Natasha

Natasha


Capítulo 22

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Capítulo 22

Mi madre, siempre queriendo ayudar; aunque muchas veces no ayudaba en nada, había invitado a cenar por sorpresa a su hermana, la tía Rosa. La tía era once años más joven que mi madre. Rosa estuvo en la recogida furtiva de las cenizas de Natalia. Estuvo allí con nosotros hasta que todos se fueron y nos quedamos solos con nuestra desolación a cuestas. Luego nos acompañó al piso y acompasó con palabras de aliento a mi madre, mientras ella lloró en la cocina. Desde ese último día no la había visto y ahora tenía demasiadas cosas que contarle.

Cuando yo tenía doce años recuerdo que me había enamorado perdidamente de ella. Para mí, para un niño de esa edad que despunta su adolescencia más romántica, mi tía era todo bondad, amistad y belleza. Rosa siempre estuvo presente en mi infancia. Era como mi madre, pero en joven. Ella era ternura y comprensión, refugio de mis frustraciones cuando algo me iba mal. Me alegraba llegar a casa desde el colegio, después de soportar los insultos y abucheos de mis compañeros que se mofaban de mi nombre, de mi tez excesivamente blanca y de mi timidez. Ahora se utiliza un neologismo para todo eso que padecí cuando era pequeño, lo llaman «acoso escolar». Hallar a Rosa en el interior del piso de mis padres, sentada en el tresillo de escay, dejando al descubierto esas rodillas redondas que perfilaban unas piernas rectas con ausencia de manchas de varices, era alentador y mágico.

—Sabino, mira quién ha venido a verte. —Me dijo mi madre desde el pasillo frente a la puerta de mi habitación.

Supe que era Rosa antes de abrir la puerta y verla allí, de pie, inmóvil, aséptica, hermosa. Rosa había acudido a la llamada de mi madre cuando ella le dijo que yo estaba ausente. Rosa nunca me dejó en la estacada.

Mi padre había llegado hacía un rato. Se duchó bajo mandato de mi madre. Porque si no se duchaba recién llegado a casa, no le servía la cena. Se sentó esparcido en el sofá frente al televisor y, sin soltar el mando a distancia, se dedicó a cambiar de canal de manera impulsiva, sin detenerse en ningún canal en concreto.

Rosa y yo pasamos por delante. Mi madre se quedó en el salón, al lado de mi padre. Creo que los dos se cogieron la mano cuando mi tía y yo nos introdujimos en la cocina.

—Me duele verte así —me dijo—. Me duele verte sufrir, porque tú no mereces sufrir. Eres un buen chico, siempre lo dije. Y la gente buena no se merece sufrir, porque sufrir nos destruye, nos humilla y nos desprovee de cualquier atisbo de dignidad. Sé que lo superarás, porque no hay mal que cien años dure. Sé que nunca olvidarás a esa chica, pero aprenderás a sobrellevar su ausencia. Y sé que saldrás de esta, porque de todo se sale.

Yo la miré de soslayo, sin adentrarme en sus ojos profundos y abisales. No me atreví a mirarla directamente porque sabía que ella me consumiría con su asertividad. La tía Rosa no admitía un no como respuesta ni en los gestos ni en las palabras. Mirarla directamente era convertirse en una estatua de sal y soportar impasible su filosofía.

—Sufro mucho. Sufro porque han ocurrido cosas que me han hecho ver muchas cosas que antes no veía, que antes no quería ver.

Ella elevó la mirada esperando las pruebas de mi último comentario. Pero no había pasado ni una fracción de segundo cuando recapacité y supe que no podía decirle lo que había averiguado sobre Natalia. Decírselo significaba revivirlo, por lo que el dolor se incrementaría hasta límites insoportables. Y no es porque mi tía no lo comprendiera, porque yo sabía que ella sí que entendería mis razones, sino porque no era oportuno embarcar en mi deterioro sentimental a más personas.

—Lo mejor, si quieres mi consejo —me dijo—, es que te vayas.

—¿Qué me vaya, a dónde?

—Un viaje es la mejor terapia para curarse del mal de amores.

—Yo no tengo mal de amores —me defendí—. Lo que tengo es intolerancia a la muerte por accidente.

—Lo siento —se disculpó—. Lo siento de veras, Sabino, pero es mal de amores cuando se pierde un amor. Y a ti te han arrebatado el amor de tu vida. Sé que lo era porque te conozco y he visto ese brillo que nunca vi en tus ojos. Y también lo vi en los de ella.

—No todo es lo que parece. No todo es como todos queremos que parezca que sea todo. —Me hice un lío hablando, creo que ella pensó que había bebido—. Ya no estoy tan seguro de que ella, que no era ella, me quisiera.

—¿Qué quieres decir que no era ella?

Bajé la cabeza, consternado.

—Me engañó. Ella me engañó.

—¿No te quería?

—Sí, pero no. Sí que me quería, pero ella no era quien dijo que me quería.

Rosa sacó una silla de debajo de la mesa de la cocina y la acercó hasta mi culo para que yo tomara asiento.

—Tranquilízate —me dijo—. Tranquilízate que todo tiene arreglo menos…

—¿La muerte?

—Menos la muerte. Sí, pero los importantes no son los que se van. Los que se van, se van, sin más. Los importantes son los que se quedan, que son los que sufren, los que se mueren de verdad.

Creo que esa noche, en la cocina del piso de mis padres, los dos, mi tía Rosa y yo, nos morimos un poco más de lo que estábamos antes que Natasha entrara en nuestras vidas y se marchara como un mal sueño del que después solo queda el recuerdo.

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