Natasha

Natasha


Capítulo 7

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Capítulo 7

La policía local de Ávila llamó a la policía local de Madrid. Natalia había facilitado la dirección del piso de mis padres como domicilio cuando adquirió el coche, ya que tenía que domiciliar las letras de pago en algún sitio. La policía no tuvo mayor problema en dar conmigo y comunicarme la noticia. El Ford Ka se había salido de la carretera en un lugar indeterminado entre Madrid y Ávila. Me dijeron que el coche se estrelló contra un árbol y murieron los dos ocupantes en el acto.

—¿Dos ocupantes? ¿Qué dos ocupantes?

Un coche de la policía me llevó hasta el tanatorio de Ávila donde reposaban los restos mortales de Natalia. Fue horrible tener que reconocer el cadáver. Pero era ella, no había duda. La muerte no tiene piedad con nadie y había destrozado su cuerpo, pero se distinguía su tez blanquecina, su nariz respingona y sus labios amplios. Iba ataviada con un vestido de fiesta que no le había visto nunca puesto. Incluso con el cuerpo destrozado le quedaba bien.

—¿Es ella?

—Sí. Es ella.

—¿Y él? ¿Lo conoce?

Me preguntaron por el otro cuerpo, el de un hombre que la acompañaba.

—No. No lo he visto en mi vida.

Mientras escondían el cajón metálico del otro cuerpo, pude retener en mi memoria sus rasgos. Era un hombre moreno, grueso, de mentón amplío y de cuello grande. Estaba amoratado por el accidente, pero me podía arriesgar a decir que era sudamericano. Quizá colombiano o ecuatoriano.

—¿Qué hacías con ese tío, Natalia?

—¿Quién coño es ese tío, Natalia?

—¿Por qué no conozco a ese tío, Natalia?

—¿Por qué fuiste a Ávila con ese tío, Natalia?

Eran preguntas retóricas, porque ella no podía responderme. Confieso que la presencia de ese segundo pasajero en el interior de su coche, hasta que no se aclarara, me había provocado algún que otro ataque de ansiedad. Y además como la relación entre Natalia y yo no estaba formalizada, la policía evitaba darme cualquier tipo de dato sobre ella, su acompañante o las circunstancias del accidente. Para los agentes yo no era más que un amigo de la víctima. Incluso me dijeron que fue un error mostrarme los cuerpos ya que yo no era nadie.

Recuerdo que en casa nos pasamos el día llorando. Mi madre la primera, como siempre. Lloré tanto que los ojos se me inflamaron y era incapaz de ver bien ni secándolos con un pañuelo de papel. Y cuando dejábamos de llorar, mi madre arrancaba de nuevo y nos arrastraba a todos con su llanto desconsolado.

—Maldita sea mi estampa —maldecía mi padre—. Ya decía yo que ese coche no estaba bien para circular.

—Calla, Manuel —amonestaba mi madre—. Bastantes problemas tenemos ahora como para que le des rienda suelta a tu mal genio.

—¿Y sus padres? —me preguntó mi madre—. ¿Dónde están?

—Eso me gustaría saber a mí, mamá. ¿Dónde están sus padres? ¿Cómo es que no ha venido nadie de su familia? ¿Tiene familia esa chica?

—Sabino, hijo mío. ¿Qué sabemos de ella?

—Nada, mamá. No sabemos nada.

Alguien tenía que saber algo. Alguien tenía que haberla visto. Natalia tenía que dormir en algún sitio, aunque no fuese en ese barrio donde noche tras noche nos despedíamos en aquella esquina donde ella se perdía en el crepúsculo.

¿Y quién coño era ese tío que la acompañaba en el coche el día del accidente?

¿Y a dónde iban?

¿Y por qué no me lo dijo?

Las preguntas se me acumulaban en la cabeza como un juego de ingenio del que no eres capaz de encajar las piezas y completar el final. De repente, en tan solo unas horas, Natalia, mi Natalia, había pasado a ser una completa desconocida. Ahora ya no sabía nada de ella. Ahora ya no sabía ni siquiera si ella era real y había existido. Me tuve que meter dentro del trastero para a través de su olor que aún pervivía recordar que Natalia existió y, también, murió.

Estuve en la cafetería de la plaza Colón, pero por lo visto ellos sabían lo mismo que yo. Hablé con el dueño y con otra camarera, la que me llamó comunicándome que no había ido a trabajar, pensando que al ser mujer quizá habían hablado entre ellas y sabría más cosas de Natalia. Nada. Nada de nada.

—No era muy habladora —me dijeron—. Servicial, puntual y cumplidora, pero no hablaba con los otros empleados.

—¿Sabes si vino alguien preguntando por ella?

—No, que yo sepa. Cumplía con su horario y atendía bien a los clientes.

—¿Un coche? Alguien que la esperara en coche a la salida de la cafetería.

—No, lo siento.

—¿Vino algún día alguien preguntando por ella? ¿Un hombre?

—No.

—¿Una mujer?

—No.

—¿Dejó alguna dirección alternativa por si era necesario localizarla?

—No.

—¿Alguien la acompañó alguna vez a su casa?

—No.

—¿Te dijo dónde vivía?

—No. Nunca lo dijo.

—¿Algún teléfono de un familiar: su padre, madre, hermanos?

—No. No. No.

El dueño no estuvo muy hablador, incluso lo percibí esquivo. Parecía que le molestaba mi presencia, como si yo tuviera la culpa de su muerte. En esos días no podía hacer caso de mis conjeturas, porque mis nervios estaban a flor de piel.

—Oye, deja de molestar a mis empleados con preguntas sobre esa chica —me dijo en tono amenazante.

 

Durante unas interminables semanas estuve recorriendo de viernes a domingo los mismos locales de copas por donde habíamos pasado juntos. Pregunté a algún camarero si recordaba habernos visto a los dos. A los que decían que sí, les preguntaba si recordaban haber visto a Natalia sola o en compañía de otras personas.

—No, no lo recuerdo.

—No sabría decirte.

—Creo que no.

—No. No me suena.

Aunque creo que lo que querían era evitar problemas. Un hombre que va preguntando por ahí si alguien ha visto a una mujer que anteriormente lo acompañaba en compañía de otros hombres, puede parecer un marido celoso. Y un marido celoso y despechado es alguien peligroso. Entiendo que nadie recordara a Natalia.

—Tenga —les entregaba una tarjeta—. Si recuerda algo, llámeme por favor. Me llamo Sabino Peláez.

Cogían la tarjeta y leía el texto y seguidamente me miraban a mí.

—¿Es usted policía?

—No. No lo soy.

—¿Está seguro?

—Sí, claro que lo estoy. Ya le digo que no soy policía.

—¿Y entonces por qué busca a esa chica?

—Ha fallecido y estoy buscando algún familiar para comunicar su defunción —mentía.

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