Natasha

Natasha


Capítulo 24

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Capítulo 24

Se puso en pie, lo que no me dio muy buena espina.

Me dijo con la mano que lo siguiera, lo que no me tranquilizó.

Lo seguí, lo que fue un acto de valentía por mi parte.

El tío anadeó por en medio de la cafetería ante la mirada desconfiada de los empleados, hasta que se detuvo delante de una puerta de madera con un letrero que decía en letras mayúsculas y negras:

«PRIVADO».

Extrajo una llave de su bolsillo unida a una hebilla de su cinturón mediante una cadena que parecía de acero, de gruesos y resistente eslabones. Abrió la puerta y, desde dentro, surgió tanto calor que por un instante creí que se había abierto la tapa del infierno.

—Ya les tengo dicho que no pongan la calefacción tan alta —dijo como disculpándose.

Me acompañó al interior posando su mano sobre mi hombro, como si me estuviera empujando, o como si estuviera evitando que me escapara. Estoy seguro de que mi ligero tembleque no le pasó desapercibido. Él pensaría que era por el frío de la calle, que aún no me lo había quitado de encima, pero yo sabía que era por el miedo que me recorría cada uno de los huesos y poros de mi debilitado cuerpo.

Me señaló una silla vacía para que me sentara. La única que había frente a una mesa de aire colonial con figuras de porcelana de aspecto lujoso encima. Él hizo lo mismo en otra silla, aparentemente más confortable, que había tras la mesa.

—¿Te apetece tomar algo? —dijo con un marcado acento que en ese momento supe que era de algún país del este de Europa.

—Un refresco estará bien —balbuceé.

No hacía falta ser un Sherlock Holmes para atar cabos. Natalia era rusa o de un país limítrofe. Y ese tío era ruso o de un país muy cerquita de Rusia. La recepcionista del hotel era rusa. Hasta la ensaladilla que servían en la cafetería era rusa.

—Pareces un buen chico —me dijo para romper el hielo, por lo que supuse que seguidamente me rompería las piernas—. A mí me dio mucha pena que muriera Natasha. —La nombró por su verdadero nombre—. Pero fue un desgraciado accidente.

—¿Un accidente?

—Sí. Ella no tenía que haber muerto.

—¿Y él?

—El Turco, sí —afirmó tajante.

Y entonces, como si hubiera entrado en trance, me contó una historia que me dejó patidifuso por lo rocambolesca que era. Me dijo que Natasha se dedicaba a la prostitución desde que llegó a España, porque ese negocio era de los más lucrativos y se lo disputaban distintas mafias a cada cual más sanguinaria. Me dijo que Natasha era una buena chica, pero que su chulo no lo era tanto. Me habló de un colombiano conocido como El Turco. El Turco mantenía negocios con los rusos y con los chinos y con los marselleses y con los colombianos y con los dominicanos y con cualquiera que quisiera mantener negocios con él. Me dijo que Natasha se había enamorado de un chico español. Me dijo que lo quería tanto que quiso dejar esa vida y no le importaría vivir en la pobreza y trabajar aunque fuese limpiando suelos, pero que lo único que quería era estar con ese chico. Me dijo que ese chico era yo. Luego, exportando toda la sinceridad de la que fue posible, me contó que habían preparado el accidente para acabar con la vida del Turco. Un coche de ellos lo empujaría en la helada carretera que iba desde Madrid a Ávila y lo echaría fuera. El coche lo conduciría el Turco y calcularon que un Ford Ka se descompondría como si fuese una caja de cartón. Luego, con el Turco fuera de circulación (sonrió cuándo lo dijo), Natasha sería libre.

—Los rusos tenemos sentimientos —masculló—. Y apreciamos a los nuestros. Si Natasha quería ser libre, nosotros la liberábamos. Si Natasha había decidido estar contigo, nosotros la dejábamos. El único escollo en su libertad era el Turco, y por eso lo quitamos de en medio. Pero los del coche —dijo refiriéndose a los que conducían el automóvil que lo sacó de la carretera—, no sabían que ella también iba dentro.

«Cómo no iba a ir dentro del Ford Ka si era su coche», me pregunté.

Se hicieron unos segundos de silencio, aunque a mí me parecieron horas. Luego sentí únicamente mi respiración. Después mi corazón. Para seguidamente no escuchar nada, la calma.

—Entonces cuando ella… —comencé a decir.

—Entonces cuando ella —continuó él— entró a por el puesto de trabajo, el trabajo ya era de ella. La noche anterior había hablado conmigo y me dijo que quería trabajar en mi cafetería. Yo accedí porque quería ayudarla.

—¿Y el Turco?

—Mejor que te olvides, muchacho. Mejor que te olvides de todo y de todos; incluso de mí. Sigue con tu vida —sentenció.

—Yo ya no tengo vida —le dije—. Mi vida era Natasha —concluí mientras me puse en pie y salí del despacho.

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