Naomi

Naomi


23

Página 25 de 30

23

—Señor Kawai, no debería quedarse en casa. ¿Le apetece dar un paseo? —dijo Hamada para animarme.

—De acuerdo, en seguida estoy —respondí. Llevaba dos días sin afeitarme ni enjuagarme la boca. Me pasé la afeitadora, me lavé la cara, y sintiéndome muy refrescado salí con Hamada a eso de las dos y media.

—Es buen momento para asomarse al extrarradio —dijo Hamada, y yo asentí—. ¿Tiramos hacia acá? —preguntó, echando a andar hacia Ikegami. Pero yo, sintiendo una sensación de repugnancia, detuve el paso.

—Hacia ahí no. Esa dirección es tabú.

—¿Por qué?

—En esa dirección está el Pabellón Amanecer que acabamos de nombrar.

—¡Ah, no! ¿Qué hacemos entonces? ¿Vamos derechos a la costa y andamos hacia Kawasaki?

—Sí, eso sería lo más seguro.

Hamada dio media vuelta y dirigió sus pasos hacia la estación, pero entonces yo caí en la cuenta de que también esa dirección podía ser peligrosa: si Naomi seguía yendo al Pabellón Amanecer, podía aparecer con Kumagai a esas horas. O podía viajar de Tokio a Yokohama con aquel sucio extranjero. En un caso como en el otro, había que evitar las estaciones de la Línea Eléctrica Nacional. Me adelanté a Hamada, diciendo sin darle importancia: «Me temo que hoy te estoy dando mucho la lata», y torcí por una bocacalle para cruzar las vías por un camino que discurría entre arrozales.

—En absoluto. Sospechaba que antes o después ocurriría algo así.

—Desde tu punto de vista yo he tenido que resultar cómico.

—Yo también hice el tonto durante un tiempo. No soy quién para reírme de usted. Pero sí me daba usted mucha pena, una vez que a mí se me pasó.

—Lo tuyo no es grave, porque todavía eres joven. Pero es ridículo que un hombre que pasa de los treinta años actúe como semejante idiota. Y si tú no me lo hubieras dicho, quizá seguiría igual.

Cuando salimos a los arrozales el cielo de finales del otoño estaba alto y cristalino, como para consolarme; pero sentía el viento hiriente en los párpados, todavía irritados por haber llorado. A lo lejos retumbaba en los campos la prohibida Línea Nacional.

—¿Has almorzado, Hamada? —pregunté cuando llevábamos unos minutos caminando en silencio.

—No, aún no. ¿Y usted?

—He bebido un poco de sake, pero casi no he comido nada desde anteayer. Tengo mucha hambre.

—Es natural. Debería cuidarse más. Si sigue así puede caer enfermo.

—No te preocupes. He visto la luz gracias a ti. Voy a cuidarme. A partir de mañana seré un hombre nuevo. Y volveré al trabajo.

—Sí, así distraerá el pensamiento. Cuando yo pasé por esto, lo único que quería era olvidar. Me dediqué a la música.

—Tiene que ser bueno saber hacer música en momentos así. Yo no tengo ningún talento de ese tipo; lo único que puedo hacer es sumergirme en el trabajo de la oficina. En cualquier caso, tú tendrás apetito. ¿Entramos a comer en algún sitio?

Hablando habíamos llegado hasta el río Rokugō, y en seguida nos vimos en un restaurante de Kawasaki especializado en carnes de buey, con una cazuela humeante entre los dos. Lo mismo que habíamos hecho en el Matsuasa, nos intercambiamos tazas de sake.

—Toma una taza, Hamada.

—Lo lamentaré si me hace beber tanto con el estómago vacío.

—No te preocupes por eso. Esta tarde mi exorcismo es completo; ayúdame a celebrarlo. Mañana voy a dejar de beber, así que hoy vamos a emborracharnos y a charlar tranquilamente.

—En ese caso, permítame beber a su salud.

Cuando la cara de Hamada se puso roja brillante y sus hoyuelos empezaron a relucir como carne guisada, yo estaba borracho perdido y ya no sabía si estaba alegre o triste.

—Por cierto, Hamada, hay algo que te quiero preguntar —había escogido el momento y me aproximé a él—. ¿Cuál es ese terrible mote que le han puesto a Naomi?

—No, no se lo puedo decir. Es demasiado feo.

—Qué más da que sea feo. Ahora ya no significa nada para mí, de modo que no hay razón para que te reprimas. Dime cómo la llaman, por favor. Me sentiré mejor sabiéndolo.

—Es posible, pero yo no se lo puedo decir, perdóneme. De todos modos, si piensa en ello probablemente se lo imaginará. Sí podría decirle cómo se lo ganó.

—Sí, dímelo, por favor.

—Pero, señor Kawai… Ay de mí… —se rascó la cabeza, apurado—. La alternativa también es bastante fea. No le gustará lo que va a oír.

—No pasa nada, no pasa nada. ¡Habla, por favor! Sólo quiero saber alguno de sus secretos. Es curiosidad, pura y simple.

—De acuerdo, le contaré un poco sobre su vida secreta. Cuando el año pasado estaban ustedes en Kamakura, ¿con cuántos hombres cree usted que estuvo la señorita Naomi?

—Aparte de ti, yo sólo sé de Kumagai. ¿Hubo alguno más?

—No se asuste, señor Kawai… Seki y Nakamura también.

Borracho y todo, sentí como si me hubieran metido en el cuerpo una descarga eléctrica. Bebí cinco o seis tragos de sake antes de volver a hablar:

—¿El grupo entero, quieres decir? ¿Todos?

—Sí. ¿Y dónde cree usted que se encontraban?

—¿En villa Ōkubo?

—En la casita del vivero que usted alquiló.

Por unos momentos no pude responder nada, tan grande fue el golpe. Por fin gemí:

—Eso sí es una sorpresa.

—La mujer del dueño del vivero fue seguramente la que peor lo pasó. No podía echarles porque estaba obligada con Kumagai, pero le preocuparía el qué dirán de los vecinos viendo su casa hecha una casa de citas, con hombres continuamente entrando y saliendo. Y tenía miedo de lo que pudiera pasar si usted se enteraba.

—Sí, claro. Ahora que lo mencionas, la pilló con el pie cambiado que yo le preguntara por Naomi. No me extraña que se pusiera tan nerviosa. De modo que la casa de Ōmori era vuestro lugar de encuentro clandestino, la casita de la playa era un burdel, y yo sin saber nada. Me he llevado una buena zurra, ¿eh?

—Señor Kawai, ¡no hablemos de Ōmori! Le pido perdón por eso.

—No te preocupes. Ya todo está pasado y olvidado. Pero es interesante saber que ha sido uno engañado tan hábilmente. Es una perfección técnica como para impresionar a cualquiera.

—Es como que un luchador de sumo te levante y te tire a la espalda, ¿no?

—Exactamente. Ahora bien, ¿Naomi les manipulaba de tal manera que no sabían los unos de los otros?

—No, sí lo sabían. A veces hasta se cruzaban.

—¿Y no se peleaban?

—Estaban tácitamente aliados. La compartían. De ahí es de donde viene el feo mote, que es como la llamaban a sus espaldas. Usted ha tenido la suerte de no enterarse; pero yo sí lo sabía, y estaba desesperado. Quería rescatar de alguna manera a la señorita Naomi, pero si intentaba darle algún consejo se ponía hecha una furia y se burlaba de mí. No podía hacer nada —el tono de Hamada fue haciéndose más sentimental a medida que recordaba—. Señor Kawai, yo no le dije todo esto cuando estuve con usted en el Matsuasa, ¿verdad?

—Me dijiste que era Kumagai el que hacía lo que quería con Naomi.

—Sí, eso dije. Y tampoco mentí. Eran los más unidos, quizá porque los dos son igual de toscos. Kumagai es el cabecilla. Hablé así porque pensaba que la suya era la peor influencia sobre ella; el resto no se lo podía contar. Aún tenía la esperanza de que usted no la abandonase, de que la llevara al buen camino.

—Lejos de llevarla, he sido yo el arrastrado.

—Eso es lo que le pasa a cualquier hombre que se cruce con la señorita Naomi.

—Esa mujer tiene un poder mágico y misterioso, ¿no?

—¡Sí, es un poder mágico! Yo lo sentí, y me di cuenta de que debía mantenerme a distancia, que estaría en peligro si me acercaba.

Naomi, Naomi…, no sé cuántas veces se repetiría ese nombre entre los dos. Era el aperitivo que acompañaba nuestro sake. Saboreábamos su sonido dulce, lo lamíamos con nuestra saliva y nos lo llevábamos a los labios como si fuera una exquisitez más sabrosa que el buey.

—¿Pero no está bien ser engatusado una vez por una mujer así? —pregunté apasionadamente.

—¡Desde luego que sí! Yo le debo mi primera experiencia del amor. No duró mucho, pero fue un bello sueño. Eso lo debo agradecer.

—¿Qué crees que será de ella?

—Me figuro que simplemente irá a peor. Kumagai dice que no podrá permanecer mucho más tiempo en casa de McConnell. En dos o tres días se irá a otro sitio; podría incluso irse a la casa de él, dice, ya que tiene allí sus cosas. Pero ¿es que no tiene familia?

—Tienen un burdel en Asakusa. Nunca se lo he dicho a nadie; me parecía que no habría sido justo con ella.

—Entiendo. O sea que es verdad que la crianza es el origen de todo.

—Según Naomi, su familia eran samuráis de clase humilde que vivían en una mansión de Shimonibanchō cuando ella nació. Su abuela era una adelantada que iba a los bailes del Rokumeikan, y fue esa abuela la que le puso el nombre de Naomi. Vaya usted a saber qué habrá de verdad en todo eso. En cualquier caso, su educación no fue buena. Eso yo lo veo ahora claramente.

—Visto así es aún más pavoroso. Nació con la disipación en la sangre. Estaba escrito que iba a salir así, a pesar de todos los esfuerzos de usted.

Seguimos charlando unas tres horas. Eran pasadas las siete cuando nos marchamos, pero no habíamos agotado los temas de conversación.

—Hamada, ¿vuelves por la Línea Nacional? —pregunté mientras atravesábamos Kawasaki.

—Ahora sería mucho para volver andando.

—Eso es verdad, pero yo voy a tomar la Eléctrica Keihin. Si está en Yokohama, la Nacional podría ser peligrosa.

—Entonces yo también tomaré la Keihin. Pero si la señorita Naomi anda correteando de acá para allá, antes o después se la tendrá usted que encontrar.

—Tendré que ir con cien ojos cuando salga a la calle, ¿no?

—Ella sin duda pasará mucho tiempo en las salas de baile, así que el Ginza es la zona de más peligro.

—Tampoco Ōmori es mucho más seguro. Está camino de Yokohama, el Kagetsuen y el Pabellón Amanecer… A lo mejor me voy de esa casa a una habitación alquilada por cualquier parte. No quiero verle la cara hasta que esto se enfríe.

Hamada me acompañó en la Línea Keihin y nos separamos en Ōmori.

Ir a la siguiente página

Report Page