó Brad—. ¿Cuándo?

«El tipo no sirve para este trabajo», se dijo Rick. No era la primera vez que lo pensaba.

—Vamos a revisar las grabaciones, Brad.

—Claro, claro.

Brad le guiñó el ojo a Lisa y penetró en una zona de acceso restringido tras abrir la puerta con la tarjeta magnética. Rick lo siguió echando chispas.

En uno de los dos escritorios del pequeño despacho de paredes acristaladas destinado al personal de seguridad, un joven se entretenía examinando milímetro a milímetro la palma de su mano sin prestar la más mínima atención a los monitores que se alineaban frente a él.

—Jason —dijo Brad en tono de advertencia—. El señor Diehl está aquí.

—Mierda. —El chico se incorporó de inmediato en su asiento—. Lo siento, me ha salido un sarpullido. No sabía si…

—El señor Diehl quiere comprobar las grabaciones. ¿Qué cámaras son exactamente, señor Diehl?

«Por Dios».

—Las del aparcamiento —dijo Rick.

—Muy bien, las del aparcamiento. Jason, vamos a empezar cuarenta y ocho horas atrás y…

—Esta mañana he venido en coche —les informó Diehl.

—Muy bien, ¿a qué hora ha llegado?

—A las siete.

—Bien. Jason, empieza a partir de las siete de la mañana.

El chico se removió en la silla.

—Este… Señor Gordon, las cámaras del aparcamiento no funcionan.

—Ah, es verdad. —Brad se volvió hacia Rick—. Las cámaras del aparcamiento no funcionan.

—¿Por qué?

—No estoy seguro. Me parece que hay algún problema eléctrico.

—¿Cuánto tiempo llevan estropeadas?

—Bueno…

—Dos meses —respondió el chico.

—¡Dos meses!

—Tenemos que pedir unas piezas de recambio —se disculpó Brad.

—¿Qué piezas?

—Las fabrican en Alemania.

—¿Qué piezas?

—Tengo que comprobarlo.

—Las cámaras del tejado sí que funcionan —dijo el chico.

—Bueno, pues enséñame la grabación de esas cámaras —accedió Diehl.

—Muy bien. Jason, muéstranos las cámaras del tejado.

Les llevó quince minutos rebobinar la grabación digital y reproducirla desde el principio. Rick se vio estacionar el Porsche, salir del vehículo y entrar en el edificio. Lo siguiente que ocurrió lo sorprendió. Al cabo de dos minutos llegó otro coche. De él salieron dos hombres, entraron en el suyo tras forzar la cerradura y se lo llevaron.

—Le estaban esperando —opinó Brad—. A lo mejor le han seguido.

—Eso parece —convino Rick—. Llama a la policía y denuncia el robo. Y dile a Lisa que quiero que me acompañe a casa.

Brad se quedó perplejo ante esa última petición.

De camino a su casa en el coche de Lisa, Rick estuvo reflexionando y llegó a la conclusión de que, por muy idiota que fuera Brad Gordon, no podía despedirlo. Ese loco del surf, del esquí y de los viajes, ese borrachín en tratamiento que había abandonado los estudios era sobrino de Jack Watson, un importantísimo inversor de BioGen. Jack Watson siempre se había ocupado de Brad, siempre se había encargado de que no le faltara el trabajo. Sin embargo, Brad no hacía más que meterse en líos. Corría el rumor de que incluso se había tirado a la esposa del vicepresidente de GeneSystems en Palo Alto, y lo habían despedido por ello, no sin que su tío armara un escándalo; no comprendía por qué Brad tenía que abandonar la empresa. «La culpa es del presidente», fue la famosa frase de Watson.

Ahora resultaba que en el aparcamiento no había cámaras de seguridad. Y que llevaban así dos meses. Eso hizo que Rick se preguntara qué otros fallos relacionados con la seguridad se cometían en BioGen.

Miró a Lisa, que conducía con serenidad. Rick la había contratado como recepcionista poco después de descubrir que su esposa tenía una aventura. Lisa lucía un bonito perfil; bien podría haber sido modelo. Quienquiera que le hubiera retocado la nariz y la barbilla era un genio. También tenía una hermosa figura, de cintura estrecha y pechos bien realzados. Tenía veinte años y había llegado desde Crestview State para pasar allí el verano. Irradiaba un atractivo sexual saludable y típicamente americano. En la empresa, los llevaba a todos de cabeza.

Por eso a Rick le sorprendía que Lisa se limitara a permanecer tendida siempre que hacían el amor. Al cabo de unos instantes parecía percatarse de la frustración de él y entonces empezaba a moverse de forma mecánica y a emitir unos suaves jadeos, como si hubiera aprendido en alguna parte que eso era lo que la gente hacía en la cama. A veces, cuando Rick estaba preocupado y abatido, ella le hablaba, «Oh, cariño. Sí, cariño, hazlo, cariño», como si eso fuera a servir para desencallar las cosas. Sin embargo, era demasiado obvio que permanecía indiferente.

Rick había investigado un poco y había descubierto un síndrome llamado anhedonía que consistía en la incapacidad de sentir placer. Los afectados de anhedonía mostraban indiferencia afectiva, lo cual describía a la perfección el comportamiento de Lisa en la cama. Lo interesante era que la anhedonía parecía tener un componente genético. Al parecer, estaba relacionado con el sistema límbico cerebral, así que debía de haber un gen relacionado con ese estado. Rick tenía la intención de practicarle a Lisa una batería completa de pruebas un día de aquellos. Solo para cerciorarse.

Mientras tanto, las noches que pasaba con ella le habrían infundido inseguridad de no haber sido por Greta, la estudiante de posdoctorado austríaca que trabajaba en el laboratorio de microbiología. Greta era corpulenta, llevaba gafas y un corte de pelo masculino, pero follaba como una fiera y ambos acababan resollando y empapados de sudor. Greta chillaba, bramaba y se estremecía de placer. Después de estar con ella se sentía fenomenal.

El coche se detuvo delante de su nuevo piso. Rick buscó las llaves en el bolsillo.

—¿Quieres que suba? —preguntó Lisa con total naturalidad.

Tenía unos bonitos ojos azules de largas pestañas. Sus labios carnosos resultaban muy atractivos.

«Qué coño», pensó Rick.

—Claro. Sube.

Llamó a su abogado, Barry Sindler, para avisarle de que su esposa le había robado el coche.

—¿De verdad cree que ha sido ella? —preguntó Sindler. Parecía dudarlo.

—Sí, contrató a unos tipos. Lo he visto en la grabación de la cámara de seguridad.

—¿Ella aparece en la cinta?

—No, ella no, los hombres. Pero ella está detrás de esto.

—Yo no estaría tan seguro —opinó Sindler—. Las mujeres suelen destrozarle el coche al marido, no robárselo.

—Le digo…

—Muy bien, lo comprobaré. Por ahora, hay unas cuantas cosas que quiero repasar con usted. Es sobre el juicio.

En el otro extremo de la habitación Lisa se despojaba de la ropa. Dobló cada una de las prendas y las colocó sobre el respaldo de la butaca. Llevaba un sujetador rosa y unas braguitas también de color rosa que dejaban al descubierto el hueso pubiano. No tenían adornos de encaje, eran de una tela elástica que se ajustaba a la perfección a su perfecta silueta. Se llevó la mano a la espalda para desabrocharse el sujetador.

—Te llamaré más tarde —dijo Rick.

Los rubios se extinguen

Especie amenazada «desaparecerá dentro de doscientos años»

Según la BBC, «un estudio realizado por expertos en Alemania indica que las personas de cabello rubio son una especie en peligro de extinción y que habrán desaparecido en el año 2202». Los investigadores prevén que la última persona de pelo rubio natural nacerá en Finlandia, el país que cuenta con mayor número de personas rubias entre la población. No obstante, los científicos afirman que poquísimas personas portan actualmente el gen como para que los rubios duren mucho tiempo más. Los investigadores dan a entender que los rubios llamados «de bote» «posiblemente son los culpables de la desaparición de sus competidores naturales».

No todos los científicos están de acuerdo con la previsión de una extinción inminente. Sin embargo, un estudio llevado a cabo por la Organización Mundial de la Salud concluye que las personas rubias naturales tienen bastantes probabilidades de extinguirse durante los próximos dos siglos.

Recientemente, la probabilidad de que los rubios se extingan fue comentada en

The Times londinense a la luz de los nuevos datos aportados sobre la evolución del MC1R, el gen del pelo rubio.

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