Naomi

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Al principio sospeché que la hermana siguiera instrucciones de Naomi y la estuviera ocultando. Probé diversas maneras de sondearla, pero realmente parecía ser cierto que Naomi no estaba allí.

—Es muy extraño. Llevaba tanto equipaje que no ha podido ir a ninguna otra parte…

—¿Equipaje?

—Sí, una cesta, una maleta, varios fardos…, se llevó muchas cosas. Es que ayer nos peleamos por una tontería.

—¿Y al marcharse dijo que venía aquí?

—No, eso se lo dije yo. Le dije que se viniera directamente a Asakusa y enviara a alguien a casa. Pensé que si alguno de ustedes venía, se haría cargo.

—Ya… Pues aquí no ha estado. Dadas las circunstancias, puede ser que no tarde en llegar, claro…

—No diría yo tanto, si se fue anoche —el hermano salió mientras estábamos hablando—. Si conoce usted algún otro sitio, vaya a echar una ojeada. Si no ha venido ya, lo más seguro será que no venga.

—Además Naomi no suele venir por aquí, ya lo sabe usted. Déjeme que piense, ¿cuándo estuvo por última vez? Hace dos meses que no la hemos visto.

—Bien, pues siento tener que molestarles, pero si viene hagan el favor de avisarme inmediatamente, diga ella lo que diga.

—De acuerdo. Al cabo de tanto tiempo nosotros no tenemos planes para ella. Si viene le avisaremos.

Me senté en la puerta de la calle y sorbí el té ordinario que me dieron. No sabía para dónde tirar, pero no tenía objeto desahogarme con una gente que no mostraba la menor inquietud al saber que su hermana se había ido de casa. Volví a pedirles que no perdieran ni un minuto en avisarme si aparecía: si era de día podían llamar a la oficina. Últimamente faltaba a veces al trabajo; si no estaba en la oficina, deberían poner un telegrama a Ōmori. Que no le dejaran marcharse; yo vendría a recogerla inmediatamente. Aun después de haberles repetido mis instrucciones por activa y por pasiva, tenía la sensación de que con aquellos inútiles no podía contar. Para asegurarme doblemente, les di mi número de teléfono en la oficina y les escribí la dirección de la casa de Ōmori. No me habría sorprendido saber que hasta entonces no la tenían.

¿Y ahora qué hago?, pensé. ¿Dónde puede haber ido? Sentí como si de un momento a otro pudiera arrugar la cara como un bebé y echarme a llorar; quizá la llevaba ya así. Saliendo de las callejuelas de Senzoku sin rumbo fijo, deambulé por el parque de Asakusa pensando. Si no se había vuelto con su familia, era que la situación era más seria de lo que yo creía.

«Kumagai…, se ha ido con Kumagai», pensé. Entonces me acordé de lo que había dicho: «Hay algunas cosas que necesitaré inmediatamente». Claro. Se había llevado consigo tantas cosas porque pensaba irse con Kumagai. Probablemente ya tenían estudiado un plan para cuando llegara el momento. En ese caso la cosa iba a ser difícil. En primer lugar, yo no sabía dónde vivía Kumagai. Seguramente podría averiguarlo, pero no era de suponer que pudiera alojarla en la casa de sus padres. Él era un vago, pero sus padres eran gente de cierta importancia. No tolerarían semejante cosa en su hijo. ¿Se habría marchado de casa también él y estaría con ella en paradero desconocido? Tal vez se hubiera fugado con dinero de sus padres, y lo estuvieran disfrutando los dos. De ser así, yo tendría que asegurarme de que sus padres supieran exactamente lo que había pasado. Entonces podría consultar con ellos y lograr su intervención. Aun en la hipótesis de que Kumagai no les hiciera caso, Naomi y él no podrían seguir adelante una vez que se les acabara el dinero. Él se volvería a su casa y Naomi volvería conmigo. Eso sería lo que ocurriera al final, pero ¿y mi sufrimiento mientras tanto? ¿Qué podría ser, un mes? ¿Dos meses? ¿Tres? ¿Y si fueran seis meses? Eso sería desastroso. Con el paso del tiempo a Naomi se le haría más cuesta arriba volver, y ¿quién podía asegurar que no se liara con un segundo hombre y un tercero? No era momento de dilaciones. El mero hecho de estar separado de ella así debilitaba el vínculo entre nosotros. Cada momento que pasaba la alejaba más de mí. ¡Manos a la obra! ¡No dejarla escapar! ¡Pase lo que pase hay que traerla! ¡En tiempo de crisis, oración! Yo nunca había sido muy religioso, pero, recordando de pronto dónde estaba, me metí en el templo de Kannon. Con toda mi alma recé pidiendo saber lo antes posible qué había sido de Naomi y que volviera conmigo. Si podía ser hoy, mejor que mañana.

Después seguí deambulando un poco más, me paré en dos o tres bares y agarré una borrachera imponente. Era pasada la medianoche cuando volví a Ōmori. Pero, borracho y todo como estaba, no podía sacarme a Naomi de la cabeza. A medida que los efectos del sake se fueron debilitando, empecé a cavilar otra vez. ¿Cómo podía localizar su paradero? ¿Se habría escapado realmente con Kumagai? Sería imprudente ir a hablar con sus padres sin estar seguro; pero no había manera de estar seguro sin contratar a un detective privado. Estaba absolutamente desesperado cuando de pronto me acordé de Hamada. ¡Claro! ¡Hamada! Me había olvidado por completo de él. Hamada se pondría de mi parte. Me había dado su dirección cuando nos despedimos en el Matsuasa. Le escribiría al día siguiente. No, una carta tardaría demasiado. ¿Le ponía un telegrama? Eso sería un poco melodramático. Probablemente tendrían teléfono en su casa…; ¿llamarle y decirle que viniera? No, porque en el tiempo que tardase en venir podía estar buscando a Kumagai. Ahora lo más importante era averiguar los pasos de Kumagai. Hamada, con sus conexiones, me podría dar alguna información en seguida. De momento era el único que podía comprender mi sufrimiento y ayudarme. Tal vez sólo fuera otro caso de «oración en tiempo de crisis», pero lo iba a intentar.

A la mañana siguiente me tiré de la cama a las siete y corrí al teléfono público más próximo. Por suerte pude encontrar el número de la familia de Hamada en la guía.

—¿El señorito? —dijo la criada que respondió al teléfono—. Creo que todavía está durmiendo…

—Lo siento muchísimo —insistí—, pero es urgente. ¿Le puedo pedir que le llame?

Al cabo de unos minutos llegaba Hamada al teléfono.

—¿Es el señor Kawai? ¿Desde Ōmori? —dijo con voz pastosa.

—Sí, soy yo. Lamento muchísimo la lata que te di la última vez que nos vimos, y es una falta de respeto llamar a estas horas, pero el problema es que Naomi se ha ido, y…

A mi pesar, se me quebró la voz cuando dije: «Naomi se ha ido». La mañana era fría, invernal; yo había salido corriendo de casa sin más que una bata acolchada por encima del pijama, y sujetaba el auricular tiritando.

—¿La señorita Naomi? Así que era verdad —se le oía demasiado tranquilo.

—¿Quieres decir que ya lo sabías?

—La vi anoche.

—¿Cómo? ¿A Naomi? ¿Viste anoche a Naomi? —me estremecí, temblando tan violentamente que mis dientes castañetearon contra el auricular.

—Anoche fui a bailar a El Dorado. Ella estaba allí. No oí nada de lo que había ocurrido, pero la vi comportarse de una manera extraña, y sospeché algo así.

—¿Con quién estaba? ¿Estaba con Kumagai?

—No sólo con Kumagai; estaba con cinco o seis hombres, entre ellos un occidental.

—¿Un occidental?

—Sí. Y también iba vestida a la europea, maravillosa.

—Pero si no se llevó nada de ropa a la europea cuando se marchó de casa…

—Pues iba vestida a la europea. Con un vestido de noche espléndido, además.

Yo me quedé atónito, absolutamente boquiabierto. Después de eso ya no supe qué decir.

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