Naomi

Naomi


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—Aló, aló. ¿Qué sucede, señor Kawai? Aló… —ante mi largo silencio, Hamada me estaba apremiando—. Aló, aló…

—Sí…

—¿Señor Kawai?

—Sí…

—¿Qué sucede?

—No sé qué hacer.

—Pero no es cuestión de pensarlo al teléfono, ¿no?

—Ya lo sé, pero… Escucha, Hamada, me voy a volver loco. No sé por dónde tirar. ¡Estoy sufriendo tanto! No he podido dormir desde que se fue —puse en mi voz todo el patetismo que pude, para darle pena—. Hamada, no tengo nadie más a quien acudir. Es un abuso espantoso, pero… yo tengo que averiguar dónde está Naomi. Si está con Kumagai, o con otro hombre. Quiero estar seguro. Sé que soy egoísta, pero me pregunto si te puedo pedir que me ayudes a encontrarla… Tú tienes los contactos, y he pensado que en lugar de buscarla yo solo…

—Sí, probablemente yo la podría encontrar en seguida —dijo Hamada, como si no hubiera ninguna dificultad—. Pero, señor Kawai, ¿usted no tiene ni idea de dónde pueda estar?

—He dado por hecho que estuviera con Kumagai. Esto no se lo diría a nadie más que a ti, pero la verdad es que seguía viéndole a escondidas. Cuando yo me di cuenta, reñimos, y ella se marchó.

—Entiendo.

—Pero, a juzgar por lo que has dicho, estaba con un occidental y con muchos otros hombres, y vestida a la europea. Yo no sé qué pensar. Tal vez tú pudieras hacerte una idea general de lo que está pasando si fueras a ver a Kumagai.

—Sí, está bien —dijo Hamada, como para poner fin a mi lloriqueo—. Veré qué puedo averiguar.

—¿Y podrías hacerlo rápidamente? Sería un gran alivio si me dijeras algo hoy, si fuera posible.

—Entiendo. Sí, es probable que me pueda enterar dentro del día. ¿Dónde le puedo encontrar? ¿Sigue usted en la oficina de Ōimachi?

—No, no he podido ir a trabajar desde que ocurrió esto. He intentado no salir de casa por si volvía Naomi. Sé que es ser egoísta, pero el teléfono es incómodo. Lo mejor sería que nos viéramos. ¿Tú podrías pasarte por Ōmori cuando hayas averiguado algo?

—Sí, así estaría bien. De todos modos no tengo otras cosas que hacer.

—Muchas gracias. ¡Te estaría muy agradecido! —ahora tendría que esperar su visita, y cada segundo parecería una eternidad; me puse todavía más nervioso—. Entonces, ¿como a qué hora crees que vendrás? —añadí—. ¿Crees que tendrás la respuesta para las dos o las tres?

—Bueno, creo que sí, pero no puedo estar seguro mientras no vaya y lo vea. Haré todo lo posible, pero aun así podrían ser dos o tres días.

—Humm… muy bien, muy bien. Mañana, pasado mañana…, yo estaré esperándote en casa.

—Entiendo. Seguiremos hablando cuando nos veamos, entonces. Adiós.

—Aló, aló —clamé frenéticamente cuando pareció que iba a colgar—. Aló…, una cosa más. Esto dependerá todo de cómo se presenten las cosas, pero si ves a Naomi y tienes ocasión de hablar con ella, hay una cosa que quiero que le digas. Dile por favor que yo no la condeno por lo que hizo y que sé que tengo parte de la culpa por su comportamiento. Humildemente pido disculpas por mis errores, y estoy dispuesto a aceptar las condiciones que sea y olvidar lo pasado si vuelve. Si dijera que no, pídele que me reciba al menos una vez…

A continuación de: «las condiciones que sea», habría querido añadir: «Si me dice que me arrastre, seré feliz de arrastrarme. Si me manda barrer el suelo con la frente, barreré el suelo con la frente. Haré lo que haga falta para disculparme»; pero no lo dije, claro está.

—… Y, por favor, dile, si puedes, que la quiero muchísimo.

—Sí. Se lo diré si tengo la ocasión.

—También, en fin, con el genio que tiene, podría ser que realmente quiera volver pero le pueda más la obstinación y la terquedad. Si pareciera ser así, dile lo deprimido que estoy. Sería ideal si pudieras hacer que viniera aquí contigo.

—Sí, sí. Tanto no le puedo asegurar, pero haré lo que pueda —sonaba como si Hamada ya estuviera harto de mi pesadez, pero yo seguí hablando hasta agotar todas las monedas de cinco sen que llevaba encima. Probablemente era la primera vez en mi vida que me expresaba tan vehementemente y sin vergüenza con una voz temblona y llorosa.

Lejos de sentirme más tranquilo cuando acabó la llamada, sentí que no podría esperar a que Hamada viniera. Había dicho que probablemente iría en el día, pero ¿y si no iba? O mejor dicho, ¿qué iba a ser de mí si no venía? Aparte de mi añoranza de Naomi, no tenía nada en que ocuparme. Era incapaz de hacer nada. Tendría que estarme en casa de brazos cruzados, sin poder dormir, comer ni salir, y esperar a que un absoluto desconocido corriera por mí de acá para allá y me trajera su informe. No había cosa más dolorosa que la inacción, y encima añoraba tanto a Naomi que creí que me iba a morir. Atormentado por el deseo, había depositado mi destino en manos ajenas y tenía que esperar, contemplando las agujas del reloj. El paso del tiempo es increíblemente lento; un solo minuto parece una eternidad. Repite ese minuto sesenta veces y por fin tienes una hora. Repítelo ciento veinte veces y por fin tendrás dos horas. Si esperaba tres horas, tendría que soportar ciento ochenta de aquellos minutos agotadores e inevitables, ¡ciento ochenta revoluciones, tic-tac, tic-tac, del segundero! Si no eran sólo tres horas, sino cuatro, o cinco, o medio día, un día, dos días, tres días… pensé que forzosamente me volvería loco de impaciencia y de anhelo.

De todos modos, me figuré que Hamada no vendría hasta última hora de la tarde como muy pronto, y me dispuse a esperar; pero a eso del mediodía, cuatro horas después de telefonear, sonó con fuerza el timbre de la puerta principal y me sorprendió oír la voz de Hamada: «Hola». Salté de alegría y corrí a abrir.

—Hola. Abro en seguida. Está echada la cerradura —dije excitadamente. No pensé que viniera tan pronto, dije para mí. Tal vez haya podido ver a Naomi. Quizá cuando se encontró con ella Naomi lo comprendió al momento y la ha traído con él. Ante esa idea sentí una oleada de alegría todavía mayor, y mi corazón latió alborotado.

Al abrir la puerta miré ansiosamente en derredor, pensando que Naomi podría estar detrás de Hamada; pero no había nadie más. Hamada estaba solo.

—Lamento lo de esta mañana. ¿Cómo te ha ido? —le espeté—. ¿Lo has averiguado?

Hamada, con alarmante frialdad, me miró compadecido.

—Sí, lo he averiguado…, pero, señor Kawai, ya no hay esperanza. Será mejor que renuncie a ella.

Hablaba con énfasis, meneando la cabeza.

—¿Qué…, qué quieres decir?

—Es mucho peor de lo que usted temía. Por su propio bien, creo que ahora debe usted olvidarse de la señorita Naomi.

—Entonces, ¿la has visto? ¿Hablaste con ella y no hay nada que hacer?

—No, no la he visto. Fui a ver a Kumagai y lo supe todo de su boca. Es absolutamente deplorable. Me ha dejado de piedra.

—Pero, Hamada, ¿dónde está Naomi? Eso es lo primero que yo quiero oír.

—No está en un solo sitio; está rodando.

—Pero no puede tener muchos sitios donde ir.

—Ni se sabe cuántos amigos podrá tener que usted no conoce. Al principio, el día que riñeron, sí se fue a casa de Kumagai. Si hubiera telefoneado antes para ir a escondidas, no habría pasado nada; pero se plantó delante de la puerta con un coche cargado de equipaje, y en la casa se armó el alboroto, todo el mundo preguntando quién era aquella mujer. En esas condiciones Kumagai no la podía invitar a quedarse. Hasta él se asustó.

—¿Y entonces? ¿Qué hicieron?

—Lo único que pudieron hacer fue esconder sus cosas en la habitación de él; después salieron juntos de la casa y se fueron a un hostal de mala nota. Para acabar de empeorarlo, era el Pabellón No-sé-qué de Ōmori, aquí cerca de su casa. Él dijo que era el mismo hostal que habían utilizado aquella mañana, donde usted les había visto. ¡Qué audacia!

—¿Volvieron allí el mismo día?

—Eso dijo Kumagai. Estaba muy ufano, contándolo con pelos y señales y cargando las tintas… No fue muy agradable escucharle.

—¿Así que pasaron la noche juntos allí?

—No, en realidad no fue así. Estuvieron allí hasta el anochecer, dijo. Entonces dieron un paseo por el Ginza y se despidieron en el cruce de Owarichō.

—Pero eso no puede ser. Será que Kumagai miente.

—No, escuche el resto. Cuando se despidieron, a Kumagai le dio lástima de ella, y le preguntó: «¿Dónde vas a dormir esta noche?». Y ella dijo: «Tengo montones de sitios donde ir. Ahora me voy a Yokohama». No parecía muy afligida, y echó a andar en dirección a la estación de Shimbashi.

—¿Y a quién conoce en Yokohama?

—Eso es lo raro. Kumagai pensó que probablemente volvería a Ōmori. Podía tener muchos amigos, pero no tendría en dónde alojarse en Yokohama. Pero a la tarde del día siguiente Naomi le llamó diciendo: «Estoy en El Dorado. ¿No vienes?». Kumagai fue, y la encontró con un traje de noche deslumbrante, con un abanico de plumas de pavo real, cargada de collares y pulseras y divirtiéndose con un occidental y un montón de hombres más.

La historia de Hamada era como una caja de sorpresas: una tras otra iban saliendo cosas inauditas. En resumen, Naomi había pasado la primera noche en casa del occidental. Se llamaba William McConnell, y era aquel tipo grosero y amanerado, maquillado de blanco, que la había abordado sin presentación y la había obligado a bailar con él la primera vez que fuimos a El Dorado. Pero lo que era aún más sorprendente (y esta observación la había hecho Kumagai) era que Naomi no se había mostrado particularmente amigable con McConnell hasta la noche en que se fue a su casa, aunque sí parece que llevaba algún tiempo secretamente interesada por él. McConnell tenía el tipo de rostro que les gusta a las mujeres, y en su persona había algo de zalamero y teatral. En el baile se le conocía como «El Lobo del Oeste». La propia Naomi había dicho: «Ese occidental tiene un gran perfil. ¿Verdad que se parece a John Barry?». (Al decir «John Barry» quería decir John Barrymore, el famoso actor americano, al que había visto en las películas.) Sin duda le interesaba. Quizá incluso le hubiera tirado los tejos, y seguramente él, al darse cuenta de que le gustaba, había flirteado con ella. Sin más trato que ése entre los dos, Naomi se había presentado en su casa por las buenas. Al verla aparecer, McConnell debió de pensar que una pieza encantadora se le venía a las manos. «¿Te apetece pasar la noche en mi casa?», le diría; y ella habría respondido: «Bueno; no tengo inconveniente».

—Pero eso es un poco difícil de creer: ¿ir a casa de un hombre al que no conoces y pasar la noche con él?

—Pero, señor Kawai, yo creo que la señorita Naomi no le da ninguna importancia a eso. También McConnell lo debió de encontrar un poco extraño, porque anoche le preguntó a Kumagai: «Y esa chica ¿de dónde ha salido?».

—Lo mismo se podría preguntar de un hombre que mete en su casa a una mujer de la que no sabe nada.

—No sólo la metió en su casa, sino que la vistió a la europea, con pulseras y collares. Así es él. Y al cabo de una noche eran tan íntimos que ella le llamaba «Willy».

—¿Crees que ella le haría comprar el vestido y las joyas?

—Mis noticias son que él compró una parte y pidió prestado el resto a una mujer occidental que conoce. Seguramente la idea partiría de ella, que le diría que tenía el capricho de vestirse a la europea. Él le daría ese gusto para ganársela. El vestido tampoco parecía sacado de cualquier percha; le estaba perfectamente. Llevaba zapatos de tacón francés muy alto, con las puntas de charol y piedrecitas como brillantes de imitación. Parecía exactamente la Cenicienta.

Mi corazón dio un brinco al pensar en lo bella que debía haber estado Cenicienta-Naomi. Pero al momento siguiente calibré toda su depravación, y me invadió un sentimiento indescriptible de desdicha, mortificación y amargura. Ya bastante era lo de Kumagai. Ahora se había ido con un occidental del que no sabía nada, había pasado la noche en su casa y le había hecho comprarle ropa. ¿Era manera de comportarse para una mujer que hasta el día anterior tenía marido? ¿Era así de puta la Naomi con la que yo había estado viviendo todos esos años? ¿Había estado yo engañándome como un iluso hasta ese momento? ¿Por fin ahora la veía como era en realidad? Hamada tenía razón. Por mucho que yo la echara de menos, tenía que renunciar a ella. Me había humillado hasta el fondo. Había arrastrado por el lodo mi orgullo de hombre.

—Hamada, sé que soy muy pesado, pero quiero estar seguro. ¿Todo lo que me has dicho es verdad? No sólo Kumagai, ¿tú también lo confirmas?

Viendo asomar las lágrimas a mis ojos, Hamada asintió con conmiseración:

—Comprendo cómo se siente, y eso hace todavía más difícil decirle lo que le voy a decir; pero yo también estuve allí anoche, y creo que lo que dice Kumagai debe de ser verdad. Mucho más le podría contar, pero le ruego que trate de creerme sin oír el resto. Le ruego que me crea si le digo que no estoy exagerando los hechos por diversión.

—Gracias. Es todo lo que necesitaba oír. No tienes que…

No sé qué pasó, que se me atragantaron las palabras en la garganta y de pronto me empezaron a rodar lagrimones de los ojos. Esto no puede ser, pensé. Bruscamente me abracé a Hamada y sepulté el rostro en su hombro; y echándome a llorar grité:

—¡Hamada…! ¡He renunciado a ella! ¡Ya! ¡Totalmente!

—¡Así está bien! Ha dicho usted lo que hay que decir —también la voz de Hamada se había espesado—. Si le he de ser sincero, he venido hoy mismo para darle mi veredicto. Ya no hay nada que esperar de la señorita Naomi. Siendo el tipo de persona que es, podría volver a presentarse aquí como si no hubiera pasado nada, pero la verdad es que ya nadie la toma en serio. Según Kumagai todos la tratan como a un juguete, y le han puesto un mote que no se puede repetir. No habría manera de saber cuántas veces le habrá deshonrado a usted a sus espaldas.

Hamada había amado a Naomi con la misma pasión que yo sentía, y, como yo, se había visto rechazado por ella. En ese momento las palabras de aquel joven, cargadas de indignación y pronunciadas con sincera compasión de mí, tuvieron el efecto de un escalpelo afilado que rebanara un pedazo de carne pútrida. La trataban como a un juguete; le habían puesto un mote que no se podía repetir: irónicamente, aquellas revelaciones terroríficas me insuflaron nueva vida. Volví a notar ligeros los hombros, como si saliera de unas fiebres, y mi llanto se secó.

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