Naomi

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Aunque yo no tuviera cabeza para esa clase de cosas, mis gustos tendían a lo chic y a lo último, y en todo imitaba el estilo occidental. Mis lectores ya se habrán dado cuenta. Si hubiera tenido dinero para hacer lo que quisiera, quizá me habría ido a vivir a Occidente y me habría casado con una occidental; pero mis circunstancias no lo permitían y me casé con Naomi, una japonesa con sabor a Occidente. Ni aun siendo rico habría confiado en mi prestancia. Mido sólo un metro cincuenta y siete; tengo la piel oscura y los dientes irregulares. Sería salirme del tiesto pensar en una esposa con el físico majestuoso de una occidental. Un japonés debía casarse con una japonesa, resolví, y Naomi estaba muy cerca de satisfacer mis necesidades. Estaba contento.

De todos modos, era un placer —no, un honor— entrar en contacto tan estrecho con una señora occidental. La verdad es que yo estaba tan disgustado por mi torpeza y mi falta de aptitud para los idiomas que había renunciado a toda esperanza de conocer a una persona de esa clase. En lugar de eso había ido a ver compañías de ópera occidentales y había estudiado las caras de las actrices de cine, venerando su belleza como si la viera en sueños. Cuando menos lo esperaba, las clases de baile me depararon la oportunidad de conocer a una mujer occidental, que encima era condesa. Dejando aparte mujeres de edad como la señorita Harrison, era la primera vez en mi vida que tenía el honor de estrechar la mano de una occidental. Cuando madame Shlemskaya me tendió su blanca mano, mi corazón dio un vuelco, y vacilé, inseguro de si era correcto tomarla.

También las manos de Naomi eran elegantes: graciosas y suaves, de dedos largos y finos. Pero la mano blanca de la condesa era a la vez bonita y recia: la palma era gruesa y carnosa, no endeble como la de Naomi; y los dedos, aunque largos y flexibles, no daban la impresión de ser delgados y débiles. Sus enormes sortijas, brillantes como otros tantos ojos, habrían resultado de mal gusto en una japonesa, pero en los dedos de la condesa ponían un centelleo seductor y sugerían refinamiento y lujo. Lo que más la diferenciaba de Naomi era la extraordinaria blancura de su piel. Sus venas de un tono azul pálido, débilmente visibles bajo la blanca superficie como las vetas en el mármol, eran extrañamente hermosas. Yo había piropeado muchas veces a Naomi por sus manos mientras jugaba con ellas. «Qué manos más exquisitas tienes. Blancas como las de una occidental.» Pero ahora, para mi pesar, veía que había una diferencia. Las manos de Naomi no eran de un blanco refulgente; más aún, su piel, vista después de la de la condesa, parecía turbia. Otra cosa que me llamó la atención fueron las uñas de la condesa. Las diez puntas de los dedos hacían juego tan perfectamente como una colección de conchas marinas. Las uñas, de un tono rosa encendido, tenían un bello contorno, y, tal vez siguiendo la moda occidental, estaban recortadas en ángulo agudo.

Ya he dicho que Naomi medía unos tres centímetros menos que yo. La condesa, aunque vista como occidental no se habría dicho que fuera alta, de todos modos era más alta que yo. Acaso fuera por llevar zapatos de tacón, pero cuando bailábamos juntos mi cabeza llegaba justo hasta su prominente pecho. La primera vez que me dijo: «¡Camine conmigo!», me pasó el brazo por la espalda y me enseñó el one-step, ¡con qué desesperación traté de que mi oscuro rostro no la rozara! Me habría contentado sólo con mirar de lejos su piel suave e inmaculada. Hasta estrecharle la mano había parecido irreverente; cuando me vi atraído a su pecho sin otra cosa que una blusa fina entre los dos, sentí como si estuviera haciendo algo absolutamente prohibido. Quizá me huela mal el aliento, pensé apurado. La ofenderán mis manos grasientas. Y cuando cayó sobre mí un mechón de su pelo, no pude dominar el escalofrío que me corrió por el cuerpo.

Más aún, el suyo emanaba cierta fragancia dulce. Después oí decir a los estudiantes del club de mandolinas que le olían mal los sobacos. Tengo entendido que los occidentales tienen un fuerte olor corporal, y sin duda era el caso de la condesa. Probablemente usaba perfume para disimularlo. Pero para mí la débil combinación agridulce de perfume y sudor no era nada desagradable; al contrario, la encontraba profundamente seductora. Me hacía pensar en países de ultramar que no había visto nunca, en jardines exóticos y exquisitos.

«¡Ésta es la fragancia que desprende el cuerpo blanco de la condesa!», me decía extasiado, inhalando el aroma con codicia.

¿Por qué razón yo, un torpe pueblerino totalmente inepto para la atmósfera alegre del baile de salón, seguí yendo a clase un mes, y dos meses, sin perder el interés? No sólo por Naomi. Era, lo confieso, por madame Shlemskaya. Bailar entre sus brazos durante aquella breve hora de las tardes de los lunes y los viernes vino a ser el mayor de mis placeres. Teniendo enfrente a la condesa me olvidaba por completo de Naomi. Esa hora me embriagaba matemáticamente, como un licor delicioso.

−Te has aficionado más de lo que yo esperaba, Jōji. Pensé que te cansarías en seguida.

−¿Por qué?

−¿No decías que no te veías aprendiendo a bailar?

Cada vez que el tema salía a relucir con Naomi, me notaba mala conciencia.

−Pensaba que no iba a ser capaz, pero una vez que lo probé vi que era divertido. Y, como dijo el médico, es un buen ejercicio.

Naomi se echó a reír.

−¿Lo ves? No hay que pensarse tanto las cosas, lo que hay que hacer es probar −no había sospechado mi secreto.

En el invierno de aquel año, después de mucho practicar, fuimos por primera vez al Café El Dorado del Ginza. En esa fecha todavía eran muy pocas las salas de baile de Tokio. Aparte del Hotel Imperial y el Kagetsuen, la del Café debió de ser una de las primeras. Habíamos oído decir que el Imperial y el Kagetsuen, de clientela básicamente extranjera, eran estrictos en cuanto a la vestimenta y la etiqueta, por lo que parecía mejor empezar por ir a El Dorado. A Naomi se lo había descrito no sé quién, y vino a mí empeñada en que fuéramos. Pero yo no tenía valor para bailar en público todavía.

—Eres imposible, Jōji —me dijo con mirada furibunda—. No seas tan apocado. No se aprende a bailar sólo dando clase. Hay que soltarse en sociedad. Sé atrevido, y verás como cuando te quieras dar cuenta ya eres un buen bailarín.

—Seguramente tienes razón, pero yo no nací para ser atrevido.

—Muy bien, pues iré yo sola. Les diré a Hama-san o a Ma-chan que si quieren ir a bailar.

—¿Ma-chan es el del club de mandolinas?

—Exactamente. No ha dado ni una sola clase, pero baila en cualquier sitio con cualquiera, y ya lo hace francamente bien. Mucho mejor que tú. Es que hay que ser un poco lanzado, porque si no… ¿No te parece? Anda, vamos. Bailaré contigo… Ven, por favor… Sé bueno, Jōji…

Una vez decidido que iríamos empezó una larga discusión sobre cómo iba a ir vestida Naomi.

—¿Cuál te gusta más, Jōji?

Desde por lo menos cuatro o cinco días antes de la fecha escogida la casa estuvo manga por hombro, mientras Naomi sacaba todas sus galas y se las probaba una por una.

—Ése está muy bien —decía yo sin ninguna convicción, intentando que dejara de darme la lata.

—No lo veo yo tan claro. ¿De veras está bien? —daba vueltas y más vueltas frente al espejo—. Le pasa algo. No, no me gusta.

Y quitándoselo lo tiraba al montón y se ponía el siguiente, y luego el siguiente y el siguiente. Ninguno le parecía bien.

—¡Jōji, cómprame un modelo nuevo, sé bueno! —dijo por fin—. Tengo que llevar algo que dé el golpe cuando vayamos a bailar. Con estas cosas no me luzco. ¿Querrás comprarme algo nuevo? Ahora vamos a salir mucho, y necesito algo que ponerme, ¿no te parece?

Ya entonces mi sueldo mensual no alcanzaba para su despilfarro. Yo siempre había sido muy mirado en mis gastos; cuando aún estaba soltero me sujetaba a un presupuesto, y lo restante, aunque fuera muy poco, lo ingresaba en el banco. Cuando empecé a vivir con Naomi tenía ya unos ahorrillos. Es más, aunque estuviera loco por Naomi, jamás desatendí el trabajo; seguí siendo el empleado laborioso y ejemplar, y mereciendo la confianza de los jefes. Mi sueldo fue subiendo hasta unos cuatrocientos yenes al mes, contando las dos pagas extraordinarias habituales. Con eso habrían vivido desahogadamente dos personas, pero a nosotros no nos bastaba. Tal vez no debería entrar en detalles, pero nuestros gastos corrientes ascendían a un mínimo de doscientos cincuenta yenes al mes, a veces hasta trescientos, tirando por lo bajo. De eso el treinta y cinco por ciento se iba en pagar el alquiler (que en cuatro años había aumentado en quince yenes); luego de descontar el gas, la luz, el agua, la calefacción y la lavandería, quedaban entre doscientos y doscientos cuarenta yenes, que se gastaban casi íntegramente en comer.

De jovencita Naomi se daba por contenta con un filete a la carta, pero ahora se había convertido en una gourmet, y en cada comida exigía manjares especiales, impropios de una persona de su edad. Peor aún: como no quería molestarse en ir a la compra y cocinar, encargaba las cosas a restaurantes de la zona.

«Me encantaría tener algo bueno para comer», solía decir cada vez que estaba aburrida. Antes había preferido siempre la comida occidental, pero ahora lanzaba una de cada tres veces, sin el menor recato: «Me apetece probar cómo hacen la sopa japonesa en XX», o: «Vamos a pedir unas raciones de sashimi a YY».

Cuando yo estaba en la oficina comía sola, y era entonces cuando tendía a ser más manirrota. Al volver de trabajar por la tarde, no era raro que me encontrara en la cocina una pila de bandejas de madera de los restaurantes japoneses, o de platos y fuentes de los occidentales.

—Naomi, ¡otra vez has pedido el almuerzo! Cuesta mucho dinero que encargues fuera todas tus comidas, ¿sabes? ¿No te parece que es un poco excesivo para una mujer sola?

Pero Naomi no se dejaba impresionar.

—Lo he pedido precisamente porque estaba sola —decía—. Es una lata tener que cocinar —y se repantigaba en el sofá con el gesto torcido.

En tales circunstancias ahorrar era impensable. Había veces en que no quería molestarse ni siquiera en hervir el arroz, y lo encargaba con los otros platos. Cuando a fin de mes llegaban las facturas del pollero, el carnicero, los restaurantes japoneses, los restaurantes occidentales, las tiendas de sushi, las tiendas de anguilas, las panaderías y las fruterías, yo me quedaba horrorizado ante la suma, y no podía entender que pudiera gastar tanto.

Lo siguiente después de la comida eran las cuentas de la lavandería. Porque a Naomi no le apetecía lavar ni un calcetín, y todo lo daba a lavar fuera. En cuanto empecé a quejarme, me dijo:

—Oye, yo no soy tu criada. Si me encargase de la colada se me pondrían los dedos gordos y no podría tocar el piano. ¿Qué era lo que me llamabas, «Tu tesoro»? ¿Y qué te parecería que se me pusieran las manos todas gordas?

Al principio se había ocupado de la casa y la cocina, pero eso no duró más allá de los primeros diez o doce meses. Un problema todavía mayor que el de la ropa era el estado de la casa, que cada día estaba más sucia y desordenada. Naomi dejaba la ropa por cualquier sitio, y los platos allí donde acabara de comer. La casa estaba sembrada de platos, tazones y tazas con restos de comida, y por todos lados había ropa interior usada. El suelo, las sillas y las mesas estaban siempre cubiertos de polvo; las cortinas de tela india, sucias, habían perdido todo su encanto original. La atmósfera de nuestra alegre «pajarera», nuestra casita de cuento, había cambiado por completo, y en los cuartos mal ventilados asaltaba la nariz el olor a abandono. Mi indignación llegó a tal punto que un día le dije: «Está bien, yo limpiaré. Tú vete al jardín», y me puse a barrer y a quitar el polvo; pero cuanto más limpiaba más polvo salía, y yo no sabía ni por dónde empezar a poner en orden la cantidad de cosas que había por medio.

No vi otra alternativa que contratar a una serie de muchachas, cada una de las cuales se espantaba ante aquel panorama y se iba a los pocos días. Yo en un principio no había pensado tomar criada, y no había un sitio adecuado donde pudiera dormir. Además, con una criada en la casa Naomi y yo no podíamos flirtear ni jugar a nuestros juegos con la misma libertad de antes. Y Naomi se volvió todavía más vaga: hacía trabajar a la muchacha sin descanso mientras ella no movía un dedo. Su derroche alcanzó nuevas cotas, porque encargar comidas era más fácil que nunca. «Ve al restaurante tal y tal», ordenaba a la chica, «y me encargas esto y lo otro». En fin, que tener criada no sólo era carísimo, sino que además nos impedía vivir «a nuestro aire». Sin duda las mujeres que venían se sentían cohibidas, y yo no estaba de humor para insistir en que se quedaran.

De modo que en eso se nos iba el presupuesto corriente. De los cien a ciento cincuenta yenes que sobraban cada mes, yo habría querido ahorrar diez o veinte, pero los hábitos de gasto descontrolado de Naomi no lo permitían. Cada mes, por ejemplo, se encargaba un kimono nuevo. Aunque la tela fuera muselina o seda ordinaria, siempre compraba de más para el forro, y sobre eso había que pagar la hechura, con lo que cada kimono se ponía en cincuenta o sesenta yenes. Si el resultado no le hacía muy feliz, lo metía en un cajón y no se lo ponía nunca; si le gustaba, se lo ponía hasta sacarle agujeros en las rodillas. Tenía el armario a rebosar de ropa vieja hecha jirones. Otra de sus extravagancias era el calzado. Tenía que tener sandalias de esparto y sandalias de madera de todo tipo: bajas, altas, de verano, de madera maciza, de vestir, informales. Costaban de dos a ocho yenes el par, y, dado que se compraba un par nuevo cada diez días más o menos, tampoco salía barato.

—Estás gastando mucho en sandalias —le dije un día—. ¿No te daría igual usar zapatos?

Antes le gustaba ir con zapatos y falda de estudiante, pero últimamente salía a paso menudito sin cambiarse, incluso para ir a clase.

—Es que yo soy tokiota pura, ¿sabes? —declaró, recordándome que yo venía del campo—. Independientemente de lo que vista, soy muy exigente para lo que me pongo en los pies.

Cada pocos días se gastaba entre tres y cinco yenes en entradas de conciertos, billetes de tranvía, libros de texto, revistas y novelas. A eso había que sumar los honorarios de sus clases de inglés y de música, veinticinco yenes que había que pagar cada mes. No era fácil afrontar todos estos gastos con un sueldo mensual de cuatrocientos yenes; lejos de ir apartando dinero, iba vaciando mi cuenta de ahorro, y poco a poco todo lo que había acumulado en mi soltería se consumió. El dinero se va deprisa cuando lo empiezas a usar; en esos tres o cuatro años agoté mis ahorros, hasta que desapareció el último céntimo.

Para agravar las cosas, a mí, como a la mayoría de los hombres de mi clase, se me hacía muy cuesta arriba pedir prestado. Al final de cada mes pasaba un martirio, sin poder descansar hasta tener pagadas todas las facturas.

—Si sigues gastando así acabaré entrampado —le reprochaba a Naomi.

—Pues si no puedes pagar, diles que esperen —era su respuesta—. ¿Quién ha dicho que tengas que pagar a cada fin de mes, si hace años que vives en el mismo sitio? Si prometes pagarles cada seis meses, esperarán. Lo que te pasa es que eres muy encogido, Jōji.

Cada vez que ella iba de compras, pagaba al contado. Las facturas había que aplazarlas hasta que yo cobrara la extraordinaria, pero ella no quería saber nada de pedir crédito. «No me apetece; eso es cosa de hombres», decía. A final de mes no se dejaba ver.

No sería exagerado decir que yo me gastaba toda mi renta en Naomi. El deseo que alimentaba desde siempre era hacerla más bella, resguardarla de dificultades materiales y permitirle crecer y desarrollarse libremente. Yo rezongaba de vez en cuando, pero consentía su despilfarro. Eso exigía recortar y restringir en otros apartados. Afortunadamente yo apenas hacía vida social, y rehuía las celebraciones de empresa siempre que podía, aunque ello significara faltar a mis compromisos. Los demás gastos: ropa, comidas, etcétera, los mantenía al mínimo. Naomi sacaba un abono de segunda clase para la línea de tren que tomábamos todos los días; yo me conformaba con viajar en tercera. Como Naomi no quería molestarse en hervir el arroz, y como salía tan caro comer de encargo, a veces yo mismo hervía el arroz y preparaba las guarniciones. Tampoco ese arreglo le gustó. «Un hombre no debe trabajar en la cocina; no está bien», decía.

—Jōji, te deberías poner algo un poco más elegante, en vez de usar lo mismo año tras año. No me gusta que lleves esa pinta cuando yo voy arreglada; no puedo ir contigo a ninguna parte.

Yo no me habría divertido nada si no pudiéramos ir a ninguna parte juntos, así que tuve que comprarme ropa «elegante». Cuando salíamos juntos, tenía que acompañarla en segunda clase. En pocas palabras, tenía que secundar su despilfarro.

Así las cosas, me costaba sudores rematar el mes, aun antes de pagarle los cuarenta yenes a madame Shlemskaya. Me vería en un verdadero aprieto si encima tuviera que comprarle modelos a Naomi para ir a bailar. Estaba avanzado el mes; yo tenía liquidez en el bolsillo, y Naomi, poco aficionada a escuchar la voz de la razón, no iba a dar su brazo a torcer.

—Pero si me gasto ahora ese dinero, me faltará el día treinta, cuando lleguen las facturas. Eso lo entiendes, ¿no?

—¿Y qué va a pasar si te falta? Ya se arreglará.

—¿Qué quieres decir con eso? No se arreglará de ninguna manera.

—Entonces ¿para qué estamos yendo a clase de baile…? Muy bien, en ese caso a partir de mañana no pienso ir a ningún sitio.

En sus ojos asomaron las lágrimas mientras me atravesaba con una mirada de reproche, y frunciendo la boca se encerró en el mutismo.

—Naomi, ¿estás enfadada? ¡Naomi! Mírame.

Esa noche, en la cama, la sacudí por el hombro cuando ella, dándome la espalda, se hacía la dormida.

—Mírame, Naomi.

Suavemente, como se da la vuelta a un pescado al freír, la volví hacia mí. Su cuerpo flexible no opuso resistencia; sus ojos se abrieron sólo una rendija.

—¿Qué pasa? ¿Sigues estando enfadada?

Ella no respondió.

—Venga, no te enfades, ya pensaré algo.

Seguía sin responder.

—Vamos, abre los ojos.

Mientras hablaba alcé sus párpados temblorosos. Sus redondos ojos asomaron como perlas de una concha, perfectamente despiertos y mirándome a la cara.

—Te compraré algo con ese dinero, ¿te parece bien?

—¿Y luego no te faltará?

—No importa, ya me las apañaré.

—¿Pero qué vas a hacer?

—Pediré que me manden dinero de casa.

—¿Te lo mandarán?

—Claro que sí. Nunca les he molestado por nada, y estoy seguro de que mi madre lo comprenderá. Cuando dos personas ponen una casa surgen toda clase de gastos.

—¿En serio? ¿No te parece mal pedírselo?

Naomi hablaba así como preocupada, pero me dio la impresión de que llevaba mucho tiempo pensando que eso era justamente lo que yo debía hacer. Le estaba diciendo punto por punto lo que ella quería oír.

—No me parece mal, pero no lo he hecho antes porque era contrario a mis principios.

—¿Entonces por qué has cambiado de principios?

—Porque me dio pena verte llorar.

—¿De veras? —su pecho subía y bajaba como la ola que rueda hacia la playa—. ¿He llorado? —preguntó con una sonrisa vergonzosa.

—«No iré a ningún sitio», dijiste, y tenías los ojos llenos de lágrimas. Siempre serás una niña mimada…, mi bebé grande.

—¡Papi! ¡Papi querido!

Me echó los brazos al cuello, y, como un empleado de correos matasellando una marea de cartas, apretó los labios furiosamente sobre mi frente y mi nariz, sobre mis párpados, detrás de mis orejas y en cada centímetro de mi cara. Para mí fue la sensación deliciosa de innumerables pétalos de camelia, pesados, blandos y húmedos de rocío, que caían en cascada sobre mi rostro e inspiraban una ensoñación en la que mi cabeza se sumergía en la fragancia de las flores.

—¿Qué pasa, Naomi? ¿Te has vuelto loca?

—Sí… Estás tan adorable esta noche, que me he vuelto loca… ¿Te molesta?

—¿Molestarme? Qué va, estoy feliz, tan feliz que yo también me estoy volviendo loco. Haré por ti cualquier sacrificio… ¿Qué sucede? ¿Otra vez vas a llorar?

—Gracias, Papi. Estoy agradecida a mi Papi, y por eso lloro. No lo puedo evitar. ¿Me comprendes? ¿Quieres que deje de llorar? Si quieres que deje de llorar, sécame los ojos.

Sacó un pañuelo de los pliegues de su kimono y me lo puso en la mano. Todavía seguía mirándome de frente. Antes de que pudiera secarle los ojos se le volvieron a llenar de lágrimas. ¡Qué ojos tan claros y límpidos tenía! Ojalá, pensé, se pudieran cristalizar tan bellas lágrimas y conservarlas para siempre. Primero le sequé las mejillas; después, con cuidado de no tocar las lágrimas turgentes y redondeadas, alrededor de los ojos. Al estirarse y relajarse después la piel, las lágrimas se deformaban de distintas maneras, formando lentes ora convexas ora cóncavas, hasta que por fin estallaban y corrían por las mejillas recién secas, trazando en su camino hilos de luz sobre la piel. Volví a enjugarle las mejillas y froté sus ojos húmedos; después, como seguía sorbiendo, le acerqué el pañuelo a la nariz y le dije: «Suénate»; y ella trompeteó una y otra vez.

Al día siguiente se fue sola al Mitsukoshi con mis doscientos yenes. A la hora del almuerzo escribí por primera vez a mi madre pidiéndole dinero. Recuerdo que le decía: «La subida de los precios en estos dos o tres últimos años ha sido asombrosa, y, aunque no somos manirrotos ni mucho menos, los gastos mensuales nos ahogan. Vivir en la ciudad no es fácil».

Me asusté al ver que había llegado a mentir con tal desfachatez a mi propia madre. Pero mi madre no sólo confiaba en mí, sino que también quiso manifestar su cariño a Naomi en la respuesta que recibí a los dos o tres días. «Cómprale un kimono a Naomi», escribía, adjuntando un giro por cien yenes más de lo que yo le había pedido.

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