Natasha

Natasha


Capítulo 4

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Capítulo 4

Allí, sentados alrededor de una mesa decorada por la abuela que había muerto hacía un millón de años y con mis padres sonrientes y con Natalia que entonces aún estaba viva, allí, tengo que reconocerlo, fue el momento más feliz de mi vida. Y tuvo que ser muy feliz porque ni siquiera recuerdo qué fue lo que comimos. Solo sé que mi padre arrancó por bulerías y nos agasajó con un canto de cuando era joven y mi madre aplaudió como si el que estuviera allí cantando fuese el mismísimo Julio Iglesias.

—Lo siento —me disculpé ante Natalia cuando nos fuimos—. Mis padres no suelen ser tan eufóricos, pero les habrá emocionado ver que su hijo ha traído a casa a una chica tan…, tan, tan, tan guapa.

Y nos besamos en el rellano.

Ya nos habíamos besado antes, por supuesto. Pero fueron besos solemnes de recibimiento o despedida. Pero el beso de aquel día que se la presenté a mis padres, fue un beso tan apasionado que recuerdo que en ese instante el mundo se detuvo. Es posible que hubiéramos estado allí, frente a la puerta del piso, una eternidad. Me sumergí en los labios de Natalia como si ella fuese un manjar y yo un hambriento. Como si Natalia conformara el centro de la existencia misma y necesitara respirar de su aire, beber de su manantial de agua.

El momento cumbre lo cortó un vecino de aspecto desgajado que surgió del interior de la cabina del ascensor como si viniera de trabajar en la mina. Nos miró. Soltó un buenas tardes, muchachos. Miró a Natalia, resbalando su mirada de arriba hacia abajo y deteniéndose una décima de segundo en sus piernas desnudas. Luego me miró a mí. Me guiñó un ojo. Y dijo:

—Preciosa tu novia.

Y desapareció por la puerta de su piso.

En el garaje tenemos un pequeño trastero de apenas cuatro metros cuadrados. Es un trastero sin trastos, por muy extraño que suene. Pero mi madre es tan ordenada que no había desorden ni en el trastero. Bajamos con un calentón impresionante y con la certeza de que haríamos el amor aunque fuese encima de una estantería. Nos quitamos las chaquetas y las colocamos en el suelo para amortiguar las acometidas de nuestra pasión. Nos amamos como si el mundo se fuese a acabar al alba. Como si no hubiera un mañana. Ni siquiera nos detuvo una radio antigua que había en una de las estanterías que a mi madre le daba pena arrojarla al contenedor porque perteneció a la abuela, cuando se precipitó en un arrechucho que le dimos al estante y se hizo añicos en el suelo.

Estuvimos palpitando hasta que el ruido del motor de un coche nos dijo que algún vecino iba a salir del garaje. Entonces miré el reloj en la penumbra y comprobé que eran las cinco de la madrugada.

—Aún es pronto —anotó Natalia abrazándome con fuerza.

—Es un repartidor de dónuts —le dije—. Cada día sale a esta hora para que los bares tengan dónuts frescos. Por algo le llaman el fresco del barrio —expliqué.

Natalia contuvo un ataque de risa.

—Ven aquí —me dijo—. Mira la rosquilla que tengo para ti.

En ese instante hicimos tanto ruido que temí que al salir del trastero hubiera varios vecinos sentados en sillas plegables frente a la puerta, mientras comían palomitas de maíz y sorbían refrescos en vasos de plástico.

—Te quiero —me susurró varias veces—. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida.

Y explotó en un orgasmo cósmico que atolondró el interior del trastero, y, por extensión, todo el garaje.

 

A las ocho de la mañana la acompañé a su casa. Recuerdo que no podía ni siquiera andar bien del dolor de…, pues eso, que no podía caminar erguido. En mi cara se había dibujado una sonrisa estúpida que tienen todos los que hemos tenido la suerte de ligar con una belleza como Natalia. Me sentía como si estuviera saliendo con una modelo de pasarela.

Al llegar a su calle, ella, como ya había hecho otras veces, me detuvo apoyando la palma de su mano en mi pecho. Se encogió sobre sus tacones para llegar a mi boca, porque era un poco más alta que yo, y me propinó un esplendoroso beso en los labios.

—Mañana nos vemos —me dijo.

Desde que nos conocimos nunca me había dejado traspasar ese último tramo que había desde la esquina donde me daba un beso hasta la puerta de su casa. Yo nunca le dije nada, ni insistí. Alguna poderosa razón tendría para no querer mostrarme el lugar donde vivía, pero nuestro trayecto siempre acababa allí, en el mismo lugar. Ella se introducía en la oscuridad mientras el brillo de sus piernas se iba difuminando hasta que desaparecía.

 

De regreso a casa de mis padres, pensé en por qué no querría que viera su piso. Quizá, me dije, vivía en una pocilga y no quería avergonzarse de que su recién estrenado novio la viera. Otra opción podía ser que su padre fuese un ogro. Había muchos hijos que ocultaban a sus padres porque se abochornaban cuando los demás los conocían. Pensé que serían unos borrachos o unos dejados o unos sucios o unos malcarados. Igual su familia era tan antipática que ella creía que todavía no estaba preparado para conocerlos. En cualquier caso alguna poderosa razón habría para que no me dejara avanzar más allá de aquella última esquina donde nos despedíamos cada noche o cada madrugada. Luego, ella no quería que yo me quedara allí plantado, como un soldado de entreguerras despidiéndose de su amada en el andén de una entristecida estación de ferrocarril.

—Vete —me ordenaba antes de soltarme la mano por última vez—. Vete que mañana será otro día.

Y yo tenía que alejarme antes de que ella comenzara a caminar por esa calle oscura, asemejando un túnel que se incrustara en una montaña angosta y resquebrajada.

—Adiós, mi amor. Mañana te veo de nuevo.

Y me quedaba como un pasmarote lanzando besos al aire. Lo último que se escuchaba era la musicalidad de su taconeo distanciándose. Y no me iba de allí hasta que ya no se percibía ni siquiera el sonido del silencio.

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