Naomi

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Apenas se fue el rickshaw, algo me impulsó a sacar el reloj y consultar la hora. Eran las 12:36. Naomi había salido del Pabellón Amanecer a las once; habíamos tenido una pelea, y todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos; hacía un momento estaba allí, pero ahora se había marchado. Todo eso se había producido en una hora y treinta y seis minutos. Es corriente que la gente mire al reloj inconscientemente cuando la persona a la que estaba cuidando exhala su último suspiro, o cuando siente un temblor de tierra. En esta ocasión había sido el mismo instinto lo que me hizo sacar el reloj. A las 12:36 de cierto día de noviembre del año tantos, me había separado de Naomi. Esa hora podría muy bien señalar el fin de nuestra relación…

«¡Qué alivio!», me dije. Agotado por el continuo conflicto, me hundí en un sillón como aturdido. Mi reacción inmediata fue sentirme relajado y refrescado, liberado. Estaba cansado no sólo espiritualmente, sino físicamente; el cuerpo me pedía descansar con insistencia. Era como si Naomi hubiera sido un vino potente. Yo sabía que me sentaría mal beber demasiado, pero cada día veía las copas aromáticas, llenas a rebosar, y no me podía contener. Bebía, y el licor ponzoñoso se repartía por todos los miembros de mi cuerpo, hasta dejarme exhausto y lánguido, con un peso en la nuca como si fuera de plomo; y pensaba que si me levantaba me marearía y me caería hacia atrás. Era como una resaca permanente: tenía el estómago revuelto y la memoria débil, me sentía indiferente a todo y flojo como un enfermo. Extrañas visiones de Naomi flotaban continuamente en mi cabeza, y a veces me daban arcadas, como un eructo atragantado; y en la nariz llevaba metido el olor de su sudor y de su loción capilar. «Ojos que no ven, corazón que no siente», se suele decir. Ahora Naomi se había ido, y era como cuando de pronto se despeja un cielo encapotado.

Pero eso fue sólo mi reacción inmediata. La sensación de alivio no me duró más allá de una hora. Por muy robusto que yo pudiera ser, mi cuerpo no se habría podido recuperar de la fatiga en tan sólo una hora; pero lo que me vino al pensamiento una vez que recobré la respiración fue la terrorífica expresión de Naomi durante nuestra pelea, en el momento en que pensé que el rostro de una mujer se hace más bello cuanto más excita el odio de un hombre. Grabado a fuego en mi mente estaba el rostro de una puta tan detestable que no habría bastado con matarla. Conforme pasaba el tiempo la imagen se hacía cada vez más clara. Sentía que sus ojos iracundos seguían clavados en mí. Poco a poco la aborrecibilidad se transmutó en una belleza insondable. Pienso ahora que hasta el día de hoy no he conocido su rostro tan voluptuoso como lo fue entonces. Era la encarnación del mal, de eso no hay duda, pero al mismo tiempo era toda la belleza de su cuerpo y su espíritu elevada a su más alto nivel. ¿Por qué no me había postrado de hinojos cuando su belleza me hirió en medio de la pelea, cuando mi corazón exclamó: «¡Qué hermosa es!»? Por grande que fuera mi furia, ¿cómo había podido revolverme contra aquella augusta diosa, colmarla de insultos y levantar la mano contra ella? Yo, normalmente tan débil e indeciso; ¿de dónde me había venido aquella loca osadía? Ahora era para mí un misterio. Incluso empecé a lamentar mi temeridad y mi valor.

Empecé a oír voces que me decían: «Qué idiota eres. Mira lo que has hecho. ¿Realmente pones en duda que una pequeña molestia sea un precio justo para pagar por esa cara? Jamás volverás a ver una belleza así». Es cierto, pensé; he hecho una estupidez. Siempre había tenido cuidado de no encolerizarla; un espíritu maligno había tenido que actuar para que las cosas tomaran ese derrotero. Esa idea, salida de la nada, cobró fuerza en mi mente.

Hasta una hora antes había pensado en Naomi como en una carga. Había maldecido su existencia. ¿Por qué ahora me maldecía a mí mismo y lamentaba mi precipitación? ¿Por qué añoraba a una persona que había sido tan detestable? Este brusco cambio de ánimo es algo que no puedo explicar; probablemente es un enigma que sólo el dios del amor entiende. Sin darme cuenta me había levantado y me había puesto a deambular por la habitación. Durante mucho rato traté de idear la manera de curarme de aquel amor, pero no lo conseguí. Sólo conseguía recordar lo bella que había sido. Ante mi vista desfilaban escenas de nuestros cinco años de vida en común. Ah, en aquella ocasión Naomi había dicho tal y tal; su rostro tenía tal aspecto; había hecho tal cosa con los ojos. Cada recuerdo acrecentaba mi pesar. Lo más inolvidable eran los tiempos en que ella tenía quince o dieciséis años, cuando cada noche yo bañaba su cuerpo en la bañera occidental y jugábamos a los caballitos, con Naomi subida a mis lomos gritando: «¡Galopa, galopa!», y yo caminando a cuatro patas por el salón. Era una tontería por mi parte sentir nostalgia de aquellas bobadas; pero, si Naomi volviera a mí, lo primero que yo haría sería volver a jugar con ella a aquellas cosas. Me la subiría a los lomos y la pasearía por el salón. Qué feliz sería si pudiera hacer eso, me dije, fantaseando con ello como si fuera el mayor gozo imaginable. En realidad, hice más que fantasear. En mi enajenación amorosa, me tiré a cuatro patas y di vueltas y vueltas por el salón como si todavía ahora llevara su cuerpo firmemente asentado sobre mi espalda. Y después —vergüenza me da escribirlo— subí al piso de arriba, saqué su ropa vieja, me la cargué sobre la espalda, me puse sus calcetines en las manos y también recorrí a gatas aquel cuarto.

Quienes hayan leído esta historia desde el principio probablemente recordarán que yo tenía un álbum titulado «Naomi crece». En aquellos tiempos en que la bañaba, había ido anotando escrupulosamente cómo iban creciendo sus miembros cada día. Era una especie de diario, en el que me concentré en el desarrollo de Naomi de niña a mujer adulta. Recordando que allí había pegado fotografías de las distintas expresiones de Naomi y de cada variación de sus formas, saqué del fondo de la librería el volumen que yacía olvidado y cubierto de polvo y hojeé sus páginas. Eran fotografías que yo mismo había revelado y positivado; nunca permití que las viera nadie más. Al parecer no las había lavado bien del todo, porque estaban salpicadas de motitas. Algunas eran borrosas como retratos antiguos, pero eso no hacía sino acrecentar la nostalgia, y sentí como si retrocediera diez años, veinte años, hasta los sueños lejanos de mi niñez. Las fotografías recogían prácticamente todos sus atuendos favoritos de entonces: fantasiosos, alegres, extravagantes, cómicos. Había una en la que aparecía con un traje masculino de terciopelo. En la página siguiente estaba tiesa como una estatua, envuelta en voile de algodón. En la siguiente se la veía con kimono y chaqueta de raso brillante, con una faja estrecha ciñéndole el talle alto y una cintita al cuello. A continuación venían toda clase de expresiones y actitudes e imitaciones de actrices de cine: la sonrisa de Mary Pickford; los ojos de Gloria Swanson; la furia de Pola Negri; la blanda afectación de Bebe Daniels. Ya se mostrara indignada, sonriendo con dulzura, aterrada o extasiada, su cara y su pose eran distintas en cada fotografía, y cada una daba testimonio de lo sensible, lo hábil y lo lista que era para esa clase de cosas.

¡Qué error! Había dejado escapar a una mujer extraordinaria. Enloquecido, pataleé de rabia. Seguí pasando las hojas del diario y encontré más fotos de todo género. Gradualmente vinieron a centrarse en detalles menudos, y había ampliaciones de ciertos aspectos: la forma de su nariz; la forma de sus ojos; la forma de sus labios; la forma de un dedo; la curva del brazo, del hombro, de la espalda o de una pierna; la muñeca; el tobillo; el codo; la rodilla; hasta la planta del pie, todo tratado como si fueran partes de una estatua griega o de una imagen búdica de Nara. Visto de esa manera, el cuerpo de Naomi era una obra de arte, más perfecta a mis ojos que los Budas de Nara. Contemplando las fotografías, sentí incluso que en mi interior se alzaba una profunda, religiosa gratitud. ¿Por qué razón había tomado aquellas fotos tan pormenorizadas? ¿Había tenido la premonición de que un día serían doloridos recordatorios?

Mi añoranza de Naomi siguió aumentando a pasos acelerados. El día declinó, el lucero de la tarde empezó a parpadear al otro lado de la ventana y el aire se enfrió. Yo no había comido ni había encendido el fuego desde las once de la mañana, y estaba tan desanimado que no encendí las luces. Vagando subí al piso de arriba de la casa oscurecida y volví al de abajo; me grité: «¡Idiota!», y me aporreé la cabeza; apreté la cara contra la pared del estudio silencioso y desierto y la llamé: «Naomi, Naomi»; y finalmente, todavía repitiendo su nombre una y otra vez, me tiré boca abajo en el suelo. De alguna manera, por algún procedimiento, tenía que recuperarla. Me rendiría a ella sin condiciones. Me sometería a lo que ella dijera, a lo que ella quisiera… ¿Qué estaría haciendo ahora? Con tanto equipaje, probablemente habría ido en coche desde la estación de Tokio. En ese caso, haría cinco o seis horas habría llegado a la casa de Asakusa. ¿Habría dicho a su gente el motivo real de verse echada a la calle? ¿O se habría inventado algún cuento, ya que nunca quería reconocer una derrota, y habría engañado a sus hermanos? No le gustaba nada que se le recordara que era hija de una familia modesta de Senzoku; les trataba como a miembros de una raza ignorante y casi nunca iba a visitarles. ¿Qué medidas correctivas estaría ideando ahora aquella familia mal concertada? El hermano y la hermana de Naomi lógicamente le dirían que viniera a disculparse. Ella se haría la dura y diría: «No me pienso disculpar. Que alguien meta mi equipaje». Después, como si el asunto prácticamente no fuera con ella, haría bromas, se daría importancia, soltaría frases en inglés y presumiría de sus sofisticadas ropas y accesorios. Se luciría como una princesa en visita a los suburbios…

Pero dijese Naomi lo que dijese, lo que había ocurrido había ocurrido, y alguien tendría que venir rápidamente a mi casa. Si ella decía: «No me pienso disculpar», entonces vendrían el hermano o la hermana en su lugar… ¿O sería posible que nadie de la familia se preocupara de ella? Así como ella los había tratado con frialdad, ellos hacía mucho que habían declinado cualquier responsabilidad sobre Naomi. «Todo se lo confiamos a usted», habían dicho cuando me la entregaron con quince años; entonces su postura había sido dejarme hacer con ella lo que me apeteciera. ¿Volverían a abandonarla para que hiciera lo que le viniera en gana? Pero de todos modos vendrían a recoger sus cosas, ¿no? «Manda alguien en cuanto llegues; yo se lo daré todo», había dicho yo; pero no venía nadie. ¿Qué significaba eso? Se había llevado ropa para cambiarse y algunas otras cosas, pero se había dejado lo mejor de su armario, que para ella valía «más que nada salvo la propia vida». No se iba a estar encerrada todo el día en aquella casa desaseada de Senzoku; saldría todos los días a pasear, sorprendiendo al vecindario con sus vistosos modelitos. Necesitaría sus trapos más que nunca; no podía vivir sin ellos…

Pero aquella noche no vino nadie, por más que yo esperase. Seguía sin encender las luces, aunque afuera ya había oscurecido por completo. Por miedo a dar la impresión de que no había nadie en casa, corrí a alumbrar todas las habitaciones y comprobé que la placa seguía estando en la entrada. Después arrimé un sillón a la puerta para oír si había pasos en el exterior. Pasaron las horas: las ocho, las nueve, las diez, las once, y se acabó el día, pero no vino nadie. Mientras mi corazón se hundía en el más hondo pesimismo, por mi mente pasaron toda clase de conjeturas. Quizá no había enviado a nadie porque no se había tomado en serio el incidente, y pensaba que todo se arreglaría en pocos días. «No hay motivo para preocuparse, está enamorado de mí y no puede vivir sin mí ni un solo día. Vendrá a buscarme.» Tal vez su táctica fuera ésa. Sabía que se había acostumbrado demasiado al lujo para vivir con aquella gente. Y, además, no había otro hombre al que pudiera ir que la venerase y le diera carta blanca como había hecho yo. De eso Naomi era muy consciente. Podía echarse faroles, pero por dentro contaría con que yo fuera a buscarla. ¿O acaso su hermano o su hermana vendrían a la mañana siguiente para mediar? Su negocio les tenía ocupados por las noches; a lo mejor no podían escaparse hasta la mañana. En cualquier caso, el hecho de que no viniera nadie era un rayo de esperanza. Si al día siguiente no había noticias, iría a buscarla. No era momento de ponerse terco ni de preocuparse por lo que pudiera pensar la gente. Fue la terquedad lo que en primer lugar me metió en aquel lío. Que su familia se riera de mí; que ella descubriera mi debilidad; yo iría y me disculparía profusamente, les pediría al hermano y a la hermana que abogaran en mi favor, y le suplicaría un millón de veces que volviera. Así ella podría salvar la cara y regresar triunfal.

Pasé la noche sin dormir y al día siguiente esperé hasta las seis de la tarde, pero no hubo noticia. Incapaz de aguantar más, me eché a la calle y corrí a Asakusa. No podía seguir sin verla. ¡Todo estaría bien si pudiera ver su cara! «Consumido de amor» es una frase que me retrata en aquel momento: en mi alma no había sitio para otra cosa que el deseo de verla.

Serían cerca de las siete cuando llegué a la casa, en las laberínticas callejuelas de Senzoku, a la espalda del parque de atracciones de Hanayashiki. Temeroso, abrí la puerta sigilosamente.

—Vengo de Ōmori —dije en voz baja, sin cruzar el umbral—. ¿Está aquí Naomi?

—¡Ah, señor Kawai! —la hermana asomó la cabeza desde la antesala, con gesto de perplejidad—. ¿Naomi, dice? No, no está aquí.

—Qué extraño. Tendría que estar aquí…, se fue de casa anoche diciendo que venía aquí…

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